miércoles, 30 de septiembre de 2020

SUR DE LA BAHÍA

Me consideraba del norte. Quizás porque en mi tierra llueve mucho, porque en ella abundan las montañas o porque casi todo está tapizado de vegetación verde.  Bobadas. Pero tonterías que fueron arraigando en mi interior y de las que llegué a sentirme orgulloso, además de muy afortunado. El norte siempre se me antojó frío o fresco. Agreste, endurecedor, natural y muchos otros atributos más. Atributos positivos desde mi personal concepción de la vida. El norte, además, me sugería prestigio: cara norte, polo norte, mar del norte, hemisferio norte, etc. El viento del norte nos traía cada año (o eso pensaba yo) copiosas nevadas que posteriormente el viento sur se empeñaba en derretir. Por no hablar de tantos y tantos tópicos occidentales, europeos, nórdicos, anglosajones, luteranos y calvinistas que se han empeñado, durante siglos, en desprestigiar las aportaciones culturales de origen helénico, latino, musulmán, etc. que, supuestamente, se correspondían con el sur.

Pero el paso de los años me ha hecho cambiar de posicionamiento (geográfico y vital). Sin moverme del sitio, ya no me considero del norte. ¡Ni del sur!. Me siento arraigado a unas coordenadas relativas que pueden manifestarse rotunda o levemente septentrionales o meridionales en función de con qué las comparemos. Aunque mi vida ha ido transcurriendo, casi completamente, por el hemisferio norte, mi residencia habitual se sitúa a una latitud intermedia de 43 grados. ¡Ahí, casi en mitad!. Desde una perspectiva europea pertenezco a un país del sur, muy del sur. Un país catalogado como Mediterráneo aunque mi casa se encuentre, exactamente, a mil metros del Cantábrico. Por eso mismo, desde un sistema de referencia español soy claramente del norte, quizás de ahí pudo venir ese sentimiento norteño inicial, tan sesgado, tan absurdo y tan reduccionista. Y a nivel provincial, que en nuestro caso es lo mismo que autonómico, también vivo en el norte, aunque en este caso, como en bastantes más, las montañas más elevadas se encuentran en el sur.

Reflexionando sobre todo esto, sobre tanta obsesión por sentimientos de anclaje terrestre al que, probablemente abusando, nos aferramos las personas, recientemente me percaté de que jamás me había considerado a mí mismo como “de levante” o “de poniente”. Y eso a pesar de habitar relativamente cerca de un Finisterre que fue, durante gran parte de la existencia de la civilización occidental, el límite del mundo conocido. Y es que la longitud también es algo muy relativo en función de cuál establezcamos como sistema de referencia momentáneo o por qué escala optemos. Convenciones y retórica geográfica que luego pretendemos asociar con caracteres y formas de ser, generando prejuicios.

Pero de un tiempo a esta parte he desertado (parcialmente) de considerarme del norte. Es una forma de hablar. Hace tiempo que no soy del norte ni del sur, del este o del oeste. Estoy, voy y vengo, donde haga falta cuando haga falta, admirando y disfrutando de gentes y lugares sin juzgarlos por su ubicación geográfica. Y eso, en una actualidad hiper-escaneada en donde todo parece estar, más que nunca anteriormente, geolocalizado. Donde las ubicaciones se comparten y envían casi con una falsa ilusión de capacidad de teletransporte. Los próximos párrafos son un ejemplo de ello, dan fe de una indudable querencia hacia el sur por mi parte. Temporal y lúdica, pero real y escrita.

Y es que mi familia, además de un puñado de muy buenos amigos, vivimos, hace ya varias décadas, en el Sur de la Bahía de Santander. En realidad algunos no residimos exactamente al borde de dicha bahía, pero sí en un municipio que conforma (parte de él) el arco sur de la bahía santanderina. Un municipio con bastantes kilómetros de costa. Algunos de ellos bañados por la bahía y otros (bastantes más) por el Cantábrico. Pero, a los efectos de compararnos, mejor dicho ubicarnos geográficamente, con respecto a nuestros conocidos de Santander, nosotros somos los del sur de la Bahía.

La broma empezó cuando nos reuníamos con gente de la ciudad para acometer alguna excursión de esquí de travesía. Varios de nosotros pertenecemos a un club añejo de la ciudad y, al compartir coche, procedentes de nuestro municipio, se podría decir algo así como eso de que “ahí llegan los del sur de la Bahía”. La cuestión se fue haciendo extensiva para salidas en bicicleta de montaña, porque en ocasiones rodamos con otro grupo del mismo club, en el que parte importante del grueso coincide en pertenecer igualmente al grupo de esquí de travesía. Así que eso de “los del sur de la Bahía” se fue instaurando, poco a poco, entre algunos allegados de ambos grupos, así como viéndose alimentado, en mayor medida, por nosotros mismos. Vamos, que sin osar enorgullecernos por algo que no tiene razón para ello, el apelativo nos gusta y, en cierto modo, nos define un poquito. Da juego imaginativo y pícaro con eso de representar a una especie de sureños del norte.

Juegos de palabras aparte, este flexible grupo de amigos lo componemos cinco: J, F, P, T y un servidor. No todos practicamos todas las modalidades deportivas para las que nos reunimos, e incluso hay dos que nunca coincidían porque no compartían ninguna de ellas. Tampoco considero dentro de este grupo la práctica de algunas de mis aficiones deportivas porque nadie del mismo las realiza. Sin embargo, la realidad es que con ellos llevo a cabo muchos planes deportivos. Tanto de salidas cercanas cortas, como de excursiones más largas por las montañas o incluso de viajes de varios días. Lo que he llamado grupo no lo es formalmente. No está catalogado como tal, ni se rige u organiza bajo ningún formato de asociacionismo vigente. Nada más alejado de su naturaleza. Lo que somos es amigos desde hace bastantes años, a los que nos gustan las mismas cosas, nos llevamos muy bien y disfrutamos en compañía compartiéndolas. Todo ello sin ataduras, obligaciones, compromisos, horarios o calendarios. Desde luego que “estamos ahí” si fuera necesario, más allá de la pura reunión deportiva, pero cada uno se reúne cuando puede, le viene bien o le apetece. Y lo mismo a la hora de convocar o embarcarse en algún viaje. Tampoco negamos sincera bienvenida a quien con nosotros se junta para pedalear, esquiar, etc. O nosotros mismos nos integramos, en ocasiones, con otros grupos. Es un proceder natural y agradable. Muy sano y, y en esto puede radicar parte de su salud, nada competitivo. Nada de nada, ni en el tipo de planes acometidos, ni en nuestro propio comportamiento deportivo, ni siquiera en alguna camuflada forma de ostentación de material deportivo o vestimenta. En realidad, creo que se nos podría considerar como bastante austeros, sencillos y, en algunos casos, extremadamente apegados al material mientras este siga funcionando bien.

¿Por qué entonces lo de grupo? Quizás la culpa la tenga ese invento del WhatsApp. Pues para quedar entre nosotros encontramos, hace tiempo, que la manera más eficaz y sencilla era crear un grupo. Y dicho grupo comunicativo creo que podría resultar bastante ilustrativo con respecto a nuestra naturaleza. Lo componemos cuatro J, F, P y yo, no tiene icono representativo, y como nació para poder quedar en nuestras salidas de esquí de travesía, se llama así “Travesía”. Más espartano imposible. No tiene reglas de funcionamiento, ni falta que hace. Jamás aparecen memes, ni referencias sexuales, ni chistes, ni política, ni nada. Únicamente citas y propuestas de salidas. Y eso que el grupo hace ya mucho tiempo que pasó a acoger, de igual modo, toda nuestra actividad de ciclismo. De varios tipos, aunque preferentemente BTT.

Hasta aquí todo normal, jamás se me hubiera pasado por la cabeza ponerme a escribir sobre algo tan simple y común. Y aunque con J comparto la afición al patinaje en línea y con F a los viajes en moto, no necesitamos el grupo para quedar ni molestar al resto utilizando “Travesía”. Sin embargo, J y yo salimos mucho juntos en kayak desde hace décadas y, de un tiempo a esta parte, se nos suele unir P. Y, muy recientemente, T ha adquirido un kayak de mar y también sale con nosotros, y como a F no le había dado por el piragüismo, nos vimos en la tesitura de crear un nuevo grupo de “WhatsApp” paralelo, exclusivamente dedicado a quedar y comunicarnos aquellos asuntos directamente relacionados con el kayak. Y ha sido en este donde mi mentalidad juguetona se ha dejado llevar un poquito, bautizándolo como “Kayak Bahía Sur”. Por un lado heredando parcialmente las connotaciones del otro y porque, además, prácticamente siempre, nos embarcamos en uno de los extremos sur de la Bahía. Y en un alarde de fiebre mediática hasta le he puesto icono gráfico: una fotografía de Nansen y sus compañeros durante la primera travesía por Groenlandia, posando en el agua, a bordo de sus kayaks, durante aquel invierno que pasaron habitando en un poblado inuit.

Nansen con sus compañeros de travesía, pasando el invierno en la costa oeste de Groenlandia. Todos en kayak. Nansen es el más cercano a la playa. (Imagen: "fotograf: ukjent / eier: Nasjonalbiblioteket, bldsa_3b113").

Hay gente del sur de Cantabria (algunas personas de Reinosa) que a la Bahía la llaman “La Pozona”, apodo que siempre me ha parecido simpático. Y la misma es escenario frecuente de nuestras salidas en kayak. Aunque ya en varias ocasiones J y yo nos hemos embarcado en viajes itinerantes de varias jornadas por otros escenarios nacionales o europeos. Y es de esperar que, en el futuro, al haberse visto engrosado nuestro núcleo, surjan más aventuras, algunas de ellas más ambiciosas.

El municipio, por tierra y agua, es nuestro “patio de recreo” por su inmediatez. Podemos salir de casa montados en la bicicleta o con los patines puestos, y al kayak le falta poco, a escasos metros podemos embarcar. Precisamente por eso, y por ser un entorno rural y poco poblado (salvo en temporada alta de veraneo), las famosas “fases de desescalada” nos permitieron disfrutarlo desde el principio: por tierra practicando BTT de costa y baja montaña, y por agua remando en la Bahía.

En condiciones normales, la BTT, tal y como hacemos con el esquí de travesía, la practicamos fuera del municipio. Solemos desplazarnos algo hacia el “sur”, a la media o alta montaña de Cantabria. Cargamos las tablas o las bicicletas, según marquen las condiciones climáticas, en la caja de la pick-up de F, y nos desplazamos hacia el punto de partida elegido para cada excursión. Durante la ida, y a la vuelta, hablamos mucho. Sobre física, viajes, literatura, historias de vida singulares, la evolución del mundo, tecnología y muchos otros temas que nos despiertan interés y entre los que difícilmente se cuelan el fútbol, la política o las mujeres.

Al poco de crear el nuevo grupo de WhatsApp, llegó la primera salida en kayak en la que nos reunimos los cuatro involucrados. Y fue una salida fantástica. No solo por el debut, sino por el recorrido. Que nos reuniésemos los cuatro no es habitual. Lo normal es que siempre falte alguno, normalmente por causas laborales o familiares, o que incluso salgan a remar dos. Pero aquella mañana nos reunimos los cuatro. Creo que era sábado y aunque en junio, el día había amanecido grisáceo. No plomizo y amenazador, pero sí con una ligera capa de vapor que cubría por completo el cielo. Lo explico así, capa de vapor, porque no era un conjunto de nubes, sino que todo ello aparentaba la misma nube. Una infinita, relativamente clara y algo elevada. Lo suficiente como para que no diera el sol, pero dejando el paso a bastante luminosidad en el ambiente. La marea estaba bastante alta, sin ser uno de esos días de máximo coeficiente, parecía cubrir son suficiente calado la mayor parte de la superficie de la Bahía. Una vez embarcados en Somo, pusimos rumbo hacia el Puntal. Soplaba algo de viento, lo suficiente para incomodar la navegación con la formación de un leve pero constante oleaje lateral. Así que cuando llegamos al extremo de la larga lengua de arena y dunas, decidimos virar hacia el suroeste de la Bahía, buscando zonas por las que poder remar a sotavento de la línea costera.

Así que fuimos paleando un buen rato contra el viento, surcando las olas de frente y charlando amigablemente. Sin prisa pero sin pausa. A medida que la diagonal que trazábamos se iba aproximando hacia su destino, el viento iba cayendo en intensidad. Y con él, las olas. Y así alcanzamos la ribera sur de la Bahía, aproximadamente a la altura de una larga tubería de carga de combustibles y gases que se proyecta muchos metros sobre la superficie del agua, elevada sobre pilotes. La cruzamos por debajo y bordeamos un pequeño grupo de islotes que hay allí, muy cercanos a la costa. Ya no había nada de viento, la temperatura era ideal y la luz filtrada por la atmósfera había crecido en intensidad. ¡Un día precioso para remar!.

A partir de ese momento nos dedicamos a bordear la ribera, a jugar con su caprichosa configuración fractal, manteniéndonos lo más cerca posible de la misma. Metiéndonos con los kayaks por algunos recovecos e inspeccionando sus pequeñas “ensenadas”. Con ese juego descubrimos huellas de algún que otro viejo embarcadero por la zona de Elechas y Gajano. Restos de muelles que hace casi dos siglos empezaron a dar servicio a una red de comunicaciones con vapores de las compañías “La Corconera”, “Zarzetas”, “Los Diez Hermanos” y que ahora, con una gran reducción de destinos, aún cubren los “Reginas”. Y así descubrimos el islote La Campanuca, que aunque pequeño y muy pegado a la orilla, se eleva con gallardía y está cubierto de vegetación y ¡encinas!. Allí encontré calado suficiente para, con cuidado y mucho tiento, poder navegarlo por el estrecho que forma con la ribera de la Bahía. Y alcanzamos Pedrosa, a la que por aquí llamamos isla aunque un puente rodado y algunos rellenos casi convierten en una península. Aquello ya es Pontejos, enfrente está Parayas, y el aeropuerto, conformando, estos parajes, la boca de la ría de El Astillero. Geográficamente hablando, nos encontramos en la superficie acuática más meridional de la Bahía Santanderina (auténtico sur de la Bahía).

Nos detuvimos en una rampa de Pedrosa para estirar un poco las piernas. Todos llevábamos kayaks de mar tradicionales (de expedición) de los que tienen bañera en la que hay que introducir medio cuerpo. J con su Omei de hace varias décadas, un barco muy estable y seguro. T con una recién adquirida Román básica en equipamiento, pero con un excelente casco que, gracias a su popa en forma de quilla marcada, resulta muy fácil de dirigir. Casi lo estaba estrenando, fue una compra económica que le gestioné a través del club de “aguas tranquilas” al que pertenezco. P llevaba un barco idéntico en casco, aunque con el hueco de la bañera más reducido. El barco es más antiguo (fue mi primer kayak de mar) aunque está muy bien equipado. Todos estos de fibra de vidrio. En cuanto a mí, remaba sobre una Fun-Run Spartan que adquirí hace no mucho de segunda mano. Un barco ligero porque está hecho de combinación de kevlar y carbono. Un kayak estrecho y corto, algo pequeño para mí, pero en el que me siento muy cómodo.

Acceso a la Isla de Pedrosa a través del embarcadero del teatro.


Dique que comunica la Isla con la línea oriental de costa. Es artificial. A la izquierda son aguas de la Bahía, a la derecha empantanadas. La montaña al fondo es Peña Cabarga.

La historia de la Isla de Pedrosa no tiene desperdicio. En 1838 se solicitó el establecimiento de un lazareto que sirviera de espacio de cuarentena para las gentes que, procedentes del mar, pudieran realizarlas ante posibles riesgos de traer consigo algún tipo de enfermedad contagiosa (y nosotros, en pleno siglo XXI, pensábamos que este tipo de prevenciones eran cosa del pasado, útiles para ambientar novelas históricas). En realidad, comenzó a funcionar en 1869 y tiempo después (1909) pasó a ser un sanatorio marítimo de ámbito nacional, especializado en patologías óseas y, muy especialmente, tuberculosis.

«Corría el año 1914 cuando una Real Orden de Alfonso XIII determina que el lugar pasa a convertirse en un centro preventivo y terapéutico con carácter nacional para enfermedades óseas y tuberculosas. Pasó a denominarse Sanatorio Marítimo de Pedrosa al cual le correspondían los enfermos de las actuales provincias de Cantabria, Asturias, Palencia, Valladolid, Ávila, Segovia, Madrid, Burgos, Soria, La Rioja, Navarra, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya. El hospital llegó a tener 600 camas y hacia el año 1975 aún tenía 250 camas. Durante décadas ingresaron enfermos con cuadros tuberculosos óseos o articulares, sin olvidar casos de parálisis infantil y reumatismo de las articulaciones.

El hospital se estructuró en tres pabellones (el de Pezuela, el de la Reina Victoria Eugenia y el de la Infanta Beatriz) y contó con el material técnico y científico más moderno del momento. Ya en 1928 se construyó otro pabellón conocido como el de Maria Luisa o la Picota destinado a rehabilitación, consultas y gimnasio gracias a la donación de Maria Luisa Gómez Pelayo, sobrina del Marqués de Valdecilla y que fue inaugurado por el Rey Alfonso XIII». (elrinconzuco.es).

En algún momento se le proporcionó el nombre de Sanatorio Víctor Meana, en honor a uno de los médicos que habían desempeñado en él su labor. La isla tiene el aspecto de una finca ajardinada al estilo de la época en que fue fundado. Consta de varios edificios algunos de los cuales están en uso, mientras que otros cercanos al estado de ruina, con poderosos eucaliptos creciendo en su interior. Desde 1999, uno de ellos funciona como centro de atención a drogodependientes, y otro, desde 2002, sirve de casa para jóvenes con problemas de conducta, supervisada por una fundación. Hasta aquí todo normal, la historia oficial, pero es que hay más.

La isla y algunos de sus edificios arrastran cierta carga de leyenda misteriosa. Parte de ella hace referencia a las “niñas pájaro”. Se trataba de dos hermanas que, por padecer progeria, presentaban un aspecto de evidente envejecimiento prematuro que debió avivar algunas mentes fácilmente impresionables, algo maliciosas y bastante imaginativas, que no tardaron en alimentar alguna ficción que, una vez prendida la mecha, dio juego para las habladurías y la difusión de diferentes versiones. ¡Y eso en tiempos de ausencia de las redes sociales tecnológicas!. La verdad es que las niñas estuvieron muy bien cuidadas y atendidas allí, hasta que, algunos años después, su familia decidió que se fueran a vivir a su hogar en Santander. Se llamaban Aurora (la mayor) y Pili. Ambas murieron jóvenes, Aurora a los 16 años, y Pili a los 24. Las dos por infarto mientras dormían.

Otro asunto más escabroso es el de los fantasmas.

«Aunque hemos investigado en diferentes edificios que existen en la isla de Pedrosa, los más dramáticos encuentros con lo paranormal nos han ocurrido en el edificio llamado “La Picota”. Las psicofonías eran muy alarmantes, pero las pisadas y visiones que hemos llegado a vivir en este lugar han sido más que escalofriantes. Aún más espeluznantes han sido también las fotos que hemos llegado a tomar de formas fantasmagóricas que han acudido a nuestros encuentros. Aún recuerdo que lo primero que vi cuando entré en uno de los pabellones abandonados, fueron fantasmas de niños y “camitas” muy pequeñas, que en ese momento no sabía ni que existían». Esto lo escribe Stefanie Anita Lauda García en su web Misterios Tenebrosos.

Eso, y mucho más. Explicaciones, interpretaciones, fotografías, psicofonías… por lo visto, Iker Jiménez llegó a reportar este lugar en su programa Cuarto Milenio.

«Cuando uno comienza el ascenso a la primera planta se encuentra con una sensación de malestar que recorre el cuerpo. Parece que las mismas paredes hablan, llorando sus penas. Al subir a la segunda planta, la sensación que nos invade cobra aún un más serio aspecto, el de estar siendo observado. Fue en esta última planta donde llegué a tener contacto por primera vez con una niña llamada “Rosita”. Su aparición entre nuestra presencia ha sido constante, hasta haberle llegado a fotografiar saltando una comba […] Una de las cosas más inquietantes de la Isla de Pedrosa, es que al hacer fotos, salen esferas de energía por todos lados, además de espectros fantasmales y psicografías. Uno de los fantasmas que más me ha helado la sangre, es un fantasma que porta un hacha enorme y parece un verdugo bajando por la escalera como si se dirigiese hacia dónde estábamos nosotros». (Lauda). ¡Auténtico Poltergeist!. Claro que, si como fue mi caso, vas por allí acompañado de un médico, un físico y un piloto, pues como que el misterio parece desvanecerse. Quizá la racionalidad y el positivismo científicos sirvan para ahuyentar a los espíritus.

O la alegría y el desenfado juvenil. Lo digo porque, comentando con mi hija menor una visita a la Isla, me explicó con naturalidad que qué le iba a descubrir yo sobre Pedrosa, con la cantidad de horas que ella había pasado por allí en plena adolescencia, con sus amistades estudiantiles de Pontejos. Por lo visto, se la conocen palmo a palmo y ¡cómo no! Entraron, en ocasiones, a los decrépitos edificios, Picota incluida, sin, lamentable o afortunadamente, haber logrado jamás establecer contacto alguno con los espíritus que allí “habitan”. Y no eran, precisamente aquellas pandillas de adolescentes impresionables y aficionados a las historias de terror y misterio, ejemplos de razón y ciencia.

Al norte de la isla hay un edificio con embarcadero. El pabellón Infanta Beatriz es un teatro. Pequeño pero hermoso. Con toques modernistas en su fachada de entrada y ubicado en plena ribera. Se puede acceder a él tanto por el agua como desde tierra, en este caso descendiendo por unas amplias y elegantes escaleras de piedra que parecen encaminarse hacia el mar. El estado actual del teatro es lamentable. Parece evidente que al edificio le quedan pocos años de existencia, pues no debe haber proyectos ni ideas en cartera para su rehabilitación. Y eso, en una comunidad autónoma donde el porcentaje de proyectos que llegan a materializarse es muy bajo en relación con aquellos que se prometen. Así que lo dicho, el teatro, la isla entera, pese a ser un paraje de lo más singular, interesante y atractivo, parece condenado al olvido y el deterioro.

Desentumecidas piernas y espaldas, volvimos a embarcar y tomamos dirección de regreso, pero entonces en rumbo directo. El día ya disfrutaba de un “resol” que anunciaba un más que probable despeje del cielo. Volvimos contentos, remando y charlando sin parar, y alcanzamos Pedreña casi sin darnos cuenta, y enseguida Somo, donde desembarcamos y recogimos todo antes de despedirnos. Estábamos encantados. El debut había sido un éxito. El virtual grupo de comunicación había realizado, con comparecencia plena, una magnífica excursión. Y por si todo ello fuera poco, para colmo, casi como un designio identitario, nuestro recorrido había discurrido por el Sur de la Bahía.

Visión aerea (y antigua) de la Isla en la que se aprecian sus conexiones con tierra: tres diques y un puente de carretera de entrada. (Imagen: auroraypilar.wordpress).


En medio del puente de acceso a la Isla, en bajamar, con la ría de Astillero al frente.


Las elegantes escaleras de acceso al teatro.


Detalle de la fachada del teatro.


Fachada actual del controvertido (para algunos) edificio de La Picota.


Postal con escena de la vida cotidiana del sanatorio, con trabajadores e internos disfrutando del maravilloso espacio ajardinado que debió ser en aquella época. (Imagen: todocoleccion).


Postal que refleja un momento de recreo acuático para los niños ingresados en el sanatorio. (Imagen: todocoleccion).

A lo largo de este extraño verano de mascarillas y superpoblación del litoral cantábrico, hemos podido evadirnos del gentío con algunas otras excursiones en piragua. Recuerdo una tarde que J y yo remamos desde Somo hasta la bocana de entrada a la Bahía, para completar el recorrido bordeando buena parte de la línea de costa de la ciudad. Aún no era temporada alta y disfrutamos de una tarde parcialmente nublada y muy tranquila. Recorrimos las casi desiertas playas de Bikinis, La Magdalena y Los Peligros, antes de continuar observando las recientes modificaciones urbanísticas realizadas en el muelle de Gamazo. Alcanzado Puertochico, entramos allí, dimos media vuelta y pusimos rumbo directo de regreso. Una salida muy tranquila y agradable que, aunque cuestión de dos, mantenía vivo el espíritu del grupo de kayak.

Jesús embarcando en la rampa del puente de Somo.


A punto de pasar bajo el arco del rompeolas de la playa de Bikinis.

A lo largo del verano se han ido dando salidas por parte de los miembros del “grupo” con diferentes configuraciones: en solitario, por parejas, etc. Ni puedo dar cuenta de todas porque no he participado en su totalidad, ni me parece sensato hacerlo. Sin embargo, sí que me apetece rescatar el recuerdo de algunas.

Hubo una tarde que convoqué para una excursión, aprovechando marea viva, ría de Cubas arriba. El itinerario en sí no resultaba nada especial ya que, aunque sea uno de nuestros preferidos, lo repetimos con bastante frecuencia. Lo diferente fue que, en aquella ocasión, ya pleno verano, la convocatoria tenía dos “fases”. Primero la excursión en los kayaks y después una cena a base de sorropotún (marmita de bonito) en el porche de mi casa. Al paleo fuimos P y yo, pero con “invitados”. Myriam remó conmigo en un kayak doble, mientras el matrimonio Aja lo hacía en otra embarcación doble. Esta pareja son unos buenos amigos con los que compartimos mucho: excursiones de esquí de travesía, algunas salidas en bicicleta, remadas en kayak, buena amistad y muchas inquietudes viajeras y culturales. Todo ello, en mi caso, con mayor o menor frecuencia según las diferentes épocas de la vida, desde hace décadas.

La presencia de esta pareja resultaba especialmente significativa por dos razones. Para empezar porque, y de esto me enteré durante la cena posterior, fue ella, Ana, la responsable de acuñar y asignarnos, a raíz de las excursiones de esquí de montaña, el apelativo de “los del Sur de la Bahía”. Por otro lado, y aunque ellos suelen remar siempre en unos veteranos pero estilosos kayaks de mar individuales, porque la piragua que llevaron aquel día tenía, además de parches y huellas de mucho uso, verdadera historia. La adquirieron hace décadas y la dieron mucho uso antes de pasarse a los kayaks de mar. A destacar, una vuelta a Menorca sin organización de apoyo. Unos viajeros aventureros estos amigos.

La excursión resultó muy agradable. Especialmente durante el ascenso y en la parte más alta de la ría, en un rincón al que las motoras no pueden llegar. Otro cantar fue el regreso, durante el cual nos cruzamos con una auténtica caravana de embarcaciones de recreo motorizadas, el barco turístico comercial y varias motos de agua. Es lo que tiene el Cubas en agosto con pleamar de mareas vivas, que se llena de navegantes “de temporada”. Nosotros seguimos a lo nuestro, pese a que el estuario final previo al puente de Somo se había convertido en una verdadera feria de botes y motores caracoleando en todas direcciones, mostrando tanta diversidad de tamaños y diseños, como de talantes de patroneo. Desde la discreción cívica hasta el “macarronismo ilustrado”.

Aunque no pudieron venir a la excursión, para la cena se nos unieron la pareja de P, así como J y F con sus respectivas compañeras. Disfrutamos del guiso y de los postres, y pasamos una divertida velada veraniega generando futuras citas, planes y actividades. Estrechamos lazos y fortalecimos el “grupo” sin necesidad de recurrir a los teléfonos móviles durante el proceso.

Pablo iniciando el ascenso del Cubas.


Ana y Chus en su vieja embarcación doble.


La pareja en el curso alto de la ría.
 

Con Myriam en la doble. (Imagen: Chus).


Descansando en la parte más alta de aquel día. (Imagen: Chus).


Pablo, Chus y Ana, agrupados.


Nosotros con Pablo. (Imagen: Chus).
 

En agosto hubo una mañana que hicimos una excursión realmente preciosa. Un itinerario largo, de unos 17 km, que realicé hacía décadas, pero por el que no volvía a remar desde entonces. El mar llevaba unos días mostrándose francamente plácido, así que decidimos quedar por la mañana, algo pronto, para salir de la bahía y disfrutarlo. Superado el puntal, navegamos siguiendo la costa de Ribamontán al Mar hacia el este, con el largo arenal de Somo y Loredo a nuestra derecha. Pasamos la Isla de Santa Marina por el canal interior y continuamos bajo los acantilados de la costa. Estábamos en bajamar. En un momento dado, J, que iba observando pacientemente la base rocosa de la costa, dio con uno de los escasos accesos que permiten, si el mar está tranquilo, introducirse dentro de las llamadas “pozas” o “piscinas” de Langre. Una buena noticia de este paraje es que no es apto para barcos. Los pasadizos de entrada son algo estrechos, reciben cierto oleaje de fondo y, y esto resulta clave, esconden afiladas rocas en mitad. Con el kayak, sin embargo, con calma y atención, si el mar lo permite ese día, se puede acceder. Una vez dentro recorrimos una de las dos zonas de “piscinas” disfrutando de una quietud de superficie total y una transparencia del agua fantástica. Hasta hicimos una parada para estirar las piernas y recrearnos un momento en tan bonito lugar.

El regreso lo trazamos por la misma ruta pero con rumbo más abierto, de forma que bordeamos la Isla de Santa Marina por su ribera exterior. Fue una excursión magnífica, otra más. Confiamos que el “efecto grupo” nos mantenga activos y genere frecuencia de salidas.

Jesús, paleando por el canal interior de la Isla de Santa Marina.


Toño, junto a la playa de la Isla de Santa Marina.


Jesús y Toño, ya en las "pozas".


Toño. El agua como una piscina.


Jesús. El cielo reflejado en la superficie del agua.


Fotrografiado por Toño.


Dos de los kayaks esperan mientras estiramos las piernas.


Toño remando de regreso para salir de nuevo al mar.


Mar abierto con buques en el horizonte.
 

Muy poco después, por sugerencia de los “Aja-Maruri”, los del Sur de la Bahía salimos de nuestro hábitat. En realidad lo hacemos encantados cuando nos surgen, o nosotros mismos propiciamos, oportunidades. Había un gran coeficiente de marea y nos sugerían que fuéramos con ellos a la ría del Pas. Era una tarde grisácea de agosto, que se agradecía tras una víspera sofocante que había acabado resultando la jornada más calurosa del verano. Así pues, el bienvenido frescor, el cambio de escenario y la segura ausencia de gente y motores, invitaba a aceptar la cita. A la mencionada pareja, que esta vez había regresado a sus piraguas individuales, nos unimos T y J con sus kayaks, también individuales, y yo con F en la doble. A F ya lo había invitado alguna otra vez, pero no había podido venir. Me apetecía hacerlo porque siendo, como es, activo amigo participante de nuestras aficiones de esquí, bicicleta, moto y recientemente patines, lo lógico es que acabe también cayendo en las redes del piragüismo viajero y excursionista. Echamos los barcos al agua en una playa fluvial unos pocos kilómetros más arriba de la desembocadura de la ría. Empezamos a remar y fuimos disfrutando de un entorno, efectivamente, casi totalmente despejado de gente, si exceptuamos a unos chavales que, disfrutando de un inocente e inconsciente “salvajismo” veraniego de los “de antes”, trepaba por un puente ferroviario para zambullirse en el agua desde las mayores alturas posibles. Jugando, gritando y hasta embadurnándose todo el cuerpo con limo del río, como si de un rito ancestral se tratara todo aquello.

Remamos despertando bancos de peces y pasamos por debajo del viejo puente de Puente Arce. A partir de allí la ría ya parece del todo río. Árboles de gran porte y elegancia se yerguen imponentes sobre un curso fluvial cada vez más estrecho y frondoso. Fuimos escogiendo cuérnagos para el paso de algunos islotes, hasta que llegamos a un “rápido” pedregoso a partir del cual se hacía necesario portear. Allí dimos por finalizada la ida, nos bajamos, y charlamos un rato antes de iniciar el regreso. La anunciada lluvia de final de la tarde no llegó hasta la noche, así que nos libramos de ella. Como diría Chus “otro triunfo”. F disfrutó de la actividad y supongo (y espero) que su enrole en la “sección” piragüista del Sur de la Bahía sea inminente y definitivo.

Chus, Jesús y Ana, parte de la flota, remontando el Pas.


Toño a la altura de Puente Arce.


Jesús, con Chus y Ana detrás, en el punto más alto de la ría.


Todo el grupo (salvo quien dispara la foto), con Fernado en primer plano. A partir de allí, regreso aprovechando la bajada de la marea.

El verano llegó a su fin. Cortaron el campo de maíz de delante de casa. El mismo en el que, ocasionalmente, se ocultaban los jabalís. Aquel del que una tarde nos salió, cercano, un gran macho, a P y a mí, mientras charlábamos en mitad de la pista que va hacia la playa. Quizás por eso, como despedida estacional y para poder sacar provecho, al menos por una tarde, a la sucesión de mayores pleamares del año (el resto de días los tenía ocupados por trabajo), convoqué a un picnic piragüista. No era la primera vez, pero sí que hacía varios años que no lo hacía.

Para mí fue un verdadero estrés cumplir con una jornada laboral matinal francamente compleja, y ser capaz, pese a todo, de preparar el entramado logístico que me atañía: sacar dos embarcaciones, subirlas a los coches con la ayuda de P, comprar y preparar algo de comida, cargar la nevera, la mochila de picnic, el café, las mantas de campo, etc. Y aun así, tener que esperar a que Myriam regresara, apurada, de su trabajo. En fin, un lío. Pero un trajín que después mereció la pena.

Organicé dos salidas en diferentes puntos y horario. Desde Somo (sur de la Bahía) salieron J con Arancha en un kayak de mar doble, el matrimonio Aja y su hija Andrea (ellos tres en individuales). Lo hicieron una hora antes porque tenían que remar mucho más.

Los que no nos daba tiempo: P (en individual) y Myriam y yo (sobre canoa canadiense) salimos desde un punto en la parte ya alta del río Cubas. La canoa es mucho más lenta que los kayaks, pero esta actividad pretendía ser social y gastronómica, y no puramente deportiva. Por otro lado, lo bueno de este tipo de barco, la razón de su elección, fue el goce contemplativo que provoca en quienes la utilizan y, muy especialmente, su generosa capacidad de carga. En su bañera quedaron pues, holgadamente depositados, los sacos estancos con la empanada, la nevera, la mochila, cubertería, vajilla, copas, tazas de café… auténtico estilo aristocrático decimonónico.

La coordinación espacio-temporal funcionó (a pesar de mis agobios previos) y embarcamos cuando nuestros amigos acababan de llegar al punto de encuentro. A partir de ahí, una corta y tranquila remada por un curso fluvial que, aquella tarde, se mostraba en un momento de transformación ideal. Calor y luz de verano con hojarasca casi otoñal. Nada de viento. Buena sombra proporcionada por los grandes árboles que jalonan allí las riberas. Todos ellos bien provistos de hojas de colores cambiantes, con supremacía de los verdes, contrastando con un tímido avance de amarillos, anaranjados y ocres. Y para colmo, fruto del cambio de estación, la superficie del agua, verdosa y absolutamente tranquila, salpicada generosamente de crujientes hojas marrones. Una preciosidad, un avance de lo más placentero.

El río nos dejó subir (sin portear) más que nunca. Unos 300 metros más arriba de un islote que casi siempre nos obliga a detenernos. Una curva más allá y los cantos rodados, cubiertos de musgo, nos obligaron a dar media vuelta. Gracias a ese regalo extra, dimos con una agradable pradera de ribera en la que decidimos aomodarnos para merendar. Habíamos calculado disponer de una hora larga para disfrutar del picnic, robándole media a cada una de las oscilaciones de la pleamar: el final de la subida y el principio de la bajada.

Desplegamos una manta-mantel y unas esterillas y empezamos a distribuir comida. Sándwiches variados, tortilla de patatas, diversos picoteos, fruta, empanada, etc. Todo ello regado con vino de bota y un clarete de Toro bien frío. La verdad es que pasamos un buen rato repanchingados en la hierba, contemplando nuestro pequeño paraíso de ribera de río, sin gente, edificios o carreteras en los alrededores. Echando risas y disfrutando de la compañía. Luego el postre. Un poco de bizcocho y cava frío para brindar. E incluso cerramos la merienda con un café de termo.

Una vez recogido todo, sin restos de basura que dejaran huella de nuestro eventual asentamiento campestre  (parece mentira que hoy en día este tipo de comportamiento esté muy lejos de poder ser considerado como universal), volvimos a las piraguas e iniciamos el descenso. Nos lo tomamos con calma, casi sin ganas de salir de allí. Deleitándonos con una luz de tarde cada vez más cálida en sus tonalidades. Pasado ligeramente nuestro punto de embarque (el de los que nos incorporamos más arriba), nos despedimos de los demás, dimos media vuelta y desembarcamos. Hacía una tarde de calor tropical y pegajoso. Tal era la sensación que, una vez en casa, recogido todo el material, sin apenas cenar tras aquella merienda, se me hizo de noche en el porche de casa, leyendo sobre naturaleza, en chancletas, pantalón corto y camiseta sin mangas. Septiembre había superado su primera quincena, pero la sensación de aquella noche era casi caribeña o mediterránea. Algo poco habitual y que se agradece de vez en cuando por aquí… al sur de la Bahía.

Jesús y Arancha en el kayak de mar doble.(Imagen: Myriam).


Pablo, Ana, Chus y Andrea (media flota). (Imagen: Myriam).


José, Myriam, Pablo y Andrea, reunidos en mitad del cauce. (Imagen: Ana).


En pleno picnic. (Imagen: Andrea).


Manta desplegada, disfrutando de la comida y con la mirada al río, de vez en cuando. (Imagen: Chus).


El grupo recogiendo los enseres, con parte de las piraguas detrás. (Imagen: Chus).


Navegando de regreso.

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