viernes, 15 de octubre de 2021

CIEN MIL

Ignoro el kilometraje que realicé con mis motos anteriores. En cuanto a la actual, una ya veterana BMW R 1200 GS, sí que lo sé, porque muy de cuando en cuando me fijo. Y eso es lo que hice este verano y comprobé que, tras más de década y media de uso, estaba a punto de cubrir los cien mil. No son muchos, lo sé, en las dos anteriores hacía kilómetros a un mayor ritmo anual. Pero las circunstancias vitales van variando a lo largo del tiempo. No es una disculpa ni una queja, si he hecho menos, puedo garantizar que es por haber hecho más en bicicleta, patines, kayak, esquís o lo que sea. Tampoco son pocos. Además, tras larga vida como “motero”, tengo la certeza de que lo bueno no son cuántos kilómetros acumulas, sino su calidad: en belleza, diversión, viaje, etc. Y de esos, con esta moto, he recorrido unos cuantos.

Total, que el “a punto de cumplir cien mil” me pareció una excelente disculpa para sacarme un fin de semana rutero de la manga y contrarrestar, de paso, un comienzo de curso que, por diversas novedades, me está resultando demasiado absorbente. Servía para celebrar como una especie de cumpleaños de la máquina (una absoluta tontería, lo sé) solo que, en vez de cuantificarlo en edad, parecía más significativo hacerlo por kilometraje. Así que, ni corto ni perezoso, un temprano fin de semana de septiembre, en régimen de pareja, salimos (en viernes) después de comer, rumbo a la provincia de Burgos. Tras unos pocos kilómetros de enlace por autovía, tomamos la “nacional” a la altura de Vargas. Hacía buen día y disfrutamos mucho de rodar por la “carretera de Burgos”, que apenas tiene rectas, poco tráfico y buen paisaje. Curvas, arbolado y verdor, tras este verano especialmente húmedo. Y así alcanzamos el pie del puerto del Escudo, que siempre resulta entretenido de ascender, especialmente si se presenta con buena visibilidad, algo que, ni mucho menos es frecuente. Curvas, más cambio de marchas de lo habitual y arriba, al coronar, una hermosa vista del embalse del Ebro, cuya extensión explica por qué los campurrianos, a la Bahía de Santander, le llaman “la Pozona”.

La ruta se hizo muy amena recorriendo una carretera que es entretenida y ofrece hermosas panorámicas, que solo la excesiva frecuencia de uso puede llegar a hacer pasar desapercibidas. Puertos, páramos, un precioso bosque y varios cañones. Recordamos a Delibes y su desayuno con huevos fritos con chorizo tras negociar la cerrada curva de Paradores de Bricia. Nos asomamos al Ebro al descender hacia su lecho desde la estepa mesetaria, reduciendo a segunda en la mítica “curva de Cristóbal”. Y justo allí abajo, antes de recorrer el puente de Quintanilla de Escalada, repostamos combustible.

Repostando.

El resto del viaje fue igualmente tranquilo y placentero, disfrutando de una luz cada vez más cálida (desde un punto de vista puramente cromático) y más oblicua. Burgos lo circunvalamos por autovía, y así seguimos hasta Lerma, la cual atravesamos por su arteria principal, para después tomar la BU-900, una carretera ondulada, de aspecto muy castellano y con el lujo que supone gozar de un itinerario motorizado casi completamente ausente de tráfico. Así pues, de aquel modo, nos plantamos en Santo Domingo de Silos bastante avanzada la tarde. Tras instalarnos en un agradable y céntrico hotel, dimos un paseo por la localidad, de la cual teníamos fresco recuerdo por alguna visita reciente. Tal es así que, en realidad, la habíamos elegido, únicamente, como centro de pernocta y operaciones para el fin de semana.

El hotel planteaba buen servicio. Amplia y acogedora habitación con vistas a la plaza y un baño moderno. Lo demás, todo el interior común del edificio y su fachada, ofrecían el correspondiente aspecto “castellano” en su decoración, muebles, paredes de piedra, etc. Algo que algunos viajeros modernos repudian, pero que a nosotros encandila cuando es original, por lo tanto antiguo, está adaptado a las necesidades de servicio de los tiempos actuales y, como en este caso, se encuentra localizado en un entorno de importante y larga trayectoria histórica. Por eso nos apeteció cenar allí mismo. Y lo hicimos bien, con sopa castellana y unas buenas bandejas de productos locales para picar, todo ello regado con un tinto de Arlanza que nos agradó mucho.

Al día siguiente acometimos lo que podríamos denominar “operación Covarrubias”, objetivo preferente de la escapada. Entre Covarrubias y Santo Domingo de Silos se puede configurar une interesante ruta circular conectando varias carreteras de diferentes “estatus”. La cual, además, puede verse seccionada o atravesada por una carretera muy secundaria, que alcanza Contreras y que culmina tal labor de disección convertida en carretera no asfaltada. Pero nuestro deambular no fue tan organizado. Recorrimos parte de esa tangencial y casi toda la ruta circular, pero con algunas idas y venidas a causa del capricho de los horarios de visita de algunos lugares de interés.

Desandando los últimos kilómetros del día anterior, salimos de Silos en dirección oeste y enseguida tomamos ruta directa hacia Covarrubias. La mañana se presentaba todavía un poco fresquita. Soleada, luminosa, pero claro, a unos mil metros de altitud… ya se sabe, el bochorno estival nocturno no existe. La carretera se elevaba moderadamente porque supera un puerto modesto. Tiene curvas variadas, bonitas panorámicas y, aquel sábado, a aquellas horas, nada de tráfico. Buen comienzo para disfrutar de la moto. Alcanzamos Covarrubias en un descenso hasta el lecho del río Arlanza, verdadero protagonista del día por las coincidencias con su curso, por aparecer en la mayor parte de las localizaciones que visitamos y por ser el principal responsable de la configuración paisajística y casi geológica de la comarca. Lo cruzamos por su antiguo puente y, nada más hacerlo, estacionamos la moto en un aparcamiento que allí había.

Covarrubias tiene fama de pueblo bonito y es merecida. Está cuidado, es antiguo y sus casas tienen un aspecto que le dan una coherencia histórica que el progreso no ha mancillado en absoluto. Es muy agradable callejear por su casco antiguo, con plazas situadas a capricho y con geometrías algo irregulares. Muchos de los edificios públicos actuales fueron palacios en siglos pasados. Destaca el que fuera Archivo del Adelantamiento de Castilla que, además de imponente, bien conservado y perfectamente integrado con las casas de su alrededor, constituye una puerta de entrada al caso antiguo. En él está alojada la oficina de turismo de Covarrubias, el primer gran chaso local. Y es que estaba cerrada: en pleno fin de semana de septiembre (en realidad de una semana mixta de agosto y septiembre) la institución había decidido que era buen momento para cogerse unos días de vacaciones. Unos cuantos, porque, aunque hubiera sido día de labor tampoco hubiera estado abierta. ¡Luego nos quejamos del abandono interior!.

Covarrubias: localidad monumental... con algunas puertas cerradas.

Como, pese a aquella primera contrariedad, estábamos disfrutando de la escapada, fieles a nuestros apuntes de horarios tomados de Internet, continuamos caminando por el pueblo y dimos con la estatua que homenajea a la princesa noruega Kristina, de la que más tarde hablaré. Allí estaba ella, esbelta y plantada al sol y sombra del luminoso día y la frondosidad de la cercanía del río. Casi enfrente, la Excolegiata de San Cosme y San Damián, una joya arquitectónica del siglo XV que parece haber comenzado a construirse siendo románica, pero irse convirtiendo en gótica a medida que iba ganado altura. Su interior es equilibrado y acogedor, está llena de sepulcros de piedra labrados de modo muy elaborado, mostrando las figuras esculpidas de muchos notables de diferentes momentos históricos. Sobre el coro se eleva un órgano muy antiguo, que todavía funciona bien, que es una auténtica referencia: el órgano castellano más antiguo de los que todavía suenan. Algo similar representa el púlpito lateral construido en una de las columnas. Es de piedra, muy trabajada y policromada de tal modo que parece hecho de madera. La visita merece la pena, pero se quedaba corta sin entrar a ver el claustro y el museo, algo para lo que debíamos esperar una hora, porque era guiada.

Interior de la ex-colegiata. Magnífico púlpito de piedra policromada.

Para no perder el tiempo, a pocos pasos de allí, nos plantamos en la puerta del imponente torreón de Fernán González, con ganas de visitarlo por dentro y dar cuenta de una exposición que allí se anunciaba. Mozárabe y del siglo X, es popularmente conocida como la torre de Doña Urraca. Pero por segunda vez aquel día, nuestro gozo en un pozo. Cerrada a cal y canto. ¿Motivo? Otro capricho de calendario que la web de Covarrubias no anuncia, aunque la del torreón sí, a desmano y con criterio muy despistante: en septiembre cierra del 1 al 7 y del 20 al 30. Esto lo hemos sabido después y… no lo comprenderemos nunca.

Aspecto exterior del Torreón de Fernán González.

Nos salvó Santo Tomás, o mejor dicho su iglesia, que descubrimos callejeando por la parte del pueblo que nos quedaba. Estaba abierta al libre acceso y es de la época de la “colegiata”. En realidad, su origen es del siglo XII, pero lo que de ella queda más bien del XIII. No le anda muy a la zaga en encanto a la otra, aunque sí un poco. Su púlpito también tiene interés, aunque su color esté mucho más gastado. Menos sepulcros, pero también valiosos, y otro órgano destacable por su antigüedad, aunque este simplemente suena, ya no hace música propiamente dicha, ni celestial.

Callejeando de templo a templo.
 

Llegó pues la hora de la segunda visita a la excolegiata. Casi nos la perdemos porque quien la guía tiene un modo tan personal de conducirla que, si uno no está muy atento, se va sin la clientela. El claustro es muy hermoso y completa un cuadrado integral. La piedra se ve iluminada por el sol, del que protegen los techos de cada ala. Por una esquina se entra en el museo. La visita guiada es muy informativa e ilustrativa. Atractiva en contenido, se desarrolla a un ritmo, narrativa y estilo comunicativo digamos… muy personal. Dentro hay piezas francamente interesantes y muy bien exhibidas. Algunas pinturas flamencas, buenas tallas y un retablo en relieve que es, simplemente, maravilloso.

Esta maravilla es de esas que hay que ir a ver en vivo. Está llena de matices y la considero irreproducible en imágnes.
 

Dentro del museo nos topamos con un par de vínculos relacionados con sendos peregrinajes. Al inicio de la visita del museo, en una sala, hay algunas piezas dedicadas a Santiago el Mayor, que pertenecen a la historia de Covarrubias. Aunque tan insigne localidad no formaba parte del Camino Francés, acogía peregrinos que provenían de Valencia o del Levante en general. Ya escribí en otro momento que lo del Camino Francés respondió a una apuesta estratégica de estado. Pero es que además en Covarrubias, se producía un interesante y animado cruce de caminos porque los peregrinos se cruzaban con los transeúntes de la Vía de la lana que, desde Extremadura, se dirigía hacia el nordeste peninsular para, en algunos casos, continuar hacia Europa. Así pues, un nudo comercial, cultural, de poder, de gentío, etc.

Tabla alusiva a la leyenda de Santiago el Mayor.
 

El otro enlace estaba en el claustro y nos topamos con él al salir. Es el sepulcro de la princesa Kristina, homenajeado con banderas y otros adornos alusivos. Los textos y las representaciones figurativas de aquella mujer la presentan como hermosa a los ojos del gusto actual. Alta, esbelta y delgada. Vino desde Noruega porque Alfonso X el Sabio pactó casarla con su hermano para establecer vínculos de poderío hacia el norte. Ella tardó lo habitual en aquella época y, al pasar por Covarrubias, camino de Sevilla, quedó tan prendada del lugar que pidió que allí se levantara un templo al santo por el que sentía gran devoción: San Olav. La chica murió muy joven y, o no se acordaron de la promesa, o directamente la ignoraron, aunque eso sí, allí le dieron sepultura. Al final la princesa se saldría con la suya, pero eso es otra historia… mucho más reciente.

El homenajeado sepulcro de Kristina de Noruega.

Cumplida la visita y cerradas tantas puertas, decidimos salir de Covarrubias, pero comiendo antes. Temprano, para ganar tiempo y aprovechar bien la tarde. Lo hicimos en una terraza. Un menú del día básico y ligero que se eternizaron en servirnos. Ya en marcha sobre la moto, en dirección oeste, fuimos recorriendo una carretera deliciosa, plagada de recovecos y curvas muy cerradas que atravesaba un cañón, evolucionaba bajo la mirada de los buitres y ofrecía entretenimiento variados en forma de paisajes de película: cañones, cresterías, bosques de sabinas, unas ruinas muy vistosas o un puente encajonado en mitad de la naturaleza. Lo de “de película” no es baladí, porque nuestro destino era cinematográfico. Algunos de aquellos parajes y restos fueron aprovechados para el rodaje del western “El bueno, el feo y el malo”. Aquella carretera desemboca en la rápida pero despejada y solitaria N-234, la cual, hacia el sureste, tras algunas rectas, alcanza un pueblo, Barbadillo del Mercado, con un desvío hacia Contreras. Si no fuera por lo peculiar de lo que andábamos buscando por allí, las afueras de Barbadillo ya nos hubieran entretenido, pues parecen un involuntario parque de arqueología industrial o del transporte: viejas naves abandonadas, una sugerente estación desvencijada y el lecho de un ferrocarril que hace tiempo que dejó de pasar por allí. Una muestra más de esa España a la que nadie parece querer y a la que las políticas “modernas”, las de ahora y las de hace ya bastante, no quieren mirar ni atender porque no resultan rentables… económicamente, en votos, etc.

La carretera es, a partir de allí, mucho más estrecha, rústica y entretenida. El paisaje, todo él, en realidad el de casi todo el fin de semana, es de western. Nos hacemos la ilusión de que vamos a caballo. En uno metálico y poderoso, propio de solitarios viajeros del siglo XXI, pero que muestra fuerza bajo nuestro asiento, desprende polvo por el camino, asciende lomas y genera sombra de jinetes contra las rocas, los campos y el paisaje.

Contreras es un pueblo modesto que, desde hace poco, recibe frecuentes visitas de gente que raro sería que jamás se hubiese acercado hasta allí. Y es que desde su núcleo urbano sale una carretera bien trazada, pero sin asfaltar, que asciende hasta un collado situado a pocos kilómetros. El collado asoma sobre una especie de hondonada, toda ella rodeada de cerros, sin muestra alguna de presencia humana a la vista, a excepción de lo que la gente va a visitar allí: el cementerio de Sad Hill.

Tan singular paraje se ha convertido en un auténtico destino de peregrinación cinéfila. En cierto modo es una gigantesca huella impresa sobre el territorio, que nos sirve de disculpa para refrescar la memoria de una especie de triple triangulación cinematográfica. Sergio Leone, archiconocido director de cine italiano, lo es, por encima de todo, por su trabajo en el subgénero denominado como “spaghetti western”. Dentro de ese estilo, dirigió la que fue llamada “trilogía del dólar” (primera triangulación), compuesta por “Por un puñado de dólares”, “La muerte tenía un precio” y “El bueno, el feo y el malo”. El título de la última de ellas es en sí otra triangulación representada por tres personajes que se reparten el peso de la trama durante toda la película. La trilogía, además, regaló al mundo del cine el descubrimiento o consolidación de tres artistas de primer orden para la historia del cine. Además del director, en ella cobró especial protagonismo el trabajo de composición de bandas sonoras de Ennio Morricone, un genio musical indiscutible. Y el tercero en cuestión, era el actor Clint Eastwood, hasta entonces apenas conocido, pero después, con dilatadísima carrera profesional que ha incluido excelentes trabajos de dirección como en “Million dollar baby”, “Gran Torino”, etc.

Uno de los múltiples carteles publicitarios de la película. (Imagen: todocoleccion).
 

“El bueno, el feo y el malo” se rodó por los alrededores de Covarrubias. Al menos existen cuatro referencias geográficas por allí que fueron escenario de algunas escenas de la película. Una zona cercana a un puente donde dicen que quedan muestras de trincheras de una batalla de ficción. Un monasterio semiderruido del que después hablaré. Un altozano hacia el sur en el que se ubicó una especie de prisión. Y la joya de la corona: ¡el cementerio de Sad Hill!. Este paraje es el que acoge las escenas finales de la película y, por tanto, de la trilogía. Es un cementerio circular ubicado en una elevada hondonada rodeada de montañas y sin construcción o huella del paso del hombre a su alrededor. Consta de cinco mil montículos alargados que representan hipotéticas tumbas y que crían flores silvestres en vez de malvas. Cada uno de ellos tiene su cruz de madera. En 1966, cuando se rodó la película, aquel tremendo trabajo fue ejecutado por el ejército español (eran otros tiempos…). Tras el rodaje, el lugar fue abandonado y olvidado hasta que, no hace mucho, una asociación cultural se puso manos a la obra para adecentarlo y mantenerlo. Aconsejo su visita porque es un lugar imponente, fascinante y da mucho en qué pensar. Por otro lado, da toda una lección del paso del tiempo (del nuestro) en el que los píxeles, el copia y pega informático, y la realidad virtual están acabando con la realidad. Ficticia, pero real, si es que explicarlo así tiene sentido. Donde antes galopaban setenta caballos reales, ahora se soluciona con siete mil, pero todos falsos. Y se mueven de modo irreal, tanto individual como colectivamente. Y se exagera su cantidad, sus capacidades, sus movimientos… todo. En “Sad Hill” no. Lo puedes recorrer, rezar tus oraciones, tocarlo, alucinar, etc. Porque es real. Todo menos los muertos que, afortunadamente, no existieron.

Sad Hill: caminando hacia su círculo central.

Miles de "tumbas" rodeadas por cerros.

Sad Hill: peculiar paisaje en plena naturaleza.
 

De regreso, deshicimos parte de nuestro recorrido galopando sobre nuestro caballo metálico. Para qué negarlo, nos sentíamos un poco cowboys errantes y solitarios. La impresión de la visita a la necrópolis, así como el paisaje circundante, espoleaban nuestra imaginación. Al regresar a aquel cañón poblado de buitres, nos detuvimos para visitar el monasterio de San Pedro de Arlanza. Había unas veinte o veinticinco personas por allí, porque era la hora de apertura de por la tarde. Estuvimos esperando a la sombra a que abrieran, pero no lo hacían. Y es que, en la puerta, en los horarios, había “letra pequeña”, independientemente de que no lo abran todos los días, tampoco lo hacen los primeros fines de semana de cada mes. Aquello conformó otra trilogía bien distinta, la de la puerta en las narices a unos inocentes turistas de fin de semana. ¡Felicidades por su modo de entender el turismo monumental, Comunidad de Castilla y León!. Ya digo que es algo que nos pasó a bastante gente aquel día. Afortunadamente, gran parte de la visita se solventa desde el exterior, ya que la parte opuesta a la entrada del monasterio está parcialmente derruida. En concreto, el cuerpo principal del antiguo templo está abierto al cielo y se puede contemplar desde la elevada posición de una especie de terraplén. Se reconoce perfectamente la planta de la nave porque está prácticamente intacta. Sus firmes pilares permanecen ahí, anchos y robustos, elevándose a un metro de altura aproximadamente, algunas de las paredes se mantienen en pie y muestran detalles artísticos y arcadas. De medio punto en su elevado primer nivel, pero más afiladamente góticas en otro segundo piso de menor altura.

Planta "descubierta" de San Pedro de Arlanza.
 

Hay un no sé qué en las ruinas monumentales antiguas que me atrae poderosamente. Lo descubrí en Inglaterra hace décadas, visitando unas ruinas góticas en Whitby. Se erguían medio derruidas junto al mar, sobre la pradera de un promontorio costero. El maridaje entre el verde de la hierba y el gris de la piedra me encandiló. En aquel viaje pude contemplar otra especie de “esqueletos” arquitectónicos sobre los que la naturaleza se iba asentando, componiendo una suerte de híbrido entre lo artificial y lo silvestre. En ocasiones el resultado no pasa de mero bardal que no sugiere más que abandono. Pero a veces, los restos son tan bellos, majestuosos o elocuentes a la hora de evocar lo que debieron de ser, y la naturaleza se acopla y adapta tan bien a ellos, que el resultado supera lo que el hombre hubiera construido por sí mismo. Quizás todo esto no sea más que un capricho estético personal. Puede que una tara provocada en mí por el impacto de la famosa secuencia vivida por Mowgli en la ciudad perdida de los monos en “El libro de la selva”. Quién sabe.

Sin mal humor, a pesar de sentirnos algo maltratados por la política turística de la comarca, volvimos a la revirada carretera siguiendo el curso del omnipresente río Arlanza, hasta alcanzar un desvío poco antes de regresar a Covarrubias. Nos bajamos de la moto, nos vestimos de corto y con gorra para prevenir el calor, y empezamos a caminar por una pista de tierra y piedras. A un kilómetro, aproximadamente, surgía, en medio de una especie de vega herbosa, la ermita de San Olav. ¡Sí! Finalmente se cumplió la promesa, con un buen puñado de siglos de retraso. El templo es raro y no es un templo. Me explico, es una pequeña iglesia, pero no está sacralizada. Y es raro porque ha sido construida en un estilo conceptual muy contemporáneo, y cargado de simbolismos. Por fuera, el revestimiento de su techo y paredes es un todo uno de chapas de metal en proceso continuo de oxidación, únicamente interrumpido por algunos tragaluces irregulares y afilados. Pretende representar la armadura que Olav vestía cuando, antes de convertirse en monarca y después santo, guerreaba con sus barcos, por el Mar del Norte, el Atlántico (tal vez llegó hasta Iría Flavia) e incluso alcanzando el Mediterráneo. Y aquellas supuestas ventanas representan los tajos recibidos por espadas, hachas y lanzas enemigas. Dentro es muy diferente y acogedora. Está totalmente forrada de madera. Con un trabajo de ebanistería muy actual y de gran calidad en el remate. La cubierta evoca un drakar vikingo invertido con sus cuadernas a la vista. En la sala principal queda claro que se han utilizado dos tipos de maderas diferentes, uno a un lado y el otro al otro. Abedul (árbol con connotaciones importantes en Noruega) y cerezo (frutal típico de algunos escondidos valles burgaleses). También hay un altar y un par de imponentes columnas de piedra. A un lado (el opuesto al camino de aproximación hacia la ermita) se abre un gran portón-ventanal que da acceso a una tarima exterior rodeada por un graderío semicircular. Y unas decenas de metros más allá, se yergue una torreta metálica, delgada y muy elevada, que ejerce de campanario. El conjunto es “diferente”, como lo es su sentido y la historia que de la que da cuenta. San Olav, con un templo original, es el principal destino de peregrinación en Noruega. Se proponen diversos itinerarios para viajar hasta allí, y en aquel país nórdico es muy popular hacerlo. Al de aquí, también se le propone una peregrinación desde Burgos. Nosotros, únicamente (si descontamos el viaje en moto) lo completamos desde el desvío, pero aun así me llevé el correspondiente pasaporte y el sello final. De la acreditación pasé porque no me motivan tanto como los pasaportes y porque sentía que no me la merecía.

San Olav.
 

De regreso de la ermita, vuelta a la montura.
 

Buscando nuestra última visita del día llegamos a pasar un par de veces más por Covarruvias, aunque ya sin detenernos. Curvas suaves y algunas rectas de carretera de campo nos llevaron hasta Puentedura. Allí andaban homenajeando a una chavala de origen local (sus abuelos) que, por lo visto, había formado parte del equipo olímpico de waterpolo. Pero no era nuestro destino, así que lo pasamos de largo tomando una carretera muy estrecha y de baja jerarquía de catalogación, cuyo único cometido es permitir el acceso a Ura, una pequeña pero acogedora aldea urbanizada bajo los farallones que anuncian el cañón del río Ura. Allí aparcamos la moto y atravesamos el pueblo caminando para tomar un sendero en dirección a Castroceniza. El sendero discurre por el fondo del cañón que el río ha ido conformando. Recibe el nombre de Desfiladero de Mataviejas y, aparte de esconder bastante vegetación en su lecho, exhibe vistosas formaciones rocosas verticales de colores anaranjados. Por allí abundan los buitres, que se dejan ver apostados en los riscos o en algunos árboles que surgen de entre las grietas. Nuestro paseo fue relativamente breve y de ida y vuelta, sin llegar a alcanzar el pueblo de Castro…

De regreso a la moto, último paso por Covarrubias para regresar a Santo Domingo por el mismo trayecto matinal. Divertido y agradable, entonces con luz de atardecer. Aquella jornada culminó con una cena al aire libre, en la plaza, a base de raciones.

Al día siguiente, nuestro regreso volvió a ser muy motero. Nos pusimos en marcha tras el desayuno, con todo el equipaje de nuevo sobre la moto, y vestidos de viaje, aunque no totalmente abrigados porque el día prometía sol y temperaturas cálidas. Nos dirigimos hacia el este por una estrecha y revirada carreterilla que brujuleaba entre los recovecos de un estrecho desfiladero rocoso y un puertecillo que, sorprendentemente, superaba los mil metros de altura. Dejamos Carazo sin detenernos a buscar los restos de otro escenario de la película de Leone. En Hacinas nos incorporamos a la N-234 en dirección norte. De mayor anchura y con pocas y amplias curvas, aquella solitaria vía nos permitió ganar kilometraje en poco tiempo. Enseguida tomó rumbo noroeste. Al pasar por Hortigüela recordamos nuestro periplo del día anterior, pero seguimos en dirección a Burgos, disfrutando del paisaje, la velocidad de algunos tramos y la escasez de tráfico.

Al sur de Burgos nos incorporamos a la autovía para circunvalar la ciudad. Volvimos a carreteras convencionales poco antes de Vivar del Cid. Y enseguida, en Sotopalacios, nos desviamos y empezó de nuevo la diversión de conducción camino de Villarcayo. Tras unos campos que dan confianza, llega un tramo estrecho y muy revirado con giros a los que hay que estar muy atento porque son cerrados, ya que se ajustan a un nuevo estrechamiento rocoso. Le siguen largos tramos de páramos abiertos que generan sensación de recorrer amplios horizontes muy poco poblados. Tónica que se mantiene, con virajes diversos cada cierto tiempo, hasta que se inicia el zigzagueante descenso hacia el valle de Valdivielso. Un puerto muy divertido, que exige atención y tarea con el cambio de marchas, y que introduce a los viajeros en un territorio digno de ser recorrido. Algo que había hecho hacía tiempo en bicicleta de carretera. Y ciclistas fue lo que nos encontramos al parar a descansar en Valdenoceda.

De nuevo en ruta, negociamos el angosto paso junto al Ebro, que allí ha formado un tajo sobre las rocas, y alcanzamos Villarcayo. Más tráfico, más urbanismo, más civilización y menos paisaje salvaje desde allí hasta Espinosa de los Monteros. Otra localidad por la que he rodado a menudo sobre dos ruedas, hayan sido estas finas o gruesas, de propulsión humana o motorizada.

Sin detenernos, afrontamos un nuevo tramo espectacular. Uno que veníamos esperando desde la víspera. La superación de la Cordillera Cantábrica de sur a norte, a través de alguno de los puertos de montaña pasiegos. La carretera se hizo más estrecha y bacheada, y las primeras cabañas pasiegas empezaron a surgir entre los prados. Y es que Espinosa, a pesar de ser burgalesa y estar ubicada en la vertiente sur de la Cordillera Cantábrica, es una auténtica villa pasiega. Nos detuvimos en las Machorras, en su bar de siempre, que nunca falla y que en tantas ocasiones nos ha rescatado, a mí o a algún amigo, de pájaras ciclistas memorables. Aquel es un buen punto geográfico en el que tomar una decisión sobre qué puerto elegir para regresar a casa. Lo hicimos despachándonos unas rabas, unas croquetas y algo más. Tres son las opciones más evidentes, las tres espectaculares, de una belleza incomparable y cada cual con sus matices a favor. Para tomar el desvío hacia la Sía bastaría con desandar apenas un kilómetro y medio. En cuanto a Estacas y Lunada, la decisión podría demorarse un poco más, pues el desvío entre ambos está unos pocos kilómetros más adelante. El día era espléndido: sol, calor y sin viento. Todo despejado, sacando brillo del paisaje. A mí me daba lo mismo. Bueno no, prefería dejar Lunada para otra ocasión por ser el que con mayor frecuencia suelo recorrer. Eligió Myriam y se decantó por Estacas de Trueba. Buena elección (la otra también lo hubiera sido). Lo que pasa es que, o no lo había recorrido nunca, o lo había hecho tanto tiempo atrás que se quedó maravillada ante el panorama y el trazado, como si fuera la primera vez que pasaba por allí.

La ascensión es entretenida. Muy estrecha y llena de curvas que serpentean entre cumbres cercanas, prados delimitados por bajas tapias de piedras y muchas cabañas típicas con tejados de lastras. No es nada aérea esa vertiente. Resulta mucho más amable, más “campestre” y plantea mucho menos desnivel que salvar. Coronado el paso la cosa cambia… ¡radicalmente! Un vacío de luminoso verde se precipita mediante praderas verticales, y una estrecha, pero recién renovada cinta de asfalto, dibuja lazadas por todas partes intentando, desesperadamente, perder altura sin precipitarse, generando un recorrido muy aéreo. La gozamos. Los dos. Ella intentando captarlo todo. Yo negociando el trazado con seguridad y placer.

Dejando a la izquierda la vista de la antigua estación del fallido proyecto ferroviario del Santander-Mediterráneo, uno más de esos ninguneos estatales al que estamos acostumbrados en Cantabria, alcanzamos y cruzamos La Vega de Pas. Había mucho ambiente dominguero por allí. demasiado para dos “jinetes” procedentes de la desértica estepa castellana; del western castizo. Así que, de seguido, ascendimos y descendimos el puerto de La Braguía. Agradable, pero menos impactante, viniendo de donde veníamos.

En Selaya hacía un bochorno terrible. Nos detuvimos para tomar un café en una terraza a la sombra antes de afrontar la última tirada hasta casa. Llegamos a primeras horas de la tarde y medio comidos. Habiendo disfrutado muchísimo de la escapada de fin de semana. Cuando al bajarme de la moto miré el cuentakilómetros… faltaban 18 para llegar a los 100.000… casi. ¡Había que hacer algo más!.

Y lo hice. Bueno, en realidad los cien mil llegaron el primer día que tuve que ir a hacer algo a la ciudad, pero para entonces yo ya me había comprometido conmigo mismo, ¿y con la moto?, a “cerrar” la centena con otra escapadita que llegaría pronto. Resulta que, a mediados de septiembre, todos los años me toca desplazarme a Potes y permanecer por allí cuatro días ejerciendo funciones de tribunal de unas pruebas de acceso a estudios de senderismo, montaña, barrancos y escalada. Y todos los años me pasa igual: planeo ir en la moto y, a la hora de la verdad, las previsiones meteorológicas inciertas me convencen para no hacerlo. Luego resulta que nunca llueve. Así que este año me fui en la moto… Y llovió. Poco, aunque en determinado momento de forma muy intensa.

Salí un sábado a las 6,30 de la mañana, bien pertrechado, en plena oscuridad, pero sin lluvia y sin frío. Por la necesidad de estar en destino a la hora precisa y para evitar dificultades derivadas de conducir de noche, en cuanto pude tomé la autovía y permanecí en ella hasta Unquera. La luz previa al amanecer empecé a vislumbrarla por los espejos retrovisores de la moto cerca ya de San Vicente de la Barquera. Al principio anunciándose muy tímidamente a mi espalda. Viajaba, como es de suponer, de este a oeste.

En Unquera abandoné la autovía ¡por fin! Y empecé a circular por carretera, virando ya hacia el sur. Los primeros kilómetros, hasta Panes, son más rápidos, con curvas de radio largo y con el río Deva discurriendo, en sentido contrario, a la derecha. Apenas notaba su presencia porque todavía estaba conduciendo en penumbra. Tras el correspondiente paso lento por Panes, la carretera se fue estrechando y transformando en el culebreo angosto que es, una vez que se internaba en el desfiladero de La Hermida. Y fue a lo largo de los primeros kilómetros de este impactante pasaje donde me pilló, propiamente, el amanecer. Pero no lo hizo en un momento preciso ni mucho menos, ya que, hundido como circulaba por una garganta tan profunda, la sombra constante hacía que la luz del sol me llegara, casi todo el tiempo, reflejada desde las rocas calizas que componen aquel salvaje y abrupto paisaje.

Como un sábado a aquellas horas no había prácticamente nada de tráfico, disfruté mucho de la conducción, la cual, te la tomes como te la tomes, más o menos lenta, allí, siempre resulta exigente. De atención, de trazado, de equilibrio, de juego con el peso del cuerpo y de manejo del cambio. Apenas hay metros rectos, todo son virajes y estrecheces. Por no hablar de la belleza del recorrido que no tiene desperdicio. Se trata de un tajo que el río ha ido excavando, durante millones de años, sobre un macizo joven, afilado y muy vertical. La carretera cambia de orilla algunas veces. Para ello, siempre utiliza unos puentes que obligan a negociar una curva de entrada y otra de salida verdaderamente angulosas. El desfiladero, unos cuantos kilómetros después, finaliza casi de repente, abriéndose un amplio espacio entre montañas, las cuales parecen separarse entre sí, a ambos lados, cercando y protegiendo un territorio fértil, hermoso y apacible. Las curvas allí vuelven a resultar muy amplias, y aparecen algunas rectas que atraviesan los primeros pueblos antes de llegar a Potes.

Crucé la capital lebaniega sin demoras, directo hacia mi destino. Eso sí, me dio tiempo para descubrir que mi hotel habitual, en el cual no había encontrado alojamiento esta vez, tenía el aparcamiento lleno de motos similares a la mía. Y es que, en Potes, aquel fin de semana había concentración de motociclistas y un evento ciclista multitudinario con su correspondiente batallón de enlaces motorizados.

Aquella primera jornada dejé la moto aparcada porque el trabajo nos llevó a tener que internarnos en pleno Macizo Central de los Picos de Europa. Lo hicimos utilizando varios vehículos todo terreno, capaces de deambular por las empinadas pistas que permiten acceder a las praderías de Áliva. A partir de allí, calzado de montaña y a caminar. No me quejo, el día era luminoso y el entorno envidiable bajo las moles de Peña Vieja, Peña Olvidada, etc. Pero claro, a dos mil metros de altura, a poca brisa que sople… la verdad es que hubo momentos en que pasamos bastante frío.

En los Picos de Europa.

Tras una larga jornada de trabajo, me instalé en un alojamiento en Turieno, muy próximo a Potes. Eché de menos a todos los “guiris” motorizados con los que cada año suelo coincidir en un hotel en Ojedo, pero es que, entre lo lleno que estaba Liébana aquel fin de semana y el absurdo sistema de reservas de Internet, que facilita que clientes acaparadores reservan mucho más de lo que después van a utilizar, cada vez es más difícil hacer reservas fiables reales. Este asunto se ha agudizado tras la pandemia y está a punto de reventar el sistema actual, del que algunos alojamientos, con razón, ya empiezan a objetar.

Aquellos días utilicé la moto día y noche. Por la noche para acercarme a Potes a pasear y cenar, antes de regresar al pueblo a dormir. Por el día para acercarme a los diferentes parajes en los que se desarrollaba el trabajo: el castañar de Pendes, las paredes calizas de Cabañes o el curso del río Cicera en el corazón del desfiladero de la Hermida. Me respetó el clima y no me mojé.

Rincón de Potes.

La velada del sábado estuvo muy animada. Potes estaba a reventar de turistas, tal es así que, paseando, me encontré con un par de parejas conocidas con las que estuve un rato charlando. Después, nada más empezar a cenar, con una buena amiga que acabó sentada a mi lado compartiendo mesa.

El domingo acabamos la labor relativamente pronto, por lo que, a media tarde, me vestí de motorista y me fui de excursión. Fue una ruta maravillosa, con cientos de curvas (creo que no exagero en absoluto). La tarde andaba cambiante, con ratos de sol que se alternaban con nubarrones amenazantes, pero acabó respetándome durante todo el trayecto. Salí de Potes ascendiendo el revirado y boscoso puerto de Piedrasluengas, rebosante de curvas que exigen concentración, finura en la conducción y mucho trabajo con el cambio. Asciende poco a poco, pero durante muchos kilómetros. Muy poco antes de coronar, tomé el desvío que, hacia la izquierda, se encamina hacia el valle del Nansa. Primero asciende, después se mantiene en altura, enseña una panorámica parcial de Liébana, y acaba despidiéndose de ella, descendiendo con suavidad hacia su propio y escondido valle.

Abandonando Liébana hacia el valle del Nansa.

También un constante juego de curvas, aunque ahora, al descender, con un estilo de conducción ligeramente diferente, con menor juego de aceleración con el puño. Alcanzado el embalse de la Lastra, llegó el aéreo espectáculo de la angosta presa y sus radicales virajes de carretera que casi dan vértigo, de lo encaramados que están sobre el precipicio de roca. Superada esa zona, Tudanca, con su pasado literario y su elegancia de ladera de pradería, se mostraba orgullosa a la derecha. No me detuve, no había demasiado tiempo, aun tenía que seguir inclinando la moto a un lado y a otro, sucesivamente, descendiendo por aquel valle típicamente cántabro y tan poco visitado.

Panorámica de Tudanca.

 

Llegado a Puentenansa, opté por cerrar el circuito por el trazado asfaltado más corto. Tal decisión me obligó a ascender un nuevo puerto, el Collado de Ozalba, por una carreterilla que no conocía. Menuda sorpresa, es preciosa, olvidada por todos y radical en algunas de sus primeras curvas, las cuales, geométricamente hablando, más que curvas deberían ser catalogadas como ángulos. Un trazado muy rural, muy autóctono y, afortunadamente, sin coches ni, menos aún, furgonetas o autocaravanas, vehículos que últimamente empiezan a colapsar carreteras y aparcamientos de la región. Apenas me encontré algunos pocos moteros clásicos que, como yo, con sede en Potes, andaban aprovechando la tarde para salir a rodar de excursión.

Subido y descendido el collado, siguiendo hacia el oeste, hay que remontar otro alto. Este sí que lo había recorrido anteriormente en bicicleta. Era el Collado de Hoz, que en su zona superior se muestra dulce y suave, abierto en forma de prados alrededor y separado de las cumbres que lo rodean. Hay por allí varios pueblos muy agradables, como es el caso de Piñeres y Cicera. Otro cantar es ya su descenso hacia el desfiladero de La Hermida, que se va volviendo cada vez más escarpado, estrecho y radicalmente retorcido. No apto para tonterías, ni para vehículos voluminosos, pero un disfrute para los manillares, sean del tipo que sean.

Ya en la carretera del desfiladero, pegada al río, tomé rumbo sur de regreso a Potes, disfrutando de una conducción ágil, huyendo un poco de una aparente amenaza de lluvia. Aquel día terminó con algo de trabajo en el ordenador, una cena muy ligera y descanso tempranero porque la jornada había dado mucho de sí. Aquella fue “la excursión”. Me refiero que fue la única oportunidad que tuve de insertar un viajecito motero en medio de aquellos cuatro días de trabajo. Me hubiera gustado haber podido añadir alguno más, pero entre el trabajo y el clima no me fue posible. En cualquier caso, la experiencia mereció la pena, el recorrido descrito fue alucinante. Lo es. No lo quiero decir muy alto ni dedicarle mucha descripción porque cada vez me preocupa más publicitar algunos lugares que frecuento pues después, el exceso de afluencia, los acaba echando a perder. Como este blog se lee poco (y se comparte menos) sigo dejando algunas vagas pistas en él, pero cada vez son menos precisas. Poca localización automática para que las personas interesadas hagan algún mínimo esfuerzo de su parte. Ese filtro, añadido al de una necesaria lectura pausada, creo que son suficientes como para evitar las masas, los cazadores del “selfies” y demás marabunta humana.

La tarde siguiente llovió, así que dejé la moto aparcada y aproveché para trabajar, que buena falta me hacía. El premio vino con la cena, compartida con un amigo de la profesión y con dos de los guías de alta montaña que hacían de evaluadores en el tribunal. Técnicos que ya, tras varios años de repetir la cita anual, se han ido convirtiendo en amigos. Los cuatro despachamos una buena cena regada con vino tinto. Aquello completaba una estancia que también tuvo su buen punto gastronómico. Y es que, uno de los mediodías aproveché para comer un cocido lebaniego en un establecimiento clásico en Potes al que hacía años que no había regresado: los Camachos. Todo un acierto. Además, pasada la fiebre del fin de semana, Liébana estaba mucho más agradable a partir de la tarde del domingo hasta el martes. Eso sí, afortunadamente (para alegrarme la vista), cada vez con más moteros vintage a lomos de sus preciosas máquinas Vincent, Laverda, BMW, Triumph, Ducati, etc.

Una Vincent.
 

Me despedí de Potes lloviendo. Después de varias intentonas buscando una zona de escalada seca, acabamos decidiendo ir a unas paredes muy protegidas, gracias a su forma extraplomada, en Panes. El descenso del desfiladero de La Hermida fue cuidadoso, instalando en una fila de coches, pero sin adelantamientos, para evitar algún patinazo, porque empezó a llover muchísimo. Traje de agua y aguante. Nada que fuera nuevo, teniendo en cuenta que la moto ya había sobrepasado los cien mil kilómetros. Procuro evitar esas situaciones, pero alguna vez no te queda más remedio que pasarlas y en ellas, está claro, la experiencia ayuda mucho. Lo bueno fue que para cuando acabamos toda la labor de evaluación, recogimos y dimos cuenta de la reunión de balance, el mal tiempo había pasado, lucía el sol y el firme estaba de nuevo seco. Así que me enfundé en cuero y pude regresar a casa con comodidad.

Evaluando, el trabajo es el trabajo.
 

El círculo estaba cerrado, el antes y el después del cumplimiento de un guarismo kilométrico llamativo. Una especie de ritual de celebración que, en realidad, sirvió de disculpa para sendas escapadas moteras. Disfruté mucho de ambas. ¡Mucho, mucho!. En cierto modo, me supieron a despedida de un verano que comenzó con fuerte sincio de moto, quizás algo alimentado por haber escrito tantas entradas sobre ellas. O puede que fuera al revés, que las ganas hayan sido las que me hayan animado a escribir sobre motos. Da lo mismo, la cuestión es que este verano ha resultado bastante motero, y me ha sabido a gloria.