martes, 30 de junio de 2020

CANOA CANADIENSE (Parte II, de III)

Una de las razones que me han impulsado a embarcarme (al menos de forma escrita) en todo este asunto de las canoas, fue toparme con algunos libros de viajes. Los compré un poco por casualidad, pero el primero de ellos me enganchó enseguida y me ha parecido un relato de viaje muy diferente a todo lo que he leído hasta el momento y, pese a sus modestas pretensiones, realmente magnífico. En lo personal, lo he elevado a la categoría de “todo un clásico de la literatura de viajes”. Se trata de SEVAREID, Eric. “Canoeing with the Cree”. 2004 (1935). Borealis, Minneapolis.

La historia, que fue real, sin haber pretendido convertirse en una epopeya de la exploración o de la conquista de lo salvaje, resultó una auténtica “salvajada”. Un largo y meritorio viaje emprendido por dos chavales de Mineapolis en 1930: Walter C. Port, estudiante de 19 años, a punto de acceder a la universidad, y Arnold Eric Sevareid, de 17, que es, además, quién escribe el relato. Como si de una acampada de verano se tratara, los dos jóvenes deciden, en muy poco tiempo, escuchar la llamada de la aventura silvestre y planear un viaje en canoa. Y lo hacen con inocencia y sencillez. Adquieren una canoa canadiense de segunda mano (de madera y lona) de 18 pies (5,4 m) y reúnen un equipo básico de acampada de la época: tienda, mantas, ropa de campo (de verano), navajas multiusos, cámara de fotos, una caja de madera para la comida, un rifle de pequeño calibre y único disparo… y poco más. ¿Y qué hacen? ¡lo lógico! Lo “fácil”, echan el barco al agua desde su hogar y se dirigen al mar. ¿Al mar? Sí, al mar… a la Bahía de Hudson ¡a 2250 millas!. Dos detalles sorprenden bastante, antes de iniciarse el viaje. Uno, que el director de un periódico local se animara a financiarles la ruta a cambio de ir recibiendo partes del relato por carta, para poder irlas publicando por entregas. Gracias a tan romántico acuerdo, partieron con un presupuesto de 50 dólares para cubrir todos los gastos del viaje, y recibieron ¡menos mal! Un cheque de otros 50 cuando llegaron al destino, sin un centavo en sus bolsillos (gracias a ello pudieron regresar). El otro “detalle”, que sus padres accedieran a darles permiso. Quizás pensaron que, más tarde o más temprano, regresarían a casa cuando se cansaran de la experiencia o encontraran dificultades insalvables. Pero se equivocaron.

Los dos protagonistas, probablemente en el momento de la partida. (Imagen: paddlemaking.blogspot)

La ruta se inicia río Minnesota Alto. Este río es afluente del Mississippi, cuando el gran curso estadounidense apenas ha empezado a encaminarse hacia el sur desde su nacimiento. Los chavales reman pues, contra corriente, durante cientos de kilómetros, atravesando el estado de Minnesota, encontrando pocos (pero algunos) núcleos de población, mucho terreno natural y bastantes granjas. Alcanzan la frontera interestatal con Dakota del Sur y la siguen navegando los lagos Big Stone, Traverse y Mud. Ello les permite alcanzar Dakota del Norte y trasvasar la canoa al Bois del río Sioux, cabecera del curso del río Rojo (del Norte), que ya corre en dirección norte, hacia el mar. Entre otros lugares, pasan por Fargo y varias otras localizaciones hasta llegar a Emerson, nada más cruzar la frontera canadiense hacia el estado de Manitoba. Hasta allí el viaje es largo ¡muy largo! Muy exigente físicamente, pero aparentemente poco peligroso. Constituye, en cierto modo, la fase iniciática del viaje, durante la cual hay mucho aprendizaje, algunos errores sin grandes consecuencias, ensayos alimenticios y de relaciones sociales con las gentes que se encuentran por el camino, además de un evidente fortalecimiento de su amistad y de su empeño hacia el objetivo. Estamos hablando de varias semanas de paleo diario y pernocta nómada al aire libre. En Winnipeg disfrutan de una muy agradable parada de varios días acogidos por el club de canoa local. La gente está de veraneo y los dos chavales se dejan llevar un poco por el ambiente. Pero, de vuelta al viaje, continúan remando hasta conseguir desembocar al lago Winnipeg, donde el asunto se torna mucho más serio. Y es que, aunque lo llamemos lago, mide 416 km de largo (lo que tienen ellos que recorrer, aproximadamente) con una anchura máxima de 100 km. Quiero decir que, desde el punto de vista de una canoa, a efectos de vientos, oleaje y orientación de navegación costera… es como un mar. De hecho, su relato da cuenta de importantes dificultades de navegación allí. Tantas, que alcanzado Berens River, único punto civilizado, más o menos a mitad de la orilla este, viendo que el tiempo (el otoño del norte) se les iba echando encima, optaron por subir la canoa a un transbordador hasta el extremo norte del lago.

Pero con eso no acaban las complicaciones, simplemente se aproximan. Para empezar, lograr navegar desde Warren Landing hasta la relativamente cercana Norway House, supone buscarse la vida por un auténtico laberinto de canales, ríos, lagunas y ramificaciones de agua entre bosques salvajes. Alternando paleo con porteos y vadeos. Es un lugar donde los cazadores de patos de la época acaban extraviados con frecuencia. A partir de allí, sus relaciones se van estableciendo con agentes de la Policía Montada, empleados de las compañías, “hombres de monte” e indios. Indios Cri (cree). El verdadero infierno, las mayores dificultades y penalidades del viaje, se acumulan en el largo tramo que va desde Norway House hasta Shamattawa. Allí el laberinto continúa, se pierden varias veces, se “salvan” gracias al encuentro con otros viajeros en canoas, acumulan multitud de complicados porteos, pasan hambre y mucho frío, soportan una constante temporada de lluvia, sortean más rápidos que en cualquier otra fase del viaje, etc. La situación alcanza el límite en varias ocasiones. Tras la sucesión de los lagos Little Playgreen, Hairy, Robinson, Asaopiswanan, Touchwood y Gods, finalmente, por el río Gods, alcanzan el asentamiento Cri de Shamattawa. Luego llega el descenso del río del mismo nombre, hasta su confluencia con el Hayes y la llegada a su destino: York Factory, en la orilla de la Bahía Hudson. ¡Impresionante!.

Lo que había empezado el 17 de junio, parecía finalizar sobre el 20 de septiembre. Y digo parecía porque, abandonando ya su canoa, aún debieron acometer el nada desdeñable recorrido de regreso que incluía una complicada navegación con indios, marítima y fluvial (río Nelson arriba), hasta llegar a un apeadero de ferrocarril desde el que poder viajar primero a Winnipeg, y más tarde a casa, donde llegaron el 11 de octubre.

El libro es sencillo. Pequeño, muy modesto en su edición y con algunas fotos de mala calidad. Sin embargo, un tesoro. Por lo que cuenta y por cómo lo hace. Sorprende la madurez narrativa del chaval, su capacidad para resumir un viaje tan largo en tan pocas páginas en las que habla de todo: paisaje, geografía, avatares de la convivencia, aspectos concretos de la acción, encuentros y hasta referencias históricas y literarias. Una verdadera joya que muestra, además, un genuino proceso de paso de la juventud a la adultez ¡en canoa!. Y es que aquellos dos amigos partieron siendo unos ilusionados jovencitos y regresaron como curtidos hombres del norte.

Walter y Arnold en plena acción. (Imagen del propio libro).


Una experiencia muy diferente es la que narra Matt Gaw en su libro “The Pull of the River” (Elliott & Thompson. London, 2018). En su caso, el periodista, aunque joven, es ya un hombre casado y con descendencia, y completamente inexperto con la canoa. En realidad, novatos son dos, él y su amigo James Treadaway. Ambos deciden embarcarse en lo que para ellos constituye toda una aventura: acometer una serie de excursiones de fin de semana en una canoa construida por el segundo de ellos. James la hizo de madera, la fue construyendo en casa, a la vista de sus vecinos, y la remató pintándola de un rojo muy clásico en el mundo de las canoas canadienses. Creo recordar que el barco alcanza los 18 pies y fue bautizado con el nombre de “Pipe” (Pipa). El plan de este dueto consistió en ir recorriendo varios itinerarios fluviales (y algún estuario), la mayoría de ellos relativamente cercanos a su lugar de residencia (en Suffolk). Eso convierte la “aventura” en una sucesión de salidas de dos días o poco más. Al principio cerca de casa, ampliando progresivamente el radio de acción hacia los alrededores comarcales, e incluso aventurándose, a medida que el relato avanza, hacia ríos algo más alejados, aunque siempre en Inglaterra (centro o sur). Los dos protagonistas son tan inexpertos que muchas de las anécdotas que viven como aventuras, resultarán familiares para cualquier practicante, pues quien haya probado a viajar en canoa, enseguida se habrá encontrado en situaciones similares. Hacia la parte final del libro las salidas van ganando ambición, adentrándose en algunos atractivos ríos de Gales. En un par de ocasiones, Matt (si James tuvo el mérito de construir la canoa, Matt tiene el de haberlo escrito) se atreve a hacerlo en solitario, con una canoa prestada algo más ligera (de 16 pies). El remate final es un viaje de varios días, en el que los dos amigos completan una travesía escocesa enlazando “lochs” y canales, que los lleva desde Fort William hasta Inverness (incluyendo la travesía del lago Ness). El plan completo, la sucesión de excursiones, les llevó un año, así que sus narraciones ocupan las cuatro estaciones. Se ve cierta evolución en el estilo o carácter de navegación, comenzando con una visión placentera, observadora, crítica y un poco naturalista, en la que comenten algunos errores de novatos, y hasta se dan algún susto. El invierno los va endureciendo, y hacia el final, sin llegar a convertirse en unos especialistas, acaban cogiéndole el punto al asunto y a desenvolverse cada vez mejor, buscando algo más de inmersión en una naturaleza menos civilizada, más silvestre.

James y Matt a bordo de la Pipe. (Imagen: Greg Brown en eadt.co.uk).


La idea me parece estupenda, algo que recomiendo imitar por cualquiera, pues se trata de una excelente manera de iniciarse en una actividad viajera y deportiva que aporta muchas emociones y sentimientos enriquecedores, pudiendo ser planteada de un modo dosificado y asequible. Basta una embarcación fiable, manejable y estable (normalmente de precios similares a una bicicleta), un coche para trasladarla y, si se quiere o necesita, la compañía de una buena amistad. De hecho, es algo que yo practico con mucha frecuencia, aunque aún no he llegado a planificarlo nunca de modo tan sistemático como ellos, es decir, ocupando un año entero (o una temporada). En cierta ocasión llegué a comenzar un proyecto similar, que algún día tendré que retomar de modo más firme, lo que pasa es que, últimamente, acabo enrolado en formatos de viaje más largos, en vez de ese reiterado picoteo de fin de semana. En cualquier caso, hay que reconocerlo, no son planes incompatibles.

Aunque la dimensión de la aventura no tiene punto de comparación con la de los dos chavales canadienses (ni en riesgo, ni en distancias, ni en entorno, ni en época; pues esta pareja británica lo fue haciendo hace apenas dos o tres años), el relato no está exento de interés. Para empezar, porque está escrito de forma amena, porque incluye algunos guiños y anclajes culturales o de reflexión de actualidad, y porque la experiencia resulta abordable para casi cualquier lector. Ya sea allí, en Gran Bretaña, o replicando algo similar allá donde viva, aunque sea aquí en España.

Desde el principio, y subrayándolo a lo largo de todo el texto, el autor establece cierta conexión conceptual y emocional con una interesante sucesión de autores que, en algún momento de sus vidas, pusieron en marcha algún proyecto de viaje acuático y se dedicaron a escribir sobre él. Resulta curioso comprobar cómo, aunque parece lógico pensar que lo fácil hubiese sido lo contrario, la dimensión y carga aventurera objetiva de tales viajes fue perdiendo intensidad a medida que dichos autores se fueron acercando a los tiempos actuales, en los que, supuestamente, todo es más sencillo, asequible y civilizado. La verdad es que da mucho en qué pensar. El primero de ellos fue John McGregor con su piragua Rob Roy, con la que completó un gran viaje europeo, de unas mil millas, que narró en 1866, y sobre el que ya escribí en este blog en la entrada titulada “Rob Roy”. Aquella gran aventura, de lo más singular para una perspectiva europea, inspiró directamente a Robert Louis Stevenson, quien, acompañado de su amigo Walter Grindlay, recorrieron parte de Bélgica y Francia, en 1876, remando en sus piraguas Arethusa y Simpson, enlazando canales y ríos. También a ellos dediqué parte de la entrada titulada “Herederos de Rob Roy”. Mucho tiempo después, avanzado el siglo XX. Roger Deakin dedicó uno de sus programas de radio a relatar un modesto recorrido en canoa titulándolo “Cigarette on the Waveney”, convirtiéndose en, quizás, el primer detonante del proyecto posteriormente abrazado por Matt Gaw en su libro. Tal es así que Gaw confirma pretender, en cierto sentido, seguir los pasos de su admirado Roger Deakin, y por eso llamar a su canoa “pipa”, homenajeando el “cigarrillo” de Deakin. Con la figura, más bien con la principal obra escrita de Deakin, me topé hace poco. Y gracias a un libro suyo que, por cierto, tuvo mucho éxito en el Reino Unido, establecí una serie de conexiones muy interesantes y sugerentes. Salvo en el caso de su historia con la canoa “Cigarette”, en realidad, Deakin era un bañista vocacional. Quizás por eso, por salirse un poco del tema de la canoa, en vez tomarme la molestia de tratar de resumir aquí esas mencionadas conexiones, las dejo explicadas en un video que edité al respecto hace algunas semanas.

Nosotros aquí a lo nuestro, a las canoas, y ahora, dando otro salto transatlántico y continental, nos vamos al Yukón. Un joven londinense recorrió la totalidad del mítico río de alaskano y canadiense en canoa. Lo hizo en 2016 y, salvo unos pocos días de rafting los primeros kilómetros, el resto, a bordo de una canoa canadiense de 18 pies. El rafting patroneado por un experto, lo demás remando solo hasta la mitad del viaje, y acompañado por su novia sueca desde allí hasta el mar. Casi 2000 millas de un increíble viaje que le ocupó un largo verano (desde finales de mayo, hasta avanzado septiembre). Adam Weymouth lo cuenta todo en “Kings of the Yukon” (Penguin, 2019). Tampoco él inicia el viaje siendo experto en el manejo de una canoa. Elige ese medio de desplazamiento por considerarlo como el más adecuado y tradicional para experimentar lo que pretende: recorrer todo el Yukón. Pese a lo salvaje del entorno, el río no se caracteriza por presentar grandes dificultades de navegación. Ni grandes ni pequeñas. Salvo ese corto tramo inicial, no vuelve a presentar rápidos. Corrientes sí, y vientos. Y oleaje variable en sus ensanchamientos y en la desembocadura costera. Los riesgos tienen más que ver con sus riberas, con algún posible desencuentro desafortunado con un oso grizzly, o incluso, poniéndose en lo peor, con algún malentendido con alguien a quien le haya sentado mal la bebida.

A lo largo del viaje se suceden dilatados periodos de calor, semanas de lluvias, largos tramos de varios días por territorio completamente deshabitado, y paradas en la mayoría de los escasos núcleos de población. El relato nos acerca al progreso viajero en canoa, se emplea en ello lo suficiente, pero no es eso lo principal del contenido. En realidad, se trata de un viaje conceptual a partir de dos ejes principales paralelos: el Yukón como unidad fluvial geográfica, y el salmón Chinook (King) como especie protagonista mediante su ciclo de vida río abajo y río arriba. Adam emprende el viaje para estudiar la vida de ese salmón y visitar todos aquellos lugares de relevancia para entender cómo funciona su ciclo vital, cuál es su problemática y qué vinculaciones sostiene con los seres humanos. Las actuales (su gestión, su explotación, su cría “artificial”, etc.) y las tradicionales (su cultura, su pesca, su disfrute, su arraigo religioso, etc.). El río tiene mucho que ver con todo ello, y su flujo va variando mucho más allá del curso acuático. Primero, porque discurre por Canadá y por Alaska, que son dos territorios dependientes de ópticas políticas y gestoras suficientemente distintas. Y segundo porque, desde un punto de vista étnico, el Yukón pasa de ser territorio atabascano a inuit. Ambas Primeras Naciones, pero totalmente diferentes desde un punto de vista cultural.

Campamento de los protagonostas en el Yukón. (Imagen: Ulli Mattsson en frostriver.com)


Lejos de convertirse en un tratado sobre el salmón, el relato se convierte en un viaje humano en el que su protagonista va dando cuenta de múltiples relaciones que va estableciendo a lo largo del río, deteniéndose, por periodos de varios días, en aquellos lugares en los que se topa con gente local (o profesionales) que tienen mucho que contrale o enseñarle. Y ello no solo aporta rica información sobre el río o el salmón, sino que se convierte en una especie de muestrario social de la realidad actual del río y de Alaska. Y esto último es algo que me ha resultado aleccionador en cierto sentido. Alaska es uno de mis sueños viajeros. Cada cual tiene sus quimeras y sus obsesiones geográficas. Y por la razón que sea a mí Alaska y la Patagonia siempre me han atraído especialmente. Hay gente con interés africano, oriental, piramidal, etc. En mi caso la naturaleza suele motivarme mucho, y no sabiendo por qué, esos extremos continentales siempre me han llamado la atención. Lo que ocurre con nuestros “destinos soñados” es que, desde casa, tendemos a ser ciegamente condescendientes con ellos. Les perdonamos muchos de sus defectos. Por eso, de algunos viajes regresamos convencidos de que, aunque lo hayamos pasado fenomenal, como en casa no se está en ninguna parte. Nunca he estado en Alaska, pero me consta que una de sus principales pegas son los mosquitos (para mi es importante porque es algo que llevo bastante mal). Sin embargo, la lectura del relato de Weymouth recalca otra problemática más grave, que en los documentales suele pasar desapercibida o directamente oculta: el deterioro sociocultural de gran parte de su población, con una importante porción de ella viviendo en unas condiciones bastante críticas (dentro de la sociedad “occidental”, lo cual genera cierto contraste especialmente cáustico) y con un explícito problema de alcoholismo que, por lo que describe el autor, se deja notar, claramente, a lo largo del río. Otro aspecto desmitificador de este libro es que, a pesar de que Weymouth recorre el río completo en canoa, él mismo nos reconoce que apenas se encuentra con ninguna otra canoa ¡en 2000 millas!. Es más, que a veces tiene la impresión de ser un “friki” folclórico, como si un guiri se pasease por Sevilla vestido de torero, o nos diera por recorrer Austin (Texas) montados a caballo. La gente hace tiempo que no utiliza canoas en el Yukón, se mueven en motoras. Lo mismo que las motos de nieve han ido sustituyendo a los trineos de perros. Quedan trineos y canoas, pero únicamente cuando tienen que ver con motivaciones culturales, tradicionales, nostálgicas, etc. O deportivas y turísticas. De hecho, hacia el final del libro, Weymouth regresa unos días al curso alto para despedirse de una gente, completar alguna visita más y aprovechar el tiempo que le quedaba. Y es entonces cuando, coincidiendo con el final de la temporada veraniega, ve muchas canoas en puntos concretos (compañías de turismo activo), en los techos de cientos de coches y caravanas, etc. Es el crudo contraste entre la realidad cotidiana de los “locales” y la nostalgia soñadora de quienes se acercan a los escenarios de “referencia cultural”. A mí por lo general me toca ser de los segundos, que es además lo que suelo buscar. A veces pienso que ello supone vivir en falsete, como fuera del tiempo, aferrándome a épocas pasadas que no van a volver. Sin embargo, un viaje como este de Adam Weymouth me da esperanzas y refuerza mi posición, porque demuestra que todavía es posible hacerlo así, tomar esa vía, e incluso darle sentido. A pesar de que sea una opción minoritaria, ¡casi mejor!.

Ulli Mattsson y Adam Weymouth con su canoa, probablemente ya cerca de la desembocadura del Yukón. (Imagen: Ulli Mattsson).


Si algún lector comparte mi interés por Alaska debería de enfrascarse en la búsqueda de un magnífico libro que, aunque ya está descatalogado hace tiempo (como toda la obra de su autor), merece realmente la pena. Se trata de “Alaska” de James A. Michener y está en español. Es un buen “tocho” que emplea ese particular estilo narrativo al que se aferró Michener durante la mayor parte de su carrera como escritor: contar la historia de un territorio a través de una saga de aventuras de personajes de ficción, pero con una sólida base de fundamentación histórica, geográfica y cultural. He leído bastantes libros de este autor, y aun sigo adquiriendo y leyendo aquellos otros con los que me topo y me quedan por leer. Me encanta y, a pesar de que ya llevo unos cuantos, “Alaska” sigue siendo mi favorito.

En un estilo diferente, pero al que también soy muy aficionado (de hecho, es el que, dentro de mis limitaciones, practico) se mueve el español Javier Reverte. Él tiene varias obras “geográficas” en un formato que integra el ensayo con la literatura de viajes y el diario personal. Lo hace muy bien, con ameno equilibrio e insertando (y esto me gusta especialmente) dosis acertadas de investigación de “gabinete, despacho o biblioteca” para revalorizar el contenido de sus libros. Una práctica habitual en el mundo anglosajón, al estilo del superventas Bill Bryson. Pues bien, Reverte (¡Javier! No confundirse) también nos cuenta un viaje de varios días en canoa canadiense. Lo hace en “El río de la luz. Un viaje por Alaska y Canadá”. Aunque la amplitud de miras de su texto es mayor, una parte muy importante del mismo se centra en el Yukón, visitándolo con la motivación del viajero atrapado por las historias pasadas que de allí surgieron. Y pese a que Reverte utiliza varios medios de transporte diferentes, inserta ese mencionado descenso en canoas. Desde Whitehorse hasta Dawson City, 736 kilómetros. Lo realizó en el 2006 con cinco amigos, uno de ellos guía de descenso de ríos. Para ello utilizaron tres canoas canadienses estándar, de 4,6 metros de eslora (15 pies) y 95 cm de manga. Cómo todos los demás que hemos ido repasando anteriormente, también ellos fueron acampando y desarrollando plena vida al aire libre, en régimen de autosuficiencia.

Javier Reverte en el Yukón, en la proa de una canoa canadiense bien cargada. (Imagen: riosconvida.es).


Volviendo un instante a Adam Weymouth, en su libro menciona a Bill Mason como “el canadiense que hizo más que nadie por popularizar el canotaje moderno”, y le atribuye la regla de “no dar paladas en aguas que no puedas también beber”. Si se siente interés por la canoa canadiense y por vivir su utilización en un modo aventurero, viajero o deportivo-placentero, es obligado indagar un poquito sobre la figura de Bill Mason y, especialmente, sobre su legado cinematográfico. Este conservacionista fue un oriundo del estado de Manitoba. Nació en Winnipeg, y estudió y vivió en aquel estado canadiense. Región de los Grandes Lagos. Se licenció en artes y eso, unido a su pasión por la naturaleza, encarriló su carrera profesional hacia la creación de libros y documentales de corte naturalista, la mayoría de ellos centrados en un uso explorador ocioso de la canoa e incluso en el estudio y defensa del lobo, aunque también dirigió otros trabajos de temática cercana. Teniendo en cuenta que la mayoría de sus películas datan de las décadas de los años 60 y 70 del siglo XX, podemos declarar que nos encontramos ante una especie de Cousteau o Rodríguez de la Fuente local canadiense, bastante especializado en su zona de referencia y en el culto a la canoa. Pero, salvando esa diferencia, con una motivación y estilo similares, aunque el caso de Mason profundizando algo menos en lo biológico, y con toques más emocionales o existenciales. A continuación, un repaso a su trabajo fílmico sobre las canoas:

  • “The Rise and Fall of the Great Lakes” (1968). Se trata de un corto didáctico sobre la evolución de los Grandes Lagos canadienses. Todo explicado con la canoa como pieza clave y un doble tono: ecologista y de humor básico.
  • “Path of the Paddle: Doubles Basic” (1977). “Curso” básico (creo que más que de sobra…) sobre las técnicas de canoa canadiense. Amplísimo repertorio y algunos consejos sobre el barco clásico a elegir para dos.
  • “Path of the Paddle: Doubles Whitewater” (1977). Continuación del anterior, en él se aprecia una evidente relajación didáctica o tutorial, a la vez que se incorpora una ligera trama o guion viajero. La excursión descrita, de varias jornadas, resulta francamente apetecible y, durante la misma, se nos dan lecciones de maniobras, lectura del río y recursos auxiliares como el porteo, vadeo o descenso de la canoa por medio de cabos.  Me parece uno de sus trabajos más recomendables.

Path of the Paddle: Doubles Whitewater, Bill Mason, provided by the National Film Board of Canada


  • “Path of the Paddle: Solo Basic” (1977). Mason regresa al formato “curso” y ofrece un magnífico recital de técnicas y maniobras individuales de lo más elegante y eficaz. Eso sí, una cosa es vérselo ejecutar a él, y otra bien distinta tratar de imitarlo. En cualquier caso, queda claro que una canoa tradicional bajo su gobierno se convierte en un poderoso recurso de viaje y aventura. Por otro lado, gracias a este trabajo, he podido poner en práctica, con éxito, paladas que antes conocía, pero no sabía ejecutar con mi kayak.
  • “Path of the Paddle: Solo Whitewater” (1977). Es una evidente segunda parte del anterior, más en formato “curso” que como “aventura narrada”. Vuelve a tratar la lectura del río, las maniobras, las posibilidades de progresión y los riesgos. Aunque en este caso, todo ello, desde la perspectiva individual.
  • “Song of the Paddle” (1978). Más larga que las precedentes, esta película es un canto en favor de la canoa como experiencia vital. La familia Mason al completo, matrimonio con sus dos hijos, realiza un viaje sobre un par de canoas siguiendo el curso de un río hasta desembocar en lago Superior (un auténtico mar de agua dulce), donde continúan disfrutando de unos días de vacaciones en plena naturaleza. A pesar del estilo “happy family” del guion, el documental discurre en un tono naturalista acorde al que se empezó a poner de moda en aquella época en cuanto a reportajes de naturaleza. Sencillez, huida del consumismo y grandes espacios.
  • “Pukaskwa National Park” (1988). Este es un entrañable corto promocional sobre el Parque Nacional. Con bastante canotaje y acampada juvenil. Llama la atención la cercanía y naturalidad con la que la chavalería se maneja en un entorno natural agreste y aislado, sin que la actual dictadura normativa: preventiva, aséptica, excesivamente proteccionista y, muchas veces, irracional, aparezca poniendo cortapisas a su evidente felicidad.
  • "Waterwalker" (1984). Sin duda su película más ambiciosa. Un largometraje de casi hora y media de duración. En este caso, las cuestiones técnicas quedan apartadas. Estamos ante un canto a la libertad individual en el espacio natural. Salvo unos minutos en los que un grupo de habilidosos palistas se dedican a jugar con las corrientes y rebufos de unos rápidos, en todo el resto de documental es el propio Mason la única figura humana que aparece. El guion narra un viaje que se inicia en el lago Superior, para después remontar un río, y más tarde trasladarse a otro por el que descender. El viaje no tiene fin, su término es más bien alegórico, porque el protagonista alcanza el invierno sobre su canoa. Hay aguas tranquilas, oleajes severos, rápidos bravos, grandes espacios y encantadores rincones. Todo ello en un régimen de acampada solitaria en el que Mason alterna la observación de la naturaleza, con la remada y la pintura paisajística. Sufre peripecias significativas de las que sale siempre airoso con tranquilidad casi zen. De hecho, la banda sonora del documento fílmico alterna alguna canción, algo de música instrumental sencilla, los sonidos ambientales y dos voces: la de Mason reflexionando en alto, y la de un supuesto indio despachando filosofía étnica. El conjunto resultante desprende belleza y un buen puñado de estupendas tomas de navegación. Hay que reconocer que representa todo un alarde de soledad y aislamiento voluntario que podrá asustar a muchos. En realidad, es la puesta en escena de un hábito que él mismo acostumbraba a poner en práctica a menudo: “perderse” durante largos periodos de tiempo por aquellos territorios. Me parece un trabajo recomendable aunque, únicamente, si se tiene tiempo, ganas y un evidente interés por el asunto de las canoas.

Todos estos documentales (y otros del autor) están accesibles de modo abierto y gratuito en la National Film Board of Canada (https://www.nfb.ca/directors/bill-mason/).

lunes, 15 de junio de 2020

CANOA CANADIENSE (Parte I, de III).

Ya expliqué una vez qué se entiende por piragüismo: casi cualquier modalidad de avance acuático, sobre una embarcación impulsada por una pala. Aunque a las palas las llamemos remo, el piragüismo y el remo se diferencian en un concepto fundamental: que en el remo utilizamos un apoyo articulado para crear un sistema de palanca, mientras que en el piragüismo no. Simplemente sostenemos la pala con nuestros brazos que se encargan directamente, sin apoyo o palanca externo, de dar paladas en el agua. Este axioma conceptual tiene muchas consecuencias, pero vamos a subrayar únicamente dos. Una, que, en el remo, en la mayoría de los casos, el remero trabaja de espaldas a la proa, mientras que en el piragüismo va de cara a la dirección de avance. Y dos, que las embarcaciones de piragüismo suelen ser mucho más sencillas y ligeras.

Así pues, el barco-dragón o el paddle-surf, por mencionar dos disciplinas de moda actualmente, deberían ser consideradas como piragüismo (aunque la segunda de ellas esté deportivamente adscrita a la federación de surf). Pero, centrándonos en las embarcaciones más comunes del piragüismo, estas se clasifican en dos grandes grupos: canoas y kayaks. Con múltiples formas, diseños y especialidades cada uno de ellos, pero con una característica intrínseca que las diferencia. En los kayaks se utiliza doble pala, mientras que en las canoas pala simple (remo de una sola pala). Luego está todo ese asunto de los modelos y los diseños. Cada vez más variados. Aunque aquí, en esta entrada, nos vamos a centrar en las llamadas canoas canadienses “clásicas”, es decir, en canoas abiertas, versátiles y bastante tradicionales, pensadas para ofrecer una gran funcionalidad de usos y prestaciones, pero muy alejadas de objetivos de competición (salvo la excepción de algunos escasos eventos algo tradicionales).

La canoa canadiense ha llegado a nuestros días con diseños y tamaños bastante cercanos a sus orígenes, habiendo evolucionado muy poco, y, más que nada, en la adopción de materiales de construcción moderno. En lo demás, sigue muy fiel a sus principios básicos. Y sigue así porque le funcionan muy bien. Es un barco muy sencillo, barato, fácil de almacenar y transportar, también de manejar, sin requisitos burocráticos de gobierno y muy útil. Más que vocación deportiva, la canoa canadiense tiene espíritu de ocio, viaje, travesía, pesca, caza o entretenimiento familiar.

“La canoa se convierte en tu alfombra mágica hacia rincones y resquicios remotos, en los que te encontrarás convertido en fotógrafo, pescador, geólogo, ornitólogo e historiador”.

Son palabras de Dave Harrison, fundador y editor jefe de Canoe Magazine, probablemente la primera revista dedicada específicamente al mundo de la canoa (él y su esposa la vendieron en 1998). En 1973, la pareja adquirió una canoa que, en cierto modo, cambió radicalmente sus vidas. Se mudaron desde Boston a Seattle (una auténtica capital del canotaje estadounidense) y desempeñaron sus carreras profesionales enfrascados a tope en ese mundo. En 1988 me compré mi primera piragua, y para el año siguiente ya era consciente de que, en el fondo, lo que necesitaba era una embarcación mucho más versátil y “viajera”. Por eso di con este autor, a través de su libro “Canoeing Skills for the Serious Paddler” (Sports Illustrated. NY, 1988). Lo que tuvo su guasa es que, a la hora de comprarme una canoa, me decanté por una de fibra que era una evolución de las que se solían fabricar por entonces en España. Tal evolución había consistido en cierto estrechamiento de la manga, mucha reducción de su obra muerta (altura de la borda), disposición de tres quillas paralelas para mejorar su direccionalidad, una colocación muy baja de los dos asientos y una cobertura muy marcada de sus bañeras. Así pues, el producto final era un kayak doble que se maneja con doble pala y que de canoa únicamente tiene cierto aspecto exterior, derivado de su anchura y de la elevación decorativa de su proa y su popa. El barco salió tan bueno que, más de treinta años después, aquí sigue, en uso y con muchos viajes y travesías a cuestas. Un barco bueno, bonito y barato del que nunca me he querido deshacer. Pero, en esencia… ¡un kayak!.

Hace muchos años, en el embalse de El Burguillo (Ávila), con nuestra eterna canoa-kayak "Saltarina".

Y es que, aunque he navegado en canoa canadiense en varias ocasiones y en lugares muy singulares, nunca he tenido ninguna, y no por falta de ganas, sino porque una vez metido a fondo en la dinámica de los kayaks, las canoas se me hacían lentas, además de dependientes de acompañamiento. Por otro lado, tampoco resultaba fácil o asequible su adquisición en España. Y esto último me ha hecho preguntarme muy a menudo ¿por qué en España no ha cuajado el fenómeno de la canoa canadiense? (olvidémonos de David Cal; recordemos que estamos hablando de los modelos de ocio-turismo, etc.). Es algo para lo que no tengo respuesta clara. La primera vez que llevé a unos alumnos a realizar el descenso del Sella (no el competitivo) disfrutamos de unas verdaderas canoas canadienses abiertas, aunque ya con confortables asientos bajos (casi sillones) y palas dobles, pero pocas temporadas después tales embarcaciones habían sido sustituidas por kayaks autovaciables. Hace muchos años, contratamos una espectacular ruta de dos jornadas por el corazón de los Arribes del Duero Internacional y lo hicimos en auténticas canoas canadienses de pala simple. Acostumbrados a la agilidad de nuestros kayaks, el avance se nos hizo algo lento, pero la experiencia fue estupenda y muchas veces he recordado aquella forma de remar y avanzar. Relajada y observadora. Da lo mismo, recientemente he regresado a los Arribes y, aparte de que ya no se puede remar por algunos de aquellos tramos, las empresas de alquiler se han pasado a los kayaks.

De nuevo hace un porrón de años, Arribes del Duero Internacional, repanchingados en una auténtica canoa canadiense de las que tan difícil resulta encontrar en España.

El fenómeno resulta muy singular porque tanto en Francia como en Gran Bretaña las canoas canadienses son muy populares. En ambos países hay muchos proveedores, muchas empresas de alquiler que se siguen decantado por ellas, multitud de rutas turísticas fluviales y las correspondientes guías de viaje publicadas, libros sobre el tema, etc. Y en España, ni rastro de casi nada de ello. Quizás la “orografía fluvial” haya tenido algo que ver. Francia disfruta de numerosos ríos que recorren largas extensiones de territorio bastante llano, además de una importante red de canales. A Gran Bretaña le ocurre algo parecido, en menor dimensión, pero similares características. Sin embargo, aquí, la Meseta obliga a que la mayoría de los ríos tengan que acabar descendiendo mucho desnivel en poca distancia, haciéndolos menos asequibles para la navegación. Y en cuanto a la red de canales navegables, la cosa se quedó en una infraestructura raquítica: el Canal de Castilla, el Imperial de Aragón y poco o nada más.

Sea como sea, es una pena, y soy de los que opina que España requeriría un importante esfuerzo de mapeo para el diseño de potenciales largos recorridos fluviales para ser explotados como recursos turísticos activos mediante la navegación en kayaks, canoas, tablas de paddle-surf, etc. Mucho se habla de la España Vacía y del “nuevo futuro” post-COVID19. Ambos son argumentos importantes como para replantearse planes de acción como este, aunque mucho me temo que todo se quedará en palabrería e inacción. Algo similar a lo ocurrido con las famosas vías verdes, de las que se lleva hablando décadas, que avanzan a una lentitud pasmosa y que no acaban de empeñarse en crear una verdadera y efectiva red de conexiones, sino que, la mayoría de ellas quedan completamente aisladas y olvidadas. Y mientras, en Europa, uno puede recorrerse los 2850 km del Danubio en bicicleta, por vías seguras, atravesando un buen puñado de países.

Volviendo a la canoa canadiense, su hábitat natural, origen y cultura están en Norteamérica, en los EEUU y, especialmente, en Canadá. Su utilización original fue propia de muchas tribus indias, así como de colonos y hombres “de monte” blancos. Fue un recurso muy habitual por casi todos los estados, empleado por tramperos, comerciantes que desarrollaban su negocio en el seno de los territorios salvajes, etc. Constituyó una combinación habitual (de temporada) con el tiro de trineos y las raquetas de nieve. Y, dependiendo del territorio, fue un recurso tan extendido como los caballos. Tanto en la costa oeste, como en los estados de interior y, desde luego, en los Grandes Lagos y en los estados del este. Y es que gran parte de Norteamérica está caracterizada por largos recorridos fluviales y extensos laberintos de cursos de agua.

Una de las naciones indias a las que se les concede protagonismo pionero en la construcción de canoas es a la Kootenay. Eran tribus nómadas dedicadas a la recolección, caza o pesca, dependiendo de la temporada. Para sus traslados aprovechaban toda una red de aguas, complementándola con otra de senderos a pie, denominada los senderos de grasa (al ser ese producto uno de los más utilizados en sus intercambios comerciales). Su territorio era bastante extenso, yendo desde el sur de los Parques Nacionales de Banff y Yoho en Canadá, al este de Revelstock, hasta introducirse algo en la correspondiente área del norte de los EEUU. En realidad, se trataba de dos naciones indias: la Kutenai (Ktunaxa) y la Lakes (Sinixt). Sus canoas se construían con corteza de árbol y mostraban un peculiar diseño con su proa y popa como invertidas. Por eso se las denomina canoas de “nariz de esturión”. En el dialecto de los Sinixt, la palabra que se utiliza para el pino blanco tiene una traducción literal de “madera de canoa de corteza”. Como inicialmente no disponían de metal, aquellos indios descortezaban los árboles con herramientas de piedra afilada. Por su parte, los Ktunaxa reclaman el diseño de esturión como originalmente suyo, creado para deslizarse cortando el agua del delta del valle. El esturión fue su inspiración, siendo un pez común en el río y lago Kutenai. Los Kutenai podían utilizar cortezas de varios tipos de árobles diferentes. Muchas otras tribus empleaban sobre todo el abedul. Se las dotaba de una quilla y un costillar de maderas dobladas al vapor.

Canoa india Kootenay, tipo "esturión". (Imagen: kaslonow.ca).


Sin meterme en un estudio riguroso sobre los diferentes tipos de canoas utilizados por las distintas grandes tribus de indios norteamericanos, sí que he llegado a conocer algunas a través de la ingente obra “El indio norteamericano”, de Edwar S. Curtis, que, por alguna extraña razón, fue casi completamente traducida y publicada en español. Dentro de los numerosos y diferentes trabajos editados: álbumes, cuentos, etc. Destaca, sobre todo, la colección de 20 volúmenes dedicada a diferentes tribus de la mayoría de las comarcas de América del Norte. Precisamente, el tomo nº 20, titulado “En kayak entre los hielos” (1930), está dedicado a los Inuits de Alaska (de varias localizaciones), además de los Nunivaks, Noataks, Kobuks y Selawiks. Pero quienes de ellos navegaban lo hacían en mar y utilizando diferentes tipos de kayaks como embarcación individual, aunque umiaks como barco colectivo. En realidad, los umiaks, conceptualmente, sí que podrían considerarse como algún tipo de canoa porque iban propulsados remando con palas, largas, pero sin apoyo de palanca en la borda. Y desplegando alguna vela en ocasiones propicias para ello. Eran barcos largos y anchos para dar cabida a unos nueve tripulantes y se utilizaban, entre otras cosas, para la caza de ballenas. Los fabricaban con un elaborado armazón a base de palos y maderas que recuperaban de las mareas. Y todo él era recubierto con piel impermeable de animales.

Inuits a bordo de un Umiak. En ocasiones aparejaban velas eincluso, en algunos casos remaban articulando remos al carel. (Imagen: Lomen Bross WU)


La obra de Curtis no es entretenida. Al menos para mí. Es muy laboriosa desde un punto de vista etnográfico, pero peca en exceso de rigurosidad notarial desapasionada y, desde luego, de ausencia de trama. Son excelentes libros de consulta, pero sin atractivo como entretenimiento. Un importante valor añadido que aportan son los conjuntos de fotografías que acompañan a cada volumen. Curtis fue un excelente fotógrafo así que parte de su aportación etnográfica descansa también en sus imágenes.

Siguiendo su obra, dejamos Alaska, costeando el Pacífico hacia el sur, y nos topamos con las tribus agrupadas bajo la denominación de los Kwakitul. Gentes marineras que habitaban las regiones costeras desde el sur de Alaska hasta la desembocadura del río Columbia. Ello implica toda la costa oeste canadiense y la del estado de Washington (los alrededores de Seattle) hasta su límite con Oregón, pues el río desemboca tras pasar por Portland y ejerce de frontera interestatal. Estas tribus utilizaban espectaculares canoas de madera de diferentes tamaños, con unos acabados decorativos impresionantes, con deidades talladas y coloreadas. Todas ellas construidas a base de ahuecar y dar forma a un gran tronco de árbol. Madera maciza. El Qágyuhl, por ejemplo, podía ser utilizado por un par de personas para pescar en lagos y estuarios, pero sus embarcaciones de guerra podían medir hasta 20 metros de eslora y eran de madera de cedro tallada. Las propulsaban con palas o velas, y, en ocasiones, hasta emparejaban dos, en forma de catamarán. Curtis dedica a estas tribus su tomo nº 10 “Chamanes y deidades” (1915).

Gran canoa maciza de la costa del Pacífico con su estilo de decoración característico. (Imagen: Andreas Mensert en britannica).


El volumen anterior, el nº 9, ofrece un título muy elocuente: “Los pueblos de las canoas” (1913) y en él se tratan varias tribus costeras (Salish, Chimakum, Quilliutes y Willapas), asentadas entre las bahías, golfos, fiordos e incluso ríos, situados alrededor del complejo sistema marítimo terrestre de la frontera entre los EEUU y Canadá en el Pacífico, Isla de Vancouver incluida, así como algunos internamientos, ríos arriba, hacia el este de Seattle. Aunque sus canoas de mar siguen la pauta de las anteriores, en las fotografías pueden verse mayor variedad de tamaños intermedios y, sobre todo, una clara diferencia de diseños, formas y cotas para las canoas construidas para uso fluvial.

Canoas costeras macizas "ligeras" varadas en un asentamiento repleto de los característicos totems de aquellas tribus. Excelentes talladores de madera con medios muy rudimentarios. (Imagen: nativamericanetroots.net)

En el volumen nº 18 encontramos el origen de lo que actualmente entendemos por la canoa canadiense. Titulado “En los bosques y llanuras del Canadá” (1928), se ocupa de los indios que habitaban la mayor extensión del territorio de aquel país: las Rocosas, las grandes llanuras centrales y las comarcas próximas a los Grandes Lagos y alrededores de la Bahía de Hudson. Su aspecto, vestuario y costumbres tenían mucho que ver con la mayor parte de la iconografía que nos la llegado a través del cine “western”: plumas, ropajes de pieles con flecos, mocasines, tipies, caballos, caza de bisontes, etc. Y, por supuesto… ¡canoas!. El texto de Curtis aborda las costumbres de tres grupos principales: los Sarsis (menor) y, especialmente, los Cris y los Chipewyan. Estos utilizaban canoas ligeras que les permitieran avanzar por todo tipo de cursos, vadear zonas de poco calado y cargar con ellas en los necesarios porteos. Habitualmente eran construidas con las medidas de las actuales, 4 m de eslora por 80 cm de manga, aunque en algunos casos menos funcionales que las que luego veremos. Los propios indios comentaban que, “antiguamente”, se cubrían de piel, aunque en la época de los primeros exploradores (bastante antes que los trabajos de Curtis) ya eran casi todas de corteza. Sabemos que estos indios contactaban ocasionalmente por el norte con los “eskimales” (inuits), pues se han relatado matanzas de sus pobres vecinos del norte. Prueba de la mutua influencia es que, ocasionalmente, los Chipewyan utilizaban doble pala para propulsar sus canoas. Pero, la canoa canadiense que marcó la inspiración de la actual fue la que construían y utilizaban los Cris, también superextendidos a lo largo y ancho de la mayor parte del territorio canadiense y que, al contrario que otras tribus, desde muy temprano congeniaron y se relacionaron bastante con el hombre blanco. Las imágenes de las suyas sí que muestran un patrón casi idéntico a la canoa canadiense actual. En líneas, forma, cotas y tamaño. Hasta con esas proas y popas levantadas y redondeadas. Y, por supuesto, también construidas con estructura de madera cubierta de corteza.

Canoa Cree. (Imagen: Edward S. Curtis).

Imagen artística de una típica canoa india. (Imagen: John Moyers en artnet).


Ya con cierta efervescencia comercial y colonizadora en los territorios del norte, e imitando los métodos de desplazamiento utilizados por los indígenas, surgieron las denominadas canoas de Montreal. Con el aspecto típico de las canoas indias de las películas “del oeste”, eran versiones muy grandes, de unos 10-12 metros de eslora y capacidad para 14 tripulantes (casi como una versión piragüera de la trainera). Fueron muy utilizadas en la zona de los Grandes Lagos. Podían transportar hasta 3 toneladas de carga, haciéndolas ideales para el intercambio comercial, al interactuar con las ligeras. Las grandes para los enormes (y ocasionalmente agitados) lagos, y las pequeñas para internarse en bosques y montañas, a través de los cursos fluviales más estrechos.

Pintura de una canoa de Montreal. (Imagen: Frances Anne Hopkins, wikipedia).


A falta de clavos, tornillería y metal, los indios construían sus canoas utilizando hilos de origen animal y raíces de abeto rojo para las uniones. Una vez terminadas, las tenían que embrear con resina de pino. Algo que, con frecuencia, volvía a tener que hacerse cada cierto tiempo, muchas veces en ruta. De todo ello se sabe bastante gracias a los diarios de los exploradores occidentales que fueron recorriendo y cartografiando los territorios canadienses. Tres de los más importantes de aquellos exploradores, que además recurrieron con gran frecuencia a la utilización de canoas, fueron Pond, Thompson y Mackenzie.

Peter Pond (1740-1807) fue uno de los fundadores de la mítica Compañía del Noroeste (dedicada preferentemente a la comercialización de pieles). Aquella fue la gran competidora de la Compañía de la Bahía de Hudson. Pond exploró mucho al oeste de los Grandes Lagos con la idea de buscar nuevos lugares en los que cazar y comerciar con pieles. El invierno de 1776 a 1777 ya lo pasó instalado en un puesto avanzado, construido por el mismo, en la confluencia de los ríos Sturgeon y Saskatchewan Norte. Seis años más tarde se centró en los alrededores del lago Athabasca, explorando sus vías navegables y determinando la localización aproximada del Gran Lago del Esclavo y el del Oso, territorios habitados por algunas de las “Primeras Naciones” canadienses. Basándose en sus notas y diarios, Pond cartografió una amplia y desconocida zona que iba desde la Bahía de Hudson hasta la Rocosas y sugería como llegar hasta el océano Ártico.

Mapa de Peter Pond - Transferido desde en.wikipedia a Commons.(Original text : * National Archives of Canada / NMC 8433Source site: http://www.collectionscanada.gc.ca/explorers/h24-1602-e.htmlSource URL: http://data2.collectionscanada.ca/nmc/n0008433.jpg), Dominio público.

David Thompson (1770-1857) fue quizás el cartógrafo más prolífico de la época y zona. En 1785 fue destinado a Canadá al servicio de la Compañía de la Bahía de Hudson para trabajar como aprendiz durante siete años. Al finalizar su formación tuvo claro que, más allá de la trampería o la gestión, lo que mejor se le daba y más le gustaba era la exploración del territorio y su cartografía. “Entre 1792 a 1812, exploró y cartografió la región al oeste de la bahía de Hudson y el lago Superior, más allá de las Montañas Rocosas. Fue el primer europeo en explorar el río Columbia desde su fuente hasta su desembocadura” (Wikipedia). En 1797 abandonó la Compañía, frustrado y descontento con la política de la empresa. Recorrió unas 80 millas sobre la nieve y se pasó a la competencia (la Compañía del Noroeste). A lo largo de toda su carrera (que fue más dilatada de lo que le hubiera gustado, pues tuvo que volver a ella tras una quiebra económica personal cuando ya estaba retirado) desarrolló una impresionante labor cartográfica en Norteamérica. De desmesurada producción y excepcional calidad. “Los mapas que hizo de la cuenca del río Columbia, al este de las montañas Cascade, eran tan precisos y detallados que continuaron siendo usados hasta bien mediado el siglo XX” (Wikipedia). Pese a pasarse media vida de aquí para allá, aun le quedó tiempo para casarse (con una mestiza), disfrutar de un larguísimo matrimonio y criar 13 hijos.

Monumento conmemorativo al explorador David Thompson levantada en Lac La Biche (Alberta). (Imagen: wikipedia).

Pero, probablemente sea Alexander Mackenzie (1764-1820) el más afamado y reconocido explorador de aquellos territorios. Y es que este escocés protagonizó dos de las más importantes expediciones en el ártico canadiense. Fue contratado por la Compañía del Noroeste y designado para relevar a Pond, con quien congenió enseguida. Pond tenía la teoría de que un gran río desaguaba en el Pacífico al norte. Se basaba en relatos y descripciones indias y, quizás, en las ganas de descubrir el tan largamente ansiado paso hacia el noroeste. Con toda la información aportada por Pond, Mackenzie partió en canoa, a primeros de julio de 1789, desde un puesto en el extremo occidental del lago Athabasca. Viajaba con cuatro exploradores franco-canadienses, un alemán, un indio de cierto prestigio y varios hombres y mujeres indígenas como “servicio”.

“El avance fue lento y difícil en la parte alta del río Slave, con frecuentes rápidos, y luego el hielo retrasó al grupo en el Gran Lago del Esclavo. Pero una vez que entraron en el río conocido por la población local dene como Dehcho (el actual río Mackenzie), su progreso fue muy rápido y cubrieron los más de 1700 km de su curso en sólo 14 días, a una velocidad media de más de 120 km por día. Durante casi 500 km el Mackenzie seguía el curso general hacia el noroeste que Pond había predicho, pero en lo que hoy se conoce como la Camsell Bend el río se encaminó al norte y siguió adelante, día tras día, en esa dirección general, siendo claro que no desaguaría en el Pacífico sino en el Ártico. Mackenzie escribió en su diario el 10 de julio, cuando estaban sólo a dos días de distancia del mar «siendo cierto que ir más lejos en esta dirección no contestará el propósito que el viaje pretendía, ya que es evidente en estas aguas deben vaciarse en el océano del Norte...».​ El clima era brumoso y durante un tiempo dudaron si realmente habían llegado al océano o simplemente a un gran lago. Pasaron cuatro noches en isla Whale (hoy isla Garry, NWT), frente a la desembocadura del río, que Mackenzie llamó así por el número de ballenas blancas que vieron en sus proximidades, y observaron la crecida y bajada de la marea. El viaje de vuelta a Fort Chipewyan se inició el 16 de julio y la partida llegó al fuerte el 12 de septiembre. Habían completado en la ida y vuelta un total de más de 4800 km en 102 días. Se conjetura que Mackenzie llamó por ello al río como «río Decepción» (Disappointment River), ya que no le había llevado hasta la ensenada de Cook en Alaska, como había esperado Pond.​ El río fue más tarde renombrado en su honor” (Wikipedia).

Mapa esquematizando las dos grandes rutas de Mackenzie. (Imagen: Ron Boganski en pinterest).


Su otra gran expedición le convirtió en el primer occidental en completar la travesía del Atlántico al Pacífico por encima de la latitud de México. Más de una década antes que la famosa hazaña de Lewis y Clark. Fue entre 1792 y 1793, pasando el invierno en un cuartel construido en Fort Nork (bastante al norte del actual PN de Jasper). En esta ocasión, parece que fueron en grupo algo menos nutrido, compuesto por siete exploradores, dos guías y un perro. Durante bastante tiempo navegaron por el río Fraser, que los hubiera llevado directamente hasta Vancouver. Sin embargo, algunos habitantes locales les advirtieron de dos peligros inherentes a dicha ruta. Por un lado, que estaba habitada por tribus de espíritu bastante belicoso, y por el otro, que el curso del río tenía tramos imposibles para la navegación, con numerosos rápidos de gran peligro. Cuenta Harrison (y seguro que está muy bien informado), que para entonces las canoas de la expedición ya estaban muy maltrechas y, ante tantas pegas, decidió seguir a pie por un recorrido algo más septentrional. Desde luego el Fraser impone bastante. Hace años conduje una autocaravana por la carretera que lo sigue curso arriba desde Vancouver. Es un río ancho y poderoso con muchos tramos turbulentos y que presenta un largo trecho de gran aridez, abandonados los bosques costeros, y antes de internarnos río arriba de nuevo en los bosques de montaña cercanos a las Rocosas. El río estaba flanqueado por la carretera que lo ascendía por la orilla sur, y por una vía de tren por la orilla opuesta. En determinado punto nos detuvimos para contemplar el paisaje aprovechando un viejo puente tendido sobre el río. Era peatonal aunque en el pasado había dado servicio a una antigua vía de ferrocarril. Su lecho era una especie de maya metálica, por lo que podías ver el potente curso de agua, del típico color grisáceo de procedencia glaciar, justo bajo tus pies. Impresionaba bastante.

Dibujo representando a Mackenzie. (Imagen: Graham Coton en fineartamerica).

Media familia a bordo de una canoa de aluminio, en el lago Moraine (Lake Louise, Banff NP, Canadá).


Lightning Lake (Manning Park, Canadá) en canoa, Myriam a proa, Jacobo señalando los patos y Cristina en primer plano.

La belleza de Maligne Lake (Jasper NP, Canadá), un buen puñado de canoas canadienses apiladas sobre el pantalán.

Muchs y buenos momentos en canoa en territorio canadiense.

Volviendo al asunto de las canoas, tras haber repasado los orígenes indios de las mismas, hay que recalcar que, gracias a la interacción entre los exploradores, tramperos, comerciantes y empleados de las compañías mencionadas con los indios, el utensilio fue totalmente adoptado por los occidentales, conscientes de que era un medio de locomoción y transporte indispensable en los periodos no invernales. Así que no tardaron en surgir los primeros fabricantes de canoas.

Parece que el primer constructor (oficial, como empresa; aunque hace años encontré referencias de otros más antiguos, quizás más artesanales aún, datados en torno a un siglo antes) de canoas canadienses fue J. Henry Rushton en Canton, NY. Empezó haciendo alguna para un amigo y pronto le convencieron para que montara el negocio en 1873. Se hace especial referencia a las que fabricó para un aventurero apodado Nessmuk, unas canoas de 3,2 m de eslora fabricadas en madera de cedro. Es un barco muy bonito, todo él construido a base de “marquetería”: una estructura tradicional muy esmerada con listones longitudinales para las bordas y quilla, y muchos otros curvados para las cuadernas transversales. Todo ello, posteriormente, cubierto mediante planchas de madera muy bien ajustadas. Es decir, que el casco era también de madera, y no de piel, lona o corteza. Sin embargo, más adelante, se fue fijando en algunos de los competidores que le fueron surgiendo, y al observar algunas nuevas tendencias, también en Rushton empezaron a utilizar lona para cubrir las estructuras de costillas y planchas. En 1881 levantó una factoría y su producción, catálogo y fuerza laboral fueron creciendo. Aunque él falleció en 1906, su mujer y un hijo continuaron con la empresa hasta 1919.

Henry, hijo de Mr. Rushton posa con un modelo de lona "Indian Girl" en el exterior de la tienda en Canton. Las "Indian Girl" fueron  un pilar básico de la empresa a partir de 1900. (Imagen: St. Lawrence County Historical Association en nnybizmag.com).

Del catálogo de uno de los primeros modelos Nessmuk.

Rushton fue un ejemplo evidente para algunos otros emprendedores. Pero de entre todos ellos, quizás haya que destacar a Old Town Canoe Company porque, fundada en 1902, sigue activa en la actualidad. En realidad, sus primeras canoas las hicieron dos individuos de la misma localidad, en 1898, pero por separado. Les quedaron bien y empezaron a recibir encargos personales, por lo que acabaron creando sendos negocios denominados Indian Old Town Canoe Company y Robertson Old Town Canoe Company, los cuales se fusionaron como Old Town Canoe Company en 1903. Inicialmente pasaron por fabricarlas de madera y de lona. También en los comienzos se popularizaron mucho las equipadas con aparejo para navegar a vela. Los primeros años del siglo XX supusieron todo un boom de la canoa como artículo de ocio en los EEUU y Canadá. También recibieron encargos del ejército, que utilizaba modelos bastante grandes para sus campamentos de instrucción. En 1910 compraron Carleton Canoes, manteniéndola como marca diferenciada hasta 1934. Old Town logró superar la Gran Depresión y echarle mucha imaginación para sobrevivir igualmente durante la II Guerra Mundial. Con la llegada de la fibra supo adaptarse, a pesar de que en el despacho de Deane Gray (descendiente de uno de los fundadores) había un lema rezaba: “Si Dios quisiera canoas de fibra de vidrio, habría creado árboles de fibra de vidrio”. La incorporaron a sus procesos de fabricación en los años sesenta. En 1968 acogieron Rivers and Gilman, empresa que acababa de sufrir un incendio en su fábrica. La incorporación de Lew Gilman supuso todo un revulsivo técnico para la empresa, hasta el punto de que en su sitio oficial mencionan la llamada “Era Gilman”. En los setenta mejoraron materiales con la llegada del Royalex. Pero, en 1974, la familia Grey vendió la empresa a Johnson Outdoors, una especie de holding que mantiene el sello todavía. El polietileno lo incorporaron en 1983. Evidentemente han desarrollado su labor fabricando muchos tipos de kayaks y embarcaciones más allá de las canoas. También con accesorios y complementos. Un llamativo ejemplo de ello, extensible a muchos otros fabricantes, es la revolución que ha supuesto la fabricación y venta a gran escala de embarcaciones autovaciables o de molde plástico en el que las personas van sentadas sobre el casco. Han encontrado mucho mercado entre las empresas de alquiler porque son muy resistentes a los golpes, insumergibles, baratas, estables y encajan entre sí para almacenarlas o apilarlas en los remolques. A cambio son pesadas y muy feas. Por otro lado, y esto lo destacan mucho en Old Town, han dado con importante filón entre la clientela de los pescadores que desean aventurarse por singulares cursos fluviales sobre kayaks plásticos muy cortos, estables, resistentes y equipados. Unos y otros son embarcaciones que no me gustan nada para el tipo de uso que yo doy a los kayaks o canoas. Y por eso, si algo está sabiendo hacer Old Town, es que sigue conservando una oferta paralela de barcos tradicionales (con materiales contemporáneos). Su gama Discovery, en diferentes tamaños, es un ejemplo nítido del concepto clásico de la canoa canadiense. Un modelo que se replica entre los principales fabricantes del sector, en cada caso con diferentes nomenclaturas, pero similares cotas, líneas y especificaciones. La Discovery de poliuretano fue una creación de Gilman en 1983.

Surtido de colores y diseños en un catálogo de época de Old Town Canoes. (Imagen: Grey Collection, Old Town).

Un auténtico "standar" de siempre que sigue siendo un referente actualmente: "Old Town Discovery" de 15 o 16 pies. (Imagen: Old Town).