domingo, 16 de junio de 2019

VENTOUXMAN


Dentro del patrimonio cultural del ciclismo hay montañas (cumbres o puertos, que para el caso que nos ocupa hoy aquí es lo mismo) legendarias. Hay decenas de ellas que pueden recibir la consideración de importantes, respetadas, históricas o algunos otros calificativos que les den valor. Pero si lo que pretendemos es seleccionar unas pocas, un puñado de ellas que podamos, como quien dice, enmarcarlas dentro de un cuadro de honor legendario especial, el Mont Ventoux tendría que, forzosamente, figurar entre ellas. Cualquier ciclista que se precie, si es de esos que disfrutan de practicar el ciclismo de carretera y además es seguidor de los principales eventos mundiales de este deporte, y no digamos si también cultiva un poco de nostalgia cultural del mismo… ¡tiene que ascender al Mont Ventoux alguna vez en la vida!. Algo que, quizás, no le resulte fácil. Y no lo digo por la dureza de la ascensión, que objetivamente lo es, sino por la localización de esta montaña, que está plantada en un sitio… como a desmano de casi todo. Salvo para los habitantes del nordeste peninsular, al resto nos queda bastante lejos, y, además, ya puestos a desplazarnos unos días, con la bicicleta a cuestas, con la intención, por ejemplo, de ir a coleccionar unas cuantas ascensiones famosas de los Alpes, resulta que encontraremos tantas allí y tan concentradas, que el Mont Ventoux vuelve a quedarse a desmano de ese objetivo. Siempre queda la solución de intentarlo a la ida o a la vuelta de algún viaje de ese tipo, pero la verdad es que, en mi caso, al ajustar tanto los planes de viaje, nunca me había encajado. Por eso, incluso llegué a pensar que quizás nunca lo subiría.

Sin embargo, no ha sido así. De modo insospechado llegó un día en el que me encontré escalando esta montaña con mi bicicleta, algo que contaré un poco más adelante. Porque antes, no está de más recordar algunas pinceladas sobre el Mont Ventoux. Se trata de una especie de pirámide que está ahí plantada en medio de la Provenza. Ajena a cualquier cadena o sistema montañoso. Es una mole calva que se puede distinguir perfectamente desde kilómetros de distancia, pues está rodeado de suaves tierras de poca altura. Quizás por eso llamó la atención de Petrarca, quien decidió subir hasta su cumbre, por la sencilla motivación de poder admirar las vistas que la montaña promete, y quién sabe si quizás, un poco también, por el reto… Por eso algunos consideran al humanista uno de los padres del montañismo. Su calvicie es obstinada. La del Ventoux, no la del italiano. La montaña está toda ella tapizada de una densa masa arbórea, excepto en su cúspide. A partir de una altura más o menos determinada (varía en función de la orientación de la ladera), unos 1500 metros (por decir algo), la vegetación desaparece completamente, sustituida por un casquete calcáreo de piedras blancas. Desde cerca, cuando estás allí, efectivamente parece lo que los comentaristas que retrasmiten cada verano el Tour por televisión reiteradamente cacarean: un paisaje lunar. Por el contrario, desde lejos da más bien la impresión de que la montaña está cubierta por un casquete de nieve que permanece de forma perpetua en su cúspide.

 
Imagen aérea de la cima del Mont Ventoux (Imagen: F. Lochon).

La montaña en cuestión reina sobre la Provenza, al sur de Francia. Una comarca magnífica para ser recorrida en bicicleta. No en plan de pelear contra cordilleras y puertos, sino de hacer kilómetros de carreteras muy bonitas recorriendo paisajes encantadores, pueblos preciosos, campos cubiertos de viñas o plantaciones de lavanda, etc. Por si fuera poco, por regla general, en la Provenza suele hacer buen tiempo. Y hay mucho que visitar cuando uno deja la bicicleta y pretende descansar, por ejemplo, visitando las múltiples muestras arquitectónicas que la civilización romana dejó por allí. Como el Point du Gard, un gran acueducto romano que se levanta sobre el río Gardon. La obra la conforman tres niveles de arcos de diferentes tamaños, que en total alcanzan una altura de 49 metros y una longitud de 275. En cualquier caso, para la mayoría de los potenciales visitantes, pues de esto gustamos disfrutar casi todos, la gastronomía de la zona es deliciosa y sus vinos de gran calidad.

El referido monte plantea tres posibles ascensiones, aunque una de ellas, la de la vertiente sur, desde Bédoin, es la que acapara toda la fama y la mística ciclista. Por ese itinerario, se han de superar 1.610 metros de desnivel en 22 km de recorrido. Esta subida es, además de la más famosa, la más difícil (en ciclismo deportivo, una cosa suele llevar a la otra). El perfil ofrece una pendiente media del 7,6 %, pero ese no es un dato descriptivo fiable ya que la ascensión es bastante llevadera hasta Saint-Estève, pero, a partir de allí, quedan 16 exigentes kilómetros a un porcentaje medio del 10 %. Por si ello fuera poco, en el Mont Ventoux pueden darse un par de condiciones ambientales complementarias que, de presentarse alguna de ellas, dificultarán todavía más la escalada del ciclista. Una es calor, que cuando aprieta por aquellas latitudes, lo hace a conciencia; y la otra es el mistral, o cualquier otro viento, que, como el propio nombre de la montaña sugiere, si le diera por soplar, no dejaría a nadie indiferente y podría acabar con las intenciones del ciclista.

Hasta este momento, el Mont Ventoux ha sido escenario de paso o final de etapa en el Tour de Francia en quince ocasiones. Y puede sentirse orgulloso (si es que podemos hablar así de una montaña) de no “haber dejado” a ningún corredor repetir triunfo en su cumbre (triunfo de etapa o de coronación del alto). Su historia en el Tour abarca desde el año 1951 hasta la actualidad. Entre quienes lo han coronado en cabeza durante alguna etapa del Tour figuran varios ciclistas muy ilustres, algunos de ellos grandes campeones que, en aquel u otro momento, podían ser considerados como los mejores corredores del momento en el mundo. En este palmarés de los quince escaladores destacados aparecen tres españoles. Juan Manuel Gárate coronó en primer lugar en el año 2009. El “Relojero de Ávila”, el siempre simpático Julio Jiménez, pasó por allí en primer lugar en 1967, en una edición en la que sucedieron muchas cosas, tanto en Tour en general, como en el Mont Ventoux en concreto.

 
Julio Jiménez, camino de coronar en cabeza. (Imagen: Jim Kohlemberger en pinterest).


Julio Jiménez ascendiendo, fotografiado desde otro ángulo. (Imagen: Le Miroir des Sports).

Aquel fue uno de los años en los que el Tour se corría por equipos nacionales y no por grupos deportivos. La gran vuelta la ganó el francés Roger Pingeon, que consiguió el maillot amarillo en la quinta etapa y ya no se lo quitó de puesto. Pero Jiménez debió de andar muy fino y combativo pues, aunque no llegó a ganar en ninguna etapa, acabó el Tour en segundo lugar, y se llevó el Gran Premio de la Montaña. La etapa en la que la carrera pasaba por el Mont Ventoux era la decimotercera, coincidiendo con un trece de julio. A Tom Simpson, que era un excelente ciclista, se le juntaron demasiados ingredientes que acabaron generando un desenlace fatal. Por un lado, atravesaba un episodio de infección estomacal que le tenía algo mermado físicamente. Pero tal desventaja no pareció reducir ni un ápice su ambición combativa, pues intentó atacar tempranamente en las primeras rampas de la ascensión. Quizás es que tenía mucha confianza en el efecto que la importante carga de anfetaminas que se había dispensado pudiera aportarle. Según parece, el “cóctel químico” iba aderezado también con alcohol, y a todo ello hay que añadir que aquella fue una jornada extremadamente calurosa. El resultado acabó en una hipertermia y deshidratación con colapso sistémico que fue puesto en escena, involuntariamente, de un modo tan dramático, que acabó pasando a la historia del ciclismo para siempre. Por aquellas rampas de los últimos kilómetros de la ascensión se le vio evolucionar dando eses. Deliraba y sufrió una primera caída, pero exigió que le volvieran a aupar sobre la bicicleta, con la que continuó pedaleando algunos cientos de metros más hasta caer inconsciente y, tristemente, morir, sin que ni los intentos de reanimación ni una evacuación en helicóptero pudieran poner remedio al suceso. De todo aquello queda un recuerdo físico en forma de monumento discreto, colocado en la ladera del margen derecho de la ascensión, en pleno tramo al que suelen llamar “paisaje lunar”, caracterizado por la total ausencia de vegetación, y por el potente reflejo de luz que genera una superficie pedregosa muy clara.

Lo que le pasó a Simpson sigue ocurriendo. No en las grandes carreras, en las que los corredores disponen de una potente cobertura médica, pero si en el seno del deporte popular. Parece mentira, especialmente porque pensar en los Tours de los años sesenta nos puede dar la sensación de estar retrocediendo en el tiempo hacia épocas poco desarrolladas desde un punto de vista deportivo. Sin embargo, lo que ocurre ahora es que son millones de personas las que salen a completar o ¡disputar! todo tipo de eventos deportivos de larga duración y perfiles cada vez más exigentes, algunos de ellos en condiciones ambientales francamente duras. Maratones, “ultras”, trails, triatlones… corriendo, en bicicleta, nadando… se han puesto de moda y atraen a multitudes de todo tipo, preparadas o no, e incluyendo cada vez más gente de edades significativamente avanzadas. El problema radica en que dentro de este novedoso escenario hay algunos que, mal aconsejados, poco informados o simplemente dispuestos a todo con tal de superar un reto que se les hace muy costoso, se aventuran en una suplementación farmacológica que puede volvérseles en contra. Y no me refiero al dopaje en el seno del deporte popular, que también lo hay, sino al nefasto efecto que el consumo de antinflamatorios y analgésicos puede provocar cuando este tipo de situaciones se convierten en extremas. Lo digo porque estoy sensibilizado con el asunto, ya que no hace mucho he conocido un caso bastante cercano que, aunque afortunadamente acabó bien, estuvo muy cerca de haber terminado en desgracia.
Aquel día en el Mont Ventoux Tom Simpson vestía el clásico maillot blanco y negro de Peugeot. El que incluía una franja horizontal en el pecho con diseño de damero de ajedrez. Un maillot que acabó convertido en toda una referencia del ciclismo clásico. Similar al que llevaba puesto Bernard Thévenet en el Tour de 1972. En aquella edición, el francés sufrió una caída en un descenso, y llegó a perder la memoria temporalmente, pese a ello, una vez recuperado, optó por continuar en carrera (algo tienen los grandes ciclistas, que siempre lo hacen). Y lo que son las cosas, cuatro días más tarde llegó la etapa con final en el Mont Ventoux ¡y la ganó!.

 
Thévenet tensando la cadena a tope, en pos de la victoria en la cumbre. (Imagen: Rouleur).

Dos años antes (1970) hubo otro corredor que también ganó una etapa del Tour que finalizaba en el Mont Ventoux. Un hombre que aparece prácticamente siempre, en cualquier clasificación o palmarés de importancia ciclista, busquemos lo que busquemos, aunque lo hagamos con diferentes tipos de criterio de valoración. ¿Quién? Pues quién iba a ser… Eddy Merckx, que además ganó la carrera, la cual supuso el segundo de sus cinco Tours. En cualquier caso, tampoco para él supuso un paseo, pues una vez arriba, al parecer perdió el conocimiento y le tuvieron que aplicar una mascarilla de oxígeno para que se recuperase del esfuerzo
 
Pero en 1974, el poderío de Merckx ya no fue el mismo. El Tour presentó una larga etapa con paso por el Ventoux. Fue la decimosegunda, de 231 km, entre Savines le lac y Orange. Había bonificación de tiempo para el corredor que coronase en primer lugar y aquel fue el  cántabro Gonzalo Aja, toda un revelación en aquel Tour, en el que corría con los colores del KAS. El bravo ciclista se mantuvo como segundo clasificado de la general durante siete jornadas hasta que lo derribaron en otra etapa de montaña que finalizaba en Saint Lary, cinco días antes del final de la ronda. Cuentan algunas fuentes que el derribo fue de lo más sospechoso. Fue causado por un ciclista belga, en plena etapa de montaña con final en alto, con Aja situado a un minuto y medio del líder en la clasificación general: precisamente Eddy Merckx. A raíz de aquello, el español acabó el Tour en quinta posición. Así se escribe la historia, y el Tour, de "esas" tiene muchas. Alguien con buena pluma y ganas de documentarse a fondo, debería contarnos bien la decimosexta etapa, la de Saint Lary. Pero tratando de recopilar información de fuentes diversas y no del “rodillo francés oficial”. Aquel día había cinco puertos de montaña, incluyendo el final en alto. Dos menores, pero tres contundentes. Fue la quinta victoria de Merckx en el Tour, pero en aquella ocasión no demostró el poderío de costumbre. Además del mencionado “torpedeo” a Aja unos días antes en Ventoux, en Saint Lary el belga fue atacado por Poulidor, que acabó venciendo en la etapa (sacando al líder 1min 49”), y por Vicente López Carril, que también “metió” más de un minuto al Caníbal.

Gonzalo Aja en el Tour de 1974: ¡atacando!, algo que no dejó de hacer hasta que lo derribaron, provocándole una fisura en el sacro.

El resto de corredores de la historia del ciclismo que lograron coronar en cabeza el Mont Ventoux y además ganar el Tour en la misma edición fueron tres. Luison Bobet pasó el primero en una etapa de 1955. No lo hizo vestido de amarillo, pero acabó ganando aquella etapa que finalizaba en Aviñón, así como la clasificación general de la carrera. El luxemburgués Charly Gaul tampoco coronó de amarillo. Ganó en formato de cronoescalada. Y aquello pudo haberse tomado como un aviso, ya que, en la anteúltima etapa, una CRI de 74 kilómetros, volvió a imponerse, y fue cuando se enfundó por primera vez el maillot amarillo. Lo justo para estrenarlo al día siguiente, el último de la carrera, en París. El tercero en cuestión es mucho más reciente. Chris Froome ganó la etapa que finalizaba en el Mont Ventoux llevando ya varias jornadas vestido de amarillo y con el Tour bastante encarrilado. Aquella fue la primera victoria de su vida en la general de la ronda gala. El comienzo de un largo periodo de dominio sobre la prueba. Aunque quién sabe, si le preguntamos por esta montaña, él quizás tenga otro recuerdo más presente: lo que sucedió en la etapa de 2016. Aquel día llegó a meta a 6 minutos y 45 segundos del vencedor, aunque finalmente no se le aplicó tal diferencia. Lo que allí ocurrió fue una de esas sucesiones de chapuzas con las que, muy de vez en cuando, nos sorprende el Tour. Era festivo, el día de la fiesta nacional, algo que los franceses se toman infinitamente más en serio que nosotros. Así que las cunetas de la carretera que discurre por la montaña se pusieron hasta arriba de gente. Si ya de por sí la mayor parte de los puertos de montaña del Tour se atiborran de gentío, aquel día hubo tanta como el que más. Y la densidad de personas por metro cuadrado se debió ver incrementada a partir de que la organización de la carrera decidiera recortar la ascensión por exceso de viento en la cumbre, situada a 1914 metros de altura. Así pues, en aquella edición no habría vencedor “fetén” en el Mont Ventoux, y no habría paso por el “paisaje lunar”, pues la línea de llegada quedó situada a la altura del Chalet Reynard, a unos 6 kilómetros de la cumbre (1215 m de altura). Total, que todo el público que se había instalado, o pensaba hacerlo en la parte superior, cambió de planes e intentó ubicarse en los tramos anteriores de la ascensión, por lo que el tumulto debió ser importante. Sea por esa razón o simplemente porque algún día tenía que pasar, el caso es que cuando Froome ascendía en una tripleta perseguidora, mientras se iba abriendo el amenazante mar de gente, hubo una caída por el contacto entre uno de los corredores con una moto de la organización. Los otros dos corredores se levantaron y pudieron continuar, pero a Froome se le había estropeado la bicicleta. Ante tan repentina y estresante situación, y sin el coche de equipo accesible, el maillot amarillo optó por echar a correr cuesta arriba. Poco después le pasaron una bicicleta que no casaba con las calas de sus pedales, y solo algo más tarde pudo recibir una adecuada con la que alcanzar la meta. Más tarde vino el reajuste, toda esa sucesión de decisiones y justificaciones, que básicamente consisten, desde siempre a lo largo de toda la historia del Tour, en que sus responsables hacen lo que les da la gana, de modo unilateral, con tal de salvar la cara a su carrera. No es que Froome no se mereciera ganar ese Tour, lo que ocurre es que solucionando el asunto como se hizo, hubo algunos corredores que, sin tener culpa de nada, salieron perjudicados, y en otras ocasiones (muchas) dependiendo quién salga perdiendo, los criterios de las decisiones cambian. Pero en el Tour lo tienen claro: ¡si no te gusta o no estás de acuerdo, no vengas!.

 
Chris Froome en plena carrera desesperada. (Imagen: AFP / Stephane Mantey).

Con todos estos antecedentes históricos, para todo buen aficionado al ciclismo y al Tour, digamos que la ascensión al Mont Ventoux apetece. Pero ya he dicho que no estaba en mis planes hasta que un día mi amigo (y cuñado) Bernardo, como acostumbra a hacer, me lio. No para subir al Mont Ventoux, sino para participar en el Ventouxman, que es lo mismo, pero con un par de “recados” añadidos. Uno antes y el otro (y esto es lo grave) después. El Ventouxman es un triatlón de media distancia. Lo que popularmente se conoce como un medio Ironman. Pero en realidad es mucho más, porque en vez de plantear un segmento de bicicleta llano, o equilibrado en formato de circuito, programa el ascenso al Mont Ventoux desde Bédoin, y lo hace colocándolo al final de dicho sector, es decir, sin siquiera tener la deferencia de incluir su descenso completo en la prueba. Por simplificar, el cometido era nadar 2000 metros en un lago, pedalear durante 90 km (gran parte de ellos llanos o levemente ondulados, hasta iniciar la famosa ascensión, coronar y descender apenas 6 kilómetros por otra vertiente), y correr medio maratón (21 km) por un circuito de montaña con constantes desniveles. “Casi nada”, toda una paliza. Aunque eso sí, con un plan pre y post vacacional de lo más agradable en plena Provenza. En definitiva, que allí nos reunimos de nuevo, los tres amigos que tiempo atrás lo habíamos hecho para divertirnos en el triatlón de Mimizan, paro ante un reto de mucha mayor enjundia: Vianney, Bernardo y yo.

El evento estuvo bastante nutrido de participación, nos debimos juntar unos 700 triatletas aproximadamente. La organización de la prueba fue excelente, aunque nosotros no necesitamos comprobar la solución del retorno al punto de partida porque disfrutamos de acompañamiento. Tuvimos mucha suerte con el tiempo porque no hizo calor, ni viento. Llovió un poco en el corto descenso final en bicicleta, y algo más durante algunos periodos del segmento de carrera a pie. Como sigo sin ser un verdadero triatleta, no hubo novedades en mi material, conté con mi traje de neopreno multiusos adquirido hace ya muchos años en una gran superficie, y le puse un acople prestado a esa bicicleta de carretera que tengo desde 1991 y que finalmente, ahora mismo, estoy jubilando definitivamente, conservando únicamente su cuadro como recuerdo sentimental. Aunque eso sí, para la ocasión la doté de una corona descomunal en la rueda trasera.

La natación estuvo bien. Se realizó con salida desde el agua en dos grupos separados por algunos minutos de diferencia. Aunque había espacio de sobra, la habitual e incómoda situación de tener que nadar en medio de un tumulto humano en el cual ¡siempre! hay individuos que se orientan fatal, se prolongó durante bastante tiempo. Pero el lago no tenía ni corrientes, ni oleaje, y las cercanas orillas facilitaban la orientación. Así que al cabo de un rato pude nadar relativamente a gusto, sin excesivo desgaste y con “cabeza”, saliendo del agua en una posición más que digna, dispuesto para afrontar el segmento ciclista que, en este caso, sin discusión, era la estrella del evento. Ni que decir tiene que, de entre los cientos de bicicletas que, de víspera, habían quedado custodiados en la zona de boxes, la mía era una de las tres o cuatro más cutres y obsoletas. La máquina está ya tan fuera de lugar que algunos participantes me sonríen con condescendencia imaginando que participo con una clásica… ¡si ellos supieran!. Quizás ya la podríamos considerar como tal desde la perspectiva del triatlón, pero desde una óptica ciclista en realidad no lo es. Se queda más bien en bici vieja y cochambrosa. Suficiente como para participar en este tipo de actividades eventuales. En cuanto a lo que vi por allí, lo vuelvo a repetir (ya lo he escrito varias veces en entradas antiguas), el ciclismo actual, y no digamos el triatlón, se han convertido en sendos nichos de mercado consumista donde la carrera por la adquisición de las máquinas más innovadoras y tecnológicamente avanzadas parece no tener fin. Y a veces, ni sensatez ni coherencia.

Pero sigamos con la narración de la prueba. Mi transición fue tranquila pero eficaz, no tardé demasiado, y en ella, uno de los gestos que incluí fue vestirme un maillot encima de la malla de triatlón. Lo hice por tres motivos: porque el clima lo pedía, para disponer de bolsillos traseros en los que portar comida, y para poner en marcha mi particular guiño de homenaje ciclista al Mont Ventoux. ¡Sí! Seguro que ya os lo estabais imaginando, me puse una réplica sintética del maillot negro y blanco de Peugeot. De esa guisa inicié un sector ciclista que me planteé “muy táctico”, lo cual debe traducirse como bastante tranquilo, en plan de “supervivencia” y ahorro para lo que vendría más tarde. Durante muchos kilómetros vi como me iban rebasando un montón de competidores. Es algo que no me afecta en absoluto porque cuento con ello. Soy consciente de que soy yo el que está fuera de lugar, pues mi participación en este tipo de eventos es totalmente anecdótica y no “dedicada”. Luego está el asunto de la edad, que hay que asumirla, y de la irresponsable falta de kilometraje de entrenamiento ciclista por mi parte, que como es una opción personal, la tengo que asumir con deportividad. En cualquier caso, siempre me resulta sorprendente la cantidad de gente que me sobrepasa, y que demuestra lo mal que debe nadar. Pero yo iba a lo mío: comer, beber y disfrutar de un hermoso paisaje de campiña mediterránea, en pleno corazón de la Provenza. Ya solo por esto último merecía la pena estar allí pedaleando. Cuando el recorrido invitaba a ello, agarraba el acople y daba pedales en posición más aerodinámica, utilizando indistintamente el plato grande o el pequeño, en función del esfuerzo percibido. Tengo que decir que la cobertura de arbitraje era generosa. Vi muchos jueces en moto y los vi atentos a lo que se cocía, y es algo que se agradece porque me declaro simpatizante del triatlón tradicional y no de las sucesivas evoluciones organizativas (y pervertidoras) posteriores. Superada holgadamente la mitad del kilometraje ciclista, el terreno empezaba a ser más variado, y también más bonito. Durante algunos kilómetros rodé con un simpático catalán con el que estuve charlando mucho, manteniéndonos en paralelo a cierta distancia. De tal guisa nos sorprendió un resalte que presentaba un 13% de pendiente durante 1,5 km. Lo superamos sin problemas, con desarrollo blando e incluso manteniendo viva la conversación. Poco tiempo después nos separamos al irse él hacia delante. Finalmente llegué a Bédoin, donde había un excelente avituallamiento. El punto resultaba estratégico por múltiples motivos. Allí se situaba una toma de tiempo parcial para poder dar datos diferenciados del tiempo de la primera parte del segmento ciclista, y del de la inminente ascensión al puerto. Además, el surtido de reconstituyentes era generoso. Paré el tiempo justo para hacer pis, recopilar unos cuantos tubitos de gel energético y coger un bidón repleto de bebida isotónica. Como los regalaban ya cargados, metí el mío vacío en un bolsillo del maillot, porque no está demás volver a casa con alguno extra, que siempre acaban haciendo falta. Una prueba más de lo poco que me preocupo por el peso y el aquilatado de los factores minimalistas del rendimiento. Así pues, salí de nuevo y empecé la supuesta ascensión. Desde allí hasta la cumbre hay unos 22 km de subida, aunque los primeros son muy llevaderos. La cosa se pone verdaderamente dura cuando quedan unos 16.

En Bédoin siempre hay ambiente ciclista y bastante barullo. Aun así, el voluntariado siguió manteniendo bajo un control ejemplar todos y cada uno de los cruces existentes durante el camino, tal y como había sucedido a lo largo de toda la ruta, y continuaría hasta el final. Los primeros kilómetros de ascensión me resultaron bastante gratificantes. En está bicicleta no voy muy cómodo porque se me cansa mucho el cuello (por eso he decidido jubilarla), pero al subir ya podía llevar una posición más erguida. Además, ya apenas me pasaban otros participantes (lógico, casi no debían de quedar por detrás), mientras que yo pude ir dando cuenta de algunos. Eso sí, había bastante tráfico, compuesto por coches clásicos que bajaban, y otros actuales que subían, transportando a los animadores de algunos participantes. Se paraban cada cierto tiempo, animaban y volvían a adelantar otro tramo. También algunas bandadas de moteros turísticos, así como muchos ciclistas subiendo y bajando ajenos a la competición. Claro, todos ellos mucho más frescos y ligeros que los triatletas que para entonces ya llevábamos “lo nuestro”. Una vez metidos en faena, creo recordar que aproximadamente cuando la carretera se introduce definitivamente en el denso bosque, el pedaleo se me empezó a hacer bastante pesado. Al principio me extrañó y metí todo el desarrollo 36x32, pensando en proteger mis piernas a toda costa para la carrera. ¡Menos mal! El perfil que había visto en la información previa no coincidía realmente con el que se sentía allí, que además avalaban los números de los mojones que iban marcando cada kilómetro de ascensión. Durante unos cuantos kilómetros nos mantuvimos con un constante 10% de pendiente. Regulé bien, y aunque hubo muchos ratos en que aquello se me hizo muy duro, no se me pasó por la cabeza parame a descansar “un poquito”. Concentración en la paciencia, consumo espaciado de los geles y bebida progresiva de todo el bidón. Y calculando la distancia menguante hasta el siguiente avituallamiento “completo”, ubicado en el Chalet Reynard. Entretanto, nos pasaban los ciclistas que no llevaban dorsal, y los cicloturistas que suben desde abajo con bicicleta propia o alquilada (algunas de ellas eléctricas). Varios “compañeros” de fatigas se apeaban o descansaban en zonas concretas. Yo a lo mío: aguantando el sufrimiento, percibiendo los detalles del recorrido y con calma. Gracias a mi maillot tuve muchos ánimos extra de cicloturistas que pasaban y me decían algo, así como de aquellos animadores itinerantes que nos volvían a esperar cada kilómetro aproximadamente. El mayor de ellos, más conocedor de la historia del ciclismo, rápidamente me adjudicó un pseudónimo apropiado. Pero no el de Tom Simpson, como yo pensaba, sino el de Thévenet, como buen francés. Cada vez que pasaba por su lado me animaba ¡Thévenet, Thévenet…! Pero, al cabo del tiempo, la escena de sufrimiento le debió empezar a parecer más y más épica, y el hombre fue cogiendo confianza y ya pasó a tutearme: ¡Bernard!. Y con él, el resto de su grupo de familiares, la mayoría mujeres más jóvenes. La verdad es que me cayeron bien, me entretuvieron y me alegraron parte de la ascensión. Más o menos cuando se acabó el bosque llegué a la zona del Chalet Reynard. Desde allí se divisaban los seis kilómetros de carretera que zigzaguean hasta la cumbre. Me obligué a una micro-parada técnica para cambiar el bidón vacío por otro lleno, tirar envoltorios a la basura y hacer acopio de más tubitos. Cuestión de segundos con ambos pies en el suelo, pero sin descaballarme de la bicicleta para no romper el ritmo ni quedarme frío. Estábamos teniendo mucha suerte con el tiempo porque la lluvia anunciada no llegaba, pero la temperatura era fresca. No sé qué hubiera sido de nosotros en un día de mucho calor.

 
En plena subida al Mont Ventoux, reviviendo las historias protagonizadas por el maillot de Peugeot. (Imagen: Sportograf).

Así pues, inmediatamente, en marcha otra vez. Y a partir de ese momento, en el mítico escenario del Tour, el del brillante y árido pedregal final. Supongo que esa zona, tan descarnada, pueda convertirse en todo un calvario si te pilla en una jornada ventosa, pero, afortunadamente, no era el caso. Al contrario, durante algunos de esos kilómetros tuve la sensación de que el ascenso se suavizaba ligeramente. Al cabo del rato dejé a un lado la placa conmemorativa de Simpson sin hacerla mucho caso, entre otras cosas porque iba centrado en calcular cuánto quedaba de ascensión y qué pinta tenía. Esta montaña se sube hasta su cumbre. No es como la mayoría de los puertos ciclistas, o incluso algunas ascensiones que, aunque tengan que ser descendidas por donde se suben, no coronan físicamente una cima sino alguna plataforma asfaltada elevada. Aquí sí, arriba de todo hay una especie de edificio-antena inconfundible, que de por sí ha acabado convertido en un icono representativo del lugar. Y juro que nos hicieron subir hasta él. Lo digo porque cuando ya estás a la zona superior, hay una carretera que corta hacia la otra vertiente unos metros por debajo del edificio, pero a nosotros se nos señalizaba hacia una rampa corta pero brutal, que, una vez superada, descendía para empalmar con la mencionada carretera. Imposible superarla sentado. Me pareció la cuesta más pendiente de todo el trayecto, aunque afortunadamente corta. Esfuerzo último (es un decir) sobre los pedales, y alegría por haber conseguido ascender al mítico Mont Ventoux.

Últimos kilómetros de la ascensión. En mitad del conocido paisaje que caracteriza a esta montaña.

Pero aquello no había acabado ¡ni mucho menos! Quizás sí desde la perspectiva ciclista, pero en esta ocasión todavía me quedaba la carrera posterior. El descenso hacia el último box del triatlón consistía en unos 6 kilómetros de muy buena carretera de montaña con muchas curvas. Era de agradecer porque el asfalto estaba muy mojado, ya que en esa vertiente la lluvia había empezado a hacer acto de presencia. Aun así, pude adelantar a unos pocos participantes, antes de encarar una larga recta que terminaba en ascensión, hasta alcanzar la zona de boxes y localizar mi espacio. Allí nueva transición en la que me despojé del maillot para, acto seguido, empezar a correr por el monte. El tercer segmento consistía en cuatro vueltas, de unos 5 km cada una, a un circuito tipo Trail de montaña, con un perfil muy variado. Había constantes subidas y bajadas, y algún tramo más o menos llano. El firme variaba entre camino de tierra y piedras, zonas de hierba y un tramo de asfalto que coincidía con el paso por la línea de meta. Durante la segunda mitad de la primera vuelta y toda la segunda se puso a llover. Aunque aquello no resultó desagradable, hizo que algunas zonas más pisoteadas y con menos piedras, se embarrasen algo y se volvieran un poco delicadas. Corrí bastante bien la primera vuelta hasta que sufrí un fuerte calambre en mi muslo izquierdo. Se trata de un problema recurrente que me molesta de vez en cuando, desde un día en el que el material de esquí de montaña me dio algunos problemas. No puedo controlar bien cómo evitar su aparición y ocasionalmente, desde hace un par de años o así, aparece. Me tuve que parar, esperar unos segundos a que pasara, y bajar el ritmo vigilando que no volviera a ocurrir. Al ser tan pronto llegué a pensar que me quedaría sin poder completar el triatlón. No me preocupaba demasiado porque lo principal, haber coronado el Mont Ventoux en bicicleta, ya lo había logrado, pero acabé teniendo suerte ya que, una vez impuesto ese nuevo ritmo más moderado, la pierna me respetó y me dejó terminar. Durante el último sector seguí comiendo y bebiendo algo, ordenadamente, utilizando los puntos de avituallamiento correspondientes, así como disfrutando de un ritmo cómodo, de las dos últimas vueltas con mejor clima, y de un circuito que, aunque duro, resultaba muy agradable, pues discurría por zona de bosque natural. Y así, dando cuenta de cada uno de los kilómetros, alcancé la meta final, satisfecho por haberlo conseguido y contento por la experiencia vivida.

 
Momento de la carrera a pié. Froome se puso a ello por la carretera y con las calas, nosotros con zapatillas, por el monte y durante muchos kilómetros.

Luego llegaron los encuentros, saludos y felicitaciones, el abrigarse, el comer lo ofrecido por los organizadores, e incluso el sumarme a animar a Bernardo que seguía en competición. A esas alturas Vianney hacía ya tiempo que estaba bien comido y abrigado. Durante la competición lo vi avituallándose en un punto de la carrera a pié. Creo que ina una vuelta por delante de mí, demostrando que se había tomado en serio su preparación, y obtuvo su recomensa con una buena ascensión a la montaña.

Ya más tarde se sucedieron el regreso al hotel, la fantástica cena de despedida, la cama y el largo viaje de regreso a casa. Pero muchos de esos recuerdos se van desvaneciendo con el paso del tiempo. Sin embargo, otros, visuales o sensitivos, experimentados en el agua, corriendo por el bosque y ¡sobre todo! ascendiendo en la bicicleta a tan famosa montaña, permanecen bastante nítidos en mi mente. Esto es algo que me ha ocurrido en muchas ocasiones anteriores. Tengo recuerdos imborrables de ascensos a montañas de referencia Tourmalet, Galibier, los Lagos, etc. Por lo general el aficionado al ciclismo de carretera activa una especie de memoria sensitiva y emocional mediante la cual “archiva” recuerdos muy detallados de sus ascensiones. Pero cuando algunas de esas escaladas entran en la categoría de “legendarias”, su capacidad de registro parece acentuarse. Y no lo dudéis, el Mont Ventoux es una de esas.

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