domingo, 30 de mayo de 2021

CAFÉ RACER

Por culpa de las tres entradas que dediqué al cine y a las motos, hoy vuelvo a teclear sobre motos. Y es que me encantan. Conducirlas, viajar en ellas y admirarlas como objetos de deseo, diseño técnico y producto estético. Además, tal y como ocurre con otros aspectos del ocio, diversión, deporte o placer del ser humano, desde su invención, no han dejado de desarrollar una constante producción cultural directamente relacionada con ellas. Y hoy quiero hablar sobre un constructo subcultural específico del motociclismo por el que siempre he sentido interés y que ya arrastra unas cuantas décadas de trayectoria: ¡el de Café Racer!.

Por ello entendemos un estilo genérico de práctica o afición a las motos, “vestido” con una serie de atributos característicos que lo identifican y le dan cierto aire genuino, esto es, diferenciado de otros modos de entender o interpretar la afición al motociclismo. Eso es lo que podemos decir ahora, en pleno siglo XXI, cuando tratamos de clasificarlo. Pero, al hacerlo, estamos integrando un fenómeno que, como en el caso de casi todas las subculturas, ha sido evolutivo y ha experimentado algunas diferencias desde su concepción inicial hasta la actual.

Los orígenes del fenómeno son británicos o, al menos, principalmente. Aunque hay diversas opiniones al respecto, quienes sobre ello escriben los sitúan en los años 50 del siglo XX en Gran Bretaña, vinculándolo a los rockers. Estos eran los exponentes de una tendencia juvenil que pronto se vería asociada a las motos. ¿A todas? ¡No! A las de motores “rocker” de cuatro tiempos. Pequeño pero significativo detalle, como enseguida veremos. Los rockers se inspiraban en otras tendencias juveniles anteriores o, con mucha frecuencia, unas u otras se identificaban con diversas denominaciones. Por ejemplo, leather boys (chicos vestidos de cuero), greasers (argot norteamericano referido a clases trabajadoras, inicialmente emigrantes mediterráneos, aunque más tarde extendido a los de cualquier procedencia) o ton-up boys. Este último apelativo, después de todo, resulta ser el más motero, pues hacía referencia a aquellos que buscaban lograr superar un ton con la moto, es decir, las 100 Millas/h de velocidad. La cuestión es que, en la postguerra británica, las motos resultaban más asequibles que los coches. Además, había bastante trabajo para algunos jóvenes gracias a los planes de recuperación, por lo cual disponían de sueldos, algo de crédito y una notable proliferación de construcción de nuevas carreteras alrededor de las ciudades. Pero esa no fue la única razón por la que aquellos jóvenes se aficionaron a las motos. No hay que desdeñar el orgullo patrio de sentir el liderazgo tecnológico de las motos inglesas en aquella época. Sí a ello añadimos los atributos de libertad, individualismo, velocidad, rebeldía y juventud asociados simbólicamente a las motos, parece un cóctel de razones más que suficiente como para que la cosa cuajara.

En los sesenta y setenta, la tendencia se fue afianzando mucho, con evidente presencia de las motos, con nuevos modelos cada vez más potentes, y con constantes actualizaciones de los rasgos psicosociales de identidad de los jóvenes rockers. Por ejemplo, su contraposición y antipatía con los mods. Algo que ya traté en pasadas entradas cuando escribí sobre Quadrophenia. Demasiados antagonismos: gabanes contra chupas de cuero, scooters contra motos potentes y rápidas, dos tiempos contra cuatro tiempos, etc. Es más, los rockers de entonces menospreciaban a los consumidores de drogas, un mundo poco conocido para ellos, dentro del cual no hacían mucha distinción entre los diferentes tipos de sustancias. Y claro, hay que recordar que los mods eran pastilleros. Otras de las características de los rockers eran el estar musicalmente asociados al rock & roll, el vestir con mucho cuero, algo heredado de las tendencias norteamericanas que antes he mencionado, o la utilización de gomina para sus frecuentes tupés en el peinado. Con posterioridad, diferentes versiones de rockers se fueron diversificando en rockabillies, fans del hard rock, punkies y otros. Siendo precisamente la afición al cuero una especie de denominador bastante común. Pero no confundamos, igualemos o simplifiquemos conceptos. No todos los rockers tenían moto, ni “ejercían” como café racers, ni todos los café racers simpatizaban con el estilo y aficiones rockers. Además, en esto de las subculturas juveniles (en realidad también en las de otras índoles) las fronteras son difusas, así como los atributos y claves de pertenencia. Son movimientos vivos y, en muchos casos, no del todo definidos por sus propios “especímenes”. Hay gente que lo es un poco, o a ratos, etc. Las interpretaciones con las que sus tendencias son acogidas pueden experimentar diferencias de contexto geográfico, idiomático, cultural, etc. Y, casi siempre, el movimiento en cuestión únicamente es catalogado y descrito a posteriori si su presencia social ha llegado a provocar un impacto notable o significativo. Así pues, cuidado con los cajones estancos.

Por lo tanto, mejor centrémonos en las motos. En los años sesenta es cuando, aproximadamente, se sitúa el “nacimiento” de las Café Racers. Las cuales parece que surgieron con la idea de preparar motos rápidas para recorrer, lo más velozmente posible, las cortas distancias encontradas en las peregrinaciones entre cafés, bares o pubs. Vamos, que se trataba de un fenómeno bastante urbano y ciertamente poco cívico. Y es que la rebeldía, es raro que no vaya de la mano de las tendencias juveniles. Por ello, un componente muy importante de la subcultura café racer era la personalización de las motos buscando eficacia para la velocidad. Y, a poco que uno piense con algo de lógica, es fácil deducir por donde iban los tiros. ¡Aerodinámica! instalando carenados o cúpulas (algo que casi se ha erradicado actualmente de las tendencias café racer), semimanillares estrechos, de orientación y posición bajas, y estriberas retrasadas, con el fin de ir muy agachados y estrechos, reduciendo la superficie frontal. ¡Potencia! cambiando los escapes para arañar algunos caballos, retocando el motor, etc. ¡Ligereza! eliminando todo lo superfluo, recortando de aquí y de allá. ¡Eficacia “ciclo”! mejorando el chasis y ajustando reglajes. Y… ¡estética! algo que no puede faltar en toda subcultura que se precie de serlo, instalando colines o asientos deportivos y buscando un aspecto “racing” en la montura. Además, depósitos más grandes y algunos otros detalles. En definitiva, una estética sin concesiones a la comodidad y aliada con el minimalismo.

La jerga de la época estaba plagada de nombres propios de marcas, modelos y motores. Muchos de los cuales son referencias agradablemente sonoras para los aficionados a un motociclismo clásico, retro o vintage. Pero, además de ellos, surgían las hibridaciones y los preparadores. Triton era una prestigiosa combinación de motor de Triumph Bonneville montado sobre un chasis Teatherbed de Norton. La Tribsa integraba motor Triumph y chasis BSA. La Norvin un motor Vincent sobre chasis Featherbed. Como preparadores sonaban los nombres de algunos talleres especializados entre los que he visto destacar a Rickman y Seeley.

Ejemplo de Tribsa. (Imagen: bikeexif.com)

Ejemplo de Norvin. (Imagen: Philippe Guyony en engli-vincent.net)

Un par de atractivas Triton. (Imagen: tritonmotorcycles facebook).

“En aquel entonces, el juego favorito de los bikers de Londres era poner una canción en la juke box del Ace Café y salir corriendo con sus motos hasta Box Hill y volver antes de que terminase la canción. Luego, cuando la policía llegaba, los motoristas estaban allí sentados, inocentemente, bebiendo algo y fumando”. Matthew Biberman en: “La leyenda de Big Sid y la Vincati”. La Mala Suerte Ediciones.

Lo de las Vincati es de nota. Más que consecuencia directa del fenómeno café racer, proceden de pura devoción mecánica. Hay muy pocas y "no tienen precio". Los primeros autores fueron australianos, pero esta, probablemente la más famosa, es la que protagoniza el libro de Matthew Bibberman.  (Imagen: nationalmcmuseum.org).

A lo largo de los años 70 llegó el desembarco de motos japonesas en el mercado mundial.  Fueron muchos los modelos y marcas bien acogidos por sus prestaciones, potencia y competitividad de precio. La Kawasaki Z1 fue un ejemplo emblemático, pero hubo muchas otras. Más tarde, en cuanto los fabricantes en general se fueron dando cuenta de que aquel movimiento subcultural había nacido y crecido tanto como para haberse constituido como un evidente nicho de mercado, empezaron a comercializar modelos con apariencia y especificaciones estéticas, mecánicas y de diseño bajo los patrones relacionados con las preferencias café racer. Surgían unas motos café racer de fábrica, producidas en serie. Moto Guzzi, Benelli, Laverda, BMW, Bultaco… se subieron al carro, y se pudo asistir a un importante desfile de aparición de motos ligeras, deportivas y simplificadas. Una época donde lo “naked” prevalecía. Como consecuencia de aquello, y como siempre que la lógica integral del consumo se impone, el fenómeno se extiende tanto que el “purismo” y algunas esencias se pierden. La proporción de usuarios que, además, entendieran mucho o algo de mecánica se vio drásticamente reducida y, consecuentemente, las motos dejaron de retocarse tanto y, directamente, se adquirían. Por otro lado, ya se encargaba la producción de proporcionar lo que se deseaba.

Wallace Wyss, en una revista de motos, en 1973, en la que explicaba con muchos pormenores y fotografías técnicas lo que era una café racer, describía así a sus usuarios:

“En Europa, el término café racer solía ser peyorativo. Referido a un motero que jugaba a ser un piloto del TT de la Isla de Man, alguien que tenía una moto de aspecto racing, pero simplemente aparcada cerca de su mesa en la terraza del bar local. Mantenía el exhibicionismo del constructor chopper, pero el café racer realmente hacía su moto más aerodinámica y, a menudo, más segura con sus modificaciones”.

El asunto de las carreras del Tourist Trophy de la Isla de Man suele asociarse mucho al conjunto conceptual café racer. Ya se hacía en los setenta y se sigue haciendo ahora. Sin embargo, en cierto modo, es una apropiación indebida por parte de los café racer o, más bien, una asignación corta de miras desde los observadores externos a ambas referencias culturales. Y es que el TT ya existía mucho tiempo antes de que se empezara a intuir algo del movimiento del que estamos hablando. El Tourist Trophy empezó a celebrarse en 1907. Su fama se ha ido construyendo de forma continua a base de sus leyendas, su peligrosidad, la belleza del paraje y una serie de características propias muy genuinas, como son el que se dispute en un circuito abierto de calles y carreteras reales, de una longitud tal que lo hace difícil de aprender y en formato contrarreloj. Una singularidad que perdura hasta nuestros días y no ha hecho más que ver crecer su halo de misterio, épica y prestigio deportivo-cultural. Esto es algo tan poco común en nuestros días de cambios y revoluciones mediáticas, económicas y de espectáculo, que, en materia de eventos deportivos, los verdaderamente añejos que, además, han sido capaces de sobrevivir, se convierten en joyas admiradas casi por cualquier público, incluido el no especialista (Copa América, Triatlón de Hawaii, Carrera de las once ciudades, Tour de Francia, 24 horas de Le Mans, regata Oxford-Cambridge, Descenso del Sella… hay más de los que parece). De hecho, algunos, son objeto del deseo de modernos planes de negocio que intentan hacerse con ellos, como ha ocurrido, recientemente, con la Copa Davis de tenis.

No hablaré más sobre la Isla de Man porque el conjunto de sus carreras daría por sí mismo para un merecido monográfico. Pero, para ilustrar parte de su esencia y ratificar el hecho de que su vida no le debe nada a la subcultura café racer (aunque tampoco son incompatibles), gracias a esa fuente inagotable de conocimiento fílmico sobre motos que nos regala el CineMotografo, me permito recomendaros la película No limit, de 1935. La fecha deja bien claro que aquello ya estaba más que consolidado desde antes de que la mayoría de los posteriores café racers hubieran siquiera nacido. La película, pese a ser muy antigua, aglutina unas excelentes imágenes de motos en su último cuarto. Aunque algunas tomas están muy aceleradas para crear un efecto de mayor velocidad y los primeros planos pecan del recurso habitual de la época de filmar sobre un fondo proyectado, hay muchas escenas con planos abiertos de trazadas, accidentes, obstáculos, etc. Se ve que cuidaron esa parte del trabajo. En términos generales, el tono de la película es el de comedia romántica con un protagonista (George Formby) propenso a hacer el ridículo. También ejerce de artista musical, ya que hay varias canciones insertadas en la trama. Por cierto, la primera de ellas versando específicamente sobre el Tourist Trophy de la Isla de Man. En cualquier caso, toda la película gira en torno a aquel evento que, ya entonces, había alcanzado altas cotas de popularidad. Se trata de un buen filme, si tenemos en cuenta su edad.

Y si alguno prefiere un disfrute más breve, menos visual, pero imaginativo y lleno de esencias, que lea el artículo que mi amigo, el escritor Marcos Pereda, dedicó a la carrera (y a la isla). Se titula “En el hogar de la gente menuda: El TT de la Isla de Man”. Está publicado por ctxt en Internet (2015).

 

En lo que respecta nuestros días, el movimiento café racer tiene una inevitablemente importante carga retro. Las personas (y me incluyo entre ellas) con simpatía y querencia hacia una interpretación café racer de la cultura motociclista, admiran las motos clásicas, las que se acercan a lo que hemos descrito como características habituales en los modelos café racer y, en general, a la mayor parte de los modelos europeos fabricados durante los años cincuenta y, preferentemente, sesenta y setenta. Fundamentalmente inglesas al principio, e italianas y japonesas algo después. Como consecuencia de ello, la franja de motos naked y/o café racer ha vuelto a plagar los mercados actuales y constituye un importante y destacado segmento para la mayoría de los fabricantes, en el que conviven varias tendencias más o menos aferradas a la estética clásica. Y es que el concepto café racer actual no siempre está reñido con el futurismo estético y la innovación tecnológica. Ya hay muchos ejemplos de motos calificadas como café racer pese a su rabiosa modernidad, pero con cierto respeto estético y conceptual a los orígenes de la tendencia, o inspirándose directamente en ellos. Así que, hoy más que nunca, la contundente descripción de Wyss, sigue plenamente vigente.

Pero, para diversificar un poco al respecto, podemos preguntarnos qué opinaba Hunter S. Thompson sobre esto. Y es que el autor al que infiltrarse a convivir con los Ángeles del infierno fuera lo que más fama le dio, en realidad, se consideraba a sí mismo, en esencia, como un café racer:

“El ‘Café racing’ es sobre todo una cuestión de gusto. Es una mentalidad atávica, una peculiar mezcla de estilo bajo, alta velocidad, pura tontería y una desdeñosa dedicación a la ‘vida de café’ y todos sus peligrosos placeres… Yo mismo soy un ‘café racer’ algunos días – además de muchas noches – y es una de mis aficiones más refinadas… […].

He sido un entendido de motos rápidas toda mi vida. Compré una BSA Lightning 650 nueva cuando se anunciaba como ‘la moto más veloz jamás probada por la revista Hot Rod’. He conducido una Vincent de 230 kilos por la Ventura Freeway con gasolina quemando en mis piernas y he corrido con la Kawa 750 Triple por Beverly Hills en plena noche con la cabeza llena de ácido… he ido en moto con Sonny Barger [el más famoso de los líderes de los Ángeles del Infierno] y he fumado hierba en bares de moteros con Jack Nicholson, Grace Slick [cantante de la Jefferson Starplane, Jefferson Starship, etc.], Ron Zingler [exsecretario de prensa de la Casa Blanca durante el mandato de Richard Nixon] y mi célebre viejo amigo Ken Kesey, un ‘café racer’ legendario”. Hunter S. Thompson “La balada del hombre salchicha” (1995) en el catálogo de la Exposición Guggenheim).

A partir de aquí, vamos a emprender una especie de viaje por diferentes escenarios de la subcultura café racer. Va a ser pues un viaje en el tiempo y en el espacio. Un viaje motero y cultural. En cualquier caso, una propuesta, y esto es importante advertirlo, muy sesgada. Basada en sensibilidades personales.

Gran Bretaña.

De nuevo siguiendo una pista del CineMotógrafo, me hice con una película de las muchas que se me escaparon en mis anteriores entradas sobre cine y motos. “Ráfagas de violencia” (Some people). Es de 1962, fue dirigida por Clive Donner y protagonizada por Kenneth More, Ray Brooks y Anneke Wills, entre otros. Sirve para acercarse, un poquito y durante un ratito, a la atmósfera motera de los más tempranos sesenta en Gran Bretaña. ¿Cuál de ellas? La rocker, no específicamente café racer, pero próxima a ella. Es un filme de bajo presupuesto, rodado enteramente en Bristol y con “mensaje buenista”, en el que puede apreciarse el típico comienzo juvenil no profesionalizado de un grupo musical y su interés por el rock & roll. También da algunas muestras de la afición juvenil a las motos y los consiguientes “piques” sobre ellas. Pero, sobre todo, sirve como una especie de canon del atuendo rocker masculino en sus inicios: algún tupé, cazadoras de cuero con tachuelas, pantalones tejanos de dobladillo vuelto y botas negras de punteras afiladas y exageradas. En cuanto a las chicas, mayor variedad alternando faldas, vestidos y pantalones, y con gran diversidad de colorido. Una escena que me resulta especialmente nostálgica se produce cuando una de las chicas, siguiendo los consejos iniciáticos de su novio, se sumerge vestida en la bañera de su casa con unos “jeans” nuevos, para tratar de provocar aquel mítico efecto “lavado” que posteriormente haría suyo hasta la propia industria de la moda vaquera.

Cartel de la película. (Imagen: atthe movies.co.uk).

Saltamos a la década de los setenta. Ray Lomas era una estrella del rock venida a menos por culpa del cambio de tendencia en los gustos musicales y de vestimenta juvenil. Y es que por él iban pasando los años.

“Había tenido una Harley Davidson y una Triumph Bonneville. Contaba sus amigos por bujías quemadas y rezaba para que siguiera siendo así. Pero era el último de los greasers de sangre azul y todos sus colegas cumplían condena casados, con tres niños y viviendo cerca de la carretera de circunvalación. Habían vendido sus almas y algunos de ellos tenían pequeños coches deportivos y se reunían en el club de tenis para beber los domingos y volver a trabajar los lunes. Habían tirado sus zapatos de gamuza azul. […].

Así que el viejo rockero sacó su moto para marcarse un ton antes de desaparecer en la A1 a la altura de Scotch Corner. Tal y como solía hacer. Y mientras volaba con lágrimas en los ojos y sus palabras, azotadas por el viento, hacían eco en la toma final, alcanzó la carretera principal a unas ciento veinte, sin espacio para frenar”. (Jethro Tull 1976, traducción propia, libre).

¡Era demasiado viejo para el rock and roll y demasiado joven para morir! Pero no hay que preocuparse por el tortazo que se dio. Dos son los motivos que nos liberan de tal azoramiento. Primero, que se recuperó tras pasar algún tiempo en el hospital. Y segundo, que Ray Lomas es un personaje de ficción, aunque muchos entendidos quieren ver en él una especie de autorretrato de Ian Anderson, el carismático líder de Jethro Tull (uno de mis grupos favoritos de siempre). Lomas es el protagonista de la historia que narra el álbum “Too old to rock ‘n’ roll: Too young to die” (1976). Un disco conceptual, pues todo él está dedicado a esa historia que narra, no solo musicalmente, sino también con un comic estampado en las cubiertas interiores del LP. Un buen retrato de simbiosis rocker y café racer.

 

Portada del LP. (Imagen: revistaladosis.com).

Dos años más tarde (1977), Meat Loaf publicaba un LP que ha pasado a la historia de la música moderna como una auténtica joya. Una obra única que destaca muy por encima de todo lo demás creado por el pequeño grupo o su líder. No entro en valoraciones sobre la carrera musical de Meat Loaf, lo que quiero subrayar es que aquel disco en particular volvió loco al público y sigue sin haber perdido fuerza, apego, vigencia y calidad. Dentro del álbum, que merece la pena al completo, una canción es la que cede su título para el conjunto: “Bat out of Hell”. Su letra nos deja algunas pistas:

“Voy a golpear la carretera como un ariete, sobre una moto fantasma negra y plateada. Cuando el metal está caliente y el motor hambriento, y estamos a punto de ver la luz. Nada crece nunca en este viejo agujero podrido. Y todo está atrofiado y perdido. Y realmente nada se balancea ni rueda. Nada vale la pena su coste […].

Bueno, puedo verme a mí mismo rompiendo el camino más rápido que lo que cualquier otro chico haya ido nunca.  Y mi piel está en carne cruda pero mi alma viva. Y nadie me va a detener ahora, voy a escapar. Pero no puedo dejar de pensar en ti, y nunca veo la curva repentina hasta que es demasiado tarde (bis). Entonces aparezco en el fondo de un pozo bajo el sol abrasador. Desgarrado y retorcido al pie de una moto en llamas. Y creo que en alguna parte alguien está tocando una campana. Y lo último que alcanzo a ver es mi corazón, todavía latiendo. Saliendo de mi cuerpo y volando lejos. Como un murciélago saliendo del Infierno”. (Meat Loaf, 1977. Traducción propia, libre).

 


La canción es larga. Ronda los nueve minutos. Tiene explícitos cambios de ritmo e inserta, en determinado momento, la arrancada de una moto y su aceleración con algunos cambios de marcha. Sabemos que se trata de una japonesa de cuatro cilindros en línea con doble freno de disco delantero. Está modificada. Por un lado, aligerada y simplificada al estilo café racer, por otro, algo decorada con una cabeza de caballo en lugar del faro delantero. ¿Honda CB 750 four, Kawasaki Z1…? Cada cual que elija lo que quiera. No es fácil de asegurar ya que se trata de un dibujo. Una ya mítica obra del no menos legendario dibujante de comics Richard Corben. Una eminencia de la novela gráfica en las décadas de los años setenta y ochenta.

Portada creada por Richard Corben. (Imagen: emp.online.es).
 

A mí el disco me trae infinitos recuerdos. En ocasiones, si viajo en coche a solas me lo pongo y lo disfruto muchísimo. Lo traigo a colación porque la moto de su portada tiene bastante que ver con las visitas que en Santander nos hacían algunos veranos varios grupos de café racers británicos a finales de los setenta y principios de los ochenta. Destacaban por sus monturas, que variaban algo con respecto al retrato que al principio hemos plasmado de las primeras café racer sobre base británica. Hay que señalar que en los setenta la importación de motos a España seguía estando muy restringida a causa del proteccionismo industrial implantado por la dictadura. Aquello dejaba casi completamente fuera a las marcas japonesas, y algún que otro motero pudiente o con influencias podía disfrutar de escasas motos inglesas, italianas o “bemeuves”. En la primera mitad de los ochenta el panorama estaba cambiando, pero de un modo lento, especialmente en lo que se refiere a la llegada de motos niponas, que pudiera ser que lo hicieran por cupos (ahora no lo recuerdo bien). El caso es que, gracias al servicio regular de Brittany Ferries que conectaba un par de veces por semana Santander con el sur de Inglaterra, cada vez recibíamos mayor afluencia de viajeros motorizados. La mayoría en coches, pero cada verano aparecían algunos pequeños grupos de moteros, con unas máquinas… impresionantes. Se trataba de japonesas “gordas” de cilindrada, con motores y cárteres cromados, relimpios o pintados íntegramente en negro brillante. Por lo demás, estaban muy aligeradas, y modificadas con muchos detalles minimalistas como espejos pequeños, recorte de los dos guardabarros, etc. En lo relativo a la pintura, se podrían clasificar en dos tendencias convivientes. Unos las pintaban de colores muy llamativos al estilo de las motos de Gran Premio sin publicidad. Por ejemplo, atractivas Kawasaki verde y negro o verde y blanco, al estilo de los colores oficiales de la de Du Hamel. Otros las pintaban el depósito y colín a juego, con fascinantes aerografías con motivos abstractos o figurativos. El resultado era francamente atractivo para un público acostumbrado a Impalas, Metrallas, Fronteras, H6… y algunas Guzzi Le Mans, Ducati, Benelli, BMW boxer, etc.

Kawasaki Z1, "montada" al estilo "circuito". Recuerdo algunas bastante más espectaculares, pero ahora no es fácil dar con ellas. (Imagen: caferacerfossale.com).

A falta de otros ejemplares decorados con pinturas "más libres", esta Honda CB 750 Four no está nada mal como muestra. (Imagen: motohangar.com).
 

Para despedir el ambiente británico de la época y del ámbito café racer, voy a hacer una recomendación. La lectura de una “cinta americana” de ese embajador a múltiples bandas que ha sido Dennis Noyes. La publicó en la revista Solo Moto 30 en Julio de 1985 bajo el título “La época de los héroes”. Está actualmente rescatada dentro de su libro “Cinta americana” (Trebol Sports, 2015). El texto, que es autobiográfico, cuenta con gracia, agilidad y ritmo el ambiente de una pandilla de amigos, verdaderos café racers, de la zona de Ipswich. Gente que corría en moto en los circuitos, y con sus motos fuera de ellos. La narración se sitúa a finales de los sesenta, aunque acaba a principios de los ochenta. El contexto de la pandilla queda muy bien descrito y encaja con parte de lo aquí explicado. También la evolución del origen de las monturas, con inicio anglosajón y final nipón casi obligado. No cuento más.

Francia.

Vamos ahora a dar una vuelta por Francia. Por un café en concreto. Uno que hace esquina y ha acabado convertido en refugio de quemados de las motos. Al otro lado de los Pirineos hay una fuerte tradición del comic y una potente industria al respecto. Así que no es de extrañar que fuese allí donde surgiera una serie de personajes moteros que los aficionados conocemos como el Joe Bar Team. El Joe Bar, es un garito de París tomado por auténticos café racers en versión gala. Joe, el dueño del bar, los acoge con camaradería porque, aunque mayor que ellos e infinitamente más responsable, también él fue motero, conserva el espíritu y todavía, muy de vez en cuando, se pasea en una Moto Guzzi de tipo turístico. A través de estas tiras de comic, los autores recrean de manera estupenda el ambiente de moteros muy quemados que se pretende. Se logra con excelentes dibujos que, de tan expresivos que son, sugieren de modo muy acertado el movimiento de las motos. Para colmo, incorporan unas onomatopeyas increíblemente atinadas que llevan a los lectores hacia precisos sonidos motociclistas. Se nota perfectamente que su creador es un auténtico fanático de las motos en versión café racer.

Hay que aclarar esos plurales y singular que acabo de utilizar al referirme a los autores y el creador. El Joe Bar Team nació del dibujante Bar2 (Christian Debarre). Posteriormente, tuvo continuidad con Fane (Stéphane Deteindre). En realidad, se nota la diferencia. Aunque soy ávido consumidor de ambos productos, puestos a elegir, me quedo con los trabajos de Bar2, que, concretamente son el primer volumen y el quinto. El resto (2º, 3º, 4º y 6º) son obra de Fane. Por lo visto ha habido ocho, aunque, por razones que desconozco, actualmente hay publicados seis. Pero eso sí ¡buena noticia! Los seis en versión española, editados por Norma.

En mi opinión, el primer volumen es el mejor, el más auténtico y el que más se aproxima en contenido al concepto café racer original o casi. De hecho, se posiciona temporalmente en el año 1975, cuando la tendencia, aunque ya madurada, se mantenía bastante vigente y apegada a sus principales claves. La serie se inició en 1990 y los seis volúmenes aludidos se fueron sucediendo hasta 2004. Su contextualización setentera se da únicamente en el primero, el resto se hacen ya actuales o atemporales. Un evidente detalle de la vocación retro de Bar2 es que, en sus dos volúmenes, los cuatro protagonistas “fundadores” del Team utilizan sus motos clásicas, con las que debutaron en estos comics, mientras que en los de Fane ya se han pasado a máquinas contemporáneas.

Interior del Joe Bar. (Imagen: Joe Bar Team 2).

Detalle del exterior del bar. (Imagen: Joe Bar Team 2).

El elenco de personajes es un complicado asunto de motes y motos. Complicado por varias razones. Para empezar, los cuatro fundadores, tal y como se ha señalado, cambian de montura en el proceso, aunque aquí únicamente haré referencia a sus máquinas originales. Pero es que, además, todos poseen nombre y apodo, y ambos apelativos se basan en juegos de palabras que, en muchas ocasiones, pierden todo el sentido cuando son traducidos a otros idiomas como es el caso del paso del francés al español.

Antes de enumerarlos, a ellos, sus apodos y sus motos, quiero comentar que además de todo el conocimiento cultural, subcultural, técnico, histórico y de pilotaje que demuestran poseer los autores, y que se percibe viñeta tras viñeta, el tono general y permanente es cómico. Se trata de historias de humor constante y muy característico del mundo de las motos. Algunas de las situaciones escenificadas (más bien muchas) pueden no ser entendidas o no resultar graciosas para quienes no estén medianamente introducidos en la afición motociclista. Ahora bien, para los que sí lo estén, hay capítulos desternillantes.

Vamos ya con el listado de los principales personajes (los nombres y motes de los personajes varían en función del idioma en que se lean). Empezamos con aquellos a los que me he permitido calificar como los cuatro “fundadores”. Nombre (explicación) – mote en español - moto:

Edouard Bracame (literalmente Eduardo árbol de levas) - Too Fast Edi – Honda CB 750 four, algo retocada.

Too Fast Eddi, sobre su Honda CB. (Imagen: Joe Bar Team 2).

Guido Brasletti (italianización de la expresión francesa “guidon bracelet”, una “mejora” italiana en el manillar) – Jack el Estripador - Ducati 900 SS.

Aspecto más "pureta" de Jack y su Ducati. (Imagen: Joe Bar Team 2).
 

Jean-Raoul Ducable (literalmente Enrollo el cable) – Pepe Bayeta – Kawasaki 750 H2.

La Kawa de Pepe era un auténtico pepino en aquella época. (Imagen: Joe Bar Team 2).

Jean Manchzeck (verbalización sonora de una expresión francesa que equivale a conducir muy deprisa) – Jou Cromwell – Norton 850 Comando MK1.

Puro estilo británico el de Jou y su Norton. (Imagen: Joe Bar Team 2).

Además, de vez en cuando aparece un gendarme motorista llamado Raoul Toujourd (rodando a diario) que circula sobre una BMW R 90 (muy modificada). ¡Ay…! esa ambigua relación ocasional entre moteros (civiles) y motoristas (policías) sobre la que el cine algunas veces nos ha hecho más de un guiño.

A partir del segundo volumen (ya contextualizado de los noventa en adelante) surge una nueva generación de chavales que pasa a engrosar el Team Bar. Parte del interés de ese volumen es el proceso de elección, búsqueda, prueba y compra de las nuevas motos de los jovencitos. Aquellas que van a sustituir a sus ciclomotores y con las que pretenderán hacerse un hueco honorable en el Team. El tomo se convierte en un buen trabajo sociológico en tono cómico sobre el mercado, sus modelos y connotaciones. Son tres los jóvenes fichajes:

-          Paul Posichon (Pole position) – Pablo Tira Palante – Yamaha 600 XTE Supermotard.

-          Pierre Leghnome (Pedro el Gnomo) – Pedrito Mapache – Yamaha 1200 V Max.

-          Jérémie Lapurée (verbalización de: mayor aceleración) – Jeremías Puré – HD 883 Sportstrack

Lo dejo aquí. Escribir sobre comics, algo que se fundamenta en las imágenes, no es fácil, y creo que incluso poco recomendable. Lo mejor es que los interesados no duden en trasladarse a sus páginas. Las cuales, me refiero al mundo del comic en general, se han convertido en una especie de reserva para las ediciones impresas, ya que todavía no parecen estar siendo invadidas por el monstruo cibernético.

España.

Y llegamos por fin a nuestro país. En él, el fenómeno café racer, por razones ya explicadas, explotó del todo con algunas décadas de retraso. A su debido tiempo pudo existir, muy tímida y marginalmente, basado en motos de producción nacional y poca cilindrada, y en puntos geográficos muy escasos y concretos, porque, además, en cuestión de libertades de circulación, jugueteos con la ley y sobreabundancia de dinero y tiempo libre… ¡no estaba el horno para bollos! Seguro que el espíritu y algunos hábitos y lugares los hubo. ¿Cómo no? Las fronteras nunca son del todo asépticas o impermeables. Ya más tarde, a lo largo de los setenta, todo se fue acelerando, con progresiva llegada de motos más “gordas” incluida. Sin embargo, en esta panorámica que estoy proponiendo, que ya advertí que sería cultural y sesgada, me quiero trasladar a los ochenta y hacerla coincidir con la Movida. La madrileña y la nacional.

“¿Y qué hay del llamado café racer – ese conductor de motos vintage de perfiles bajos, que parece como si acabara de salir rodando del Marquee Club en el 62? Su moto es minimalista y está adelgazada, en contraposición a la moda Harley y esas angulosas motos deportivas que acostumbramos a ver en las carreteras”.  Travis R. Wright (29 July 2009) en "Highway stars". Detroit Metro Times.

El Marquee Club del que habla la cita fue un histórico de la escena musical londinense. Una referencia icónica para la música moderna. Precisamente allí, en 1962, dieron su primer concierto los Rolling Stones. Pero por él fueron pasando muchos ¡muchísimos! Artistas de fama mundial. No es cuestión de enumerarlos ahora. Su época dorada ocupó las décadas de los 60, 70 y 80, e incluyó algún cambio de localización. Otro cambio, más tardío, acabó con su trayectoria como referente musical en 1988.

El Marquee Club tuvo su eco en España. Dicen que la primera sala que ayudó en nuestro país a hacer germinar la Nueva Ola fue el Jardín en Madrid. Su éxito hizo que se les quedara pequeña y se trasladaran a otra ubicada frente al edificio Torres Blancas, a escasos metros de la Avenida de América. Fue en 1980. La llamaron Marquee. El cambió supuso una apuesta por renovados esfuerzos en hacer pasar por allí a grupos emergentes nacionales, y frescos artistas de la vanguardia rockera y popera internacional. ¡Dieron en el clavo! y aquello siguió incrementando su éxito, convirtiéndose en otro de los catalizadores de la Movida. Además, decoraron la sala con una línea estética novedosa, tratando de ligarla a la creciente tendencia, y ello se aplicaba de forma expandida también a la cartelería, tarjetas, etc.

Todos los factores (propios y ajenos) se fueron alineando y, en 1981, se quedaron con un local anejo en el que inauguraron la mítica sala Rock-Ola. Con el tiempo, ambos locales se fusionaron. Rock-Ola, no hace falta subrayarlo, fue, en la primera mitad de la década de los ochenta, epicentro de la Movida. Durante su declive, segunda mitad de la década, estuve viviendo en un piso justo encima de ambas salas. Y es que mi época universitaria coincidió en Madrid con parte importante de la Movida. Cuando era su “vecino”, todavía se mantenía visible la decoración exterior y el nombre de Marquee, junto al de Rock-Ola.

Aquella efervescencia juvenil y musical, que fue una poderosa fuente de enriquecimiento artístico y cultural para el país, no se limitó únicamente a Madrid. Tuvo eco por todas partes. Barcelona, Vigo y muchos otros lugares alcanzaron renombre entre la gente que se mantenía atenta a las novedades. Por otro lado, de la mano de lo musical, otras disciplinas artísticas también se desarrollaron de forma paralela y vinculada, insuflando frescura y formas diferentes de hacer las cosas. En el cine, sin ir más lejos, Almodovar (como director) o Antonio Banderas (como actor) salieron a la palestra insertados en todo aquel amplio y abierto proceso. El comic, los textos, las artes gráficas y otras formas de expresión también aportaron lo suyo. Por ejemplo la fotografía, con gente como Ouka Leele y Alberto García Alix entre otros. Este último, además de estar considerado como uno de los testigos que retrató la Movida, siempre ha mostrado una especial querencia por las motos. Quizás más próxima a las choppers o motos de “malotes”, que hacia las café racer, pero de ambas podemos encontrar en su obra. Tiene, como mínimo, dos libros de fotografía dedicados al asunto: “Bikers” y “Motos”; además de otros trabajos como los incluidos en varios números de la revista “Motorcycle Family Circus”.

Fede Ruiz, de Café Racer Obsession fotografiado por Alberto García Alix. (Imagen: Alberto García Alix en Cafe Racer Obsession en pinterest).

Pero para ilustrar (textualmente) un ambiente más puramente café racer, he preferido escoger a un par de músicos. El primero es Edi Clavo, el que fuera batería de Gabinete Caligari. Con la verdad por delante, para mí, uno de los mejores grupos musicales de aquella época, sino el mejor. Se trata de una afirmación personal y como tal hay que tomársela. Capaces de emplearse en un abanico bastante amplio de estilos, fusionarse con ritmos de origen folklórico y escribir unas letras ricas y atinadas. Su estética, la de ellos, no la musical, era bastante rocker, con chupas de cuero negro, pantalones vaqueros y algún que otro tupé. La cuestión que aquí importa es que Edi era motero, e imagino que lo siga siendo. Un motero interesado por la estética y atmósfera de la que, en gran parte, está hablando esta entrada. De motos clásicas, de cuero, de grasa, de garajes, de ajustes, de música, de nakeds, etc. Lo sé porque tengo un libro suyo que, además, cuando se publicó y lo compré, hace ya bastantes años, fue él mismo quién me lo envió a casa después de haber mantenido los dos una desenfadada conversación telefónica. Se titula “Grasa y otros materiales nobles” (1999).

Edi Clavo sobre una café racer. (Imagen: laescuderia.com).

En el libro cuenta viajes personales, destacando en ellos detalles de iconografía del motor, las gasolineras, la carretera, los neones, etc. Peregrinaje “on the road” del siglo XX. Algunos se desarrollan en coche, pero otros, destacados y recomendables, en moto. A través de ellos podemos saber algo de su trayectoria como propietario de múltiples motos diferentes hasta la fecha de publicación del libro. Sobre todo, cuando narra un solitario viaje mesetario para ir a consumar un intercambio pactado. Él entregó una Triumph TR 25V, para volver a hacerse con una Bultaco Metralla 175 MK II. Se ve que echaba de menos una que había tenido años antes. Pero lo que nos interesa aquí es el relato de un viaje que hizo a la Isla de Man, para disfrutar del TT. Lo siento, ha sido inevitable que volviera a aparecer el mito. Pero no le voy a dedicar ni una línea mía más. Os dejo con algunas pinceladas del relato de Edi. Atmósfera café racer británica captada por un café racer de la Movida Madrileña.

“[…] están descargando las joyas de la corona: Triton Wideline 650 y BSA a-10 café racer. Máquinas de culto pilotadas por veteranos ‘rockers’ a la inglesa. Té, tupés y Gene Vincent en cuero negro. La edad de oro del motociclismo más puro: Inglaterra, años cincuenta.

[…]. El sonido acompasado y uniforme del mar se ve alterado continuamente por excursiones más allá de las cifras rojas de los cuentavueltas de las multi japonesas, que aúllan en las 12.500 revoluciones por minuto. Algún otro bramido ‘twin -Made in England-‘ se encarga de equilibrar por graves la tonalidad hiperaguda de las Suzukis y Kawasakis. El ir y venir es constante; colores, brillos, luces y tonos en un común denominador de motocicletas, motoristas, motociclismo 100 por 100, ‘full-time’, 24 horas al día, siete días de junio desde 1907.

[…]. En el prado contiguo atruenan los escapes de una reunión del Club 59, pleno de ‘café-racers’ en confraternización. Una imagen en blanco y negro de cuero satinado y metal pulido. Dentro, los acordes del rock & roll entronizan el ritmo de los motores afinados con el 4x4 de Eddie Cochran, entre tupés y pintas de cerveza.

[…]. Fuera continuaba la exhibición de maquinaria del Club 59, cuyo presidente de honor, el reverendo padre Bill Shergold, consiguió en los primeros años sesenta cimentar las bases de un extravagante asociacionismo de rockers, entre cadenazos y penitencias colectivas desde la North Circular Road hasta la parroquia de Sta. María en Paddington Green, en el Londres más pop de 1963. ‘Ora et labora’; y entretanto afinaban sus Triumph T-120 Bonneville en la explanada bulliciosa del Ace Café.

[…] en los alrededores de Bushy’s, el pub con más solera que mira a Liverpool a lo lejos, testigo de un millón de embarques desde los albores de la gasolina. Dentro cuelga del techo una Suzuki -ex Sheene- rojinegra y sobre el suelo de madera taconean botas claveteadas marcando el compás de un rock a secas, seguramente de Humble Pie. La cerveza es fuerte, de siete grados, y especialmente elaborada para la semana de carreras. De su grifo pulido en forma de cilindro aleteado sale inusualmente refrigerada y se llama Pistón Brew”.

El sacerdote motero con una Norton. Se le distingue el clériman. (Imagen: bikergaraje.com).

Oficiando una oración en el templo, ante motos y moteros. (Imagen: club59spain.blogspot.com).
 

Pero nos estamos yendo. Volvamos a España. Concretamente a Santander y hacia la segunda mitad de la década de los ochenta (aproximadamente, trienio arriba trienio abajo). Como al resto, imagino, la llamada Nueva Ola musical internacional nos había alcanzado unos años antes. Aunque más como consumidores que como músicos. Sin embargo, la onda expansiva de la Movida sí que caló en algunos chavales. Y ese fue el caso de Nacho Mastretta. A Nacho lo conozco personalmente, y tenemos unas cuantas conexiones que nos vinculan de alguna manera: nuestras madres, el colegio, mi familia política, una de sus hermanas, etc. En aquella época Nacho montó un bar en la ciudad. Se llamaba el Tony Curtis y digamos que estaba cerca, pero claramente separado, de una de las zonas más concurridas de la noche santanderina. Junto al suyo había algún otro. Aquello era como un reducto nocturno alternativo y con marcada declaración musical de intenciones: sin concesiones de ningún tipo al mainstream superventas. Por otro lado, ya llevaba tiempo mostrando un fuerte empeño en su personal formación y cultivo como músico, así que, quizás influenciando por todo el proceso que vivía el país en aquellos tiempos, formó un grupo llamado Las Manos de Orlac en el que, por cierto, estuvo enrolado Jesús Bombín como bajista (me abstengo de contar ahora cierta simpática anécdota escolar que me ocurrió con él, y que subraya esa manida frase de: ¡las vueltas que da la vida!). En mi opinión, la aparición de Nacho en la escena musical no debería considerarse como asociada directamente a la Movida, sino como uno de tantos frutos indirectos ligeramente posteriores. De hecho, su estilo, desde el principio hasta ahora, aunque muy evolutivo, siempre se ha destacado por ser completamente diferente a lo usual. Hace ya mucho tiempo que Nacho navega por un género propio que fusiona y mezcla matices de los más diversos orígenes, dándole bastante igual lo que las audiencias masivas mastican con sus oídos (y a veces más con sus ojos). Los discos de Nacho no son para todos los públicos, ni mucho menos. Algunos me han venido muy bien para utilizarlos en clases de expresión corporal. Entre otras cosas porque son diferentes y creativos. Y luego están sus conciertos, que, a su vez, poco o nada tienen que ver con sus discos. En ellos, él y sus colaboradores son capaces de tocar la fibra sensible del ritmo de los asistentes, haciéndolos moverse, bailar o seguir ritmos y melodías que muchas veces ni conocen (o son improvisados) pero se adhieren irresistiblemente a ellos, pudiendo seguirlos de forma natural. Una maravilla. Dos mundos musicales totalmente diferentes y de calidad, creados por un mismo artista: sus discos y sus conciertos. Bueno tres, porque Nacho también trabaja para bandas sonoras o coberturas musicales. Y a todo ello habría que añadir el enriquecimiento propiciado por la diversidad de músicos que le suelen acompañar.

Nacho en acción. (Imagen: Javier González en eldiariomontanes.es).
 

Pero me he vuelto a ir por las ramas. Sospecho que nuestro amigo Mastretta, el de la época de Santander, no podría ser considerado como un genuino café racer, pues creo que no era de los quemados que vivían en torno a su moto y su grupo de amigos de bar. De esos hubo algunos anteriormente en la Austríaca y quizás en otros locales. Algo al respecto sabrán mi cuñado Melchor y mi amigo Juan, que ambos han tenido afición por las motos desde siempre y son un poco más mayores que yo. Sin embargo, Nacho Mastretta sí que fue, aquellos años, un café racer desde el punto de vista estético. Que, al fin y al cabo, es el que ha vuelto a ponerse rabiosamente de moda ahora ¡unos treinta años después!. Y es que, siempre informalmente elegante, se movía de aquí para allá en una moto que, para muchos, ha sido un claro ejemplo de máquina café racer continental (no británica): una Moto Guzzi 750 S3. Sin carenado y, en concreto, la que estaba pintada de negro con franjas oblicuas verdes. ¡Una auténtica preciosidad! Por ahí se le veía tumbar en las curvas, descendiendo por la Avenida de los Infantes, o trazando los virajes de Reina Victoria, junto a las playas, pasando del Sardinero hacia la Bahía, sin cometer ningún error fatal en la curva de la Magdalena. Algunas veces con alguna chupa puesta. La moto tenía historia en la ciudad pues antes había pertenecido a JRP, miembro de una familia muy motera. Así que vista estaba. Aparcada en diferentes puntos de la ciudad, bares y terrazas. Destacaba, no había tantas motos de gran cilindrada entonces, y todavía pocas japonesas.

Vista parcial de la Moto Guzzi 750. (Imagen: guzzimotobox.com).
 

No voy a alargar esto más. Sobre el fenómeno café racer y sus interpretaciones originales o posteriores en diferentes países o lugares se podrían escribir unos cuantos libros. No es mi intención. Concluyo considerándolo como otro fenómeno motero que, actualmente, es fundamentalmente estético. Su última versión ha surgido recuperando una subcultura europea pasada y que, aunque siendo una versión iniciada hace tiempo, ha tardado en llegar a alcanzar la dimensión que ahora mismo tiene. Quizás incluso ya ha logrado superar en popularidad al producto cultural americano de HD, bandas, etc. Aunque para convertirse del todo en un estándar cultural meta-motero, le harían falta algunas películas y libros que lo consolidasen de modo potencialmente permanente, y lo vistieran todavía más con una iconografía que transcendiese el ámbito motero y alcanzase a otras capas de la sociedad. Aunque puede que eso fuera algo que no gustase nada a los auténticos café racers. En fin. ya veremos. En cualquier caso, me atrevo a afirmar que, como ocurre con la estampa “rider” estadounidense próxima a la estética HD generalizada, el fenómeno café racer presente es similarmente falso. O por decirlo de otro modo, ambos están igual de alejados de los fenómenos originales que los iniciaron. El concepto café racer actual, en la mayoría de los casos, no incluye el importante trasfondo relacional, musical y garajero (mecánico) que tan importante fue en sus primeras épocas. A cambio, hay mucha oferta en los concesionarios, proliferan las boutiques y han surgido muchos talleres especializados y profesionalizados en preparaciones “de autor”. Algunas de ellas capaces de crear auténticas preciosidades… ¡carísimas!.

¿Alguno quiere vivir o ver de cerca un ambiente café racer de verdad en el presente?. Pues muy fácil, basta con cogerse unos pocos días de vacaciones en septiembre e instalarse en Potes. Yo lo hago desde hace años por motivos laborales, y me topo con lo que allí hay: decenas ¡incluso cientos! De moteros británicos que, por edad, monturas e indumentaria, son auténticos café racers que parecen no haber dejado de serlo desde los años 50, 60 o 70. Igual estoy equivocado, pero sospecho que su presencia allí puede provenir de una época en la que el Moto Club Pistón organizaba una especie de Vuelta a Cantabria para motos clásicas. O tal vez de la reunión de motos clásicas de Colombres. El caso es que, desde hace años, este ejército de británicos se reúne a final de verano en Liébana, durante aproximadamente una semana, y se dedica a acumular rutas maravillosas con sus máquinas de todo tipo de épocas y procedencias industriales. Hay inglesas, italianas, alemanas, españolas… de todo. Yo en realidad no asisto a la reunión ¡qué más quisiera! Pero sí que convivo parcialmente con ella porque trabajo allí esos días y me alojo en uno de los hoteles que algunos de los moteros ocupan casi al completo. Así que desayuno con ellos y entablamos alguna conversación. Además, por las tardes, invariablemente, el aparcamiento de convierte en un paddock improvisado en el que se pasan horas afinando, carburando, arreglando averías, etc. Unos tirados en el suelo y pringándose de grasa, mientras otros comentan la jugada desde la terraza, cerveza tras cerveza. Así que sí ¡siguen vivos! Los auténticos café racers. Los he visto.

Un cartel reciente del Rally clásico organizado por el MC Pistón. (Imagen: cantabriarural.com)

Otro mucho más antiguo, de su primera reunión de motos antiguas.