viernes, 23 de abril de 2021

MOTOS Y CINE (Parte III de III)

Llegamos a la tercera y última entrega de este amplio monográfico dedicado a las películas de motos. A lo largo de las entradas hemos seguido un orden cronológico basado en el año de estreno comercial de las películas incluidas, y así vamos a seguir. Recordando la primera entrega, queda claro que, en realidad, el compendio se ha centrado en el periodo que va desde la segunda mitad del siglo XX hasta ahora. Concretamente desde 1953 hasta 2008. No es que anteriormente no haya habido películas con destacada presencia de motos. Sí que las hubo, pero es mucho más difícil encontrar referencias sobre ellas y tengo más dudas sobre que en algunas de ellas las motos hayan sido el asunto o uno de los asuntos primordiales del contenido de las mismas.

Antes de continuar, hay que aclarar algunos puntos relacionados con la selección expuesta aquí. Se han obviado bastantes películas que, quizás, otras personas hubieran escogido. El criterio ha sido bastante personal, aunque, a la hora de consultar algunas fuentes relacionadas con el tema, me he percatado de que mi selección ha sido bastante atinada, ya que ha incluido las más reconocidas por los periodistas de la moto, e incluso la ha ampliado en algunos casos. En este sentido, donde se podría habar abarcado o profundizado mucho más es en la categoría de documentales. Sin embargo, adentrarse en ese campo hubiera multiplicado las posibilidades, convirtiendo esto en una tarea excesiva y alejada de las intenciones iniciales. Me ha parecido oportuno incluir uno como muestra anecdótica y contraste, pero no querer ahondar en ello.

He mencionado algunas otras películas sin atenderlas específicamente porque, o bien repetían aspectos ya tratados en las elegidas o me parecían poco representativas, menos interesantes o más flojas. Además, tampoco es cuestión de verse todas. Este sesgo se ve acrecentado en la tercera entrada ya que abarca más de cuatro décadas, periodo en el que, es de suponer, la productividad cinematográfica mundial se habrá visto incrementada exponencialmente. Algo imposible de abarcar. Pero no siempre más significa mejor ni, en este caso, una mayor densidad de hitos o referencias cinematográficas clave.

No se han incluido películas en las que aparecen motos o escenas de moto significativas, pero en las que algún tipo de motociclismo no sea el eje fundamental de la historia, o una o varias motos adquieran un nivel de protagonismo equiparable al de los personajes principales. Tampoco otras en las que, aun dándose tales características, el resultado me parecía más de lo mismo, pobre en aportaciones de interés o excesivamente comerciales, con mera acción y espectáculo. La moto aparece en “Kill Bill I”, “Terminator II”, “Misión Imposible” (varias), “Tintín”, algunas de “007”, “El cuarto protocolo”, “Camino a Paloma”, “Ghost Rider”, “Torque”, “Biker Boyz”, “Camino al infierno” (Hell ride), la saga “Mad Max”, “Matrix Reloaded”, “Máscara”, “Volver a empezar” (2002), “Viva Knievel” (hay varias dedicadas a su figura), “Rollerball”, “Tron” (la original y su remake), “Lawrence de Arabia”, “Motorpshyco”, “El moderno Sherlock Holmes”, “Los aristogatos”, “Man with a movie camera”, “Sopa de ganso”, “La jungla humana”, “CC & Company”, “Los guerreros del Bronx”, “Frío como el acero”, “Recuerdos que matan”, “Kaze wo Nuke”, “Oficial y caballero”, “Calles de fuego”, “Chips”, “Los caballeros de la moto”, “Tres metros sobre el cielo”, “The place beyond the pines”, “I Bought a Vampire Motorcycle”, “La increíble historia de la isla de las rosas”, "El hombre que mató a Don Quijote" y un largo etc.

Acotando mucho, hay un par de referencias bibliográficas que sugieren algunas películas que ver. No sé si imprescindibles sobre la temática que he elegido aquí, pero al menos algo comentadas o razonadas. Una es el libro de Craig Bourne: “Pensamiento y motocicleta. Otra visión de la filosofía”. 2007. El texto es corto pero denso. El autor dice que pretende filosofar en torno a las motos, pero, en realidad, decorando las introducciones y finales de cada capítulo con un pequeño asunto motero, lo que hace es filosofar (y punto) sobre algunos temas clásicos. Y aunque lo hace con un lenguaje (y nomenclatura) asequible, a mí me resulta pesado, poco ágil, poco claro y bastante discutible en muchos puntos. Además de volverse muy purista y quisquilloso para algunas argumentaciones, y completamente laxo para otras. Eso sí, siempre a su conveniencia personal. Muy parecido a los políticos. En mi opinión, a excepción del último capítulo (y el primero), no es un libro sobre motos aunque lo parezca. Sin embargo, sí alude a varias de las películas tratadas en mis entradas y recomienda alguna otra de las que he enumerado en la larga lista del párrafo anterior.

Por el contrario, el ensayo de Art Simon (“Libertad o muerte: notas sobre la moto en el cine y el vídeo”. 1998. En “El Arte de la Motocicleta”. Guggenheim Bilbao) es un interesante comentario sobre algunas de las más emblemáticas películas centradas en las motos. La mayoría de ellas han sido tratadas aquí, pero el ensayo es bueno. Coincide en algunos puntos de vista con los expuestos en esta serie de entradas, pero no en todos, ni tampoco en todas las películas presentadas. En su caso, salvo apenas una película de partida, prácticamente todo se refiere a cine norteamericano anterior a 1998. Y considero que no es lo único a lo que hay que atender.

Tras todas estas aclaraciones preliminares, ha llegado el momento de acometer la recta final y enlazar una serie de películas cada vez más variopintas.

“La Ley de la calle” (Rumblefish) (1983) es una peculiar película que suele estar considerada como otra referencia del cine sobre motos. ¡Qué no os engañen! No lo es en absoluto. Aunque algunas motos aparecen fugaz y puntualmente por las calles, la presencia real de la motocicleta se reduce a una constante referencia verbal (o escrita en pintadas callejeras) a un tal “chico de la moto”. Dicho chico aparece unos segundos en una custom (Kawasaki) de serie casi al principio de la película, y se da un paseo nocturno (cierta reminiscencia al de Brando en “Salvaje”, aunque con importantes diferencias) en una Kawasaki GPZ 550 casi al final. A excepción de eso, no hay motos en absoluto. Parece pues que la moto ejerce como símbolo no presente al que recurrir para dotar a uno de los personajes de una serie de atributos que no se aciertan a expresar de otra manera y que, en cierto modo, son aprehendidos por su hermano menor. La moto sugiere trasgresión, huida, independencia, individualismo o vía de escape para salir de un entorno cutre, desestructurado, desfavorecido… la cara oculta de la sociedad urbana norteamericana: alcoholismo, adicción a las drogas, peleas, pandillas y demás distorsiones civiles.

Para expresar todo eso y mucho más, el filme recurre a estrategias estéticas que en su día trataron de ser rompedoras. Es en blanco y negro, predominan los ambientes nocturnos y utiliza muchos planos diferentes con ópticas ocasionalmente forzadas en sus angulaciones o amplitudes. Hay unos toques de color en momentos y “objetos” muy precisos (y escasos). Hay una clara pretensión de obra de arte cinematográfica, que el veredicto del tiempo parece haber desestimado. Un su día alcanzó bastante eco, pero no acabó cuajando como referencia fundamental para la historia del cine.

A favor tuvo el prestigio del equipo general de rodaje y producción. Francis Ford Coppola, nada menos, como director. Y hay que reconocerle una fotografía excelente y una puesta en escena, de estilo claramente teatral, muy original y sugerente. También un impresionante reparto. En mi opinión, más potente entre los actores secundarios (Diane Lane, Denis Hooper, Nicholas Cage, Laurence Fishburne, Vicent Spano, Tom Waitts, Sofía Coppola, etc. Casi todos ellos muy jovencitos entonces. E incluso la autora de la novela en la que está basada la película: Susan E. Hinton que también hace un cameo) que los dos protagonistas (Matt Dillon y Mickey Rourke). La película es para gustos… La fotografía excelente, reforzada por acertados efectos que la arropan en determinados momentos: agua, nieblas, humos, juegos de sombras, etc. En cuanto a la banda sonora, no destaca especialmente como obra musical. Cumple su función y se acopla perfectamente al relato audiovisual, pero no genera ninguna canción destacable. Estuvo a cargo de Stewart Copeland, que fuera excelente batería de The Police y que ha desarrollado una larga carrera como compositor de bandas sonoras. No me hubiera importado que, ya que estaba por allí, le hubiera dejado meter mano y voz, en algún momento, a Tom Waitts.

El chico de la moto (Rourke) y su hermano en la Kawasaki. (Imagen: elaine strydom en pinterest)

Precisamente Craig Bourne, el autor de “Pensamiento y motocicleta. Otra visión de la filosofía”, pone a caldo a la película, o más bien a su protagonista motero, a quién tacha de nihilista en versión de rebelde de pacotilla contra nada. Ya he dicho que ese libro no me convence, pero me pareció interesante, claro, motero y cabal (únicamente) en su primer y último capítulos. Y es precisamente allí donde deja este “recado”:

"¿Cómo llegó este personaje a convertirse en un icono? [Se refiere al Brando de Salvaje] ¿Podríamos acaso preguntar lo mismo acerca de todos los demás personajes aburridos que aparecen en películas del estilo, con una actitud ‘cool’ pero sin nada interesante que aportar, como el ‘Chico de la Moto’ (Mickey Rourke) en la ‘Ley de la calle’? La verdad es que no son más que patéticos charlatanes sin dirección y que son seguidos ciegamente por otros idiotas”.

 

“Akira”. 1988. Animación. Director: Katsuhiro Otomo.

Esta película suele estar considerada como de motos o moteros, y en cierta medida lo es, pero no mucho. El filme es muy largo, sobrepasa las dos horas y la presencia activa de las motos se concentra, principalmente, en su primera parte. Una media hora, aunque no me he tomado la molestia de cronometrarlo. Si se hubiera tratado de una película convencional no la habría incluido en este repaso. Lo que sucede es que estamos ante un ejemplo del fenómeno anime. El cine de animación de origen japonés que, al igual que su hermano estático el manga (comic), causa furor en el país del sol naciente y ha conseguido colonizar un sector muy importante de los consumidores culturales del resto del mundo. Europa y España no son, ni mucho menos, una excepción. Y esta película en concreto está considerada como una obra maestra del género y un hito precursor de la calidad visual del mismo.

Vista de la moto y el protagonista con su chupa. (Imagen: buaala.com)

La trama da comienzo en el presente, el año de su estreno, 1988. Sin embargo, casi inmediatamente, da un salto temporal hacia adelante para situarse en un supuesto futuro algo lejano, el año 2019, que resulta que para nosotros ya es reciente pasado. Entre ambas fechas se supone que ha habido una Tercera Guerra Mundial. Tokio ha tenido que ser reconstruido y su nombre ha evolucionado hacia Nuevo Tokio. Es una ciudad enorme, cosmopolita y multirracial, plagada de rascacielos, avenidas y con algunos parques de diseño moderno y sin apenas vegetación. Aunque la vida parece ordenada, se trata de una distopía en la que la gestión del poder energético es uno de los ejes fundamentales de gobierno, en la que hay frecuente terrorismo callejero y manifestaciones sociales que acaban derivando en batallas campales urbanas con enfrentamientos entre una policía represora y una población muy beligerante. ¿Distopía? Más allá del marco decorativo, lo demás lo podríamos reconocer en cualquier noticiario televisivo real actualmente.

Más coincidencias, la universidad está hecha un desastre. No en el sentido físico sino en el absoluto deterioro de la docencia, que no consigue una mínima atención ni respeto por parte de un alumnado abandonado, tirado y pasota. Hay una banda de chavales que se pasa la vida en sus motos. Cada vez que se encuentran con otra banda rival la emprenden a tortas y violentas agresiones mutuas. La importancia de la primera de ellas es que sus miembros, en diferentes roles, acaban protagonizando el resto de la historia, en la que las motos van perdiendo presencia progresivamente. La violencia es bastante explícita (es una película para adultos) y, a medida que la película avanza, el desmadre de explosiones, desparrames energéticos, hipérboles de poder mental y transformación de los cuerpos, desastres urbanos y efervescencia energética es cada vez mayor, logrando, al menos ese es mi caso, aburrir al espectador y hacerle perder interés. Excelentes dibujos, mal guion y desmesurada y cargante puesta en escena.

Así que vamos a limitarnos a comentar alguna cosilla sobre las bandas y sus motos. Los “malos” (Payasos) ruedan sobre una especie de choppers algo futuristas, pero no demasiado. Son choppers al fin y al cabo. Es mucho más interesante su atuendo, que muestra nuevas versiones de chalecos de forajidos y, curiosamente atinado, emblemas con cruces en la ropa y en los cascos. ¿Gamadas? Pues no, aunque aparentemente lo puedan parecer al principio, resulta que son aspas rojas sobre fondo blanco o incluso ¡mucho mejor! Cruces rojas de la Cruz Roja. Interesante guiño al fenómeno de cómo una tendencia tribal reutiliza símbolos antiguos sin pararse a pensar demasiado en lo que representaban en sus orígenes. Por su parte los “buenos” (Píldoras) llevan motos de aspecto algo más futurista (algunos) mezclando estilos “supermotard” o incluso deportivas (“R”). A excepción del protagonista, que muestra una flamante máquina mucho más futurista que los demás y que, desde mi óptica personal, parece una hibridación entre una R y una “maxiscooter” actuales. El sujeto viste ropa de bosozoku roja, a juego con su máquina. Destaca su chupa con un gran logo en la espalda en forma de pastilla farmacéutica. Por cierto, la mitad es azul. Me recordó levemente a Quadrophenia, aunque no haya muchas más coincidencias en la película y ningún interés musical. Lo que pasa es que estos chavales también son consumidores habituales de pastillas.

Reproducción de la moto de Kaneda en tamaño natural. (Imagen: De Ishikawa Ken - https://www.flickr.com/photos/chidorian/7168675606/, CC BY-SA 2.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=29529455)

Otro detalle curioso respecto de la moto del protagonista es que, como en su día La Poderosa de Alfredo Landa, tiene la parte delantera bastante sembrada de adhesivos. Y como ocurría con la Impala, algunos resultan bastante curiosos: una señal de prohibido maniobrarle hacia la derecha, varias de marcas reales, otra clásica de los cazas de las fuerzas aéreas norteamericanas, y un logo de BMW, en el que parece poner B M W, pero con los dos cuartos azules coloreados en verde. Y eso es todo. Si lo que buscas es disfrutar de la presencia de motos en una película, esta no la veas.  

El mencionado fenómeno Bōsōzoku fue una versión nipona de las bandas motorizadas. Más de lo mismo en el sentido de agrupamientos motorizados rebeldes, ilegales y explícitamente llamativos, pero muy diferente en matices, edades y otros atributos. Bosozoku significa temerario/fatal (boso) y tribu (zoku), en este caso claramente urbana. Se trata de un fenómeno que experimentó varias oleadas de diferente nivel de intensidad. Se originó en dos generaciones previas: kaminari-zoku y circuit-zoku, alcanzando una escala nacional de peligro público en los setenta y ochenta que fue cuando se la denominó bosozoku. El fenómeno hace referencia tanto a coches como a motos, ambos preparados (tuneados). Una característica de estos grupos es que sus miembros son muy jóvenes y bastante violentos, siempre agrupados en pandillas. De nuevo, con ese gregarismo propio de las tribus. Son grupos urbanos y de acción preferentemente nocturna. Celebran las boso: encuentros en los que se incluyen carreras abiertas al tráfico en una mezcla de velocidad, compleja organización y mucho exhibicionismo callejero motorizado. Hay protocolos, diversos roles y mucha nomenclatura o argot interno. Más que la competición, que algunas hay, lo que importa es el desfile de apariencia agresiva, una especie de demostración de poderío y apropiación de las calles.

“Para los ‘bosozoku’ una moto de serie es ‘nomaru’ (normal) y no supone otra cosa que materia prima. Modifican sus vehículos ‘nomaru’ para hacerlos ‘kaizosha’ (vehículos trasformados) a su propio estilo. Las motos son generalmente denominadas con apodos. En muchos casos se trata de acrónimos derivados de la nomenclatura original, como por ejemplo ‘Pekejei’ (Yamaha XJ 400), ‘Efupeke’ (Kawasaki FX 400), ‘Jiesu’ (Suzuki GS 400) y ‘Zettu’ (Kawasaki Z 750 F)”. (Ikuya Sato. “Bosozoku”. En “El arte de la motocicleta”. Guggeheim. 1998).

Como lo importante es el exhibicionismo, el mayor interés de la preparación de las motos se centra en lo llamativo. El ruido es fundamental. Trabajan mucho en los escapes y unas bocinas de trompetas y aire comprimido. Lo mismo con respecto a variadas luces decorativas para la noche. También (en esto se parecen a otras tribus ya repasadas) incorporan símbolos a sus atuendos y motos. En su caso nacionalistas. Los disponen sus ‘tokkofoku’, uniformes de los pilotos kamikaze, pero versionados desde monos de trabajo con colores llamativos. También se acompañan de banderas con la mencionada simbología. Entre tales emblemas se encuentran el sol naciente, el crisantemo imperial, expresiones o lemas nacionalistas, etc. Y las típicas vendas blancas ‘hachimachi’ sobre la frente, así como mascarillas quirúrgicas… ¡décadas antes de la pandemia del coronavirus!. El simbolismo nacionalista nipón parece ser un tema recurrente en algunas estructuras de asociacionismo alternativo que se desenvuelve dentro y fuera de la ley. Además de en bosozoku, está presente en la mafia yakuza y lo estuvo en la tatenokai, aquella milicia privada fundada por el escritor Yukio Mishima.

En el bosozoku, como en tantos otros aspectos de la cultura nipona, cobran mucha importancia los rituales, que en su caso parecen buscar, más que nada, un evidente exhibicionismo colectivo amedrentador hacia el resto de la población callejera circundante. Se han estudiado bastante las posibles causas de su indiscutible éxito en Japón. Son varios los factores que se barajan y que no son excluyentes entre sí. Por un lado, está la habitualmente sugerida sociología del fracaso, algo que conocemos bien en las sociedades occidentales y que tiene que ver con los entornos competitivos y el culto al éxito. Este factor, trasladado a un ambiente tan exigente (académica y laboralmente) como el japonés, puede verse magnificado. Luego está el asunto de toda la parafernalia estética y comportamental del grupo, en parte ceremonial, que genera lo que algunos autores especializados denominan oportunidades o posibilidades de autodramatización (convertirse en sus propios actores de un guion vital dirigido por su grupo y al margen de las convenciones o normas sociales vigentes). Dicha autodramatización, unida a una clara y evidente jerarquización, genera un sistema de referencia y realización al que se aferran los miembros, especialmente jóvenes, que no disponen de él en su vida cotidiana. Por eso las personas de entornos más desestructurados son más proclives a unirse a estas bandas. Al final, una vez más, se busca un fuerte sentido de pertenencia al grupo. El momento estelar de realización se da en las catarsis de las boso. Es entonces cuando muchos alcanzan un potente sentimiento de flujo colectivo eufórico. Para terminar, hay un dato interesante que puede estar diciéndonos mucho sobre la practicidad de fondo de la sociedad japonesa: las bandas bosozoku autolimitan la edad de sus miembros (chicas y chicos). Son solo para muy jóvenes. Al cabo de unos pocos años, sus miembros no pintan nada allí y, o bien se han perdido definitivamente para la vida civil ordenada, o se reincorporan a ella con normalidad laboral, familiar, etc. En cuyo caso, todo queda en un pasado juvenil loco, de lo que únicamente perdura una evidente afición por las motos o los coches.

Chica bosozoku posando orgullosa con su moto. (Imagen: 8negro.com)

 

“Sonrisas de New Jersey” (Eversmile, New Jersey). 1989. Dirigida por Carlos Sorin. Protagonizada por: Daniel Day-Lewis y Mirjana Jokovic.

Uno de los carteles de la película. (Imagen: primevideo.com).

Otra auténtica “road-movie”. Un dentista recorre Patagonia sobre una Harley-Davidson con sidecar, que transforma en sillón para pacientes. Su periplo forma parte de un programa sin ánimo de lucro que tiene el objetivo de educar en salud dental a los habitantes de lugares recónditos de Sudamérica. Está patrocinado por una fundación gobernada por una anciana mecenas estadounidense. En ese contexto, el dentista motero acumula una serie de aventuras y desventuras que, desde casi el principio de la película, se dan con la improvisada compañía de una pasajera casual.

El protagonista con su acompañante de fortuna. (Imagen: filmaffinity.com)

La presencia de la HD es casi permanente y muy importante, ya que aporta una función iconográfica de acción y estética, y sirve de disculpa para generar vistas panorámicas de un paisaje solitario y de amplios horizontes. El tono de la trama es tragicómico. La personalidad del protagonista, obsesiva para con su misión, lo convierte en un excéntrico. Se suceden personajes muy curiosos a lo largo de su viaje, el cual también da pie a mordaces críticas a los medios de comunicación, el statu quo profesional local e incluso el discurso teológico medieval. Para muchos potenciales espectadores, el guion pudiera resultar muy naif, aunque personalmente creo que aporta mucho más de lo que parece, con trasfondos filosóficos y varios guiños a la mitología griega, alas de Ícaro incluidas. Tampoco está de más el breve pero definitivo papel de la fundación patrocinadora, incluyendo los criterios de su repentina evolución. Por otro lado, la comparación con Diarios de motocicleta (que comentaré más adelante) me parece obligada. No una odiosa comparación competitiva entre ambas, sino de otras cuestiones. Las dos tienen un escenario geográfico (y humano) bastante compartido. Sus personajes acarrean sueños o funciones que tienen algunos puntos en común, aunque ambos sean personalidades muy diferentes entre sí. El origen socioeconómico de los dos protagonistas contrasta fuertemente con el de la gente con la que se van encontrando. Y las dos motos cumplen funciones similares y sufren parecidos avatares. En cualquier caso, esta presenta muchos detalles de tratamiento bastante más metafórico que la otra.

Daniel Day-Lewis en la Harley-Davidson. (Imagen: variety.com)

Tirando de tópicos cinematográficos, la película ha de encasillarse dentro del ámbito del cine independiente. Y, desde luego, es “una película de motos”. La recomiendo encarecidamente. Sí no gusta (cosa probable, como le ocurrió a mi mujer), qué le vamos a hacer, no habréis pedido más que un par de horas de vuestra vida. Sobre gustos no hay nada escrito, algo que se cumple muy especialmente en cuestiones de cine… y de motos.

El actor "cazado" en su vida privada con una Triumph. (Imagen: benettscouk.com)

En cuanto a Daniel Day-Lewis, su papel puede ser considerado como un trabajo temprano para lo que posteriormente está siendo su extensa y laureada carrera profesional. Su caso, como el Fonda, Hooper, Mcqueen, etc. Vuelve a ser el de la coincidencia de su trabajo (actor) con su pasión por las motos. Y es que Day-Lewis ha demostrado tal pasión en numerosas ocasiones.

“El actor inglés, pero residente en Irlanda, tres veces ganador de un Oscar (“Mi pie izquierdo”, “Pozos de ambición” y “Lincoln”), es también un genuino motero de toda la vida, frecuentemente visto a lomos de Hinckley Triumphs (aunque fue asociado a las Harleys y otras en su juventud. También, durante el rodaje de “El último mohicano”, fue fotografiado varias veces con una antigua T140 Bonneville). Le gusta el motociclismo, es fan de Valentino Rossi y en una ocasión rodó con Randy Mamola sobre la legendaria Ducati MotoGP de doble asiento. Su paseo fotografiado más reciente fue con una Bonneville Scrambler”. (Phil West).

Day-Lewis con Randy Mamola en Estoril, dispuesto a alucinar. (Imagen: topspeed.com)
 

“Harley Davidson and the Marlboro Man” (Dos duros sobre ruedas). 1991. Director: Simon Wincer. Reparto: Micky Rourke y Don Johnson, Daniel Baldwin, Vanessa Williams, etc.

Chooper de autor que conducía Rourke en la película. (Imagen: hdforums.com)

Poco que comentar de este fracaso comercial y crítico. Típica película de acción de dos amigos que se encuentran después de mucho tiempo y tratan de solucionar un problema a base de peleas y tiros, al típico estilo de acción de Hollywood. Ellos son muy duros pero muy buenos, y los malos unos hombres disfrazados de negro (y de malos) asalariados por un cabecilla que dirige turbios negocios. Sin ser un “remake” de Easy Rider (no lo es en absoluto), replica gran parte de la estética del emparejamiento de entonces: dos hombres que se desplazan en choppers. Uno de ellos vestido de cuero motero (más actualizado) y el otro completamente de cowboy. Por otro lado, la película trata de aferrarse descaradamente a una serie de referencias comerciales fuertemente implantadas en la cultura popular del consumo norteamericano, pues desfilan por ella varios personajes que son apodados Harley Davidson, Marlboro Man (los dos protagonistas), Jack Daniel’s, José Cuervo (tequila) o Virginia Slims (marca de cigarrillos). La he señalado aquí porque la vi en el cine cuando se estrenó, pero no se lo merece. Por cierto, Rourke, en su errática carrera como actor, volvió a aparecer como motero forajido en algunas escenas de Orquídea Salvaje, pseudo erótica película en la que participó Assumpta Serna.

Y esta es la utilizada en "Orquidea Salvaje". (Imagen: issuu.com/bertidzidic/docs/mp104/151)


“Querido diario” (Caro Diario). 1993. Director, actor y guionista: Nanni Moretti.

Nanni Moretti ganó el premio al mejor director en el Festival de Cannes por esta peculiar película “no apta para espectadores convencionales”. A mí me gustó, no me parece una obra maestra, pero me entretuvo y me hizo reflexionar sobre varios aspectos, generales y cinematográficos. También reconozco que me provocó algunas risas y me sacó bastantes sonrisas. Sin embargo, no me atrevo a recomendarla, cada cual que se juegue el verla o no y que no me responsabilice a mí de las consecuencias. Se trata de una especie de reflexión personal en voz alta, que su autor hace sobre tres aspectos o situaciones de su vida que, aparentemente, no tienen nada que ver entre sí. No queda muy claro si son más o menos autobiográficas, aunque tienen toda la pida de serlo. Al menos en cierta medida. En cada una de ellas, el cineasta desarrolla alguna de sus “neuras” de forma ligera. Ideas, formas de ser, opiniones o sentimientos peculiares que él tiene. Algo que, aunque acostumbramos a ocultarlo, nos pasa a todos. Vivimos con ciertos pensamientos propios que consideramos que pudieran parecerles raros o extravagantes a los demás. Por eso Moretti lo presenta en forma de documental de ficción, dividido en tres partes que representan tres capítulos de un supuesto diario personal. El segundo (Islas) está dedicado a algunas islas mediterráneas a las que acude con idea de encontrar tranquilidad y poder trabajar. No hablaré sobre él, pero me gustó bastante, y encuadra con algo que estoy escribiendo y forma parte de un proyecto de libro que tengo entre manos. El tercer capítulo, el que menos me gustó, va sobre médicos (Médicos).

Moretti disfrutando de su Vespa en la película. (Imagen: elleppi.it).

Pero el importante, el que justifica que esté escribiendo sobre esta película aquí, es el primero: En mi Vespa. Dura casi media hora, un tercio del largometraje. Básicamente, describe un acto esporádico que todas las personas que hemos tenido una Vespa (o cualquier scooter) hemos hecho de vez en cuando: salir, simplemente, a dar una vuelta por la ciudad, para que nos dé el aire, para disfrutar de la moto en solitario, para evadirnos circulando libre y tranquilamente, etc. Así pues, se ve a Moretti pilotando su Vespa azul muy oscura, casi negra… (es una 125 Blue bastante antigua, de mediados de los setenta aproximadamente, predecesora de la Primavera) recorriendo diferentes barrios de una Roma real, veraniega y muy desierta. Mientras conduce, reflexiona sobre sus cosas, su frustrada vocación de bailarín fiestero, lo que le sugieren según qué barrios, la importancia que para él cobra la arquitectura urbana, etc. Finaliza con una especie de homenaje póstumo al director de cine Pier Paolo Pasolini, circulando por Ostia mientras suena el fascinante piano de Keith Jarret en el Köln Concert.

De un tiempo a esta parte, la Vespa está expuesta en el Museo Nacional del Cine de Turín, cedida por su dueño. (Imagen: rbcasting.com)

Un punto muy a favor de las escenas motoristas de esta película es que son muchas, reales y permiten “acompañar” a Moretti mientras él mismo juega y se recrea con su Vespa. Su imagen me recuerda mucho a mi amigo Pablo con la suya. También a mí mismo, cuando algunas veces hacía lo mismo que Moretti, durante los años que pasé viviendo en Madrid. Y es que las grandes ciudades con personalidad propia son escenarios estupendos para ser disfrutados en Vespa, siempre que, a causa de las vacaciones multitudinarias, se vacían.

Emulando a Nanni Moretti pero por pueblos segovianos.


“Heartlands” (Volver a empezar). 2002. Director: Damien O’Donnell. Reparto: Michael Sheen, Mark Strong, Mark Addy, Celia Imrie, etc.

Lamentablemente, no he podido ver esta película todavía. Pero tengo ganas de hacerlo. Es cine británico contemporáneo “de autor”, el cual suele proveernos de buenos productos. Parte de un esquema que es factor común para muchas “películas de carretera”: un hombre sencillo ve repentinamente cómo algunos de los cimientos básicos de su vida cotidiana se vienen abajo (abandonado por su mujer, traicionado por un supuesto amigo, viéndose fuera del equipo de dardos al que pertenece…). Parece ser que, con la intención inicial de solucionar sus problemas, se embarca en un viaje tras ella (la mujer que lo ha abandonado). Así pues, se trata de una “road movie” ubicada en escenarios británicos. Pero eso sí, en el vehículo motorizado más básico que podríamos considerar: un ciclomotor de 50 cm3. Nada de motos icónicas, legendarias o de ensueño.

Un cartel de la película. (Imagen: miramax.com)


“Diarios de motocicleta”. 2004. Director: Walter Salles. Reparto: Gael García Bernal y Rodrigo de la Serna.

Esta fue una película bastante laureada por la crítica, y con cierta razón. Es un buen filme. Tanto desde un punto de vista general, como desde una perspectiva particularmente motociclista. Narra las peripecias de dos jóvenes amigos argentinos que, en 1952, se embarcan en la gran aventura de recorrer gran parte de Sudamérica sobre una motocicleta. Alberto Granado es bioquímico y está a punto de cumplir treinta años. Su amigo del alma, Ernesto Guevara, es bastante más joven y próximo a terminar la carrera de medicina. El viaje es ambicioso pues pretende sobrepasar los 6000 km de recorrido. Al final doblarían esa distancia, aunque tuvieron que abandonar la motocicleta al quedar irreparable tras un accidente.

La película está filmada con primor. Excelente ambientación y fotografía. Tanto de la bella geografía paisajística como de la humana. Podríamos dividir el largometraje en dos partes: el viaje en moto y el resto del viaje. Tal división casi coincide con la mitad de la duración total. Aunque no está tan claro, la división también es aplicable a la transformación experimentada por los personajes durante el viaje. Un cambio más marcado en el caso de Guevara. Y es que lo que inicialmente es un viaje de aventuras, conquistas amorosas y diversión, hacia la segunda parte evoluciona hacia otro de concienciación social y afrontamiento de una realidad humana desoladora. El guion, basado en los cuadernos de viaje de ambos amigos, sugiere que fue este viaje lo que metamorfoseó al Che Guevara de médico joven a punto de licenciarse a revolucionario global. En definitiva, una “road movie” más, en toda regla, y no será la última a la que hagamos referencia. Una de esas, además, en la que la fórmula: viaje igual a proceso de transformación de la persona, vuelve a materializarse.

Una de las Norton preparadas para la película. (Imagen: clarin.com).


 
Y esta es la moto original. (Imagen: exhibits.ulbp.iupui.edu)

Desde el punto de vista motero, la película es generosa en imágenes de la máquina circulando. Buenas imágenes. Lo hace por carreteras infames y paisajes muy hermosos y variados. Pampa, Patagonia, cumbres nevadas, grandes praderas, altos cerros, bravos ríos. Todo francamente bonito. La moto, ocasionalmente, sugiere algún destello de placer deportivo causado por la velocidad al aire libre, pero es mínimo, pues lo que predomina en ella es un uso como vehículo de movilidad autónoma. La llevan cargada como si se tratara de un camello. Su misión es el viaje, llevarlos de aquí para allá. Primero hacia el sur atravesando Argentina desde Buenos Aires hasta la Patagonia, para pasar allí a Chile y recorrer el país rumbo al norte. La moto era una vieja Norton de 1939. Una ES2 de 500 cm3 monocilíndrica. La pobre cumple bien, a pesar del maltrato causado por la ruta, el exceso de carga y varios pequeños accidentes. Hasta que finalmente dice basta. Se lleva un golpe con consecuencias definitivas y los viajeros siguen ruta caminando, a dedo, en barco, etc. Por cierto, tal y como ya informé en la película El Puente, aquella Norton tenía nombre: La Poderosa II. Supongo que aquella sería la segunda moto que tuvo Granado, pero no he encontrado referencia alguna sobre la primera. Ambos se alternaban en el pilotaje de la Norton, y es que Guevara también tenía algo de experiencia como motorista:

“Antes de que esta Norton se convirtiera en la moto de viaje más conocida del Che Guevara, el ideólogo de la Revolución Cubana ya hizo sus pinitos en el mundo de las dos ruedas con la 'Cucchiolo', una especie de bicicleta con motor con la que emprendió su primer viaje en solitario en 1950. En total recorrió 4.500 kilómetros, y a la vuelta a Buenos Aires la empresa fabricante del motor (Garelli) le ofreció hacer un anuncio publicitario aportando una carta suya que decía lo siguiente: ‘Ha funcionado a la perfección durante mi largo viaje y solo observé que hacia el final perdía compresión, razón por la cual la envío a ustedes para reparación’. ¡Menuda publicidad!”. (Juan Pablo Esteban. Autobild.es)

Ejemplar de la Norton de serie. (Imagen: oficinadedesign2rodas.blogspot.com)

Anuncio publicado en prensa a la vuelta del primer viaje en bici-moto de Ernesto Guevara. (Imagen: elreastrodelinvasoreleche.bogspot.com)

Si bien las secuencias motociclistas desaparecen a partir del ecuador de la cinta, la segunda parte me provocó bastante nostalgia y familiaridad. Y es que abandonan la moto relativamente cerca de Perú. Y acto seguido, en este país transitan por muchos lugares bien conocidos para mí. Mis estancias en Perú siempre han tenido un triple carácter que me ha facilitado el haberlo podido conocer bajo un prisma distinto al puramente turístico. He ido allí a trabajar, en asuntos de cooperación internacional y, de paso, visitarlo lo más posible. Así pues: trabajo, cooperación y turismo, yendo solo. Ello me ha permitido relacionarme con gente local y conocer el contexto de su mano. Aunque las cosas han cambiado algo desde aquel supuesto 1952 hasta mis visitas (dos) antes y después del cambio de siglo, los lugares, algunas situaciones, gentes, medios de transporte, etc. mantienen extraordinaria similitud entre lo que muestra la película y lo que yo vi. Así pues, no me extraña que Guevara quedara impresionado y fuera allí donde germinó su transformación. Yo también regresé bastante impactado, especialmente con ocasión de mi primer viaje. Pero, evidentemente, no tanto como para convertirme en un revolucionario armado. Ni estuve en la misma época que él, ni viajé tanto tiempo ni, sobre todo, eso de tratar de solucionar los problemas por una vía militar paralela (¿para-militar?) con rango de Comandante… que quieren que les diga, es algo que vaya conmigo. Soy demasiado pacifista. Puestos a valorar estos asuntos de las revoluciones, entiendo bien al escritor Manuel Chaves Nogales… En cualquier caso, su estampa, la del Che, aquella en estricto blanco y negro, extraída de un retrato fotográfico tomado por Alberto Korda, se ha convertido en otro icono global más. Lo mismo que el poster de Marlo Brando de Salvaje. Ambos vistosos clichés estéticos, con enorme desconocimiento popular de lo que hay detrás de ellos y, en ambos casos, hiper-comercializados para el consumo moderno.

Los lugares de Perú que cobran relevancia en la película los he visitado hace años. El Cuzco, el Valle Sagrado de los Incas, Machu Pichu y Lima. Durante mi peregrinación hacía Machu Pichu en varias jornadas de caminata por el Camino Inca, tuve la suerte de relacionarme de tú a tú con los porteadores que trabajan para dar servicio a los clientes de los ‘trekkings’. Su sacrificada vida y su trabajo me dejaron impresionado. Constituyen un subgrupo humano que transita paralelamente al de los ‘excursionistas’ occidentales, para quienes tiende a resultar invisible. En cuanto a la leprosería, sí que pasé unos días en la orilla del Amazonas, a un centenar aproximado de kilómetros río abajo de Iquitos. Así pues, muy cerca del lugar. Allí pude visitar algunos poblados, e igualmente cruzar en canoa motorizada a una isla al sur, en la que pude conocer otros asentamientos, chozas-escuela, etc. Todo aquello presentaba un aspecto muy similar a las imágenes de la película. Lo mismo que múltiples barcazas en las que la gente de la zona viaja en hamacas, en el suelo o donde sea, portando sus enseres, hatillos, aves de corral, etc. Iquitos parece ser, además de otras cosas, un consolidado destino de turismo sexual en plena Amazonía. Es algo casi institucionalizado en el país. Hacerse una idea del entorno es fácil viendo o leyendo “Pantaleón y las visitadoras”. Ignoro si por esa poderosa influencia, la prostitución también es moneda corriente en las modestas poblaciones de la ribera del gran río. Curiosamente, la única prostituta que aparece en la Diarios de motocicleta, lo hace a bordo de un barco en el Amazonas.

La película recurre, de vez en cuando, al empleo de imágenes casi completamente estáticas y en blanco y negro, que retratan a gente desfavorecida. Creo que buscan una doble intención: conformar una especie de álbum real de fotos que Ernesto podía haber ido haciendo durante el viaje; y confeccionar otro, imaginario, que pudiera habérsele quedado grabado para siempre. Esas fotos pueden seguirse tomando hoy en día. Esas o miles de otras de similar impacto visual y mensaje humano. Como las que logra hacer un artista cántabro al que sigo: Bernardo Aja Maruri. Tras pasar muchos años como fotógrafo profesional en Perú, hace años que desarrolla su carrera en México. La última exposición que vi de él mostraba fotos en blanco y negro, de gran formato, retratando gente de un mercado mexicano. Al volver a ver la película, unas me han recordado a las otras y viceversa. Bernardo no busca recrearse en un dramatismo reivindicativo de denuncia social (al estilo de la mayoría de los fotógrafos de prensa que nutren el certamen de World Press Foto). Ese tipo de foto-denuncia-informativa está muy bien y es necesario, por eso abunda, pero el de Aja es diferente. Él retrata sociedad iberoamericana real y elocuente, sea de la clase social que sea. Familias de alta alcurnia venidas a menos en sus palaciegas residencias ya envejecidas; trabajadores de los populosos mercados; ganaderos; supervivientes de minúsculos negocios urbanos “de toda la vida”, practicantes de calistenia en parques urbanos suburbiales, etc. Y lo hace siempre en blanco y negro. Lo mismo que esas supuestas instantáneas que surgen esporádicamente en Diarios de Motocicleta. Y es que a Latinoamérica hay que observarla siempre con las dos ópticas: en color y en escala de grises. En color porque su geografía y su cultura son de una exuberancia y colorido espectaculares, y en blanco y negro porque su gente transmite tanto con su mirada y semblante, que, en ocasiones, todo adorno sobra y es mejor aplicar una mirada cruda.

Fotrogafía de Bernardo Aja Maruri.

Fotografía de Bernardo Aja Maruri

Además de la citada conexión con El Puente, Diarios de Motocicleta tiene otro vínculo cinematográfico. El productor ejecutivo fue Robert Redford, así que la película tuvo buena acogida en el Festival de Sundance. Su calidad quedó también ratificada por la obtención de galardones en diversos festivales como el de San Sebastián o Cannes y premios Óscar y Goya. Así pues, Redford vuelve, aunque ahora sin presencia visual, a nuestra “colección” de películas moteras. También fue destacado el reconocimiento a la canción de Jorge Drexler “Al otro lado del río”, con el Óscar a la mejor canción original.

Fotograma de la película. (Imagen: timeout.es)


“The World's Fastest Indian”. (Burt Munro. Un sueño una leyenda).2005. Director: Roger Donaldson. Actor principal: Anthony Hopkins.

Aunque esta película ofrece un buen rato de “road movie”, en esencia no lo es. Además, durante ese tiempo, el protagonista viaja en coche, aunque con su moto remolcada. Pero no, la película es más bien una típica historia de lucha personal por un sueño muy particular. El protagonista ha sido fiel a su moto, una Indian Scout de 1920 de 600 cm3 que, adquirida unos 45 años antes, ha ido mejorando poco a poco, siempre con el mismo objetivo: hacerla más y más veloz. A Munro le gusta la velocidad. La línea recta. Y casi tanto o más que sentirla, trabajar en cada detalle de su máquina, para que esa velocidad sea un producto resultante de ambos, de su trabajo y de su Indian.

Una Indian Scout de serie. (Imagen: gente de moto.es)

El Munro de la película es ya un hombre mayor. La cinta cuenta su vida en los años sesenta. Habita un cobertizo levantado en una parcela en mitad de una urbanización de casas familiares en un pueblo de Nueva Zelanda. Está retirado, vive solo y todos le conocen y le tratan con condescendencia a causa de sus excentricidades, aunque le muestran su cariño. El hijo de sus vecinos pasa gran parte de su tiempo libre con él, viéndole hacer sus chapuzas mecánicas. Munro, por otro lado, mantiene una relación amorosa con una veterana empleada del banco local. En realidad, es ella quien le da un empujón para que trate de cumplir su deseo de viajar hasta Utah para probar su moto en el lago salado de Boneville. Nadie espera ningún resultado salvo él mismo, que sabe y conoce de lo que es capaz su máquina, preparada con conocimiento mecánico y con pura intuición.

El viaje no es fácil, va en precario, con los ahorros y las ayudas justas. Pero en los EEUU encadena una serie de encuentros con personas tan marginales, o mejor dicho “divergentes”, como él, gracias a las cuales va saliendo adelante hasta llegar a su destino. Y es que su persona es tan llana, sencilla, aparentemente desvalida y carente de prejuicios que se hace querer. Por otro lado, el hombre, con la calma propia de su edad, se muestra francamente apañado e ingenioso. Demuestra saber resolver problemas. No es esta una historia de heroicidades con “empoderadora” música de fondo, ni de triunfador hecho a sí mismo. No, es mucho más sencillo que todo eso. Es la de alguien en el ocaso de su vida que, lejos de dejarse ir a la deriva, se mantiene ilusionado con algo, con un proyecto vital que es un poco físico, nostálgico, mental y hasta cultural. Como quien pinta al oleo o cuida de su huerta y se siente orgulloso del fruto de su quehacer.

La película está muy bien ambientada, es bella de imágenes y agradable de ritmo. Hopkins está fantástico en el papel de Munro. El “atrezo mecánico” de coches y motos, tanto en Nueva Zelanda como en los EEUU, es todo un disfrute para los aficionados a los vehículos de época. Y las tomas de velocidad en el lago salado resultan singularmente llamativas. En resumen, una buena película temática y situacional, con narración dramatizada de unos hechos muy concretos y poco comunes que, adaptaciones aparte, fueron reales. Por lo que hemos ido viendo a lo largo de esta serie de capítulos sobre las motos y el cine, la competición apenas ha hecho acto de presencia. Las carreras no han sido demasiado tratadas por el cine como tema principal. Tampoco en este caso, pues de lo que se trata aquí es del peculiar y concretísimo mundo de los récords de velocidad.

El auténtico Burt Munro con su Indian, "desnudos". (Imagen: newzealand.com)

Los hechos los esquematiza la Wikipedia: “En 1915 ya tenía su primera motocicleta, una Douglas. En 1920 adquirió su Indian Twin Scout por la irrisoria cantidad de 50 libras. Estuvo durante toda su vida modificando y mejorando su Motocicleta Indian. Construyó él mismo en su garaje de forma artesanal muchas de las piezas que usaría en su motocicleta como los pistones, las cabezas de los cilindros y el embrague, utilizando incluso latas de conservas como materia prima”. Y es que andaba justo de dinero porque su pasión lo tenía muy obsesionado. Antes de retirarse tuvo un negocio de motocicletas y se pasaba las noches trabajando en ellas.

Aquí "vestidos". (Imagen: en revistagq.com copyright DR).
 

La película aglutina algunos de los hechos y los integra en único viaje (aunque realmente él llegó a acudir hasta en diez ocasiones a la Semana de la Velocidad de Boneville) y presentándolo como una aspecto más anciano de lo que era. Se toma muchas licencias a la hora de transformar la historia real en ficción. No hay sombra de familia alguna, a pesar de que el Munro real estuvo casado y tuvo cuatro hijos, aunque posteriormente se divorciara. Entre todos sus viajes reales cosechó muchos récords entre los que destacaron el de 1962 (288 km/h con el motor ya ampliado a 850 cm3) y el de 1967 (295,44 km/h con 950 cm3), aunque aquel año le llegaron a cronometrar 305,96 km/h, sin reconocimiento oficial por haberlo logrado en un solo sentido: la mayor velocidad experimentada por una Indian.

La auténtica Indian de Munro posa en un museo. (Imagen: By Sicnag - 1920 Indian Scout Land Speed Record Motorcycle, CC BY 2.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=40645438)

Viendo la película no pude evitar recordar el valor que mi amigo J da a los pilotos autosuficientes. Cómo el dice: “los de antes”. Aquellos que eran sus propios mecánicos. Fueran o no moteros de competición, café-racers, viajeros o simples aficionados a la moto, eran gente capaz de arreglarse ellos mismos gran parte de las averías, preparar sus máquinas y afinarlas a su gusto. Algo francamente difícil de encontrar ahora mismo, cuando los consumidores de objetos hemos accedido al mundo de las motos, y éstas, por evolución tecnológica de sus fabricantes, se han convertido en una especie de complejos mecano-electrónicos inaccesibles o indescifrables, fabricados por robots. Y es que esta película tiene mucha carga de nostalgia motera, de artesanía casera, de grasa, de soldadura y de manos sucias.

La Indian Motor Company es en sí misma una marca para nostálgicos. Fue fundada en 1901 y hasta mediados del siglo XX se erigió como uno de los dos grandes fabricantes de motos de los EEUU junto a Harley Davidson. Sin embargo, en 1953 dejó de producir, y no volvió a hacerlo hasta 1999. Desde entonces hasta ahora, una evolución incierta y fluctuante, con cierres y recompras.

 

“Cerdos Salvajes” (Wild Hogs) 2007. Director: Walt Becker. Reparto: John Travolta, William H. Macy, Tim Allen, Martin Lawrence, Ray Liotta, etc.

Vamos acercándonos al final y esta película, en cierto modo, cierra el círculo. No exactamente porque empezamos con Audrey Hepburn de paquete en una Vespa y vamos a acabar con un viajero solitario en una moto británica. Pero mucho de lo que ha habido en medio ha tenido que ver con paisaje norteamericano, las HD y los Ángeles del Infierno. Y todo ello vuelve a aparecer aquí, cobrando protagonismo.

Esta película fue bastante vapuleada por la crítica en su país. Supongo que no estaría nada bien visto que unos sofisticados expertos hablaran bien de una comedia comercial propiedad de Disney, y que además se cimenta sin disimulos sobre referencias tan épicas como Easy Rider y toda la mística de carretera de los Ángeles del Infierno, desmitificándolo todo. Pero, como tantas veces sucede, una cosa es lo que opinan los críticos y otra bien distinta con lo que disfruta el público. Y en este sentido, la respuesta fue excelente y el rendimiento económico del filme francamente bueno.

Como no soy crítico de cine ni aspiro a serlo, me puedo permitir el lujo de hablar bien de la película. Me entretuvo mucho y me gusto bastante. En mi opinión, tiene un par de capas de atención. Una muy plana y comercial que es la que salta a la vista: comedia “Disney” entretenida, visualmente bonita y bien hecha, y con una trama simple con final feliz. La otra tampoco es difícil de captar, pero requiere rascar un poco más en la cultura motera y, además, pone definitivamente al movimiento forajido original en su sitio: el pasado. Voy a ver si explico algunos detalles de la segunda lectura (para la primera no hacen falta instrucciones).

Fotograma de la película. (Imagen: justwatch.com)

Los protagonistas emprenden un viaje en moto, haciendo realidad una típica quimera soñada por muchos varones de mediana edad de la actualidad. La de hacer un viaje sobre dos ruedas, en plan libre, por alguna ruta abierta, y si es en los EEUU y se llama “sesenta y algo…” ya ni os cuento. Lo hacen en HD y vestidos con atuendos y complementos que en cierto modo imitan las referencias estéticas, actualmente reconvertidas, de la subcultura forajida, solo que ahora comprados en tiendas especializadas. Todos menos uno, que lleva un aspecto más vetusto, de motero europeo de épocas anteriores. No son delincuentes, sino hombres respetables, con buen poder adquisitivo, responsabilidades familiares y profesionales, etc. El punto de partida es pues el juego. Jugar a ser forajidos, pero teniendo claro que están jugando. Como quién juega a piratas, a aventureros, a montañeros, a deportistas de élite, etc. Un comportamiento totalmente extendido en la cultura occidental actual. El “saque inicial” del juego también es un clásico de nuestros días: uno de los cuatro amigos acaba de romper con su pareja y, aunque es evidente que no lo lleva nada bien, trata de convencerse a sí mismo de que sí, y lo viste como de oportunidad ideal para vivir esas aventuras que siempre soñó, y de las que culpa a su acomodada vida de habérselo impedido. Pero claro, no se atreve a quedarse a solas en su estado anímico actual y pretende convencer a sus amigos. Les lía. ¿No os suena? A mí sí. En definitiva, lo que se plantea es un claro ejemplo de crisis de los cuarenta, cincuenta o lo que sea, y el juego elegido para rebelarse es el de moteros. Quizás una de las únicas posibilidades de existencia que le queda a la antigua subcultura de las bandas de forajidos.

Durante su viaje, ocasional pero repetidamente, aparece un personaje que tiene cierto interés. Enseguida os percataréis de ello quienes hayáis leído las partes I y II de esta serie de entradas. Se trata de un policía motorista que también conduce una HD. Su caricaturizada homosexualidad reverdece el ambiguo juego del pasado. Aquella compleja relación amor-odio entre motoristas libres y agentes, que comparten carreteras y modalidad de transporte, pero están en lados casi opuestos del orden social de las cosas (como en Electra Glide in Blue). Y también aquel simbolismo homosexual “exaltado” en Scorpio Rising. Recurso cómico aparte, la presencia de este motorista “cachas”, bucea tanto en la recuperación de iconos del cine motero del pasado, como otros detalles mucho más evidentes lo hacen en Easy Rider, Los Ángeles del Infierno, etc. Lo que en Harley Davidson and the Marlboro Man no acertaron a lograr, lo consigue un producto de Disney apto para todos los públicos (esto último en España).

Como síntesis se podría decir que el resultado completo logra un éxito de público comercializando una subcultura histórica marginal que, desde hace décadas, fue domesticada para su consumo masivo. Es decir, la película vende la estética forajida y no engaña, escogiendo como protagonistas a padres de familia (no todos lo son) con buena cuenta corriente. Salen a jugar y para ello se compran motos caras de la “marca” correspondiente, ropa y complementos ya también comercializados, etc. Los aficionados a las motos en general y a las HD en particular, ya saben de qué va esto desde hace bastante tiempo. La customización “choppera” es un negocio mecánico-artístico y de diseño también madurado y consolidado. El mercado de los componentes (horquillas, estriberas, faros, etc.) lo mismo. Los concesionarios de motos son además boutiques. Bastante más tarde, pero del mismo modo, este fenómeno es algo que ha alcanzado igualmente a la cultura “café-racer”, mucho menos globalizada porque no ha sido tan tratada por el cine. Pero hace ya años que varias marcas, especialmente Ducati, inspiraron en ella algunos de sus modelos, y actualmente BMW ofrece motos con la posibilidad de que el cliente, sin nociones de mecánica, customice y personalice en cierta medida su moto a través de variadas especificaciones estéticas opcionales de compra. A eso me refería antes con aquello de que el fenómeno de las bandas es ya historia. Ahora son clubes. Asociaciones de consumidores de un determinado tipo de motos, aferrados a y distinguidos por unas claves estéticas concretas. Clubes que requieren, en cualquier caso, cierta “entrada”, porque una HD no está al alcance de cualquiera.

Ni siquiera hubiera hecho falta la aparición estelar de Peter Fonda al final de la película, que surge para poner las cosas en su sitio y ratificar que eso del espíritu motero está muy bien, pero que en pleno siglo XXI lo cutre es cutre y la pasta es la pasta.

Que no se me interprete mal. No estoy criticando nada. Sencillamente lo estoy contextualizando en el siglo XXI. Es más, no me gustaría cruzarme con bandas de delincuentes por la calle. Me alegro de que se hayan extinguido. Me da igual que fueran en motos, coches o avioneta. De esos, cuantos menos y más lejos mejor. Simplemente actualizo el fenómeno poniéndolo en su sitio real: el del consumo, el juego cultural para adultos y el de la diversión u ocio de libre elección. Y eso es lo que supo ver la corporación Disney a través de Alta Vista en esta película. Algo que ya anunciaba críticamente Hunter S. Thompson en su libro sobre los Ángeles del infierno en los años sesenta. Y algo que los propios Ángeles del Infierno actuales, sin reparos, cuando se estrenó Cerdos Salvajes, se encargaron de ratificar: la comercialización total de su movimiento.

“En marzo de 2007, los Ángeles del Infierno entablaron una demanda contra Walt Disney Motion Pictures Group, alegando que la película usaba tanto el nombre como el logotipo distintivo del Hells Angels Motorcycle Club sin permiso. Esa demanda se retiró de modo voluntario”. (Wikipedia).

Imagino que tras algún tipo de indemnización económica. Pienso así porque el rosario de demandas interpuestas por la organización de los Ángeles del infierno hacia multitud de empresas comercializadoras de productos ha sido largo desde hace décadas. Y va paralelo a otra retahíla de registros de derechos de imágenes que van incorporando a su patrimonio de “propiedades” culturales. También ellos han sabido pues adaptarse a la cultura capitalista, jurídica, legal, etc.

Con respecto a las motos utilizadas por los protagonistas de la película, fueron aportadas por la propia compañía Harley Davidson. Fueron estos modelos: XL1200C Sportster Custom para Dudley (Willian H. Macy); FXSTS Springer Softail para Bobby (Martin Lawrence); Black Fatboy con rueda delantera cromada para Doug (Tim Allen); y Screamin' Eagle Fatboy para Woody (John Travolta). Allen, destacado aficionado al diseño y bricolaje de la automoción, le dio algunos toques de personalización a su moto. Fue la única de las de los protagonistas que llevaba algo de customización. Lo cual refrenda algunas de las reflexiones anteriormente planteadas. En cuanto al resto, básicamente las monturas de la banda de forajidos que aparece en la película:

“Muchas de las motos utilizadas por la banda Del Fuego, eran choppers customizadas. La moto usada por Jack (Lyotta) luce el logotipo de Orange County Choppers, negocio de Paul Teutul Sr. Con diseño de Paul Teutul Jr. Ambos, hacen algunos cameos en la película”. (Wikipedia)

Dos de las HD de serie de los protagonistas, las más ligeras. (Imagen: IMCDb.org)

La Fatboy de John Travolta. (Imagen: productplacementblog.com)

La chopper "de autor" de Liotta. (Imagen: pngkit.com)
 

“One week”. 2008. Director: Michael McGowan. Actor principal: Joshua Jackson.

Estamos ante una película canadiense alejada de lo comercial. No tiene nada de violencia, ni sexo explícito, ni contenidos que se salgan de los que puedan ocurrirle a cualquier ciudadano normal. Dicho esto, la película es otra “road movie”. Una más. Algo que no debería de sorprendernos. Moto implica carreteras. Y el modo más natural de recorrerlas en el cine es mediante la narración de algún viaje. En este caso hay varios personajes, aunque dos predominan sobre el resto. Uno es el protagonista, un hombre joven y responsable al que le detectan una enfermedad de mal pronóstico, y que se enfrenta a un posiblemente breve resto de vida. El otro, fundamental, es el narrador de la historia, que, por medio de su voz, está presente a lo largo de toda ella. De hecho, la película tiene cuatro recursos que funcionan como constantes de la estructura narrativa cada poco tiempo: tomas de viaje en moto por las carreteras de Canadá, fotos fijas, canciones tranquilas de estilo de cantautor anglosajón y los comentarios aludidos del cronista.

El protagonista, de un modo puramente casual, se embarca en un viaje en moto desde Toronto hasta la costa de British Columbia, atravesando Canadá de este a oeste. Es un viaje de huida y descubrimiento personal con respecto a su enfermedad, su futuro poco prometedor, su vida actual, su compromiso matrimonial, etc. La moto representa el vehículo literal y metafórico de la libertad, del proceso individual y de la valentía de atreverse a hacer algo que nunca había osado ni plantearse. El viaje, como a Alfredo Landa o a Ernesto Guevara, transforma al protagonista. Lo hace progresivamente, de nuevo actuando como proceso. A lo largo del mismo, el motorista encuentra personajes, sitios, objetos y situaciones que afectan a su ser y estar en el mundo.

Me gusta la película. Hay un único drama de fondo, que es el diagnostico que pesa sobre el sujeto. El resto no lo son. O si lo son, resultan menores, habituales para cualquiera de nosotros. Por eso me gusta, porque estoy saturado de héroes y antihéroes espectaculares, dramones exagerados, odios y problemas que se alejan mucho en el tiempo y en la distancia de nuestras realidades cotidianas más próximas. Otro aspecto que me gusta mucho, ya desde una perspectiva motociclista, es que muestra un viaje individual. Estamos ante un motero solitario capaz de viajar y disfrutar plenamente sin el enjambre. Y este estilo es el más habitual en mi práctica viajera, y me apasiona. De tal forma que me siento identificado con bastantes de las sensaciones y procederes del protagonista en lo que respecta a su forma de viajar: pensamientos, ensimismamientos, ritmo, aproximación a la gente, etc. A lo largo de toda la serie de películas elegidas se ha ido pasando alternativamente de bandadas de motos a viajeros solitarios sin, prácticamente, situaciones intermedias. Y puestos a elegir, me siento más identificado con lo individual. En realidad, yo he viajado en moto muchísimo más en pareja que de ninguna otra manera, pero, sea por lo que sea, ese formato apenas aparece en el cine. Es posible que las parejas bien avenidas no tengan interés cinematográfico suficiente.

Protagonista con la Norton Commando. (Imagen: northernstars.ca)

La fotografía es muy agradable, lo mismo que la música, con canciones de tono suave e intimista. De ese particular estilo al que últimamente se han aferrado muchos programas televisivos de factura nacional. Desde un punto de vista de estilo hay otro atributo que me agrada especialmente, aunque pudiera irritar a otros espectadores: el director y guionista opta por recurrir, cada poco rato, a lo que podría calificarse como realismo mágico. Ignoro si tal concepto se estila para hablar de cine, aunque desde luego que se da en esta película. Se emplea para explicar cierto tipo de literatura bastante habitual en las novelas de origen iberoamericano. Son relatos aparentemente reales pero que se encuentran salpicados de situaciones o interpretaciones algo surrealistas, mágicas o fantástica por parte de los personajes. No es magia desmesurada de superpoderes o ficción, sino incorporación de pizcas de sensibilidad fantástica que todos llevamos dentro, a situaciones reales de la vida. Esta película presenta mucha carga en este sentido, lo cual es algo que todos, unos más y otros menos, por muy realistas que sean algunos, llevamos dentro y vivimos en determinados momentos.

El protagonista es un motero inexperto que viaja muy tranquilo. Su viaje sirve también como folleto turístico de un Canadá alternativo, friki e “interior”. Eso también aporta cierto interés. La moto elegida para conducir la película es una clásica británica. Una Norton Commando. El nombre ya parece querer despertar mitología. Hay motos cuyos apelativos resuenan especialmente: Moto Guzzi Le Mans, Triumph Boneville… podríamos mencionar más. Se trata de una bicilíndrica británica de 850 cm3 que ya disfruta de frenos de disco y está montada con asiento deportivo. El modelo concreto creo que es de 1973, uno de los últimos intentos británicos por sobrevivir a su época dorada, ante la ya patente invasión japonesa. La de la película va equipada con manillar normal, propiciando una posición de conducción erguida y cómoda, muy apropiada para unas carreteras mayormente trazadas mediante rectas eternas.

Aquí Jackson está más reconocible. (Imagen: IMDCb.org).

Estoy contento de poder cerrar este capítulo y toda la serie con esta película. Me parece un excelente final. El largometraje me deja buen sabor de boca y muchas ganas de ponerme la cazadora de cuero negro y emprender un nuevo viaje por carreteras olvidadas. ¡Ráfagas!.

Para los pacientes o los entusiasmados, abajo os dejo el enlace a una lista de reproducción que he configurado en Spotify con piezas musicales de la mayor parte de las películas comentadas a lo largo de estas tres entradas. A disfrutar, aunque advierto que en algunos momentos resulta muy ecléctica.

Además, gracias a uno de mis lectores, he descubierto una página de podcast dedicada al cine y las motos. Me ha ocurrido con las tres partes ya finalizadas ¡ya es casualidad, las ramificaciones de la Red son sorprendentes!. También os lo enlazo (https://podtail.com/es/podcast/cinemotografo/). Si además alguien está dispuesto a embarcarse en una búsqueda y captura verdaderamente amplia de películas de o con motos, que se meta en su blog y empiece, con mucho tiempo por delante, a rescatar títulos y reseñas (desde el pasado hasta ahora) en su blog (http://cineymotos.blogspot.com/). Sus dos responsables saben mucho de este tema de las motos en el cine. Lo trabajan tanto a nivel divulgatico (en su podcast) como académico universitario. Tras dar con ellos, encontré un completo artículo suyo: 

Sandra Martínez y Antonio Sanjuan: "Bikes and Movies: A Brief History Of Motorcycle In Cinema". Publicado en CINEJ Cinema Journal (Vlume 3.2, 2014).

Impresionante. ¡Menos mal que me lo descubrieron una vez acabada mi serie! de haberlo hecho antes igual me hubiera echado atrás ante tantas referencias fílmicas. Aunque seguro que no. Al fin y al cabo, más películas para ver y más motivación acumulada para salir a rodar en bicilíndrica...