martes, 20 de junio de 2023

PEDALADAS PRIMAVERALES

Dice el telediario que la temperatura media de superficie del Cantábrico esta primavera es cuatro grados más elevada que la media de las medias desde que se tienen registros. Personalmente, los datos meteorológicos en general me los tomo con mucha prudencia. La razón principal es que las series históricas disponibles son, desde el punto de vista de los vaivenes climáticos, raquíticas. Micromuestras temporales de un devenir histórico de larguísimo recorrido. Y más si tenemos en cuenta los niveles de detalle y precisión de las primeras décadas en las que se empezaron a guardar registros. ¿Me hace esto negacionista? ¡No! Pero sí escéptico con respecto a determinados temas y afirmaciones de tendencia. Otro asunto es que te podrías estar bañando en Hondarribia, en Torimbia o en Corrubedo el mismo día a la misma hora y sentir una temperatura del agua completamente diferente de unas playas a otras. Es lo que tienen las medias, que no suelen cuadrar, salvo por casualidad, con la experiencia personal individual. Sin embargo, puedo prometer que esta primavera me estoy bañando prácticamente a diario desde mediados de mayo, porque el agua está, efectivamente, en la playa que más cerca tengo de casa, excepcionalmente buena. Aunque unos días más fría que otros. El baño de primerísima hora matinal es obligado salvo que llueva. Lo es, porque es cuando llevo al perro, a quién le encanta bañarse y jugar con las olas. A ese baño voy andando. El de última hora de la tarde, sobre todo ahora que los días son muy largos, ya es sin perro y tiene que hacer sol para que se cumpla. En ese caso voy en bicicleta. Por eso lo cuento aquí. Me pongo una bolsa bandolera y me acerco a la playa en bañador. Me meto en el agua y luego me tumbo a leer mientras me seco. Y una de las cosas que más me gusta de esa breve escapada es que la hago con una vieja BTT que hace años reconvertí en bicicleta de viaje para alforjas (manillar de corredor incluido). Una bicicleta que me encanta para hacer recados, ir por la ciudad, etc. Y, sobre todo, ¡que pedaleo en chancletas! Y me encanta esa sensación de libertad, sencillez y despreocupación. Un placer que ya hace algunas semanas que ha empezado.

Utilizo material deportivo de tal diversidad de modalidades que hay dos cosas que me resulta imposible mantener al día. Una es la modernidad-actualidad tecnológica del material, y la otra es su limpieza. El asunto del mantenimiento (engrase, ajuste, recambio, etc.) sí que lo cuido. Sin empacho, pero con sana responsabilidad, pero lo de la limpieza no. La semana pasada me lo han echado en cara dos veces, bromeando, pero directamente. Un amigo con la moto. Él cambia de moto con el triple de frecuencia que yo, pese a que yo viajo con la mía mucho más. Eso sí, la suya actual, que tiene apenas unos meses, está reluciente, mientras que la mía, que ya tiene más de década y media, conserva en su pantalla frontal algunos de los insectos que aplasté con ella yendo y viniendo de Cádiz hace ahora un año. Otro amigo con la bicicleta de montaña. Hinché las ruedas, engrasé la cadena y salí al encuentro de un grupo para una excursión. Y al llegar me dijo algo sobre lo sucia que estaba y le contesté que sí, que, de hecho, el barro ajeno a los lugares funcionales provenía de otra excursión con el mismo grupo unos pocos meses antes, lo cual indica dos cosas: mi dejadez limpiadora y lo poco que práctico BTT de unos años a esta parte. Eso sí, mi bicicleta era, junto con otra idéntica de otro amigo, de la misma edad y parecido nivel de suciedad, la más vieja de la excursión. Las dos únicas con triple plato. Y ninguna de las dos dio ningún problema, ni se quedaban atrás subiendo, bajando o en los tramos trialeros. Aquella fue una excursión costera muy entretenida y con unos paisajes que podemos considerar sublimes. ¿Porque no engraso los ejes (¡que sí las engraso!) me llaman abandonado?

Durante la mencionada excursión. (Imagen: Diego).

Cuando uno se junta con un grupo mediano o grande a pedalear, algo que yo hago en contadísimas ocasiones, el tema del material siempre aparece como mantra recurrente. Un monotema en el que he de confesar que he tomado parte muchas veces, años atrás, pero que, desde hace algunos, considero que ya tengo más que superado y que, incluso, me aburre soberanamente. Recientemente me volví a topar con un grupo de esos, en versión BTT, y aparecieron algunos actualizados monoplatistas que ya renegaban de ello. Pero aquella vez estuvieron algo más ocupados con el asunto de los pedales. Uno que no se siente cómodo con automáticos le preguntó a otro por unos anchos con clavijas de gran adherencia. Otro intervino diciendo que esos los había utilizado con buen resultado pero que cogían holgura enseguida. Otro más intervino diciendo que iba a adquirir unos de rodamientos cerámicos porque le habían dicho que eran para toda la vida (algo que me chocó mucho porque en patinaje de velocidad los de cerámica, que por lo visto son los más rápidos, tienen fama de delicados), pero que, eso sí, requerían bastante mantenimiento especializado. En fin, escuchando todo eso y siempre discretamente y algo retranqueado, me puse a mirar qué pedales llevaba yo y me di cuenta de que eran unos Shimano XT automáticos (el primer modelo que comercializó el fabricante) que me han acompañado en mis sucesivas bicicletas de BTT desde que me los compré (supongo que por el 89 o 90) hasta ahora… ¿Me habré convertido en un Diógenes de la bicicleta? El caso es que creo que sé distinguir con claridad cuándo un pedal falla a nivel de rodamientos, así que no voy a cambiar de actitud respecto a estos detalles. No tengo complejos en lo relativo al material.

Uno de los pedales. Gastado ¿verdad?. (Imagen: propia).

Otro tema sobre el que también hablaron no tenía que ver con el material (bueno sí, un poquitín), sino con los perros. Vaya por delante de que me declaro bastante interesado en los animales (fauna silvestre, ganado, caballos y perros) pero no me gustan las mascotas. De hecho, he convivido y mantenido hasta ahora a cinco perros, pero a ninguna mascota. Y es que una cosa es un perro y otra bien diferente una mascota canina. Diferencia establecida por sus respectivos dueños y que, en el segundo caso, generalmente para desgracia del animal, su dueño, convivientes y vecindario, la atribución se basa, preferentemente, en un mayor o menor empeño en humanizar al animal. Los galgos de sofá de piso, perros vestidos, homenajeados en celebraciones, consumidores de chupetes y cochecitos de bebé, son ejemplos cada vez más frecuentes de este proceso. Pero me estoy yendo por las ramas. A algunos ciclistas lo que les preocupaban eran los mastines que, sueltos en el monte, andan cuidando rebaños. Así que para ello empezaron a hablar de sus complementos para evitar sus potenciales ataques. Una optaba por un silbato especial porque el emisor de frecuencias no le parecía eficaz, otro se decantaba por un espray, etc. Menos mal que alguien les sugirió que el agua de la ponchera era lo más práctico, rápido y probablemente eficaz (doy fe de ello). En todo caso, otra mujer comentó que una vez le había mordido un perro en un glúteo (ella dijo nalga, pero no quiero meterme en líos). Nada grave, pero que lo denunció porque en el pueblo más cercano había niños. Yo lo que me preguntaba es si el perro pastor en cuestión habría mordido alguna vez a algún niño del pueblo, y por dónde y con qué actitud habría pasado la ciclista en las inmediaciones del rebaño. Lo que tengo claro es que creo que se refería a una comarca lobera, de esas en las que todas las CCAA españolas que no han sido capaces de mantener a sus lobos vivos, deciden cómo deben hacerlo las únicas que los conservan. Y claro, es un asunto que también hace preguntarme si habría que prohibir la presencia de perros pastores sueltos cuidado rebaños de pasto privado o comunal para que, de Pascuas a Ramos, a cualquier biker que le apetezca, provenga de donde provenga, pueda pasar por allí sin que le molesten unos perros. ¿Me estaré volviendo un poco medieval?

Un ejemplo: corbata y pajarita para perros. Lo que no sé es si los invitan a las bodas o ya hay bodas caninas. (Imagen: propia).

Otro día, nada que ver, me estuvo enviando mensajes una persona que, muy de cuando en cuando, me pide opinión sobre bicicletas retro. Se ha dedicado a la compraventa de ellas e incluso al coleccionismo personal y, por lo poco que me ha ido enseñando, con el tiempo ha ido adquiriendo mucho criterio, gusto y capacidad de encontrar buenas piezas. Ahora se trataba de una bicicleta flamante que había pertenecido a un corredor profesional español de bastante renombre. Se la ponderé mucho, pero, una vez más, cuando me preguntó sobre un posible precio de venta le dije que no sabía decirle porque ni estoy al día en cuestión de precios ni es un asunto que me interesé conocer. La cuestión es que él sí que tenía una cifra en mente y me la comentó. Yo no sé si está cerca o lejos del valor de mercado. Lo que me pareció, desde mi personalísimo punto de vista, es un disparate. Ignoraba que hubiese gente dispuesta a pagar tales cantidades por un objeto fetiche deportivo. No sé cómo estará el asunto en otras modalidades (una raqueta de Nadal, un casco de Fernando Alonso, etc.), pero es que aquí no se trataba ni de un Nadal o un Alonso del ciclismo, en fin ¿Pecaré de antipatriota por no verme seducido por la objetología heroica del deporte español?

Mucho más atractivo me resultaba un cuadro de un artesano de pretérito prestigio. Me pareció original y bonito, pese a algunas muestras de óxido en la pintura, y hace tiempo que me hubiera hecho cierta ilusión poder montarme una bicicleta con un cuadro suyo. Sin embargo, tampoco se lo supe tasar y mucho me temo que cualquier tasación estaría alejada de lo que yo estaría dispuesto a pagar, así que, sin llegar a hablar de dinero, le felicité por el objeto y le sugerí que probara a encontrar un potencial comprador generoso ¿Habré quizás rebasado un umbral de mínimo sano consumismo occidental?

Rodando solo por una carretera secundaria, me tocaba subir una cuesta bastante pendiente y medianamente larga, así que me lo tomé con calma. Habían segado recientemente en un prado al borde de la carretera y aquí, cada vez que siegan, el cielo se llena de rapaces dispuestas a darse un festín con la fauna y microfauna que queda novedosamente al descubierto. De repente fui testigo de una espectacular batalla aérea: un ratonero empezó a acosar insistentemente a una garceta más grande que él, persiguiéndola con picados, requiebros y peligrosas aproximaciones. Tal es así que no paró hasta que la garceta tomó brevemente tierra en mitad de la carretera, unos cincuenta metros delante de mí, para volver a emprender el vuelo huyendo de el ratonero, que decidió abandonar su acoso al percatarse de que dos cuervos la tomaban contra él. Corpulento, hábil volador y con evidentes armas, la rapaz se volvió contra los córvidos, les encaró y respondió al ataque. El escuadrón negro apenas hizo un par de moderadas maniobras de contraataque, pero acabó huyendo perseguido por el ratonero. Todo esto ocurría mientras seguía pedaleando cansina pero entretenidamente hacia arriba hasta que, mirando al asfalto me encontré la causa de todo aquel barullo celeste. Allí estaba la presa original: un lagarto verde que, estoy seguro, había sido el trofeo de la garceta, perdido con su precipitada huida, y todavía no aprovechado por el ratonero que pretendió robárselo. Sí, hace muchos años que no llevo pantallas en el manillar. Ni cuenta kilómetros, ni móvil, ni medidor de potencia, ni pulsómetro y, frecuentemente, ni reloj en la muñeca. No los necesito ni echo de menos y confieso que disfruto infinitamente más con espectáculos (naturales, humanos o paisajísticos) como el que he descrito, que con dígitos informativos ¿Tal vez me esté convirtiendo en un viejo prematuro y analfabeto digital?

Este otro día no iba en bicicleta pero me encontré un albatros. Nunca había visto uno. Al menos desde tan cerca. (Imagen: propia).

Salgo poco por la noche. Fui un noctámbulo pertinaz durante mi juventud hasta que quité la gana. Me considero afortunado por haber completado aquel ciclo, pues considero que cada cosa a su tiempo. Sin embargo, hace unos días mi hermano me propuso ir a un bar alternativo (en el sentido de mantenerse aferrado a cierta de tendencia de garitos que en los ochenta abundaban y que ahora andan en vías de extinción) para tomar algo las dos parejas, mientras unos conocidos, totalmente aficionados, tocaban su música en directo. El grupillo es veterano, minimalista y modesto. Un cantante con guitarra acústica, otro guitarrista que se encarga del contrapunto y los punteos, un hombre a la caja de percusión (no se acerca ni de lejos a la condición de batería) y una chica a los coros. Cuando digo su música no miento. El grupo acomete algunas versiones setenteras para calentar (ellos y al ambiente), pero el grueso principal de aquel largo concierto lo ocuparon canciones compuestas por el vocalista. Son temas de talante cómico y, por lo general, contextualizados en lo local, por lo que a la concurrencia nos resultan divertidos y entrañables, evitando que entremos en juicios de valor sobre su interpretación que, en este caso, valga la redundancia, no viene al caso. Pero también atesoran algunos temas que, igualmente cómicos, tratan asuntos que van más allá del localismo. Y es el caso de uno de sus clásicos, que creo que se titula Coppi y Bartali, y que fue una de las motivaciones que me impulsaron a acudir al concierto. La verdad es que me lo pasé muy bien. Intento dejaros una mala grabación de la canción.

Negacionista, abandonado, Diógenes, medieval, antipatriota, objetor del consumo, viejo prematuro-analfabeto digital… vete tú a saber cuántos sambenitos me andarán colgando por ahí quienes me conocen y, no digamos, aquellos que me leen. Pero qué quieren que les diga a todos ellos… la verdad es que esta está siendo una primavera, a pesar de la más que moderada práctica ciclista, ¡deliciosa!