miércoles, 30 de septiembre de 2020

SUR DE LA BAHÍA

Me consideraba del norte. Quizás porque en mi tierra llueve mucho, porque en ella abundan las montañas o porque casi todo está tapizado de vegetación verde.  Bobadas. Pero tonterías que fueron arraigando en mi interior y de las que llegué a sentirme orgulloso, además de muy afortunado. El norte siempre se me antojó frío o fresco. Agreste, endurecedor, natural y muchos otros atributos más. Atributos positivos desde mi personal concepción de la vida. El norte, además, me sugería prestigio: cara norte, polo norte, mar del norte, hemisferio norte, etc. El viento del norte nos traía cada año (o eso pensaba yo) copiosas nevadas que posteriormente el viento sur se empeñaba en derretir. Por no hablar de tantos y tantos tópicos occidentales, europeos, nórdicos, anglosajones, luteranos y calvinistas que se han empeñado, durante siglos, en desprestigiar las aportaciones culturales de origen helénico, latino, musulmán, etc. que, supuestamente, se correspondían con el sur.

Pero el paso de los años me ha hecho cambiar de posicionamiento (geográfico y vital). Sin moverme del sitio, ya no me considero del norte. ¡Ni del sur!. Me siento arraigado a unas coordenadas relativas que pueden manifestarse rotunda o levemente septentrionales o meridionales en función de con qué las comparemos. Aunque mi vida ha ido transcurriendo, casi completamente, por el hemisferio norte, mi residencia habitual se sitúa a una latitud intermedia de 43 grados. ¡Ahí, casi en mitad!. Desde una perspectiva europea pertenezco a un país del sur, muy del sur. Un país catalogado como Mediterráneo aunque mi casa se encuentre, exactamente, a mil metros del Cantábrico. Por eso mismo, desde un sistema de referencia español soy claramente del norte, quizás de ahí pudo venir ese sentimiento norteño inicial, tan sesgado, tan absurdo y tan reduccionista. Y a nivel provincial, que en nuestro caso es lo mismo que autonómico, también vivo en el norte, aunque en este caso, como en bastantes más, las montañas más elevadas se encuentran en el sur.

Reflexionando sobre todo esto, sobre tanta obsesión por sentimientos de anclaje terrestre al que, probablemente abusando, nos aferramos las personas, recientemente me percaté de que jamás me había considerado a mí mismo como “de levante” o “de poniente”. Y eso a pesar de habitar relativamente cerca de un Finisterre que fue, durante gran parte de la existencia de la civilización occidental, el límite del mundo conocido. Y es que la longitud también es algo muy relativo en función de cuál establezcamos como sistema de referencia momentáneo o por qué escala optemos. Convenciones y retórica geográfica que luego pretendemos asociar con caracteres y formas de ser, generando prejuicios.

Pero de un tiempo a esta parte he desertado (parcialmente) de considerarme del norte. Es una forma de hablar. Hace tiempo que no soy del norte ni del sur, del este o del oeste. Estoy, voy y vengo, donde haga falta cuando haga falta, admirando y disfrutando de gentes y lugares sin juzgarlos por su ubicación geográfica. Y eso, en una actualidad hiper-escaneada en donde todo parece estar, más que nunca anteriormente, geolocalizado. Donde las ubicaciones se comparten y envían casi con una falsa ilusión de capacidad de teletransporte. Los próximos párrafos son un ejemplo de ello, dan fe de una indudable querencia hacia el sur por mi parte. Temporal y lúdica, pero real y escrita.

Y es que mi familia, además de un puñado de muy buenos amigos, vivimos, hace ya varias décadas, en el Sur de la Bahía de Santander. En realidad algunos no residimos exactamente al borde de dicha bahía, pero sí en un municipio que conforma (parte de él) el arco sur de la bahía santanderina. Un municipio con bastantes kilómetros de costa. Algunos de ellos bañados por la bahía y otros (bastantes más) por el Cantábrico. Pero, a los efectos de compararnos, mejor dicho ubicarnos geográficamente, con respecto a nuestros conocidos de Santander, nosotros somos los del sur de la Bahía.

La broma empezó cuando nos reuníamos con gente de la ciudad para acometer alguna excursión de esquí de travesía. Varios de nosotros pertenecemos a un club añejo de la ciudad y, al compartir coche, procedentes de nuestro municipio, se podría decir algo así como eso de que “ahí llegan los del sur de la Bahía”. La cuestión se fue haciendo extensiva para salidas en bicicleta de montaña, porque en ocasiones rodamos con otro grupo del mismo club, en el que parte importante del grueso coincide en pertenecer igualmente al grupo de esquí de travesía. Así que eso de “los del sur de la Bahía” se fue instaurando, poco a poco, entre algunos allegados de ambos grupos, así como viéndose alimentado, en mayor medida, por nosotros mismos. Vamos, que sin osar enorgullecernos por algo que no tiene razón para ello, el apelativo nos gusta y, en cierto modo, nos define un poquito. Da juego imaginativo y pícaro con eso de representar a una especie de sureños del norte.

Juegos de palabras aparte, este flexible grupo de amigos lo componemos cinco: J, F, P, T y un servidor. No todos practicamos todas las modalidades deportivas para las que nos reunimos, e incluso hay dos que nunca coincidían porque no compartían ninguna de ellas. Tampoco considero dentro de este grupo la práctica de algunas de mis aficiones deportivas porque nadie del mismo las realiza. Sin embargo, la realidad es que con ellos llevo a cabo muchos planes deportivos. Tanto de salidas cercanas cortas, como de excursiones más largas por las montañas o incluso de viajes de varios días. Lo que he llamado grupo no lo es formalmente. No está catalogado como tal, ni se rige u organiza bajo ningún formato de asociacionismo vigente. Nada más alejado de su naturaleza. Lo que somos es amigos desde hace bastantes años, a los que nos gustan las mismas cosas, nos llevamos muy bien y disfrutamos en compañía compartiéndolas. Todo ello sin ataduras, obligaciones, compromisos, horarios o calendarios. Desde luego que “estamos ahí” si fuera necesario, más allá de la pura reunión deportiva, pero cada uno se reúne cuando puede, le viene bien o le apetece. Y lo mismo a la hora de convocar o embarcarse en algún viaje. Tampoco negamos sincera bienvenida a quien con nosotros se junta para pedalear, esquiar, etc. O nosotros mismos nos integramos, en ocasiones, con otros grupos. Es un proceder natural y agradable. Muy sano y, y en esto puede radicar parte de su salud, nada competitivo. Nada de nada, ni en el tipo de planes acometidos, ni en nuestro propio comportamiento deportivo, ni siquiera en alguna camuflada forma de ostentación de material deportivo o vestimenta. En realidad, creo que se nos podría considerar como bastante austeros, sencillos y, en algunos casos, extremadamente apegados al material mientras este siga funcionando bien.

¿Por qué entonces lo de grupo? Quizás la culpa la tenga ese invento del WhatsApp. Pues para quedar entre nosotros encontramos, hace tiempo, que la manera más eficaz y sencilla era crear un grupo. Y dicho grupo comunicativo creo que podría resultar bastante ilustrativo con respecto a nuestra naturaleza. Lo componemos cuatro J, F, P y yo, no tiene icono representativo, y como nació para poder quedar en nuestras salidas de esquí de travesía, se llama así “Travesía”. Más espartano imposible. No tiene reglas de funcionamiento, ni falta que hace. Jamás aparecen memes, ni referencias sexuales, ni chistes, ni política, ni nada. Únicamente citas y propuestas de salidas. Y eso que el grupo hace ya mucho tiempo que pasó a acoger, de igual modo, toda nuestra actividad de ciclismo. De varios tipos, aunque preferentemente BTT.

Hasta aquí todo normal, jamás se me hubiera pasado por la cabeza ponerme a escribir sobre algo tan simple y común. Y aunque con J comparto la afición al patinaje en línea y con F a los viajes en moto, no necesitamos el grupo para quedar ni molestar al resto utilizando “Travesía”. Sin embargo, J y yo salimos mucho juntos en kayak desde hace décadas y, de un tiempo a esta parte, se nos suele unir P. Y, muy recientemente, T ha adquirido un kayak de mar y también sale con nosotros, y como a F no le había dado por el piragüismo, nos vimos en la tesitura de crear un nuevo grupo de “WhatsApp” paralelo, exclusivamente dedicado a quedar y comunicarnos aquellos asuntos directamente relacionados con el kayak. Y ha sido en este donde mi mentalidad juguetona se ha dejado llevar un poquito, bautizándolo como “Kayak Bahía Sur”. Por un lado heredando parcialmente las connotaciones del otro y porque, además, prácticamente siempre, nos embarcamos en uno de los extremos sur de la Bahía. Y en un alarde de fiebre mediática hasta le he puesto icono gráfico: una fotografía de Nansen y sus compañeros durante la primera travesía por Groenlandia, posando en el agua, a bordo de sus kayaks, durante aquel invierno que pasaron habitando en un poblado inuit.

Nansen con sus compañeros de travesía, pasando el invierno en la costa oeste de Groenlandia. Todos en kayak. Nansen es el más cercano a la playa. (Imagen: "fotograf: ukjent / eier: Nasjonalbiblioteket, bldsa_3b113").

Hay gente del sur de Cantabria (algunas personas de Reinosa) que a la Bahía la llaman “La Pozona”, apodo que siempre me ha parecido simpático. Y la misma es escenario frecuente de nuestras salidas en kayak. Aunque ya en varias ocasiones J y yo nos hemos embarcado en viajes itinerantes de varias jornadas por otros escenarios nacionales o europeos. Y es de esperar que, en el futuro, al haberse visto engrosado nuestro núcleo, surjan más aventuras, algunas de ellas más ambiciosas.

El municipio, por tierra y agua, es nuestro “patio de recreo” por su inmediatez. Podemos salir de casa montados en la bicicleta o con los patines puestos, y al kayak le falta poco, a escasos metros podemos embarcar. Precisamente por eso, y por ser un entorno rural y poco poblado (salvo en temporada alta de veraneo), las famosas “fases de desescalada” nos permitieron disfrutarlo desde el principio: por tierra practicando BTT de costa y baja montaña, y por agua remando en la Bahía.

En condiciones normales, la BTT, tal y como hacemos con el esquí de travesía, la practicamos fuera del municipio. Solemos desplazarnos algo hacia el “sur”, a la media o alta montaña de Cantabria. Cargamos las tablas o las bicicletas, según marquen las condiciones climáticas, en la caja de la pick-up de F, y nos desplazamos hacia el punto de partida elegido para cada excursión. Durante la ida, y a la vuelta, hablamos mucho. Sobre física, viajes, literatura, historias de vida singulares, la evolución del mundo, tecnología y muchos otros temas que nos despiertan interés y entre los que difícilmente se cuelan el fútbol, la política o las mujeres.

Al poco de crear el nuevo grupo de WhatsApp, llegó la primera salida en kayak en la que nos reunimos los cuatro involucrados. Y fue una salida fantástica. No solo por el debut, sino por el recorrido. Que nos reuniésemos los cuatro no es habitual. Lo normal es que siempre falte alguno, normalmente por causas laborales o familiares, o que incluso salgan a remar dos. Pero aquella mañana nos reunimos los cuatro. Creo que era sábado y aunque en junio, el día había amanecido grisáceo. No plomizo y amenazador, pero sí con una ligera capa de vapor que cubría por completo el cielo. Lo explico así, capa de vapor, porque no era un conjunto de nubes, sino que todo ello aparentaba la misma nube. Una infinita, relativamente clara y algo elevada. Lo suficiente como para que no diera el sol, pero dejando el paso a bastante luminosidad en el ambiente. La marea estaba bastante alta, sin ser uno de esos días de máximo coeficiente, parecía cubrir son suficiente calado la mayor parte de la superficie de la Bahía. Una vez embarcados en Somo, pusimos rumbo hacia el Puntal. Soplaba algo de viento, lo suficiente para incomodar la navegación con la formación de un leve pero constante oleaje lateral. Así que cuando llegamos al extremo de la larga lengua de arena y dunas, decidimos virar hacia el suroeste de la Bahía, buscando zonas por las que poder remar a sotavento de la línea costera.

Así que fuimos paleando un buen rato contra el viento, surcando las olas de frente y charlando amigablemente. Sin prisa pero sin pausa. A medida que la diagonal que trazábamos se iba aproximando hacia su destino, el viento iba cayendo en intensidad. Y con él, las olas. Y así alcanzamos la ribera sur de la Bahía, aproximadamente a la altura de una larga tubería de carga de combustibles y gases que se proyecta muchos metros sobre la superficie del agua, elevada sobre pilotes. La cruzamos por debajo y bordeamos un pequeño grupo de islotes que hay allí, muy cercanos a la costa. Ya no había nada de viento, la temperatura era ideal y la luz filtrada por la atmósfera había crecido en intensidad. ¡Un día precioso para remar!.

A partir de ese momento nos dedicamos a bordear la ribera, a jugar con su caprichosa configuración fractal, manteniéndonos lo más cerca posible de la misma. Metiéndonos con los kayaks por algunos recovecos e inspeccionando sus pequeñas “ensenadas”. Con ese juego descubrimos huellas de algún que otro viejo embarcadero por la zona de Elechas y Gajano. Restos de muelles que hace casi dos siglos empezaron a dar servicio a una red de comunicaciones con vapores de las compañías “La Corconera”, “Zarzetas”, “Los Diez Hermanos” y que ahora, con una gran reducción de destinos, aún cubren los “Reginas”. Y así descubrimos el islote La Campanuca, que aunque pequeño y muy pegado a la orilla, se eleva con gallardía y está cubierto de vegetación y ¡encinas!. Allí encontré calado suficiente para, con cuidado y mucho tiento, poder navegarlo por el estrecho que forma con la ribera de la Bahía. Y alcanzamos Pedrosa, a la que por aquí llamamos isla aunque un puente rodado y algunos rellenos casi convierten en una península. Aquello ya es Pontejos, enfrente está Parayas, y el aeropuerto, conformando, estos parajes, la boca de la ría de El Astillero. Geográficamente hablando, nos encontramos en la superficie acuática más meridional de la Bahía Santanderina (auténtico sur de la Bahía).

Nos detuvimos en una rampa de Pedrosa para estirar un poco las piernas. Todos llevábamos kayaks de mar tradicionales (de expedición) de los que tienen bañera en la que hay que introducir medio cuerpo. J con su Omei de hace varias décadas, un barco muy estable y seguro. T con una recién adquirida Román básica en equipamiento, pero con un excelente casco que, gracias a su popa en forma de quilla marcada, resulta muy fácil de dirigir. Casi lo estaba estrenando, fue una compra económica que le gestioné a través del club de “aguas tranquilas” al que pertenezco. P llevaba un barco idéntico en casco, aunque con el hueco de la bañera más reducido. El barco es más antiguo (fue mi primer kayak de mar) aunque está muy bien equipado. Todos estos de fibra de vidrio. En cuanto a mí, remaba sobre una Fun-Run Spartan que adquirí hace no mucho de segunda mano. Un barco ligero porque está hecho de combinación de kevlar y carbono. Un kayak estrecho y corto, algo pequeño para mí, pero en el que me siento muy cómodo.

Acceso a la Isla de Pedrosa a través del embarcadero del teatro.


Dique que comunica la Isla con la línea oriental de costa. Es artificial. A la izquierda son aguas de la Bahía, a la derecha empantanadas. La montaña al fondo es Peña Cabarga.

La historia de la Isla de Pedrosa no tiene desperdicio. En 1838 se solicitó el establecimiento de un lazareto que sirviera de espacio de cuarentena para las gentes que, procedentes del mar, pudieran realizarlas ante posibles riesgos de traer consigo algún tipo de enfermedad contagiosa (y nosotros, en pleno siglo XXI, pensábamos que este tipo de prevenciones eran cosa del pasado, útiles para ambientar novelas históricas). En realidad, comenzó a funcionar en 1869 y tiempo después (1909) pasó a ser un sanatorio marítimo de ámbito nacional, especializado en patologías óseas y, muy especialmente, tuberculosis.

«Corría el año 1914 cuando una Real Orden de Alfonso XIII determina que el lugar pasa a convertirse en un centro preventivo y terapéutico con carácter nacional para enfermedades óseas y tuberculosas. Pasó a denominarse Sanatorio Marítimo de Pedrosa al cual le correspondían los enfermos de las actuales provincias de Cantabria, Asturias, Palencia, Valladolid, Ávila, Segovia, Madrid, Burgos, Soria, La Rioja, Navarra, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya. El hospital llegó a tener 600 camas y hacia el año 1975 aún tenía 250 camas. Durante décadas ingresaron enfermos con cuadros tuberculosos óseos o articulares, sin olvidar casos de parálisis infantil y reumatismo de las articulaciones.

El hospital se estructuró en tres pabellones (el de Pezuela, el de la Reina Victoria Eugenia y el de la Infanta Beatriz) y contó con el material técnico y científico más moderno del momento. Ya en 1928 se construyó otro pabellón conocido como el de Maria Luisa o la Picota destinado a rehabilitación, consultas y gimnasio gracias a la donación de Maria Luisa Gómez Pelayo, sobrina del Marqués de Valdecilla y que fue inaugurado por el Rey Alfonso XIII». (elrinconzuco.es).

En algún momento se le proporcionó el nombre de Sanatorio Víctor Meana, en honor a uno de los médicos que habían desempeñado en él su labor. La isla tiene el aspecto de una finca ajardinada al estilo de la época en que fue fundado. Consta de varios edificios algunos de los cuales están en uso, mientras que otros cercanos al estado de ruina, con poderosos eucaliptos creciendo en su interior. Desde 1999, uno de ellos funciona como centro de atención a drogodependientes, y otro, desde 2002, sirve de casa para jóvenes con problemas de conducta, supervisada por una fundación. Hasta aquí todo normal, la historia oficial, pero es que hay más.

La isla y algunos de sus edificios arrastran cierta carga de leyenda misteriosa. Parte de ella hace referencia a las “niñas pájaro”. Se trataba de dos hermanas que, por padecer progeria, presentaban un aspecto de evidente envejecimiento prematuro que debió avivar algunas mentes fácilmente impresionables, algo maliciosas y bastante imaginativas, que no tardaron en alimentar alguna ficción que, una vez prendida la mecha, dio juego para las habladurías y la difusión de diferentes versiones. ¡Y eso en tiempos de ausencia de las redes sociales tecnológicas!. La verdad es que las niñas estuvieron muy bien cuidadas y atendidas allí, hasta que, algunos años después, su familia decidió que se fueran a vivir a su hogar en Santander. Se llamaban Aurora (la mayor) y Pili. Ambas murieron jóvenes, Aurora a los 16 años, y Pili a los 24. Las dos por infarto mientras dormían.

Otro asunto más escabroso es el de los fantasmas.

«Aunque hemos investigado en diferentes edificios que existen en la isla de Pedrosa, los más dramáticos encuentros con lo paranormal nos han ocurrido en el edificio llamado “La Picota”. Las psicofonías eran muy alarmantes, pero las pisadas y visiones que hemos llegado a vivir en este lugar han sido más que escalofriantes. Aún más espeluznantes han sido también las fotos que hemos llegado a tomar de formas fantasmagóricas que han acudido a nuestros encuentros. Aún recuerdo que lo primero que vi cuando entré en uno de los pabellones abandonados, fueron fantasmas de niños y “camitas” muy pequeñas, que en ese momento no sabía ni que existían». Esto lo escribe Stefanie Anita Lauda García en su web Misterios Tenebrosos.

Eso, y mucho más. Explicaciones, interpretaciones, fotografías, psicofonías… por lo visto, Iker Jiménez llegó a reportar este lugar en su programa Cuarto Milenio.

«Cuando uno comienza el ascenso a la primera planta se encuentra con una sensación de malestar que recorre el cuerpo. Parece que las mismas paredes hablan, llorando sus penas. Al subir a la segunda planta, la sensación que nos invade cobra aún un más serio aspecto, el de estar siendo observado. Fue en esta última planta donde llegué a tener contacto por primera vez con una niña llamada “Rosita”. Su aparición entre nuestra presencia ha sido constante, hasta haberle llegado a fotografiar saltando una comba […] Una de las cosas más inquietantes de la Isla de Pedrosa, es que al hacer fotos, salen esferas de energía por todos lados, además de espectros fantasmales y psicografías. Uno de los fantasmas que más me ha helado la sangre, es un fantasma que porta un hacha enorme y parece un verdugo bajando por la escalera como si se dirigiese hacia dónde estábamos nosotros». (Lauda). ¡Auténtico Poltergeist!. Claro que, si como fue mi caso, vas por allí acompañado de un médico, un físico y un piloto, pues como que el misterio parece desvanecerse. Quizá la racionalidad y el positivismo científicos sirvan para ahuyentar a los espíritus.

O la alegría y el desenfado juvenil. Lo digo porque, comentando con mi hija menor una visita a la Isla, me explicó con naturalidad que qué le iba a descubrir yo sobre Pedrosa, con la cantidad de horas que ella había pasado por allí en plena adolescencia, con sus amistades estudiantiles de Pontejos. Por lo visto, se la conocen palmo a palmo y ¡cómo no! Entraron, en ocasiones, a los decrépitos edificios, Picota incluida, sin, lamentable o afortunadamente, haber logrado jamás establecer contacto alguno con los espíritus que allí “habitan”. Y no eran, precisamente aquellas pandillas de adolescentes impresionables y aficionados a las historias de terror y misterio, ejemplos de razón y ciencia.

Al norte de la isla hay un edificio con embarcadero. El pabellón Infanta Beatriz es un teatro. Pequeño pero hermoso. Con toques modernistas en su fachada de entrada y ubicado en plena ribera. Se puede acceder a él tanto por el agua como desde tierra, en este caso descendiendo por unas amplias y elegantes escaleras de piedra que parecen encaminarse hacia el mar. El estado actual del teatro es lamentable. Parece evidente que al edificio le quedan pocos años de existencia, pues no debe haber proyectos ni ideas en cartera para su rehabilitación. Y eso, en una comunidad autónoma donde el porcentaje de proyectos que llegan a materializarse es muy bajo en relación con aquellos que se prometen. Así que lo dicho, el teatro, la isla entera, pese a ser un paraje de lo más singular, interesante y atractivo, parece condenado al olvido y el deterioro.

Desentumecidas piernas y espaldas, volvimos a embarcar y tomamos dirección de regreso, pero entonces en rumbo directo. El día ya disfrutaba de un “resol” que anunciaba un más que probable despeje del cielo. Volvimos contentos, remando y charlando sin parar, y alcanzamos Pedreña casi sin darnos cuenta, y enseguida Somo, donde desembarcamos y recogimos todo antes de despedirnos. Estábamos encantados. El debut había sido un éxito. El virtual grupo de comunicación había realizado, con comparecencia plena, una magnífica excursión. Y por si todo ello fuera poco, para colmo, casi como un designio identitario, nuestro recorrido había discurrido por el Sur de la Bahía.

Visión aerea (y antigua) de la Isla en la que se aprecian sus conexiones con tierra: tres diques y un puente de carretera de entrada. (Imagen: auroraypilar.wordpress).


En medio del puente de acceso a la Isla, en bajamar, con la ría de Astillero al frente.


Las elegantes escaleras de acceso al teatro.


Detalle de la fachada del teatro.


Fachada actual del controvertido (para algunos) edificio de La Picota.


Postal con escena de la vida cotidiana del sanatorio, con trabajadores e internos disfrutando del maravilloso espacio ajardinado que debió ser en aquella época. (Imagen: todocoleccion).


Postal que refleja un momento de recreo acuático para los niños ingresados en el sanatorio. (Imagen: todocoleccion).

A lo largo de este extraño verano de mascarillas y superpoblación del litoral cantábrico, hemos podido evadirnos del gentío con algunas otras excursiones en piragua. Recuerdo una tarde que J y yo remamos desde Somo hasta la bocana de entrada a la Bahía, para completar el recorrido bordeando buena parte de la línea de costa de la ciudad. Aún no era temporada alta y disfrutamos de una tarde parcialmente nublada y muy tranquila. Recorrimos las casi desiertas playas de Bikinis, La Magdalena y Los Peligros, antes de continuar observando las recientes modificaciones urbanísticas realizadas en el muelle de Gamazo. Alcanzado Puertochico, entramos allí, dimos media vuelta y pusimos rumbo directo de regreso. Una salida muy tranquila y agradable que, aunque cuestión de dos, mantenía vivo el espíritu del grupo de kayak.

Jesús embarcando en la rampa del puente de Somo.


A punto de pasar bajo el arco del rompeolas de la playa de Bikinis.

A lo largo del verano se han ido dando salidas por parte de los miembros del “grupo” con diferentes configuraciones: en solitario, por parejas, etc. Ni puedo dar cuenta de todas porque no he participado en su totalidad, ni me parece sensato hacerlo. Sin embargo, sí que me apetece rescatar el recuerdo de algunas.

Hubo una tarde que convoqué para una excursión, aprovechando marea viva, ría de Cubas arriba. El itinerario en sí no resultaba nada especial ya que, aunque sea uno de nuestros preferidos, lo repetimos con bastante frecuencia. Lo diferente fue que, en aquella ocasión, ya pleno verano, la convocatoria tenía dos “fases”. Primero la excursión en los kayaks y después una cena a base de sorropotún (marmita de bonito) en el porche de mi casa. Al paleo fuimos P y yo, pero con “invitados”. Myriam remó conmigo en un kayak doble, mientras el matrimonio Aja lo hacía en otra embarcación doble. Esta pareja son unos buenos amigos con los que compartimos mucho: excursiones de esquí de travesía, algunas salidas en bicicleta, remadas en kayak, buena amistad y muchas inquietudes viajeras y culturales. Todo ello, en mi caso, con mayor o menor frecuencia según las diferentes épocas de la vida, desde hace décadas.

La presencia de esta pareja resultaba especialmente significativa por dos razones. Para empezar porque, y de esto me enteré durante la cena posterior, fue ella, Ana, la responsable de acuñar y asignarnos, a raíz de las excursiones de esquí de montaña, el apelativo de “los del Sur de la Bahía”. Por otro lado, y aunque ellos suelen remar siempre en unos veteranos pero estilosos kayaks de mar individuales, porque la piragua que llevaron aquel día tenía, además de parches y huellas de mucho uso, verdadera historia. La adquirieron hace décadas y la dieron mucho uso antes de pasarse a los kayaks de mar. A destacar, una vuelta a Menorca sin organización de apoyo. Unos viajeros aventureros estos amigos.

La excursión resultó muy agradable. Especialmente durante el ascenso y en la parte más alta de la ría, en un rincón al que las motoras no pueden llegar. Otro cantar fue el regreso, durante el cual nos cruzamos con una auténtica caravana de embarcaciones de recreo motorizadas, el barco turístico comercial y varias motos de agua. Es lo que tiene el Cubas en agosto con pleamar de mareas vivas, que se llena de navegantes “de temporada”. Nosotros seguimos a lo nuestro, pese a que el estuario final previo al puente de Somo se había convertido en una verdadera feria de botes y motores caracoleando en todas direcciones, mostrando tanta diversidad de tamaños y diseños, como de talantes de patroneo. Desde la discreción cívica hasta el “macarronismo ilustrado”.

Aunque no pudieron venir a la excursión, para la cena se nos unieron la pareja de P, así como J y F con sus respectivas compañeras. Disfrutamos del guiso y de los postres, y pasamos una divertida velada veraniega generando futuras citas, planes y actividades. Estrechamos lazos y fortalecimos el “grupo” sin necesidad de recurrir a los teléfonos móviles durante el proceso.

Pablo iniciando el ascenso del Cubas.


Ana y Chus en su vieja embarcación doble.


La pareja en el curso alto de la ría.
 

Con Myriam en la doble. (Imagen: Chus).


Descansando en la parte más alta de aquel día. (Imagen: Chus).


Pablo, Chus y Ana, agrupados.


Nosotros con Pablo. (Imagen: Chus).
 

En agosto hubo una mañana que hicimos una excursión realmente preciosa. Un itinerario largo, de unos 17 km, que realicé hacía décadas, pero por el que no volvía a remar desde entonces. El mar llevaba unos días mostrándose francamente plácido, así que decidimos quedar por la mañana, algo pronto, para salir de la bahía y disfrutarlo. Superado el puntal, navegamos siguiendo la costa de Ribamontán al Mar hacia el este, con el largo arenal de Somo y Loredo a nuestra derecha. Pasamos la Isla de Santa Marina por el canal interior y continuamos bajo los acantilados de la costa. Estábamos en bajamar. En un momento dado, J, que iba observando pacientemente la base rocosa de la costa, dio con uno de los escasos accesos que permiten, si el mar está tranquilo, introducirse dentro de las llamadas “pozas” o “piscinas” de Langre. Una buena noticia de este paraje es que no es apto para barcos. Los pasadizos de entrada son algo estrechos, reciben cierto oleaje de fondo y, y esto resulta clave, esconden afiladas rocas en mitad. Con el kayak, sin embargo, con calma y atención, si el mar lo permite ese día, se puede acceder. Una vez dentro recorrimos una de las dos zonas de “piscinas” disfrutando de una quietud de superficie total y una transparencia del agua fantástica. Hasta hicimos una parada para estirar las piernas y recrearnos un momento en tan bonito lugar.

El regreso lo trazamos por la misma ruta pero con rumbo más abierto, de forma que bordeamos la Isla de Santa Marina por su ribera exterior. Fue una excursión magnífica, otra más. Confiamos que el “efecto grupo” nos mantenga activos y genere frecuencia de salidas.

Jesús, paleando por el canal interior de la Isla de Santa Marina.


Toño, junto a la playa de la Isla de Santa Marina.


Jesús y Toño, ya en las "pozas".


Toño. El agua como una piscina.


Jesús. El cielo reflejado en la superficie del agua.


Fotrografiado por Toño.


Dos de los kayaks esperan mientras estiramos las piernas.


Toño remando de regreso para salir de nuevo al mar.


Mar abierto con buques en el horizonte.
 

Muy poco después, por sugerencia de los “Aja-Maruri”, los del Sur de la Bahía salimos de nuestro hábitat. En realidad lo hacemos encantados cuando nos surgen, o nosotros mismos propiciamos, oportunidades. Había un gran coeficiente de marea y nos sugerían que fuéramos con ellos a la ría del Pas. Era una tarde grisácea de agosto, que se agradecía tras una víspera sofocante que había acabado resultando la jornada más calurosa del verano. Así pues, el bienvenido frescor, el cambio de escenario y la segura ausencia de gente y motores, invitaba a aceptar la cita. A la mencionada pareja, que esta vez había regresado a sus piraguas individuales, nos unimos T y J con sus kayaks, también individuales, y yo con F en la doble. A F ya lo había invitado alguna otra vez, pero no había podido venir. Me apetecía hacerlo porque siendo, como es, activo amigo participante de nuestras aficiones de esquí, bicicleta, moto y recientemente patines, lo lógico es que acabe también cayendo en las redes del piragüismo viajero y excursionista. Echamos los barcos al agua en una playa fluvial unos pocos kilómetros más arriba de la desembocadura de la ría. Empezamos a remar y fuimos disfrutando de un entorno, efectivamente, casi totalmente despejado de gente, si exceptuamos a unos chavales que, disfrutando de un inocente e inconsciente “salvajismo” veraniego de los “de antes”, trepaba por un puente ferroviario para zambullirse en el agua desde las mayores alturas posibles. Jugando, gritando y hasta embadurnándose todo el cuerpo con limo del río, como si de un rito ancestral se tratara todo aquello.

Remamos despertando bancos de peces y pasamos por debajo del viejo puente de Puente Arce. A partir de allí la ría ya parece del todo río. Árboles de gran porte y elegancia se yerguen imponentes sobre un curso fluvial cada vez más estrecho y frondoso. Fuimos escogiendo cuérnagos para el paso de algunos islotes, hasta que llegamos a un “rápido” pedregoso a partir del cual se hacía necesario portear. Allí dimos por finalizada la ida, nos bajamos, y charlamos un rato antes de iniciar el regreso. La anunciada lluvia de final de la tarde no llegó hasta la noche, así que nos libramos de ella. Como diría Chus “otro triunfo”. F disfrutó de la actividad y supongo (y espero) que su enrole en la “sección” piragüista del Sur de la Bahía sea inminente y definitivo.

Chus, Jesús y Ana, parte de la flota, remontando el Pas.


Toño a la altura de Puente Arce.


Jesús, con Chus y Ana detrás, en el punto más alto de la ría.


Todo el grupo (salvo quien dispara la foto), con Fernado en primer plano. A partir de allí, regreso aprovechando la bajada de la marea.

El verano llegó a su fin. Cortaron el campo de maíz de delante de casa. El mismo en el que, ocasionalmente, se ocultaban los jabalís. Aquel del que una tarde nos salió, cercano, un gran macho, a P y a mí, mientras charlábamos en mitad de la pista que va hacia la playa. Quizás por eso, como despedida estacional y para poder sacar provecho, al menos por una tarde, a la sucesión de mayores pleamares del año (el resto de días los tenía ocupados por trabajo), convoqué a un picnic piragüista. No era la primera vez, pero sí que hacía varios años que no lo hacía.

Para mí fue un verdadero estrés cumplir con una jornada laboral matinal francamente compleja, y ser capaz, pese a todo, de preparar el entramado logístico que me atañía: sacar dos embarcaciones, subirlas a los coches con la ayuda de P, comprar y preparar algo de comida, cargar la nevera, la mochila de picnic, el café, las mantas de campo, etc. Y aun así, tener que esperar a que Myriam regresara, apurada, de su trabajo. En fin, un lío. Pero un trajín que después mereció la pena.

Organicé dos salidas en diferentes puntos y horario. Desde Somo (sur de la Bahía) salieron J con Arancha en un kayak de mar doble, el matrimonio Aja y su hija Andrea (ellos tres en individuales). Lo hicieron una hora antes porque tenían que remar mucho más.

Los que no nos daba tiempo: P (en individual) y Myriam y yo (sobre canoa canadiense) salimos desde un punto en la parte ya alta del río Cubas. La canoa es mucho más lenta que los kayaks, pero esta actividad pretendía ser social y gastronómica, y no puramente deportiva. Por otro lado, lo bueno de este tipo de barco, la razón de su elección, fue el goce contemplativo que provoca en quienes la utilizan y, muy especialmente, su generosa capacidad de carga. En su bañera quedaron pues, holgadamente depositados, los sacos estancos con la empanada, la nevera, la mochila, cubertería, vajilla, copas, tazas de café… auténtico estilo aristocrático decimonónico.

La coordinación espacio-temporal funcionó (a pesar de mis agobios previos) y embarcamos cuando nuestros amigos acababan de llegar al punto de encuentro. A partir de ahí, una corta y tranquila remada por un curso fluvial que, aquella tarde, se mostraba en un momento de transformación ideal. Calor y luz de verano con hojarasca casi otoñal. Nada de viento. Buena sombra proporcionada por los grandes árboles que jalonan allí las riberas. Todos ellos bien provistos de hojas de colores cambiantes, con supremacía de los verdes, contrastando con un tímido avance de amarillos, anaranjados y ocres. Y para colmo, fruto del cambio de estación, la superficie del agua, verdosa y absolutamente tranquila, salpicada generosamente de crujientes hojas marrones. Una preciosidad, un avance de lo más placentero.

El río nos dejó subir (sin portear) más que nunca. Unos 300 metros más arriba de un islote que casi siempre nos obliga a detenernos. Una curva más allá y los cantos rodados, cubiertos de musgo, nos obligaron a dar media vuelta. Gracias a ese regalo extra, dimos con una agradable pradera de ribera en la que decidimos aomodarnos para merendar. Habíamos calculado disponer de una hora larga para disfrutar del picnic, robándole media a cada una de las oscilaciones de la pleamar: el final de la subida y el principio de la bajada.

Desplegamos una manta-mantel y unas esterillas y empezamos a distribuir comida. Sándwiches variados, tortilla de patatas, diversos picoteos, fruta, empanada, etc. Todo ello regado con vino de bota y un clarete de Toro bien frío. La verdad es que pasamos un buen rato repanchingados en la hierba, contemplando nuestro pequeño paraíso de ribera de río, sin gente, edificios o carreteras en los alrededores. Echando risas y disfrutando de la compañía. Luego el postre. Un poco de bizcocho y cava frío para brindar. E incluso cerramos la merienda con un café de termo.

Una vez recogido todo, sin restos de basura que dejaran huella de nuestro eventual asentamiento campestre  (parece mentira que hoy en día este tipo de comportamiento esté muy lejos de poder ser considerado como universal), volvimos a las piraguas e iniciamos el descenso. Nos lo tomamos con calma, casi sin ganas de salir de allí. Deleitándonos con una luz de tarde cada vez más cálida en sus tonalidades. Pasado ligeramente nuestro punto de embarque (el de los que nos incorporamos más arriba), nos despedimos de los demás, dimos media vuelta y desembarcamos. Hacía una tarde de calor tropical y pegajoso. Tal era la sensación que, una vez en casa, recogido todo el material, sin apenas cenar tras aquella merienda, se me hizo de noche en el porche de casa, leyendo sobre naturaleza, en chancletas, pantalón corto y camiseta sin mangas. Septiembre había superado su primera quincena, pero la sensación de aquella noche era casi caribeña o mediterránea. Algo poco habitual y que se agradece de vez en cuando por aquí… al sur de la Bahía.

Jesús y Arancha en el kayak de mar doble.(Imagen: Myriam).


Pablo, Ana, Chus y Andrea (media flota). (Imagen: Myriam).


José, Myriam, Pablo y Andrea, reunidos en mitad del cauce. (Imagen: Ana).


En pleno picnic. (Imagen: Andrea).


Manta desplegada, disfrutando de la comida y con la mirada al río, de vez en cuando. (Imagen: Chus).


El grupo recogiendo los enseres, con parte de las piraguas detrás. (Imagen: Chus).


Navegando de regreso.

martes, 15 de septiembre de 2020

RETROACTIVIDAD

Según la RAE:

1. f. Cualidad de retroactivo. [De retro- y activo. Adj. Que obra o tiene fuerza sobre lo pasado].

2. f. Der. Extensión de la aplicación de una norma a hechos y situaciones anteriores a su entrada en vigor o a actos y negocios jurídicos.

¡Me vale! (“te lo compro” que dicen ahora los “millennials”). De retro, en dos de sus significados: antiguo, clásico, vingate; y anterior, pasado, etc. Y activo, esto creo que no hace falta ni explicarlo. Y en segundo lugar, extensión o aplicación de una norma (en este caso actividad variada) a hechos y situaciones anteriores

Según “Randoneur”:

1. f. Actividad relacionada con el ciclismo retro.

Y es que esta entrada lo integra todo, tal y como voy a tratar de explicar. Este blog, que ya carga con más de un lustro de producción, nació con la vocación de estar dedicado al ciclismo retro. Con el tiempo, sin dejar de lado, ni muchísimo menos, su objetivo primigenio, fue incorporando, progresivamente, otras temáticas como el patinaje, el piragüismo, el multideporte y algo de reflexión personal  y  de cultura (más o menos deportivas). De un modo casi paralelo, mi propia actividad deportiva evolucionó de estar principalmente centrada en la participación en eventos de ciclismo retro a diversificarse mucho, llegando incluso a abandonar completamente el acudir a tales citas “oficiales”. Esto último, abandonar las marchas cicloturistas retro, no fue una declaración de principios, ni tampoco una decisión concreta. Simplemente fue resultado de una evolución personal en mi práctica deportiva, unida a una creciente diversidad de intereses. Aunque algo ayudó, ya lo comenté en su día, el hecho de que la mayoría de eventos retro fueran evolucionando hacia un diseño en el cual el componente social (incluido el gastronómico) fuera primando sobre (y, a veces, minimizando) el puro desempeño físico o deportivo. El caso es que, por unas cosas u otras, me he mantenido realmente (de hecho) alejado de lo que podríamos denominar como el “círculo del ciclismo retro”, tanto el nacional como el internacional. Pese a ello, puedo afirmar con rotundidad que me mantengo tan aficionado a ese tipo de ciclismo como siempre. Sigo escribiendo sobre él, leyendo mucho al respecto, disfrutando de mis bicicletas antiguas, utilizándolas, rescatando y rehabilitando algunas, etc. Incluso participando en algunas citas ciclistas (no retro) organizadas, tomándomelas como retro por mi parte.

Pero lo que motiva esta entrada es una sucesión de casualidades que ha provocado que, al igual que aquel supuesto abandono no fuera fruto de una toma de decisión inamovible, el pasado verano, sin proponérmelo, haya vivido una significativa sucesión de actividades bastante relacionadas con el “mundillo retro”. De ahí el doble (o triple) sentido de actividad retro, de ciclismo retro, de volver la vista (y la actividad) atrás y de rencontrarme con personas vinculadas a todo ello.

Precisamente el blog fue el responsable de los dos primeros encuentros retro del verano. El primero de ellos fue con una especie de fan. Javi Blasco es un hombre mayor que yo. Digamos, en lo que a afición ciclista se refiere, que de una generación anterior a la mía, aproximadamente. Los avatares de su vida son interesantes. Ante una buena pluma, incluso podría sacarse una novela de ellos, aunque la mía no da para tanto. Aquí lo que interesa es que consiguió contactar conmigo porque quería conocerme y, sobre todo, agradecerme que, a través de alguna de las lecturas del blog, le hubiese hecho desempolvar su vieja Razesa de los años ochenta para empezar a pedalear, varias décadas después, con la intención de vivir en primera persona el mundo del ciclismo retro internacional. Uno de esos testimonios que le hacen a uno sentirse bien y pensar que su afición comunicativa merece la pena. Y es que Javi tiene un puntito internacional, especialmente vinculado con Alemania. Cosas de la vida, las empresas, el trabajo y las migraciones del pasado hispano. El caso es que nos intercambiamos algunos correos y, finalmente, concertamos una cita con un doble objetivo: conocernos y visitar con él el museo de Santiago Revuelta. Fue una jornada agradable. Primero visitamos el museo, que no tiene desperdicio. Acto seguido nos sentamos con Santiago en su despacho para disfrutar de su generosa conversación. Y cerramos el encuentro yéndonos a comer los dos, para intercambiar opiniones, aficiones, preferencias ciclistas y retazos desordenados de nuestras vidas. Desde entonces nos seguimos escribiendo. Muy de cuando en cuando, pero manteniendo el contacto. En eso de su desembarco pleno en el mundillo retro Javi ha tenido momentánea mala suerte. Su temporada estaba programada con un calendario muy atractivo y ambicioso que la COVID-19 se encargó de desbaratar. Ya sé que le ha pasado a todo el mundo, profesionales incluidos, pero es que él casi empezaba en esto. De todos modos, por lo que me cuenta, no se ha desanimado y pretende resarcirse.

 

Javi Blasco posando con uno de sus ídolos: Bahamontes. (Imagen: Javi).

Otro que me localizó a través del blog fue Ricardo López-Dóriga, hijo y nieto de dos proactivos promotores del ciclismo cántabro de mismo nombre y apellidos. El proceso fue más directo en este caso porque Ricardo vive en la provincia. Quedamos, directamente, para tomar un café, cita a la que ambos acudimos en moto. Y es que los dos somos moteros. Él, sobre todo, motero. De hecho, no lo podemos considerar ciclista, aunque sí relacionado con las bicicletas vintage, porque, desde que se jubiló, negocia con la compra-venta de piezas de bicicletas antiguas. Y es que como es motero ¡auténtico! Disfruta de despiezar estructuras dinámicas: motos y bicicletas. Eso es, junto con la genealogía, su principal afición, cada vez que se baja de devorar kilómetros en su Honda Pan European. Con Ricardo, el encuentro se fue disparando de modo uniforme y permanentemente acelerado. Y es que fuimos encontrando muchos puntos de conexión e interés compartido. Y descubrí que, aunque con estilos probablemente muy diferentes a la hora de expresarnos, tenemos un rasgo de pensamiento común: tendemos a encontrar y establecer conexiones aparentemente inverosímiles, entre ideas o hechos alejados, dentro de una especie de ecosistema narrativo caótico. Me lo pasé genial con él. Tanto, que los encuentros se van repitiendo y van generando, a su vez, el conocer a otras personas que, hasta ahora, no podría calificarlas como convencionales. Todo un hallazgo.

Ricardo López-Dóriga (el abuelo) posa con varios ciclistas. De izquierda a derecha: Isidro Bejerano (Liérganes; sigue existiendo su taller), José Gutiérrez (Sarón); Ricardo López-Dóriga (entonces Presidente de la UVE – Comité nº 6 de Santander), Fermín Trueba y Pepín Gándara (Torrelavega). (Imagen: "Vicente Trueba. La Pulga de Torrelavega". Ángel Neila Majada).

Entretanto, anduve dando algunos pedales. Tanto en bicicleta de montaña como de carretera. Y esta última, cada vez que la utilizo, suele serlo, casi siempre, en versión retro. O al menos parcialmente retro. Me explico. Hasta ahora, casi siempre que salía a practicar ciclismo de carretera por mi cuenta lo hacía en una Colnago que restauré hace tiempo. Es una bicicleta vieja que, cambiándola de pedales pasaría cualquier filtro de participación en eventos retro, aunque, técnicamente, no lo es. Tiene cableado “exterior” y palancas de cambio del tipo de ciclocross antiguo. Todo aparentemente válido. Sin embargo, yo sé que es un poco posterior a 1987 y que su cuadro es de aluminio. De todas formas da lo mismo porque es muy bonita, de aspecto muy clásico, nunca la utilizo en eventos retro “oficiales” y tampoco la quito los pedales automáticos Look de segunda generación que lleva. Pero, ahora mismo, tampoco la saco a la carretera por una serie de circunstancias asociadas. Una, cada vez hago menos kilómetros al año, por lo que supongo que cada vez rindo menos sobre la bicicleta. Dos, sigo cumpliendo años, con una consecuencia similar a la anterior. Tres, no me resisto a seguir metiendo puertos de montaña en mis escasas salidas. En definitiva, que necesito desarrollos más blandos cada vez. Por eso, desde que puse en marcha una Vitus, es la que vengo utilizando ahora como “mi bici de carretera”. También con pedales automáticos (muy viejos), pero con cuadro “permitido” en tales eventos. Y es que esta Vitus es de, aproximadamente, 1984.

Y aunque ya digo que cada vez salgo menos a rodar por carretera por mi cuenta, de vez en cuando surgen planes con otros, me apunto y voy… de esa guisa, que si no es retro, resulta, cuando menos, totalmente obsoleta. Una de ellas surgió cuando, de víspera, mi amigo Pablo me comentó que al día siguiente iba a ir desde Galizano a Villasana de Mena en bicicleta para recoger el coche que tenía allí. Y me ofrecí a acompañarlo. Salimos escogiendo carreteras perdidas entre los pueblos hasta cerca de La Cavada. Él sobre una Gravel Specialized con cubiertas de carretera y frenos de disco. Todo modernidad. Yo con la Vitus. Fue un día de mucho calor, algo aliviado por la brisa. Minutos después pasamos por Liérganes y nos encaminamos, sin remedio, hacia el puerto de Lunada. Rompepiernas ascendente hasta el puente de piedra, duras rampas de Linto, paso por Las Vegas (las de aquí, que nada tienen que ver en apariencia con las de “allí”) y primeras curvas de ascensión hasta San Roque de Río Miera, donde repostamos agua. El resto lo de siempre: un puerto tan largo como hermoso. Alucinante, fantástico, exigente, entretenido… duro. Pero lo superamos. Y nos tiramos hacia la Meseta, descendiendo por la vertiente sur, en pos del Valle de Mena. La falta de kilómetros nos acabó pesando. Personalmente más en los pies y en el culo que en las piernas o el aliento. Y es que la falta de largas jornadas de ciclismo la suelo notar más en las incomodidades “de detalle” que en lo otro. Y esto es algo que, recientemente, me ha hecho pensar mucho sobre la literatura ciclista en general. La cual, aun resultando atractiva y, en bastantes casos, muy brillante, demasiadas veces deja entrever que no está siempre escrita por verdaderos practicantes de un ciclismo de carretera, digamos, agonístico. Y es que cuando escriben sobre sufrimiento, siempre se centran en las piernas y su musculatura, o en el corazón y la respiración, alguna vez en la zona lumbar y, ocasionalmente, en la falta de voluntad. Pero raro es que hablen del insoportable frío de algunas bajadas. No me refiero a las míticas etapas de tormenta de nieve, sino a un frío inesperado que castiga a los corredores en muchos descensos, y que el espectador no es capaz de imaginar. Y menos aún de los dolores de postura o asiento (salvo que previamente haya transcendido que determinado corredor tenga un problema “ahí”), de cervicales que han tenido que mirar demasiado tiempo hacia adelante en posición muy agachada. Del corrosivo sudor salino, ese que abunda cuando uno ya va más que “tostado”, que se mete en los ojos, provocando un escozor permanente que te obliga a irlos cerrando alternativamente, porque los guantes están ya tan empapados que no secan la frente más. O de los pies, ese terrible dolor de la punta de los pies, o de la base del metatarso, que de vez en cuando, en jornadas desmesuradamente largas, con calor asfixiante y quizás otras causas añadidas, aparece y resulta agudamente agresivo. Y es que el ciclismo es duro, muy duro, y lo es en modos más variados de los que se cuentan.

Dolores aparte, llegamos a Villasana a la hora prevista, nos pudimos dar un baño en la piscina de la familia de Pablo. Todo un ejemplo retro de instalación acuática de los años sesenta. Rincón que me hizo recordar la película “El Nadador”. Más tarde, incluso nos dieron de comer. Acogedores los Goicolea. Después vino la siesta, un recorrido cultural por la zona y el regreso en el coche que habíamos ido a buscar.

Con Pablo, en la cota superior del Portillo de Lunada.

Alrededores de Villasana de Mena, el primer lugar donde aparecieron referencias escritas de la palabra Castilla. (Imagen: Pablo).

Con la misma bicicleta, pero un maillot sintético de réplica del Fagor, me presenté a pedalear con Bernardo, quien, siempre que nos visita desde Francia, se empeña en que lo acompañe a subir Alisas. Su puerto de siempre desde que le compraron su primera bicicleta cuando tenía unos catorce años. Con él el contraste siempre resulta mucho más acusado pues utiliza bicicletas de última generación, de alta gama y con todos los adelantos técnicos. En este caso una Look con cambio electrónico y calzado, vestimenta, casco, ordenador y alimentación acordes con los tiempos actuales. Ya sé que está feo decirlo pero, pese a todo, siempre me toca esperarlo en las cumbres. Pero esta vez hay que felicitarlo porque al llegar arriba me sugirió descender hacia el interior, lo cual, allí, supone tener que ascender un par de puertos más para regresar. Olé chaval. Fueron Cruz Unzano (hay disparidad de criterios a la hora de escribir el nombre) y Fuente las Varas. La jornada fue durilla pero disfrutamos mucho los dos. Una buena mañana de ciclismo recorriendo un clásico que por aquí solemos denominar “la vuelta a los puertos”, que puede obtener variadas configuraciones dependiendo de dónde salgas, en qué sentido la hagas y si introduces algún bucle más. Y una reflexión “retroactiva” que siempre me vuelve cada vez que me mezclo con alguna de mis bicicletas “churras” entre otras “merinas” ajenas: que esto de montar en bici es un deporte magnífico y asequible a más no poder. Que para disfrutarlo basta con liberarse de complejos, comprar un culote y un casco básicos, y agenciarse una bicicleta (que si tiene treinta años es probable que incluso alguien te la regale), ponerla a punto uno mismo y salir a recorrer maravillosos kilómetros de aire libre y parajes despoblados, disfrutando, y huyendo de zonas en las que a la gente le da por hacinarse. Esto último, por cierto, lo de las zonas de hacinamiento social, ha experimentado un notable y amenazante repunte este verano a lo largo de todo el litoral cántabro. Montar en bici en serio (devorando puertos de montaña y kilómetros de carreteras secundarias) puede ser todo lo barato o caro que uno quiera. No hay disculpa para ello. Y en ambos extremos se disfruta… y se sufre.

Bernardo coronando Alisas. Aquí lo retro es la relación entre el ciclista y el puerto.

En medio de las dos salidas que acabo de describir se produjo otra, sorpresiva y repentina, que supuso todo un regreso a la convivencia con el mundillo retro. Me enteré de casualidad gracias a un aviso-invitación de Javier, que siempre está al loro de todas estas cosas. Yo no me suelo enterar de nada porque no estoy en ningún grupo o red social relacionada con el ciclismo antiguo. De un grupo de whatsapp mayoritario e inicial que se creó hace años me salí en el momento que empezaron a llover por allí insultos cruzados entre algunos miembros. El odio español (en realidad global, aunque en esa gran dimensión lo llaman “hate”) germina hasta en los espacios de ocio y supuesta felicidad. Total, que Javier me comentó que, al día siguiente, Carlos había organizado una quedada de colegas del ciclismo retro para dar otra vuelta a los puertos, aunque esa vez en sentido contrario. Pero como no era Javier quien convocaba, pedí permiso a Carlos formalmente, y ante su amable respuesta, me presenté en La Cavada a la hora convenida. Razesa “de casi siempre” y maillot de punto de Delmer Bikes, el que en más ocasiones he lucido por eventos retro nacionales e internacionales. El grupo era variopinto, con bastantes caras conocidas y otras nuevas para mí. La mayoría con bicicletas y atuendo retro, aunque otros con material actual, seguramente, el que tenían a mano en su lugar de veraneo. Había gente que se había acercado desde diferentes provincias, lo que demuestra afición y ganas de “jugar” a esto. Me lo pasé muy bien porque a lo largo de los tres puertos y las esperas de reagrupamiento pude intercambiar posiciones y conversación con gente muy diferente. Además, a todos los conocidos hacía mucho tiempo que no los veía. Carlos lo había organizado todo muy bien, con cuidados detalles. Como un avituallamiento completo que un coche de asistencia nos ofreció en la cima de Cruz Unzano, en el monumento que, recientemente, han erigido allí como homenaje al poderoso ciclista que fue Gonzalo Aja, miembro del mítico KAS de la primera mitad de los años setenta, tras su paso por el Karpy. Aquel que sufrió una escabrosa anécdota en el Tour de Francia de 1974, en el que estaba clasificado segundo en la general, pletórico de fuerzas, a un aproximado minuto y medio de Merckx, y fue embestido lateral y sospechosamente por otro ciclista belga. Una anécdota de la que actualmente se escribe poco o nada, a pesar de la proliferación de títulos de temática ciclista “revival” en el mercado editorial.

Tras las bebidas, los embutidos y la quesada, nos volvimos a poner en marcha para cerrar las ascensiones del día con la cara sur de Alisas. Y arriba se puso a llover: tuvimos suerte. No porque lloviera, sino porque no lo había hecho en todo el recorrido hasta ese momento, pese a la previsión de lluvia constante que había. Así que descendimos con cautela, nos adecentamos en nuestros coches y comimos (fenomenalmente) en un restaurante de La Cavada. ¡Planazo!. Gracias Carlos, me encantó revivir toda esa atmósfera.

Antes mencioné el Karpy, y viene a cuento repetirlo porque por allí rodaban algunos de sus organizadores y/o espíritus simpatizantes. Por ejemplo Asel Zulaika, o Carletti y Maribel, pareja con la que solíamos coincidir Myriam y yo en algunos eventos por territorio vasco, o en Soria, o en otros lugares. También Álvaro, con quien, por cierto, subiendo Fuente las Varas, mantuve una agradable conversación. Entre otras cosas me comentó que le haría ilusión verme en alguna futura ocasión por La Karpy, evento retro al que nunca he asistido. Más ilusión me ha hecho a mí que quiera verme por allí. Su proposición ha sido todo un halago. Por supuesto que iré, trataré de hacerlo lo antes posible (a ver si pasa todo esto de la pandemia). No haber acudido antes a una cita de la que tan bien he oído hablar y que tan cerca me queda no ha sido más que una cuestión de “timing”. La prueba nació cuando yo ya andaba cada vez más de “retirada” de este tipo de eventos. La primera vez coincidió con un plan que tenía comprometido con bastante gente desde mucho tiempo antes, y para la segunda yo ya andaba completamente desligado. Pero ante tan amable invitación, espero pedalear con ellos pronto.

 

Maribel, Víctor y Pirelli, coronando Fuente las Varas.


Germán coronando Alisas: muy apasionado de lo cántabro.


Carlos, en Alisas con una reciente adquisición (Razesa). Excelente afitrión.


Asel Zulaika con los colores del Karpy y rodando sobre una clásica italiana (Olmo).


Luisi y Álvaro, mano a mano.


Monumento dedicado a Gonzalo Aja.

Ya a mediados de agosto llegaron las fiestas de los pueblos. Las de los pueblos de media España. En tales fechas siempre me instalo unos días en el de mi madre. Este año no había fiestas. Ni los homenajes patronales, ni la Feria del Queso, ni la multitudinaria comida familiar que siempre celebramos y a la que mi madre sería la primera vez que no acudiese en noventa años. Pero nosotros, una parte pequeña de toda la familia, fuimos a nuestra casita para tratar de mantener, con cierta normalidad emocional, una tradición familiar por la que sentimos apego. Lo que sí hice fue salir una mañana en bicicleta con dos de mis hermanos, algo que venimos repitiendo allí desde hace algunos años. Aunque la disparidad de rendimiento es abismal (Jorge nos da mil vueltas), disfrutamos pedaleando en grupo, tranquilos y charlando. En esta ocasión, además, se nos unió una sobrina. Todos ellos con sus bicicletas actuales y yo con la que tengo en el pueblo, una Peugeot de triple plato de los ochenta. Una bicicleta lenta pero bonita. Y, lógicamente, me enfundé el maillot del damero de Peugeot. Nos hizo una mañana preciosa y dimos cuenta de un recorrido por Reinosa, Olea, Barruelo, Brañosera y el Valle de Campoo, superando holgadamente los 1000 metros de desnivel positivo, antes de descender hasta casa (en mi caso a Pesquera). Y allí se quedó la bicicleta, esperando hasta el próximo rencuentro, el cual, demasiadas veces, no se vuelve a producir hasta un año después. Da lo mismo, cada vez que me monto en esa bicicleta la disfruto con ilusión. Me encanta como quedó. Una rehabilitación que fue difícil y partió de una máquina en bastante mal estado.

Mi Peugeot.


Posando en Brañosera. Todo queda en familia.


Momento de partida en Reinosa. (imagen: Guti).

Y el pasado verano, como todos, como la constante en mi vida que es, también tuvo lecturas. Y una de ellas, “Bucle”, fue del tipo ciclista retro. Bueno, no exactamente. O sí. Luego lo veremos. Antes una pequeña reflexión.

La literatura ciclista cómo género, descontando la crónica deportiva o la narrativa vinculada a la prensa escrita, no existía en España hasta hace unos 10 años. Esto es una afirmación personal, y la cronología es laxa, aproximada. Lo sé porque, por motivos docentes, llevo más de tres décadas siguiendo muy de cerca la publicación de libros de narrativa deportiva, con especial atención a los de ciclismo, y hasta hace, insisto, a grosso modo, una década, el catálogo era tan-tan reducido que no podíamos considerarlo como género. De hecho, ni la propia temática deportiva en general podía llegar a ser considerada como tal. Pero de repente todo cambio de la noche a la mañana. Quizás porque tenía que ocurrir. Porque en algunos otros países europeos de tamaño similar al nuestro y afición velocipédica pareja, el ciclismo, como asunto literario, presentaba una diversidad de títulos notable. En realidad, desde mi punto de vista, envidiable. Pero ya digo que ese estado de la cuestión mutó de improviso y a los “cuatro títulos” clásicos que había y los escasos restos descatalogados de intentonas fracasadas previas (algunos de ellos francamente buenos), se empezaron a añadir cada vez más títulos. Parte del protagonismo lo asumió un libro muy ameno que se convirtió en un éxito algo inesperado, difundiéndose mucho a través del boca a boca y convirtiéndose, de paso, en una especie de liebre a seguir para editores consagrados y aspirantes a serlo. A ese libro hay que añadir la coincidencia temporal de un par de micro-editoriales (quizás alguna más) con mucha vocación y romanticismo, pero pocos medios. Una muy rápida y productiva, y la otra parsimoniosa pero más estética. Ambas tuvieron el gran mérito de hacer crecer el nicho y, y esto me parece verdaderamente importante, recuperar clásicos y obras casi perdidas, re-editando y traduciendo textos que habían pasado casi inadvertidos en nuestro país. Inmediatamente la oferta se vio enriquecida con otras dos fuentes de publicación. Por un lado las editoriales “genéricas”, que descubrieron, o incluso encargaron, algún texto sobre ciclismo. De tales maniobras surgieron algunos títulos muy buenos, otros no tanto y varios bodrios. Por otro lado, también aparecieron obras singulares. Libros que divulgaban o contaban alguna historia ciclista muy contextualizada. Escritos o recopilados por alguna persona que llevaba años centrada en dicho asunto y que, con pretensión de aventura narrativa y editora única, aprovechaba la coyuntura del mercado para publicarla por fin. Gracias a ello, también pudimos acceder a textos (casi monográficos) con fundamento y contenido, aunque no siempre con buena narrativa, sobre corredores, equipos o asuntos concretos que, en otro contexto, nunca hubiesen aparecido. Y así, poco a poco, el “subgénero” nació, creció y… (todo esto es un análisis personal basado en una interpretación no sometida a rigor científico alguno) se convirtió en burbuja. Y es que me da la impresión de que la oferta creció tan rápido que, enseguida, abrumó a la demanda, la cual, no nos engañemos, en España parece muy modesta. Durante todo el proceso aparecieron varias biografías. Las biografías de ciclistas, por lo general, son libros que interesan, casi exclusivamente, a los fans del biografiado. También vieron la luz textos claramente dirigidos a captar la atención de los “hipsters”. Pero los “hipsters”, como cualquier otra tribu urbana temporal, es público que bebe y vive de, por y para las tendencias, por lo cual suele ser frenéticamente cambiante e influenciable por las modas. Otro gran tema abordado por la literatura ciclista reciente en español (o recientemente traducida) ha sido la que trata, se apoya o inspira en el ciclismo clásico, antiguo, etc. (retro). De eso, afortunadamente para mí, porque me gusta, ha habido mucho. Pero, tampoco su “target” potencial de lectores es demasiado amplio. Es una afición de “frikis” que, en el fondo, no somos tantos. Ni en Europa ni, mucho menos, en España. Basta con hacer una temporada retro nacional para darte cuenta de que enseguida vas a conocer a casi todo el “pelotón”. Y a todo esto hay que añadir una circunstancia más. No creo que haya estudio riguroso al respecto, pero para mí alcanza el estatus de certeza: los ciclistas, en general y salvo contadas excepciones, no leen. No son aficionados a la lectura. Ni los profesionales, ni los amateurs, ni los cicloturistas de marchas, ni los que hacen de la bicicleta su afición casi religiosa, etc. Y es que las cifras no casan. Ni el número de ventas de títulos sobre ciclismo con respecto a las decenas de miles de ciclistas que inundan las carreteras españolas cada fin de semana. Ni los dineros gestados en consumo de material ciclista en relación con las cifras de negocio que mueve la literatura ciclista. Ni los números de ventas o consumo de texto (en papel o bites), con los de visionado de imágenes o interacción de lecto-escritura en micro-mensajes.

Así que la burbuja editora explotó en algunos casos, y perdió presión en otros. Digamos que, poco a poco, parece haber ido alcanzado el nivel de inflado apropiado al terreno por el que rueda. Un buen ejemplo de posicionamiento en el “pelotón” editorial, así como de aguante, resistencia y dosificación de la cantidad de “ataques” (nuevos títulos) propiciados, lo parece estar mostrando la editorial Libros de Ruta. La entidad actúa como editorial y como tienda. Da la impresión de haberse convertido en la principal superviviente en el sub-género, haciéndose con un liderato que pinta para largo. Es buena noticia porque presentan varias bondades. Los libros están bien editados, con presentaciones cuidadas y variadas. La oferta temática es amplia, así como la diversidad de autores. Además traducen textos extranjeros y tiran también de producto nacional. Y, por último, y esto es muy importante, mantienen un ritmo productivo vivo, sacando títulos cada no demasiado tiempo.

Finiquitada la reflexión, ahora hablaré del libro que la ha provocado y que encaja en este verano retroactivo. El propio autor, Marcos Pereda, con el que tengo amistad, me avisó de la reciente publicación de su libro “Bucle”, editado por Libros de Ruta. Aunque siempre ando enfrascado en lecturas de toda índole y con amenazantes pilas de libros esperándome por diferentes rincones de la casa, no dudé en adquirir un ejemplar. No lo hice por compromiso sino porque hasta ahora ¡y con esta van cuatro! Los libros de Marcos no me han defraudado. ¡Y acerté!.

“Bucle” ni es propiamente un libro, ni es de ciclismo retro. Aunque sí que lo es. Depende de la óptica con la que se miré y los antecedentes del lector. No es un libro nuevo, o una “obra” nueva con sentido de unidad, porque se trata de una recopilación de artículos escritos por el autor para diferentes revistas en las que el ciclismo tiene cabida. Y no es de ciclismo retro, porque es de ciclismo atemporal: pasado y presente, con artículos de todas las épocas. Si el lector es un acérrimo seguidor de Pereda, de quien lee todo lo que publica en los medios, el texto no le aportará nada nuevo. Sin embargo, si como es mi caso, es alguien que no lee las revistas en las que él escribe, el libro entero supondrá una novedad. Una sabrosa, variada y trabajada novedad. Yo apenas leo revistas. En realidad nunca lo hago, salvo artículos sueltos que alguien con garantías me recomienda expresamente, o cuando los encuentro porque ando estudiando o indagando sobre un tema concreto. Así que para mí el libro supuso total novedad.

En casos como el mío, imagino que mayoría, el texto merece mucho la pena si te gusta leer sobre ciclismo. Apenas le encuentro un defecto y medio. El primero no lo es si se tiene en cuenta lo anterior, es decir, la naturaleza de la obra, que es una recopilación de artículos. Por eso, no debe reprocharse que el lector encuentre algunas secuencias, datos o anécdotas que se puedan repetir en ciertos capítulos, ya que pueden estar relacionados con algunas de las historias contadas en ellos. Eso es algo que nos va a ocurrir con cualquier recopilación de artículos de prensa que leamos de un mismo autor, ya sea este Pérez Galdós, Arturo Pérez-Reverte o las recopilaciones de cuentos de Gloria Fuertes.

En cuanto al medio, se queda en simple aviso. Me explico. Es un texto generoso porque contiene muchas páginas (eso es cuantitativamente bueno). Y requiere presencia de ánimo por parte del lector. No porque sea difícil (en absoluto) sino porque al haber sido creado en formato de artículos, el autor imprime ritmo y pasión a cada uno de ellos y, a la larga, si se leen demasiados seguidos, el lector puede acabar, emocionalmente, agotado (esto es cualitativamente bueno). Vamos, que no es una novela ni un ensayo que obedezcan a un hilo conductor permanente, o a una estructura interna premeditadamente diseñada con anterioridad. Por el contrario, resulta ideal para disfrutarlo (a tope) en espacios y momentos personales que cada lector guste de utilizar para lecturas cortas. En la cama antes de dormir. En el metro, tren o lancha al ir y volver de trabajar. Hay otras opciones, que eso es cuestión de cada uno.

Además de ritmo, Marcos aporta esencias, estilo personal, sorna, humor, lenguaje épico, vena artística, etc. Se le nota que lo ha escrito sintiéndose como pez en el agua. Deja claro que el género de los artículos de prensa es un entorno que domina muy bien y al que sabe sacar jugo. Además de resultar divertidos y/o elocuentes, los artículos demuestran estar muy fundamentados. Ser fruto de estudio e investigación bibliográfica y periodística, algo que para mí resulta importante. Cuando pasa por alguna anécdota ciclista muy conocida, alguno de esos múltiples iconos de la memoria ciclista colectiva, lo hace dando su toque personal o incluso, en ocasiones, desvelando detalles que demasiados han tratado de ocultar. Pero es que además nos presenta muchas novedades, muchas historias de ciclismo clásico que no conocemos. Porque las ha buscado y rebuscado. Llevo décadas de lecturas ciclistas, y varios años de estudio de ciclismo antiguo (no hay más que repasar el índice de este blog), pues aun así, en “Bucle”, me he topado con mucho contenido que no conocía. Material del bueno, con enjundia. Nada de esto es “propaganda” de amiguete. Nunca juego a eso. Mi blog es libre de compromisos, así que me basta con omitirlo si no quiero hablar mal de algo. No, en este caso tres conclusiones directas para el autor: una, enhorabuena, buen trabajo; dos, gracias por escribir sobre ciclismo; y tres, por favor, sigue en ello.

Como despedida comentar que, pese a que “Bucle” es una recopilación de artículos sobre ciclismo en general, cuando uno repasa su contenido se percata del mayoritario peso que tienen en él las historias de ciclismo pionero, antiguo, clásico o no demasiado reciente. El presente o el más cercano son minoritarios. Y es que puestos a contar historias con gancho, épica, realidad inverosímil, etc. El ciclismo retro resulta una fuente inagotable, a la vez que el contemporáneo parece hacerse cada vez más tecnológico, controlado, “mecanicista”, estadístico, etc. Sobre esto creo que hay cierto acuerdo entre quienes escribimos sobre ciclismo, así como por parte de muchos de los espectadores que tienen edad suficiente como para haber vivido varias épocas de ciclismo competitivo. Y además está lo otro, lo que Marcos nos advierte en su introducción, que en el pasado, antes de que hubiera irrumpido el gran hermano de la televisión o las redes sociales, la realidad y la ficción, la verdad y la leyenda, eran los materiales que se utilizaban para obtener las aleaciones con las que se construyó la historia de este deporte. Antes, hasta el realismo tomaba, en el ciclismo, el atributo de mágico. Ahora es mucho más difícil. Todo está registrado: las acciones, las conversaciones… hasta el propio esfuerzo.

"Bucle". (Imagen: librosderuta.com).