domingo, 30 de junio de 2019

CRE (LA KLASIKA)


Que en el ciclismo de competición las ascensiones se convierten en el terreno clave para marcar diferencias entre los corredores resulta obvio. Lo aprende cualquier espectador en cuanto se asoma por primera vez al seguimiento de cualquier carrera por etapas, y lo deduce cualquier usuario, en cuando monta en bicicleta por su cuenta. Pero hay otro elemento fundamental que resulta imprescindible para comprender la esencia de la mayoría de las competiciones ciclistas: el aire. El aire es una mezcla gaseosa que está presente en la atmósfera. Como gas, su comportamiento físico es el de un fluido. En lo que aquí nos atañe, ese fluido presenta cierta resistencia a que cualquier cuerpo sólido penetre a través de él, lo atraviese. Dicha resistencia depende de la forma del cuerpo, de su superficie frontal, de la densidad que tenga el aire allí y en ese momento y ¡y esto resulta clave! de la velocidad a la que el cuerpo pretenda atravesar el aire. Y claro, el competidor ciclista pretende hacerlo a la mayor velocidad posible, por lo que, cuanto más elevada es esta, más potencia de pedaleo va a tener que imprimir. O sea, mayor esfuerzo físico y, por consiguiente, mayor acumulación de fatiga.

Pero hay una forma de evitar lo anterior o, la menos, de paliarlo mucho. Y no es otra que “protegerse del aire” agazapado detrás de otro o, mejor aún, de todo un grupo de ciclistas. Lo que popularmente decimos “ir a rueda”. En realidad, no se trata de no entrar en contacto con el aire, sino de aprovechar la “estela” producida en el fluido por los de delante. De forma que el ciclista de detrás disfrute del beneficioso efecto teórico que supondría “formar parte” de un objeto mayor, en el que otro u otros ejercen de porción frontal.

Por eso los ciclistas van a rueda. Por eso existe el pelotón, que a veces se estira, en ocasiones se compacta o incluso dibuja una ondulante hilera en forma de “serpiente multicolor”. Por eso también hay abanicos cuando el viento sopla lateramente. Tan importante es todo esto que durante las competiciones hay acuerdos y jerarquías que se manifiestan en forma de relevos o sacrificios, también discusiones entre escapados, manifiestos y esporádicos comportamientos estratégicos de dejadez, etc. Dentro de toda esa lógica interna del ciclismo aparecen los equipos. Son grupos de corredores que, supuestamente, comparten intereses comunes y responden colectivamente a ciertas directrices tácticas. Y todo esto desparece, y hace cambiar completamente el resultado de la competición, cuando los ciclistas disputan alguna prueba en formato de contrarreloj individual (CRI). Es allí cuando el deportista se enfrenta, él solito, contra el aire, y “se entera” de lo que ello implica.

Las CRI dan también espectáculo. Mucho, aunque diferente. Tienen detractores y fans, e independientemente de unos y otros, forman parte consolidada de lo que es una gran vuelta. Algo que no siempre ocurre con otra modalidad competitiva que, por decirlo de alguna manera, se encuentra a caballo entre la CRI y una etapa en línea: la contrarreloj por equipos. Aquí es el equipo quien se enfrenta al aire. Para hacerlo bien, para sacar el mejor rendimiento posible, el equipo debe utilizar adecuadamente sus recursos. Básicamente, debe organizarse para ejecutar una sucesión de relevos lo más eficaz posible, tratando de mantener la mayor velocidad grupal para la que estén capacitados. Pero, sin perder efectivos (algunos sí, en función del reglamento concreto de cada CRE). En definitiva, se convierte en una expresión de rendimiento ciclista colectivo muy interesante y que algunos grupos bordan, mientras que otros lo ejecutan de mala manera.

Entre los que lo hacen mal se encuentra la gran mayoría de ciclistas populares. Muchos por desconocimiento técnico-táctico y otros por “psicología testosterónica”. Aunque no creo que existan datos estadísticos que permitan demostrar mi anterior afirmación, mi experiencia me dicta que, cada vez que un grupo de ciclistas populares (no profesionales o amateurs competitivos “de verdad”) se reúne y pedalea con la intención de buscar un rendimiento colectivo conjunto, casi siempre pasa lo mismo: que alguien se pone a tirar en cabeza y no se quita de delante hasta que su ritmo baja ostensiblemente, o hasta que otro decide rodar más rápido para adelantarle. Tal modo de proceder es justo el opuesto al debido. Para empezar, el periodo de tiempo en el que un ciclista debería estar delante debe ser breve si se pretende que el grupo ruede rápido y durante bastante tiempo. La posición de cabeza en el grupo debe ir variando cada pocos segundos, de modo que los ciclistas (a ser posible todos los del grupo), cuando pasen por ella, no tengan que mantener esfuerzos de tipo anaeróbico láctico. Teniendo en cuenta esto, el grupo debería mantener una permanente circulación entre sus miembros. Cada poco tiempo, el de cabeza debería hacerse a un lado, dejándose caer por un lateral de la fila, y empezar a pedalear ajustando el momento adecuado para incorporarse al final de dicha hilera, sin tener que hacer ninguna aceleración extra, ni perder distancia de la última rueda. Todo lo más fluido posible. Pero como digo, cuando uno se encuentra compañeros de carretera improvisados, casuales o que, aunque sean conocidos, no han recibido un poco de formación técnica al respecto, la mayoría tienden a hacer lo contrario. Primero, permanecer mucho tiempo delante, como si en ello les fuera la vida, en una especie de alarde “testosterónico” de “macho alfa”. La consecuencia de ello es que cuando alguno de los demás miembros del grupo considera que también él “anda” mucho, es fuerte y tiene ganas de demostrarlo, aprieta el pedaleo para superar (peleando contra la resistencia del aire) al que va en cabeza, para ponerse delante, y así sucesivamente. Del método correcto surge una velocidad de grupo bastante constante y más elevada, porque los miembros están sujetos a menos fatigas causadas por improductivos cambios de ritmo. Del incorrecto (el popular, el habitual) se deriva un grupo que experimenta constantes acelerones seguidos de progresivas caídas de la velocidad, además de mayor fatiga.

A la hora de la verdad, de la realidad, en la competición ciclista de alto rendimiento ha habido equipos muy competentes en la modalidad de CRE. En la década de los años setenta, el equipo profesional Ti-Raleigh se acuñó una merecida fama de equipo especialista en este tipo de pruebas. Lo que empezó como un equipo británico (quizás un intento pionero de lograr crear una escuadra anglosajona capaz de integrarse en el pelotón internacional de la élite ciclista, entonces básicamente europea; algo que realmente no se llegó a conseguir hasta la relativamente reciente irrupción del Sky), pronto se vio metamorfoseado en una escuadra holandesa. Es más, dicho equipo fue el origen del posterior Panasonic. Sea como fuere, el caso es que el Ti-Raleigh se convirtió en el mito de la especialidad CRE. ¿Cómo? Pues alcanzando la victoria en nueve etapas tipo CRE en sus ocho participaciones el Tour de Francia. Lo dicho: una auténtica máquina humana de rodar rápido pedaleando. Una de ellas, en el Tour de 1978, nada más y nada menos que de 153 km de longitud. Pero ojo, que en 1976 ya habían ganado una de 4 km. Vamos que lo mismo les daba corto que largo, en equipo eran imbatibles. De todas las CRE que disputaron en el Tour durante su existencia (11) solo dejaron de ganar en 2.

 
El mítico Ti-Raleigh en acción (Imagen: oli-roadworks.blogspot)

Su sucesor natural llegó en los años noventa en forma de colectivo amarillo (o rosa). El Grupo Deportivo ONCE venció en 21 pruebas CRE. Sus claves fueron contar con un buen y compensado equipo, mucha organización técnica y táctica, tecnología innovadora y… Manolo Sainz. A su director deportivo le costó mucho acceder al cerrado mundo de los máximos responsables de escuadras ciclistas, hasta aquel momento siempre coto privado de exciclistas profesionales que veían con recelo la irrupción de cualquier estudioso en su gremio. Sainz era licenciado por el INEF de Madrid, y eso pronto empezó a notarse. Tanto en su equipo, como incluso en el panorama ciclista profesional internacional. La CRE era una de sus pasiones. Las estudiaba y las trabajaba, de hecho, era un contenido importante de entrenamiento en las famosas concentraciones que en aquella gloriosa época solía organizar. Su trabajo se centraba tanto en la preparación “humana” del funcionamiento del grupo (relevos, cadencias, etc.), como en la permanente búsqueda e innovación para conseguir y aplicar los mayores avances tecnológicos del momento.

 
El GD ONCE dejó muchas imágenes como esta para el recuerdo (Imagen: ABC).

Pero la CRE también ha dejado huella en los Campeonatos del Mundo de Ciclismo. Entre 1962 y 1994 estuvo incluida en el programa de pruebas. Lo hacía bajo un formato muy concreto, exigente y, en mi opinión, espectacular: 100 km contra el crono por equipos de cuatro ciclistas. Especialización máxima. Teniendo en cuenta todo el palmarés de esas tres largas décadas, hay dos equipos nacionales que destacan sobre el resto, dos escuadras que parece se tomaban especialmente en serio aquella prueba, en la que lograron bastante éxito: Italia y la Unión Soviética. Los italianos consiguiendo 14 medallas, 7 ellas de oro, logrando sus mayores éxitos al principio y al final de tan dilatado periodo. Por su parte, los soviéticos lograron otras 14 medallas, aunque en su caso con un par de oros menos. Aunque el perfil habitual de los corredores que formaban parte de los diferentes equipos era amateur, a cambio, la especialización era máxima, pues dicha condición (no profesional) permitía que pudieran dedicarse más plenamente a preparar, durante la temporada, una prueba de estas características. El resultado fue poder admirar “maquinas” humanas grupales muy eficientes en su cometido: azules, rojas, naranjas…

 
El equipo italiano en el Campeonato del Mundo de 1987 (Imagen: Werner Moller, en http://ciclismopassion.com).

Tras el Mundial de 1994 la prueba despareció del programa sin ser sustituida por ninguna otra hasta que, desde 2012, el Campeonato del Mundo de ciclismo ha incorporado de nuevo la modalidad CRE, ahora en formato de equipos de seis ciclistas (profesionales) que disputan recorridos que suelen oscilar entre los 40 y 60 km. Desde entonces no parece haber un equipo especialmente dominante. Aunque el BMC siempre se ha mostrado competente (ha ganado en dos ocasiones el oro, obteniendo medalla en seis), avalando algunos buenos resultados obtenidos en el Tour de Francia, el Omega Pharma, más tarde Quick Step, lo ha igualado en cantidad de medallas, pero superándolo en número de victorias: cuatro.

 
Poderío del Omega Pharma-Quick Step (Imagen: www.cyclingweekly.com)

Dentro del panorama olímpico, la CRE, en idéntico formato de cuatro corredores colaborando para recorrer 100 km a la mayor velocidad posible, formó parte del programa de los JJOO durante el mismo periodo aproximado que existió en los mundiales de ciclismo. En concreto, desde 1960 a 1992. Con la diferencia de que la frecuencia de los mundiales es anual, mientras que la de los Juegos cuatrienal. Al estar considerada, en aquella época, la competición olímpica como un ámbito únicamente reservado para el deporte amateur (nominativamente), muchos de los integrantes de los equipos que acudían a mundiales y JJOO se repetían. Pero, el espaciamiento de los Juegos afecta más a las rachas o coincidencias generacionales, por lo que los resultados de los equipos nacionales estuvieron más repartidos. Italia consiguió el oro en 1960 y 1984, además de un par de platas y un bronce. Holanda logró una buena racha en tres Juegos seguidos 64-68-72, con dos oros y un bronce respectivamente, pero no volvió a aparecer en el podio. Polonia y Alemania resultaron buenos y frecuentes candidatos, y recogieron también algunos frutos. Pero quizás lo más destacable fuera el dominio establecido por el potente equipo “rojo” de la URSS, que encadenó tres oros seguidos en los años 72-76-80, racha interrumpida, ya para siempre, en Los Ángeles 84, donde no participaron a causa de su boicot político.

 
Excepcional foto documental, una de las docenas de ocasiones en las que el equipo de la URSS (¡juvenil!) preparaba las CRE. Está publicada por Nikolai que es uno de los protagonistas (ciclistas) de la imagen (Imagen: https://nikolai.com.au)

Puestos a rebuscar en la historia del ciclismo, si hay algún equipo que merece ser recordado, yo escojo el de los hermanos Petersson, también conocidos como los Faglum Brothers. Este cuarteto de hermanos (Gösta, Sture, Tomas y Erik) constituyó el equipo nacional sueco de CRE durante unos cuantos años, y lo hizo demostrando una superioridad incuestionable. Ganaron el Campeonato del Mundo durante tres años seguidos (67-68-69), además de dos medallas olímpicas en la misma especialidad: una de bronce en 1964 y otra de plata en 1968. ¡Impresionante!. De entre ellos, el más destacado ciclista fue Gösta, que tardíamente (a los 30 años), pasó al profesionalismo junto con sus hermanos. Era el año 1970. Aquella temporada hizo quinto en el Giro y tercero en el Tour, detrás de un intratable Merckx y un competente Joop Zoetemelk. Aquello no fue una casualidad, pues al año siguiente, aprovechando las luchas intestinas entre Felice Gimondi y Gianni Motta (sin que ello suponga restar merito alguno a su capacidad) se hizo con el Giro. Un Giro aquel en el abundaron tanto las estrellas individuales, las gestas y los erráticos rendimientos de muchos corredores importantes, que acabó ofreciendo un palmarés de lo más singular. El segundo en la general fue Herman Van Springel, todo un “clasicómano” que ya ha aparecido anteriormente en este espacio. La clasificación por puntos ofreció todo un cuadro de honor con Marino Basso en primer lugar, seguido por Patrick Sercu (“El Rey de la pista”) y Felice Gimondi. Y aunque por equipos ganó un Molteni sin Merckx, el Kas estuvo combatiendo cuanto pudo, ganando tres etapas a título individual, y encaramando al Tarangu como Rey de la Montaña. Vamos, que al sueco no se lo regalaron, ni mucho menos. Lo de los hermanos Petersson parece una historia de película. De esas que ofrecen posibilidades para ser adornadas con mucha carga emotiva. Sin entrar en ese tipo de conjeturas, lo que si parece plausible es que un más que probable entendimiento fraterno en aquel equipo, bien pudo aportar cierto plus de camaradería, coordinación, compenetración casi instantánea, etc. Cualidades, todas ellas, que parecen adecuadas para mejorar el rendimiento en pruebas del tipo CRE.

 
Los cuatro Faglum brothers posando sonrientes con sus chándal de la época, sus gorras y sus clásicas bicicletas (Imagen: wikipedia).

 
Gosta Petersson triunfafor del Giro (Imagen: capovelo.com)

La razón de que esté dedicando este capítulo a esta disciplina es porque en una ocasión relativamente reciente viví la experiencia de participar en un evento de ese tipo. Fue en la Klasika Marino Lejarreta. Se trata de un evento “cicloturista” que se completa en formato de CRE. Parece que empezó como una reunión deportiva para excorredores profesionales que, ante el éxito de público y seguimiento, acabó abriéndose a otros aficionados al ciclismo de carretera. Cuando nosotros participamos, en 2018, aquella era su cuarta edición. La “carrera” presenta un recorrido de casi 32 km, que incluye un pequeño puerto a mitad de camino. El evento está cuidadosamente organizado. Tomar parte en él es una auténtica gozada, y permite experimentar unas vivencias ciclistas tan únicas, que difícilmente podrían ser encontradas en casi ninguna otra parte.

Villafranca de Ordizia está volcada en el ambiente y ejerce de localidad de salida y llegada. Todo está estupendamente organizado allí. Destaca un gran “set” de animación por el que pasan todos los equipos en un constante acto de presentación, durante el cual son fotografiados y se les hacen algunas preguntas. El control horario es escrupuloso y el protocolo de competición, con la “cámara de espera” incluida, resulta de lo más profesional. El plantel de equipos es excepcional, sobre todo desde una perspectiva de la mitomanía y la leyenda ciclista, pues son muchos los equipos plagados de corredores que fueron profesionales del máximo nivel. Para ellos es una fiesta activa y se nota que se lo pasan tan bien o mejor que el resto de participantes anónimos. El recorrido, en formato de bucle por carreteras en muy buen estado, está perfectamente protegido de posibles incidencias de tráfico. A cada equipo se le asigna una moto de la organización que va “limpiando” la ruta, a una distancia suficiente como para que sirva de guía y mantenga una “cápsula” de seguridad, pero no aporte ventaja aerodinámica. Además, por detrás, cada equipo puede contar un vehículo autorizado propio que ejerza de coche de equipo, con su propio “director deportivo”. Todo ello muy bonito, muy real y muy ilusionante. Los equipos están compuestos por cinco miembros, y además de lo comentado de los corredores famosos, por allí pueden verse equipos muy bien uniformados con colecciones de bicicletas ultra-modernas de muy alto rendimiento y con mucha tecnología aplicada.

Nuestro coche de equipo.


Equipo al completo: Ángel (Director Deportivo), Javier, Carlos, José, Alejandro y Luís Alfonso, entrevistados en el acto de presentación (Imagen: Iñaki Lopetegui).

Hasta ahí todo normal. Bueno, de normal nada porque ya digo que se trata de un evento único o casi. Lo que pasa es que nuestra participación aderezó la situación con un poco de aire retro, y en eso hemos sido realmente pioneros, al convertirnos en el primer equipo de la historia de la Klasika en participar con bicicletas e indumentaria vintage. Cuando hablo de nosotros, en plural, me refiero a un equipo que bajo el apelativo de “Cofradía Velocipédica”, formamos Javier (verdadero ideólogo y promotor de la idea), Alejandro, Carlos Cobo, Luís Alfonso y un servidor. Todos nosotros aficionados al ciclismo antiguo, y participantes habituales, esporádicos o pasados en diferentes eventos de ciclismo retro, nacional o extranjero. Nuestra preparación previa para la ocasión fue absolutamente inexistente, lo único que hicimos de antemano fue apuntarnos, quedar allí y decidir el maillot que llevaríamos, que finalmente fue uno de punto que teníamos todos y que había sido confeccionado para la “Carrera de Estafetas Valladolid-Madrid” (III Rememorativa de la Cofradía Velocipédica).

Personalmente viajé de víspera (bastante tarde) con Carlos Cobo, y cenamos y pernoctamos en un alojamiento rural situado a pocos kilómetros de nuestro punto de encuentro. A la mañana siguiente, tras los consabidos saludos, abrazos y demás, preparamos las bicicletas y los atuendos, dejamos nuestros enseres más básicos en el “coche de equipo” (un Ford de Javier, totalmente decorado para la ocasión) y… nos pusimos el chubasquero. ¡Sí, lamentablemente llovía! Y a ratos mucho. Javier había liado a un amigo para ejercer de ilusionado director deportivo. Ángel asumió el papel, y según confesaría al finalizar el evento, se lo pasó en grande. En el coche lo acompañaban Isabel y Marta, excelentes animadoras. Faltaba bastante tiempo para la hora de nuestra salida pero nos fuimos, pedaleando, hasta el centro del sarao. Yendo fue cuando nos cayó el que afortunadamente sería único chaparrón del día que nos pilló en bicicleta. Deambulamos por allí viviendo el magnífico ambiente, contándonos novedades, enterándonos de todo, etc. Y, sobre todo, atendiendo a la gran cantidad de aficionados que venían a saludarnos, con sincera admiración, a causa de nuestro aspecto. Hay que reconocer que nos sentimos muy apoyados y reconocidos. Seguramente porque, al ser los únicos, llamábamos la atención de un público que, además, se notaba que entendía de ciclismo. Del de ahora y del de siempre. Anduvimos protegiéndonos de la lluvia y del frío, según en qué momentos. Luego acudimos a la tarima y después nos colocamos en la “cámara de llamada”, que era un pasillo vallado por detrás del arco de salida. La megafonía explicaba todo, daba detalles y se recreaba. El público llenaba los alrededores y animaba mucho. Y allí nosotros todo dignos, estéticamente compuestos, pero sin calentar y sin haber acordado plan técnico alguno.

La "Cofradía Velocipédica" a punto de tomar la salida (Imagen: Iñaki Lopetegui)

Total, que nuestro desempeño fue el mismo que se podría esperar de un grupo de globeros ejecutando, con pasión pero sin conocimiento, una CRE. Como no llovía pudimos lucir los maillots, y salimos a tope con algunos tirando por delante de manera sostenida y sin relevos. De hecho, era tal la velocidad, y tan urbano el primer tramo, que resultaba difícil mantener la fila sin cortes. Entre otras cosas porque el trazado de rotondas y esquinas urbanas resultaba delicado al estar el asfalto mojado. Solo al cabo de algunos pocos kilómetros, ya en carretera, logramos ejecutar algo que se podía parecer un poco a una dinámica de relevos, aunque eso sí, casi siempre por el método de “aquí estoy yo ahora”, en vez del de “ahora pasa tú, que a mi me da la risa” (si alguien no entiende a qué me refiero que relea los primeros párrafos de esta entrega). En cualquier caso, aquello estaba resultando muy divertido y emocionante. Y a ratos lográbamos mantener velocidades bastante altas, especialmente para nuestra edad y para la de nuestras bicicletas. Así fue hasta que viramos hacia la derecha y afrontamos la ascensión al puerto, a partir de ese momento el grupo se desintegró, acogiéndose a la conocida estrategia deportiva de “sálvese quien pueda”, es decir, que cada cual subiera a su ritmo. Aquello supuso que todos ascendiéramos bastante separados entre nosotros, aunque recuerdo haber coincidido a ratos algo con Carlos Cobo. Personalmente disfruté bastante de la escalada, me pareció llevadera, y con el aspecto que llevábamos provocamos importantes y emotivas aclamaciones del público que se encontraba diseminado en aquel tramo. Nos decían aquello de “vosotros sí que tenéis mérito”, “esto es ciclismo de verdad” o cosas parecidas.

Luis Alfonso en plena ascensión sobre su Peugeot (Imagen: Iñaki Lopetegui).


José y Carlos con sus Alan y  Peugeot respectivamente (Imagen: Iñaki Lopetegui).


Javier sobre una Marotías  (Imagen: Iñaki Lopetegui).


Alejandro y su pesada bicicleta japonesa (Imagen: Iñaki Lopetegui).

Alcanzada la cota superior, tocó esperar descendiendo muy despacio para que todo el grupo se reuniera de nuevo. Lo conseguimos justo cuando acababa la bajada, y, a partir de entonces, volvimos a agruparnos, sin tampoco demasiado orden, para dar cuenta de los últimos kilómetros, los cuales, por cierto, supieron a gloria. Aunque nuestro objetivo no tenía nada que ver con rendimiento alguno (por razones obvias), hay que señalar que lo peor de todo fue comprobar que desperdiciamos muchísimo tiempo en el descenso.

La llegada era un callejeo vallado algo sinuoso con multitud de público a ambos lados del trazado. Y al final, otro arco en plena meta. Lo que vino después no debió de estar muy lejos de lo que les pasa a los equipos de verdad: mucha gente quería que posáramos para ellos en formación. Nuestro atuendo estaba triunfando. Hasta en un momento dado, una chica nos pidió permiso para que la fotografiasen con nosotros, y cual fue nuestra sorpresa al comprobar que al acompañante al que entregó su cámara y “ordenó” hacer la foto, era el mismísimo Joseba Beloki ¡el mundo al revés!. Antes de adecentarnos un poco estuvimos disfrutando de las llegadas de los equipos en los que más famosos había enrolados, los cuales, habían sido programados para que fueran llegando al final. Vi a varios exciclistas cántabros conocidos a los que más tarde saludé. Por supuesto muchísimos vascos de todas las épocas. E incluso los míticos Pavel Tonkov y Raimund Dietzen estaban alineados en sendos equipos.

[...] y ya puestos, aprovechamos también nosotros y nos hicimos una foto con Beloki.


Raimund Dietzen recién llegado a meta.


Abraham Olano homenajeado.

El evento culminó con una masiva comida organizada en un frontón cubierto. Pese a ser cientos de comensales, fuimos tratados como suele ser norma en el País Vasco: comimos mucho y de excelente calidad, y, todo hay que decirlo, con vajilla y cubertería “de verdad”, además de regar el menú con sidra y buenos vinos. ¡Muchísimas gracias!.

El balance de la experiencia tiene, necesariamente, dos lecturas o niveles de valoración. Por un lado, uno más privado, nuestro, que se corresponde con lo que la experiencia y nuestro modo de vivirla supuso para el grupo de amigos. El veredicto fue unánime: estupendo, nos lo pasamos genial haciendo lo que, en el fondo, más nos gusta: jugar a ser ciclistas, solo que, en vez de con chapas o figuritas flacas en bicicleta, montados sobre las nuestras y rodeados de la flor y nata, los verdaderos protagonistas de ese ciclismo que tanto nos hizo vibrar en el pasado a través de la televisión. Desde otro punto de vista, más “público”, y por lo tanto más racional y pretendidamente objetivo, mi opinión con respecto al evento, su organización, su diseño, su carga emotiva, su atractivo, sus servicios, la presencia de público que ofrece, la seguridad, etc. no tengo dudas en cómo calificarlo: ¡perfecto! No solo no le falta de nada, sino que además, todo lo que ofrece y propone, lo lleva a cabo de modo eficaz y agradable. ¡Mi más sincera enhorabuena! Ánimo y a seguir así.

Algunas referencias relacionadas:

https://www.podiumcafe.com/2016/4/29/11539394/heroes-of-the-giro-g-sta-petersson

domingo, 16 de junio de 2019

VENTOUXMAN


Dentro del patrimonio cultural del ciclismo hay montañas (cumbres o puertos, que para el caso que nos ocupa hoy aquí es lo mismo) legendarias. Hay decenas de ellas que pueden recibir la consideración de importantes, respetadas, históricas o algunos otros calificativos que les den valor. Pero si lo que pretendemos es seleccionar unas pocas, un puñado de ellas que podamos, como quien dice, enmarcarlas dentro de un cuadro de honor legendario especial, el Mont Ventoux tendría que, forzosamente, figurar entre ellas. Cualquier ciclista que se precie, si es de esos que disfrutan de practicar el ciclismo de carretera y además es seguidor de los principales eventos mundiales de este deporte, y no digamos si también cultiva un poco de nostalgia cultural del mismo… ¡tiene que ascender al Mont Ventoux alguna vez en la vida!. Algo que, quizás, no le resulte fácil. Y no lo digo por la dureza de la ascensión, que objetivamente lo es, sino por la localización de esta montaña, que está plantada en un sitio… como a desmano de casi todo. Salvo para los habitantes del nordeste peninsular, al resto nos queda bastante lejos, y, además, ya puestos a desplazarnos unos días, con la bicicleta a cuestas, con la intención, por ejemplo, de ir a coleccionar unas cuantas ascensiones famosas de los Alpes, resulta que encontraremos tantas allí y tan concentradas, que el Mont Ventoux vuelve a quedarse a desmano de ese objetivo. Siempre queda la solución de intentarlo a la ida o a la vuelta de algún viaje de ese tipo, pero la verdad es que, en mi caso, al ajustar tanto los planes de viaje, nunca me había encajado. Por eso, incluso llegué a pensar que quizás nunca lo subiría.

Sin embargo, no ha sido así. De modo insospechado llegó un día en el que me encontré escalando esta montaña con mi bicicleta, algo que contaré un poco más adelante. Porque antes, no está de más recordar algunas pinceladas sobre el Mont Ventoux. Se trata de una especie de pirámide que está ahí plantada en medio de la Provenza. Ajena a cualquier cadena o sistema montañoso. Es una mole calva que se puede distinguir perfectamente desde kilómetros de distancia, pues está rodeado de suaves tierras de poca altura. Quizás por eso llamó la atención de Petrarca, quien decidió subir hasta su cumbre, por la sencilla motivación de poder admirar las vistas que la montaña promete, y quién sabe si quizás, un poco también, por el reto… Por eso algunos consideran al humanista uno de los padres del montañismo. Su calvicie es obstinada. La del Ventoux, no la del italiano. La montaña está toda ella tapizada de una densa masa arbórea, excepto en su cúspide. A partir de una altura más o menos determinada (varía en función de la orientación de la ladera), unos 1500 metros (por decir algo), la vegetación desaparece completamente, sustituida por un casquete calcáreo de piedras blancas. Desde cerca, cuando estás allí, efectivamente parece lo que los comentaristas que retrasmiten cada verano el Tour por televisión reiteradamente cacarean: un paisaje lunar. Por el contrario, desde lejos da más bien la impresión de que la montaña está cubierta por un casquete de nieve que permanece de forma perpetua en su cúspide.

 
Imagen aérea de la cima del Mont Ventoux (Imagen: F. Lochon).

La montaña en cuestión reina sobre la Provenza, al sur de Francia. Una comarca magnífica para ser recorrida en bicicleta. No en plan de pelear contra cordilleras y puertos, sino de hacer kilómetros de carreteras muy bonitas recorriendo paisajes encantadores, pueblos preciosos, campos cubiertos de viñas o plantaciones de lavanda, etc. Por si fuera poco, por regla general, en la Provenza suele hacer buen tiempo. Y hay mucho que visitar cuando uno deja la bicicleta y pretende descansar, por ejemplo, visitando las múltiples muestras arquitectónicas que la civilización romana dejó por allí. Como el Point du Gard, un gran acueducto romano que se levanta sobre el río Gardon. La obra la conforman tres niveles de arcos de diferentes tamaños, que en total alcanzan una altura de 49 metros y una longitud de 275. En cualquier caso, para la mayoría de los potenciales visitantes, pues de esto gustamos disfrutar casi todos, la gastronomía de la zona es deliciosa y sus vinos de gran calidad.

El referido monte plantea tres posibles ascensiones, aunque una de ellas, la de la vertiente sur, desde Bédoin, es la que acapara toda la fama y la mística ciclista. Por ese itinerario, se han de superar 1.610 metros de desnivel en 22 km de recorrido. Esta subida es, además de la más famosa, la más difícil (en ciclismo deportivo, una cosa suele llevar a la otra). El perfil ofrece una pendiente media del 7,6 %, pero ese no es un dato descriptivo fiable ya que la ascensión es bastante llevadera hasta Saint-Estève, pero, a partir de allí, quedan 16 exigentes kilómetros a un porcentaje medio del 10 %. Por si ello fuera poco, en el Mont Ventoux pueden darse un par de condiciones ambientales complementarias que, de presentarse alguna de ellas, dificultarán todavía más la escalada del ciclista. Una es calor, que cuando aprieta por aquellas latitudes, lo hace a conciencia; y la otra es el mistral, o cualquier otro viento, que, como el propio nombre de la montaña sugiere, si le diera por soplar, no dejaría a nadie indiferente y podría acabar con las intenciones del ciclista.

Hasta este momento, el Mont Ventoux ha sido escenario de paso o final de etapa en el Tour de Francia en quince ocasiones. Y puede sentirse orgulloso (si es que podemos hablar así de una montaña) de no “haber dejado” a ningún corredor repetir triunfo en su cumbre (triunfo de etapa o de coronación del alto). Su historia en el Tour abarca desde el año 1951 hasta la actualidad. Entre quienes lo han coronado en cabeza durante alguna etapa del Tour figuran varios ciclistas muy ilustres, algunos de ellos grandes campeones que, en aquel u otro momento, podían ser considerados como los mejores corredores del momento en el mundo. En este palmarés de los quince escaladores destacados aparecen tres españoles. Juan Manuel Gárate coronó en primer lugar en el año 2009. El “Relojero de Ávila”, el siempre simpático Julio Jiménez, pasó por allí en primer lugar en 1967, en una edición en la que sucedieron muchas cosas, tanto en Tour en general, como en el Mont Ventoux en concreto.

 
Julio Jiménez, camino de coronar en cabeza. (Imagen: Jim Kohlemberger en pinterest).


Julio Jiménez ascendiendo, fotografiado desde otro ángulo. (Imagen: Le Miroir des Sports).

Aquel fue uno de los años en los que el Tour se corría por equipos nacionales y no por grupos deportivos. La gran vuelta la ganó el francés Roger Pingeon, que consiguió el maillot amarillo en la quinta etapa y ya no se lo quitó de puesto. Pero Jiménez debió de andar muy fino y combativo pues, aunque no llegó a ganar en ninguna etapa, acabó el Tour en segundo lugar, y se llevó el Gran Premio de la Montaña. La etapa en la que la carrera pasaba por el Mont Ventoux era la decimotercera, coincidiendo con un trece de julio. A Tom Simpson, que era un excelente ciclista, se le juntaron demasiados ingredientes que acabaron generando un desenlace fatal. Por un lado, atravesaba un episodio de infección estomacal que le tenía algo mermado físicamente. Pero tal desventaja no pareció reducir ni un ápice su ambición combativa, pues intentó atacar tempranamente en las primeras rampas de la ascensión. Quizás es que tenía mucha confianza en el efecto que la importante carga de anfetaminas que se había dispensado pudiera aportarle. Según parece, el “cóctel químico” iba aderezado también con alcohol, y a todo ello hay que añadir que aquella fue una jornada extremadamente calurosa. El resultado acabó en una hipertermia y deshidratación con colapso sistémico que fue puesto en escena, involuntariamente, de un modo tan dramático, que acabó pasando a la historia del ciclismo para siempre. Por aquellas rampas de los últimos kilómetros de la ascensión se le vio evolucionar dando eses. Deliraba y sufrió una primera caída, pero exigió que le volvieran a aupar sobre la bicicleta, con la que continuó pedaleando algunos cientos de metros más hasta caer inconsciente y, tristemente, morir, sin que ni los intentos de reanimación ni una evacuación en helicóptero pudieran poner remedio al suceso. De todo aquello queda un recuerdo físico en forma de monumento discreto, colocado en la ladera del margen derecho de la ascensión, en pleno tramo al que suelen llamar “paisaje lunar”, caracterizado por la total ausencia de vegetación, y por el potente reflejo de luz que genera una superficie pedregosa muy clara.

Lo que le pasó a Simpson sigue ocurriendo. No en las grandes carreras, en las que los corredores disponen de una potente cobertura médica, pero si en el seno del deporte popular. Parece mentira, especialmente porque pensar en los Tours de los años sesenta nos puede dar la sensación de estar retrocediendo en el tiempo hacia épocas poco desarrolladas desde un punto de vista deportivo. Sin embargo, lo que ocurre ahora es que son millones de personas las que salen a completar o ¡disputar! todo tipo de eventos deportivos de larga duración y perfiles cada vez más exigentes, algunos de ellos en condiciones ambientales francamente duras. Maratones, “ultras”, trails, triatlones… corriendo, en bicicleta, nadando… se han puesto de moda y atraen a multitudes de todo tipo, preparadas o no, e incluyendo cada vez más gente de edades significativamente avanzadas. El problema radica en que dentro de este novedoso escenario hay algunos que, mal aconsejados, poco informados o simplemente dispuestos a todo con tal de superar un reto que se les hace muy costoso, se aventuran en una suplementación farmacológica que puede volvérseles en contra. Y no me refiero al dopaje en el seno del deporte popular, que también lo hay, sino al nefasto efecto que el consumo de antinflamatorios y analgésicos puede provocar cuando este tipo de situaciones se convierten en extremas. Lo digo porque estoy sensibilizado con el asunto, ya que no hace mucho he conocido un caso bastante cercano que, aunque afortunadamente acabó bien, estuvo muy cerca de haber terminado en desgracia.
Aquel día en el Mont Ventoux Tom Simpson vestía el clásico maillot blanco y negro de Peugeot. El que incluía una franja horizontal en el pecho con diseño de damero de ajedrez. Un maillot que acabó convertido en toda una referencia del ciclismo clásico. Similar al que llevaba puesto Bernard Thévenet en el Tour de 1972. En aquella edición, el francés sufrió una caída en un descenso, y llegó a perder la memoria temporalmente, pese a ello, una vez recuperado, optó por continuar en carrera (algo tienen los grandes ciclistas, que siempre lo hacen). Y lo que son las cosas, cuatro días más tarde llegó la etapa con final en el Mont Ventoux ¡y la ganó!.

 
Thévenet tensando la cadena a tope, en pos de la victoria en la cumbre. (Imagen: Rouleur).

Dos años antes (1970) hubo otro corredor que también ganó una etapa del Tour que finalizaba en el Mont Ventoux. Un hombre que aparece prácticamente siempre, en cualquier clasificación o palmarés de importancia ciclista, busquemos lo que busquemos, aunque lo hagamos con diferentes tipos de criterio de valoración. ¿Quién? Pues quién iba a ser… Eddy Merckx, que además ganó la carrera, la cual supuso el segundo de sus cinco Tours. En cualquier caso, tampoco para él supuso un paseo, pues una vez arriba, al parecer perdió el conocimiento y le tuvieron que aplicar una mascarilla de oxígeno para que se recuperase del esfuerzo
 
Pero en 1974, el poderío de Merckx ya no fue el mismo. El Tour presentó una larga etapa con paso por el Ventoux. Fue la decimosegunda, de 231 km, entre Savines le lac y Orange. Había bonificación de tiempo para el corredor que coronase en primer lugar y aquel fue el  cántabro Gonzalo Aja, toda un revelación en aquel Tour, en el que corría con los colores del KAS. El bravo ciclista se mantuvo como segundo clasificado de la general durante siete jornadas hasta que lo derribaron en otra etapa de montaña que finalizaba en Saint Lary, cinco días antes del final de la ronda. Cuentan algunas fuentes que el derribo fue de lo más sospechoso. Fue causado por un ciclista belga, en plena etapa de montaña con final en alto, con Aja situado a un minuto y medio del líder en la clasificación general: precisamente Eddy Merckx. A raíz de aquello, el español acabó el Tour en quinta posición. Así se escribe la historia, y el Tour, de "esas" tiene muchas. Alguien con buena pluma y ganas de documentarse a fondo, debería contarnos bien la decimosexta etapa, la de Saint Lary. Pero tratando de recopilar información de fuentes diversas y no del “rodillo francés oficial”. Aquel día había cinco puertos de montaña, incluyendo el final en alto. Dos menores, pero tres contundentes. Fue la quinta victoria de Merckx en el Tour, pero en aquella ocasión no demostró el poderío de costumbre. Además del mencionado “torpedeo” a Aja unos días antes en Ventoux, en Saint Lary el belga fue atacado por Poulidor, que acabó venciendo en la etapa (sacando al líder 1min 49”), y por Vicente López Carril, que también “metió” más de un minuto al Caníbal.

Gonzalo Aja en el Tour de 1974: ¡atacando!, algo que no dejó de hacer hasta que lo derribaron, provocándole una fisura en el sacro.

El resto de corredores de la historia del ciclismo que lograron coronar en cabeza el Mont Ventoux y además ganar el Tour en la misma edición fueron tres. Luison Bobet pasó el primero en una etapa de 1955. No lo hizo vestido de amarillo, pero acabó ganando aquella etapa que finalizaba en Aviñón, así como la clasificación general de la carrera. El luxemburgués Charly Gaul tampoco coronó de amarillo. Ganó en formato de cronoescalada. Y aquello pudo haberse tomado como un aviso, ya que, en la anteúltima etapa, una CRI de 74 kilómetros, volvió a imponerse, y fue cuando se enfundó por primera vez el maillot amarillo. Lo justo para estrenarlo al día siguiente, el último de la carrera, en París. El tercero en cuestión es mucho más reciente. Chris Froome ganó la etapa que finalizaba en el Mont Ventoux llevando ya varias jornadas vestido de amarillo y con el Tour bastante encarrilado. Aquella fue la primera victoria de su vida en la general de la ronda gala. El comienzo de un largo periodo de dominio sobre la prueba. Aunque quién sabe, si le preguntamos por esta montaña, él quizás tenga otro recuerdo más presente: lo que sucedió en la etapa de 2016. Aquel día llegó a meta a 6 minutos y 45 segundos del vencedor, aunque finalmente no se le aplicó tal diferencia. Lo que allí ocurrió fue una de esas sucesiones de chapuzas con las que, muy de vez en cuando, nos sorprende el Tour. Era festivo, el día de la fiesta nacional, algo que los franceses se toman infinitamente más en serio que nosotros. Así que las cunetas de la carretera que discurre por la montaña se pusieron hasta arriba de gente. Si ya de por sí la mayor parte de los puertos de montaña del Tour se atiborran de gentío, aquel día hubo tanta como el que más. Y la densidad de personas por metro cuadrado se debió ver incrementada a partir de que la organización de la carrera decidiera recortar la ascensión por exceso de viento en la cumbre, situada a 1914 metros de altura. Así pues, en aquella edición no habría vencedor “fetén” en el Mont Ventoux, y no habría paso por el “paisaje lunar”, pues la línea de llegada quedó situada a la altura del Chalet Reynard, a unos 6 kilómetros de la cumbre (1215 m de altura). Total, que todo el público que se había instalado, o pensaba hacerlo en la parte superior, cambió de planes e intentó ubicarse en los tramos anteriores de la ascensión, por lo que el tumulto debió ser importante. Sea por esa razón o simplemente porque algún día tenía que pasar, el caso es que cuando Froome ascendía en una tripleta perseguidora, mientras se iba abriendo el amenazante mar de gente, hubo una caída por el contacto entre uno de los corredores con una moto de la organización. Los otros dos corredores se levantaron y pudieron continuar, pero a Froome se le había estropeado la bicicleta. Ante tan repentina y estresante situación, y sin el coche de equipo accesible, el maillot amarillo optó por echar a correr cuesta arriba. Poco después le pasaron una bicicleta que no casaba con las calas de sus pedales, y solo algo más tarde pudo recibir una adecuada con la que alcanzar la meta. Más tarde vino el reajuste, toda esa sucesión de decisiones y justificaciones, que básicamente consisten, desde siempre a lo largo de toda la historia del Tour, en que sus responsables hacen lo que les da la gana, de modo unilateral, con tal de salvar la cara a su carrera. No es que Froome no se mereciera ganar ese Tour, lo que ocurre es que solucionando el asunto como se hizo, hubo algunos corredores que, sin tener culpa de nada, salieron perjudicados, y en otras ocasiones (muchas) dependiendo quién salga perdiendo, los criterios de las decisiones cambian. Pero en el Tour lo tienen claro: ¡si no te gusta o no estás de acuerdo, no vengas!.

 
Chris Froome en plena carrera desesperada. (Imagen: AFP / Stephane Mantey).

Con todos estos antecedentes históricos, para todo buen aficionado al ciclismo y al Tour, digamos que la ascensión al Mont Ventoux apetece. Pero ya he dicho que no estaba en mis planes hasta que un día mi amigo (y cuñado) Bernardo, como acostumbra a hacer, me lio. No para subir al Mont Ventoux, sino para participar en el Ventouxman, que es lo mismo, pero con un par de “recados” añadidos. Uno antes y el otro (y esto es lo grave) después. El Ventouxman es un triatlón de media distancia. Lo que popularmente se conoce como un medio Ironman. Pero en realidad es mucho más, porque en vez de plantear un segmento de bicicleta llano, o equilibrado en formato de circuito, programa el ascenso al Mont Ventoux desde Bédoin, y lo hace colocándolo al final de dicho sector, es decir, sin siquiera tener la deferencia de incluir su descenso completo en la prueba. Por simplificar, el cometido era nadar 2000 metros en un lago, pedalear durante 90 km (gran parte de ellos llanos o levemente ondulados, hasta iniciar la famosa ascensión, coronar y descender apenas 6 kilómetros por otra vertiente), y correr medio maratón (21 km) por un circuito de montaña con constantes desniveles. “Casi nada”, toda una paliza. Aunque eso sí, con un plan pre y post vacacional de lo más agradable en plena Provenza. En definitiva, que allí nos reunimos de nuevo, los tres amigos que tiempo atrás lo habíamos hecho para divertirnos en el triatlón de Mimizan, paro ante un reto de mucha mayor enjundia: Vianney, Bernardo y yo.

El evento estuvo bastante nutrido de participación, nos debimos juntar unos 700 triatletas aproximadamente. La organización de la prueba fue excelente, aunque nosotros no necesitamos comprobar la solución del retorno al punto de partida porque disfrutamos de acompañamiento. Tuvimos mucha suerte con el tiempo porque no hizo calor, ni viento. Llovió un poco en el corto descenso final en bicicleta, y algo más durante algunos periodos del segmento de carrera a pie. Como sigo sin ser un verdadero triatleta, no hubo novedades en mi material, conté con mi traje de neopreno multiusos adquirido hace ya muchos años en una gran superficie, y le puse un acople prestado a esa bicicleta de carretera que tengo desde 1991 y que finalmente, ahora mismo, estoy jubilando definitivamente, conservando únicamente su cuadro como recuerdo sentimental. Aunque eso sí, para la ocasión la doté de una corona descomunal en la rueda trasera.

La natación estuvo bien. Se realizó con salida desde el agua en dos grupos separados por algunos minutos de diferencia. Aunque había espacio de sobra, la habitual e incómoda situación de tener que nadar en medio de un tumulto humano en el cual ¡siempre! hay individuos que se orientan fatal, se prolongó durante bastante tiempo. Pero el lago no tenía ni corrientes, ni oleaje, y las cercanas orillas facilitaban la orientación. Así que al cabo de un rato pude nadar relativamente a gusto, sin excesivo desgaste y con “cabeza”, saliendo del agua en una posición más que digna, dispuesto para afrontar el segmento ciclista que, en este caso, sin discusión, era la estrella del evento. Ni que decir tiene que, de entre los cientos de bicicletas que, de víspera, habían quedado custodiados en la zona de boxes, la mía era una de las tres o cuatro más cutres y obsoletas. La máquina está ya tan fuera de lugar que algunos participantes me sonríen con condescendencia imaginando que participo con una clásica… ¡si ellos supieran!. Quizás ya la podríamos considerar como tal desde la perspectiva del triatlón, pero desde una óptica ciclista en realidad no lo es. Se queda más bien en bici vieja y cochambrosa. Suficiente como para participar en este tipo de actividades eventuales. En cuanto a lo que vi por allí, lo vuelvo a repetir (ya lo he escrito varias veces en entradas antiguas), el ciclismo actual, y no digamos el triatlón, se han convertido en sendos nichos de mercado consumista donde la carrera por la adquisición de las máquinas más innovadoras y tecnológicamente avanzadas parece no tener fin. Y a veces, ni sensatez ni coherencia.

Pero sigamos con la narración de la prueba. Mi transición fue tranquila pero eficaz, no tardé demasiado, y en ella, uno de los gestos que incluí fue vestirme un maillot encima de la malla de triatlón. Lo hice por tres motivos: porque el clima lo pedía, para disponer de bolsillos traseros en los que portar comida, y para poner en marcha mi particular guiño de homenaje ciclista al Mont Ventoux. ¡Sí! Seguro que ya os lo estabais imaginando, me puse una réplica sintética del maillot negro y blanco de Peugeot. De esa guisa inicié un sector ciclista que me planteé “muy táctico”, lo cual debe traducirse como bastante tranquilo, en plan de “supervivencia” y ahorro para lo que vendría más tarde. Durante muchos kilómetros vi como me iban rebasando un montón de competidores. Es algo que no me afecta en absoluto porque cuento con ello. Soy consciente de que soy yo el que está fuera de lugar, pues mi participación en este tipo de eventos es totalmente anecdótica y no “dedicada”. Luego está el asunto de la edad, que hay que asumirla, y de la irresponsable falta de kilometraje de entrenamiento ciclista por mi parte, que como es una opción personal, la tengo que asumir con deportividad. En cualquier caso, siempre me resulta sorprendente la cantidad de gente que me sobrepasa, y que demuestra lo mal que debe nadar. Pero yo iba a lo mío: comer, beber y disfrutar de un hermoso paisaje de campiña mediterránea, en pleno corazón de la Provenza. Ya solo por esto último merecía la pena estar allí pedaleando. Cuando el recorrido invitaba a ello, agarraba el acople y daba pedales en posición más aerodinámica, utilizando indistintamente el plato grande o el pequeño, en función del esfuerzo percibido. Tengo que decir que la cobertura de arbitraje era generosa. Vi muchos jueces en moto y los vi atentos a lo que se cocía, y es algo que se agradece porque me declaro simpatizante del triatlón tradicional y no de las sucesivas evoluciones organizativas (y pervertidoras) posteriores. Superada holgadamente la mitad del kilometraje ciclista, el terreno empezaba a ser más variado, y también más bonito. Durante algunos kilómetros rodé con un simpático catalán con el que estuve charlando mucho, manteniéndonos en paralelo a cierta distancia. De tal guisa nos sorprendió un resalte que presentaba un 13% de pendiente durante 1,5 km. Lo superamos sin problemas, con desarrollo blando e incluso manteniendo viva la conversación. Poco tiempo después nos separamos al irse él hacia delante. Finalmente llegué a Bédoin, donde había un excelente avituallamiento. El punto resultaba estratégico por múltiples motivos. Allí se situaba una toma de tiempo parcial para poder dar datos diferenciados del tiempo de la primera parte del segmento ciclista, y del de la inminente ascensión al puerto. Además, el surtido de reconstituyentes era generoso. Paré el tiempo justo para hacer pis, recopilar unos cuantos tubitos de gel energético y coger un bidón repleto de bebida isotónica. Como los regalaban ya cargados, metí el mío vacío en un bolsillo del maillot, porque no está demás volver a casa con alguno extra, que siempre acaban haciendo falta. Una prueba más de lo poco que me preocupo por el peso y el aquilatado de los factores minimalistas del rendimiento. Así pues, salí de nuevo y empecé la supuesta ascensión. Desde allí hasta la cumbre hay unos 22 km de subida, aunque los primeros son muy llevaderos. La cosa se pone verdaderamente dura cuando quedan unos 16.

En Bédoin siempre hay ambiente ciclista y bastante barullo. Aun así, el voluntariado siguió manteniendo bajo un control ejemplar todos y cada uno de los cruces existentes durante el camino, tal y como había sucedido a lo largo de toda la ruta, y continuaría hasta el final. Los primeros kilómetros de ascensión me resultaron bastante gratificantes. En está bicicleta no voy muy cómodo porque se me cansa mucho el cuello (por eso he decidido jubilarla), pero al subir ya podía llevar una posición más erguida. Además, ya apenas me pasaban otros participantes (lógico, casi no debían de quedar por detrás), mientras que yo pude ir dando cuenta de algunos. Eso sí, había bastante tráfico, compuesto por coches clásicos que bajaban, y otros actuales que subían, transportando a los animadores de algunos participantes. Se paraban cada cierto tiempo, animaban y volvían a adelantar otro tramo. También algunas bandadas de moteros turísticos, así como muchos ciclistas subiendo y bajando ajenos a la competición. Claro, todos ellos mucho más frescos y ligeros que los triatletas que para entonces ya llevábamos “lo nuestro”. Una vez metidos en faena, creo recordar que aproximadamente cuando la carretera se introduce definitivamente en el denso bosque, el pedaleo se me empezó a hacer bastante pesado. Al principio me extrañó y metí todo el desarrollo 36x32, pensando en proteger mis piernas a toda costa para la carrera. ¡Menos mal! El perfil que había visto en la información previa no coincidía realmente con el que se sentía allí, que además avalaban los números de los mojones que iban marcando cada kilómetro de ascensión. Durante unos cuantos kilómetros nos mantuvimos con un constante 10% de pendiente. Regulé bien, y aunque hubo muchos ratos en que aquello se me hizo muy duro, no se me pasó por la cabeza parame a descansar “un poquito”. Concentración en la paciencia, consumo espaciado de los geles y bebida progresiva de todo el bidón. Y calculando la distancia menguante hasta el siguiente avituallamiento “completo”, ubicado en el Chalet Reynard. Entretanto, nos pasaban los ciclistas que no llevaban dorsal, y los cicloturistas que suben desde abajo con bicicleta propia o alquilada (algunas de ellas eléctricas). Varios “compañeros” de fatigas se apeaban o descansaban en zonas concretas. Yo a lo mío: aguantando el sufrimiento, percibiendo los detalles del recorrido y con calma. Gracias a mi maillot tuve muchos ánimos extra de cicloturistas que pasaban y me decían algo, así como de aquellos animadores itinerantes que nos volvían a esperar cada kilómetro aproximadamente. El mayor de ellos, más conocedor de la historia del ciclismo, rápidamente me adjudicó un pseudónimo apropiado. Pero no el de Tom Simpson, como yo pensaba, sino el de Thévenet, como buen francés. Cada vez que pasaba por su lado me animaba ¡Thévenet, Thévenet…! Pero, al cabo del tiempo, la escena de sufrimiento le debió empezar a parecer más y más épica, y el hombre fue cogiendo confianza y ya pasó a tutearme: ¡Bernard!. Y con él, el resto de su grupo de familiares, la mayoría mujeres más jóvenes. La verdad es que me cayeron bien, me entretuvieron y me alegraron parte de la ascensión. Más o menos cuando se acabó el bosque llegué a la zona del Chalet Reynard. Desde allí se divisaban los seis kilómetros de carretera que zigzaguean hasta la cumbre. Me obligué a una micro-parada técnica para cambiar el bidón vacío por otro lleno, tirar envoltorios a la basura y hacer acopio de más tubitos. Cuestión de segundos con ambos pies en el suelo, pero sin descaballarme de la bicicleta para no romper el ritmo ni quedarme frío. Estábamos teniendo mucha suerte con el tiempo porque la lluvia anunciada no llegaba, pero la temperatura era fresca. No sé qué hubiera sido de nosotros en un día de mucho calor.

 
En plena subida al Mont Ventoux, reviviendo las historias protagonizadas por el maillot de Peugeot. (Imagen: Sportograf).

Así pues, inmediatamente, en marcha otra vez. Y a partir de ese momento, en el mítico escenario del Tour, el del brillante y árido pedregal final. Supongo que esa zona, tan descarnada, pueda convertirse en todo un calvario si te pilla en una jornada ventosa, pero, afortunadamente, no era el caso. Al contrario, durante algunos de esos kilómetros tuve la sensación de que el ascenso se suavizaba ligeramente. Al cabo del rato dejé a un lado la placa conmemorativa de Simpson sin hacerla mucho caso, entre otras cosas porque iba centrado en calcular cuánto quedaba de ascensión y qué pinta tenía. Esta montaña se sube hasta su cumbre. No es como la mayoría de los puertos ciclistas, o incluso algunas ascensiones que, aunque tengan que ser descendidas por donde se suben, no coronan físicamente una cima sino alguna plataforma asfaltada elevada. Aquí sí, arriba de todo hay una especie de edificio-antena inconfundible, que de por sí ha acabado convertido en un icono representativo del lugar. Y juro que nos hicieron subir hasta él. Lo digo porque cuando ya estás a la zona superior, hay una carretera que corta hacia la otra vertiente unos metros por debajo del edificio, pero a nosotros se nos señalizaba hacia una rampa corta pero brutal, que, una vez superada, descendía para empalmar con la mencionada carretera. Imposible superarla sentado. Me pareció la cuesta más pendiente de todo el trayecto, aunque afortunadamente corta. Esfuerzo último (es un decir) sobre los pedales, y alegría por haber conseguido ascender al mítico Mont Ventoux.

Últimos kilómetros de la ascensión. En mitad del conocido paisaje que caracteriza a esta montaña.

Pero aquello no había acabado ¡ni mucho menos! Quizás sí desde la perspectiva ciclista, pero en esta ocasión todavía me quedaba la carrera posterior. El descenso hacia el último box del triatlón consistía en unos 6 kilómetros de muy buena carretera de montaña con muchas curvas. Era de agradecer porque el asfalto estaba muy mojado, ya que en esa vertiente la lluvia había empezado a hacer acto de presencia. Aun así, pude adelantar a unos pocos participantes, antes de encarar una larga recta que terminaba en ascensión, hasta alcanzar la zona de boxes y localizar mi espacio. Allí nueva transición en la que me despojé del maillot para, acto seguido, empezar a correr por el monte. El tercer segmento consistía en cuatro vueltas, de unos 5 km cada una, a un circuito tipo Trail de montaña, con un perfil muy variado. Había constantes subidas y bajadas, y algún tramo más o menos llano. El firme variaba entre camino de tierra y piedras, zonas de hierba y un tramo de asfalto que coincidía con el paso por la línea de meta. Durante la segunda mitad de la primera vuelta y toda la segunda se puso a llover. Aunque aquello no resultó desagradable, hizo que algunas zonas más pisoteadas y con menos piedras, se embarrasen algo y se volvieran un poco delicadas. Corrí bastante bien la primera vuelta hasta que sufrí un fuerte calambre en mi muslo izquierdo. Se trata de un problema recurrente que me molesta de vez en cuando, desde un día en el que el material de esquí de montaña me dio algunos problemas. No puedo controlar bien cómo evitar su aparición y ocasionalmente, desde hace un par de años o así, aparece. Me tuve que parar, esperar unos segundos a que pasara, y bajar el ritmo vigilando que no volviera a ocurrir. Al ser tan pronto llegué a pensar que me quedaría sin poder completar el triatlón. No me preocupaba demasiado porque lo principal, haber coronado el Mont Ventoux en bicicleta, ya lo había logrado, pero acabé teniendo suerte ya que, una vez impuesto ese nuevo ritmo más moderado, la pierna me respetó y me dejó terminar. Durante el último sector seguí comiendo y bebiendo algo, ordenadamente, utilizando los puntos de avituallamiento correspondientes, así como disfrutando de un ritmo cómodo, de las dos últimas vueltas con mejor clima, y de un circuito que, aunque duro, resultaba muy agradable, pues discurría por zona de bosque natural. Y así, dando cuenta de cada uno de los kilómetros, alcancé la meta final, satisfecho por haberlo conseguido y contento por la experiencia vivida.

 
Momento de la carrera a pié. Froome se puso a ello por la carretera y con las calas, nosotros con zapatillas, por el monte y durante muchos kilómetros.

Luego llegaron los encuentros, saludos y felicitaciones, el abrigarse, el comer lo ofrecido por los organizadores, e incluso el sumarme a animar a Bernardo que seguía en competición. A esas alturas Vianney hacía ya tiempo que estaba bien comido y abrigado. Durante la competición lo vi avituallándose en un punto de la carrera a pié. Creo que ina una vuelta por delante de mí, demostrando que se había tomado en serio su preparación, y obtuvo su recomensa con una buena ascensión a la montaña.

Ya más tarde se sucedieron el regreso al hotel, la fantástica cena de despedida, la cama y el largo viaje de regreso a casa. Pero muchos de esos recuerdos se van desvaneciendo con el paso del tiempo. Sin embargo, otros, visuales o sensitivos, experimentados en el agua, corriendo por el bosque y ¡sobre todo! ascendiendo en la bicicleta a tan famosa montaña, permanecen bastante nítidos en mi mente. Esto es algo que me ha ocurrido en muchas ocasiones anteriores. Tengo recuerdos imborrables de ascensos a montañas de referencia Tourmalet, Galibier, los Lagos, etc. Por lo general el aficionado al ciclismo de carretera activa una especie de memoria sensitiva y emocional mediante la cual “archiva” recuerdos muy detallados de sus ascensiones. Pero cuando algunas de esas escaladas entran en la categoría de “legendarias”, su capacidad de registro parece acentuarse. Y no lo dudéis, el Mont Ventoux es una de esas.