De un tiempo a esta parte, cuando
recibo una llamada del Atlántico me cuesta mucho resistirme. Hago todo lo
posible por acudir. Me da igual que sea desde Portugal que desde Galicia.
Quizás es el propio océano, sus aguas, sus gentes o su magia lo que me atrae.
Aunque probablemente sea la mezcla de todo ello y muchos otros ingredientes
más.
Y es que lo que aquí voy a contar
es una peregrinación empapada de magia al ritmo de las mareas. Otro Camino de
Santiago (la “Traslatio Xacobea pola Ruta do mar de Arousa e Ulloa”) envuelto
por la magia que casi siempre anda entretejiendo las vidas por aquellas
tierras, constantemente dependiente y adaptado al ritmo intermareal (por lo
tanto… a la luna).
En mitad del verano un amigo me
dio una pista sobre una empresa que ofertaba el Camino de Santiago en kayak. Él
lo acaba de hacer y había vuelto muy satisfecho. Eché un vistazo y nada más ver
el croquis del itinerario me decidí a apuntarme. El chasco vino cuando me
respondieron que tenían cubiertas todas las plazas del verano. Sin embargo, un
sábado por la tarde, cuando estaba segando el jardín, recibí una llamada del
organizador indicándome que había una baja de última hora. Me tomé un par de
horas para hacer unas llamadas para poder organizarme y contesté que sí. El
domingo preparé el equipaje y el lunes viajé hasta O Grove para llegar a tiempo
a la recepción vespertina.
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Esquema de la ruta. (Imagen: caminoenkayak.com)
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Llegué con algo de margen de
tiempo, así que me puse a caminar por los alrededores del punto de encuentro en
San Vicente. Una aldea de la península de O Grove. Aquello es un evidente
muestrario de Galicia: la costa traza una ribera tan compleja y caprichosa como
un fractal; las piedras surgen por todas partes, civilizadas o en estado
salvaje; y el primer lugar en el que me encontré fue un cementerio abarrotado
que rodeaba a la iglesia local. Panteones, nichos tumbas, lápidas, losas,
urnas… todo pugnando por defender su hueco. Todo amontonado, sin dejar,
prácticamente, hueco donde pisar al tratar de rodear el templo. Tumbas nuevas,
otras muy antiguas. Estilos medievales, kitsch, ostentosos, amenazantes,
sencillos, rústicos… de todo. Y casi cada morada eterna claramente roturada con
las palabras “Propiedad de …”. Y es que hay culturas en las que los muertos
están mucho más presentes que en otras. Y la gallega es una de ellas. Los
muertos y otros seres intengibles… y también ellos parecen defender su minifundio
eternamente.
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Lápida antigua al inicio del viaje.
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También bajé hasta una playa y
paseé por una tarima que bordeaba la costa hasta una antigua casa dedicada a la
salazón. Esa técnica de conservar el pescado llegó a Galicia con los fenicios.
Más tarde, como tantas cosas en todas partes, fue promocionada y desarrollada
de la mano de los romanos, aquellos pioneros de la globalización que
desmontaron casi cualquier intentona de justificación histórica independentista
o de supuesta pureza racial. Hasta el siglo XVIII la salazón se mantuvo a un
nivel artesanal o familiar, hasta que algunas iniciativas catalanas, que para
estas cosas del emprendimiento siempre han sido muy de puertas para fuera,
activaron la industrialización de los procesos. Una de las cosas que trajeron
consigo los catalanes fue la jábega, un arte de pesca de origen árabe mucho más
eficaz y productivo que el local (otros globalizadores, que también aportaron
lo suyo a la interracialidad). En definitiva, aquella construcción tan
atractiva y rústica era una antigua factoría de salazón, levantada directamente
sobre la orilla, a la entrada de una playa y protegida por una ensenada. El
asunto de la salazón perdió fuerza en la ría de Arousa a partir de finales del
siglo XIX ante el crecimiento de la industria conservera enlatada. No es que yo
sea una persona especialmente interesada en estos asuntos, lo que pasa es que,
si uno viaja por aquella ría, ha de interesarse por ellos a menos que quiera
recorrer aquel territorio aislándose de él. Por otro lado, por donde vivo, el
asunto de las conservas es cosa seria, solo que allí fueron los sicilianos
quienes lo introdujeron. Y es que por mucho que se empeñen, el mundo siempre ha
andado moviéndose de aquí para allá. ¡Afortunadamente!
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Casa que fue saladora, junto a la playa.
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Aquel primer contacto en forma de
paseo ya me dejó claro que, durante la singladura, las bateas iban a ser una
constante. Parte importante del escenario, del paisaje. El minifundio del
cultivo marítimo. Aquella tarde hacía mucho calor, quizás otro aviso. Nos
habían citado para una reunión en un camping. En el encuentro no encontré a
nadie que conociera. Nos dieron las explicaciones pertinentes y nos repartieron
el material personal para la ruta. Los responsables mostraron un talante relajado
y agradable, pero sin divagaciones, dejando claro lo importante. El grupo daba
la impresión de ser muy variopinto, como así resultó. Otra lección de
diversidad y de la riqueza que aporta la mezcolanza.
La logística personal del
equipaje resultaba algo liosa inicialmente. Todo ello a causa del estrecho
diámetro de la tapa de los tambuchos de los kayaks, por lo que, a la hora de
introducir el material en el saco estanco, este ya debía de estar medio
embutido en el compartimento del casco. Mi primer intento de prueba en la
habitación del albergue tuvo dos resultados: uno, conseguí que me cupiera lo
que quería llevar; y dos, me cogí una sudada tremenda al hacerlo. Así que, como
quedaba tiempo para la cena, me fui a la playa a darme un baño. El agua estaba
muy fría. No, no, mucho más. Afortunadamente, típico regalo atlántico o
cantábrico, que en eso se comportan de modo similar, al caer la tarde la
temperatura ambiente bajó mucho. Con ello aproveché para ducharme y sentarme a
esperar tomándome mi primera Estrella Galicia del viaje.
Una vez reunidos todos los
integrantes del grupo, 24 incluyendo a los guías, caminamos hasta un
“Quinteiro”, una casa-museo etnográfico que busca conservar los enseres,
construcción, conocimiento y costumbres locales, las cuales se centran algo en
la mar y mucho en el trabajo del campo. Y es que en San Vicente fueron siempre
más de tierra, mientras que sus vecinos de O Grove más de mar. “Quim” (o algo
parecido) con su boina, su paciencia, su educado pero firme proceder, su
conocimiento y su perfectamente vocalizado gallego, nos fue introduciendo en
los entresijos costumbristas de sus antepasados. Varios fuimos los que
encontramos múltiples familiaridades entre los aperos de labranza allí
expuestos, el alambique y algunas de las rutinas explicadas, con muchas de las
que igualmente se daban en nuestros lugares de origen. La verdad es que el
sitio estaba conservado con mimo, y merecía la pena recorrerlo al detalle.
Entre lo novedoso, al menos para mí, el firme cubierto de virutas de moluscos
triturados. Agradable a la vista y la pisada, luminoso y muy práctico.
La segunda sorpresa de la noche
fue cenar allí mismo, en una especie de portalón cubierto que hacía de esquinal
al patio interior del edificio. Peculiar ribeiro casero artesanal, vertido en
cuencos de barro. Como acostumbraban a servirlo en el centro gallego de mi
ciudad cuando yo era adolescente. El menú fue una muestra del que se llevaban
antiguamente cuando iban a trabajar al campo. Carnosos mejillones al vapor de
primero, huevos con migas, sabrosas sardinas asadas condimentadas con rúcula y
otras plantas, y pan dulce de postre.
La tercera sorpresa fue cuando
nuestros anfitriones se arrancaron con dos gaitas y un tambor y nos animaron
con muñeiras y otros aires, que enseguida me trasladaron a tantos “ambientes
celtas” como conozco, cada cual con sus matices, pero todos vinculados por
algunos lazos invisibles o intangibles. Y aunque no puedo asegurar que allí se
produjera magia alguna, quizá ya nos rondaba por las paredes y tablones de los
corrales o la chimenea de la cocina de fuego. Así que, después de unas últimas
piezas bailadas en el sitio, muchas palmas de acompañamiento y algunos gritos
catárticos, salimos a la calle para toparnos con una noche ventosa y una luna
llena “de sangre”.
Etapa 1.
El arranque del primer día fue
más bien lento. Tras el desayuno hubo que acometer un nuevo acopio de material
(chaleco, pala, etc.) y dejar el equipaje que no íbamos a utilizar. Y claro,
aquello llevó su tiempo. Luego fuimos caminando hasta la playa y ayudamos a ir
acercando los kayaks hasta la orilla. En tales maniobras me encontré con una
familia (padres e hijo) y al ver que eran impares, le pregunté al chaval que si
quería compartir embarcación conmigo. Me respondió que sí. Entonces no fui
consciente de que aquello, más que un auténtico golpe de suerte, fue el primer
síntoma de que los hados (o quizás las meigas) se habían puesto de mi parte. Dánel
y su familia venían de Cartagena. Practica allí surf-ski y rema con buena
técnica, desde el minuto uno nos compenetramos a la perfección. Y creo que
ambos disfrutamos mucho durante todas las etapas remando. Él era el miembro más
joven del grupo. Por mi parte, estoy casi seguro de ser el mayor de todos. Pero
ni en el kayak, ni durante el viaje, hubo choque generacional alguno, todo lo
contrario, congeniamos muy bien.
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Con mi compañero de travesía (Imagen: Inés).
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El grupo completo era muy
variopinto. Había más hombres que mujeres, una franja de edad muy amplia y unas
dedicaciones profesionales bastante diversas: varios docentes, una médica, un
ingeniero aeronáutico, biólogo, fisioterapeuta, diseñadora de joyas, empresarios
informáticos… qué sé yo, hasta un “comprador de juguetes” de personalidad más
que interesante. Cuando uno entabla relación con un grupo totalmente
desconocido, inevitablemente, en lo primero que se fija es en la apariencia. La
vida me ha ido enseñando que eso siempre es un error. A las apariencias
tendemos a asignarles sesgos, los cuales generan prejuicios. Y estos últimos
acaban produciendo bloqueos, rechazos, etc. No hay más que ver cómo funciona el
mundo para darse cuenta de ello: razas, procedencias, idiomas, culturas, vestimentas,
símbolos (más adelante hablaremos de los símbolos), colores, etc.
Afortunadamente, son muchas las situaciones que compensan ese modo de pensar y
hace saltar los prejuicios por los aires. Me refiero a situaciones intensas de
supervivencia, drama social, alegría colectiva desbordante, etc. Y los viajes
nómadas por el medio natural y en convivencia intensa son otra buena manera. Y
eso fue lo que pasó durante nuestro Camino. En cinco días de viaje, el proceso
se encargó de “lavarnos” nuestra mentalidad, aceptarnos mutuamente y acabar muy
unidos. ¿Magia gallega? No, en este caso la eficacia del mencionado proceso.
Salvo un par de barcos
individuales para guías, el resto de la flota eran kayaks de dos plazas casi
idénticos. Barcos largos (5,5 m de eslora por 0,73 de manga), de fibra, con
timón abatible y muy marineros. Eran abiertos y con un par de desagües en cada
bañera, que estaban semicarenados en su salida al casco. Personalmente prefiero
las piraguas cerradas, aunque agradecí que, tratándose de barcos de empresa,
fueran de fibra. Además, el tiempo acompañó durante toda la travesía, así que
no eché de menos una bañera cubierta. El modelo en cuestión es el Tango doble
de Paddleyak, una empresa sudafricana.
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El tipo de kayak utilizado.
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Empezamos a navegar con viento en
contra y algo de oleaje. El grupo, como ocurre siempre en este tipo de viajes, aparentaba
diversos niveles de control y ritmo, pero ninguna tripulación mostraba síntomas
preocupantes de ineficacia. Todos éramos capaces de dirigirnos hacia un
objetivo, mantener el rumbo y hacerlo a un ritmo eficiente. Nos reagrupamos al
socaire de la primera batea que encontramos, en la cual se nos explicaron
detalles del cultivo de los mejillones y otros moluscos. Me sorprendió el
sistema de lastrado por el que controlan la altura de la batea con respecto a
la superficie del mar: o depósitos de agua o bloques de hormigón. Las bateas
más caras son las más exteriores de la ría, donde, al parecer, la riqueza de
sustrato para el desarrollo de los cultivos es mayor. En cuanto a las
licencias, hay las que hay, no aumenta su número, únicamente se pueden adquirir
por traspaso.
Desde allí remamos otro trecho
hasta una playa frente al puerto de Meloxo. La marea estaba muy baja. Allí
tomamos un tentempié y café de termo, y pudimos caminar hasta el museo (abierto
a la intemperie) de la Salgadeira de Moreiras. Otra “saladería”, pero esta
visible, con derroche de piedra trabajada en todos los compartimentos que
componen las fases del antiguo proceso de salazón.
De nuevo a bordo, continuamos
costeando el margen izquierdo de la ría (la península de O Grove) hasta
alcanzar el pueblo y atracar en una orilla detrás de su espigón. Por allí se
percibía mayor ambiente turístico, aunque nada exagerado. Paseamos por el casco
urbano hasta la altura de la lonja, para sellar nuestros “pasaportes de
peregrinos” en un punto de información turística. Mientras algunos disfrutaban
del aperitivo, el viento cayó, el sol apretó y el calor se impuso.
Apenas un trecho de centenares de
metros remando nos permitió alcanzar la isla de La Toja. Una playa solitaria y
agradable con forma de medialuna. Su parte terrestre era un campo de golf. Un
agradable panorama de césped cuidado y rasurado, con algunos árboles y
horizonte de mar. Allí comimos. Original y deliciosa ensalada, tortilla y
empandas con relleno local (de mar y de tierra). Me di el primer baño de la
ruta. El agua estaba buena y calmada, ideal para nadar un poquito.
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Isla de la Toja. (Imagen: ¿?).
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El siguiente trecho de remanda
fue algo más largo, en dirección norte y vigilando el tránsito de barcos de
pesca. Nos permitió alcanzar la isla de Arousa y atracar en una cala en mitad
del área de reserva natural. Entre el equipaje colectivo, nuestros guías
portaban máscaras de snorkel y algunos trajes de neopreno. ¡Menos mal! Porque
allí el agua sí que estaba fría. Mucho, lo garantizo. Me puse uno y estuve un
buen rato buceando entre las rocas más cercanas. Pude ver algunos pececillos
minúsculos de varios tipos, así como un modesto banco de jargos de buen tamaño.
Sin embargo, el mejor recuerdo fue descubrir una concha de vieira en perfecto
estado, de buen tamaño, vacía, pero con sus dos “tapas” aún articuladas. Me
zambullí la cogí y formó parte de mi equipaje para el resto del peregrinaje.
La concha, que hoy en día es el icono
global más reconocido del Camino de Santiago, se empezó a utilizar como símbolo
de reconocimiento de los peregrinos que ya habían completado el peregrinaje,
para que lo lucieran en su gorro o en su capa. Servía para distinguir a los que
regresaban de los que iban. Pero claro, ahora la mayoría regresamos por otros
medios. Por lo tanto, entonces, se les daba al llegar. Esta costumbre ya estaba
descrita en el Códice Calixtino, la que podemos considerar como “primera guía
institucional” del Camino. El origen de su utilización mantiene diferentes
teorías que van desde la mera practicidad como herramienta portable, hasta que
pudiera haber sido un pionero suvenir puesto de moda por los avispados
mercaderes compostelanos ante la afluencia creciente de peregrinos hace siglos.
También cierta anécdota relacionada con un jinete y una dama en una fiesta
local de la que pudieron ser testigos Atanasio y Teodoro.
Al buceo siguió un breve paseo
por los alrededores, pudiendo ver playas y mar por todas partes, porque la isla
tiene una forma bastante irregular. La remada de la jornada finalizó costeando
en dirección este, hasta alcanzar una playa con algo de gente, en la que
desembarcamos con cuidado para instalarnos en un camping. Era pequeño y
agradable. Fue la primera de nuestras tres pernoctas en tiendas de campaña.
Allí empezó un protocolo al que enseguida me acostumbre: montar la tienda,
hinchar el colchón, ducharme y apuntar las notas del día mientras me bebía una
“estrella”. Luego tertulia de presencia creciente de miembros del grupo hasta
la hora de cenar.
Caminamos hasta un extremo de la
playa. Había allí una especie de marisma que hubiera resultado atractiva al
atardecer, de no ser porque el turismo de masas (¡y mala educación!) había
convertido el lugar en un “campo de minas biológicas”. Nos instalaron a cenar
en un chiringuito rústico agradable, con techo de madera, pero sin paredes.
Buey de mar, almejas, jamón asado, excelentes patatas y un blanco de las Rías
Bajas para regarlo todo. La cena derivó en baile y juerga. Dos peregrinos se
alternaron como DJs y dos parejas nos asombraron con su dominio del swing, el
foxtrot o lo que se les pusiera por delante. En cuanto a las copas, siguiendo
el consejo de alguna amistad gallega de hace años, me incliné por el
licor-café, un clásico de las noches gallegas que nunca se sabe cuándo y cómo
acaban.
Etapa 2
Valle-Inclán nació en Vilanova de
Arousa. El prestigioso literato fue uno de los miembros más reconocidos y
reconocibles de la denominada Generación del 98. Esos días andábamos nosotros
peregrinando por su tierra, por su mar y por el juego de sus mareas. El
dramaturgo, poeta, ensayista y autor de sus “esperpentos” literarios conoció
bien a otro escritor coetáneo, de mínima fama, pero gran valía: Ciro Bayo. Tal
es así que hay expertos que aseguran que lo retrató en uno de los personajes de
“Luces de Bohemia”. En concreto en don Peregrino Gay, de quien decía que “ha
escrito la crónica de su vida andariega en un rancio y animado castellano”.
La casualidad quiso que, en el momento del viaje en kayak, anduviera yo leyendo
un libro escrito por Ciro Bayo que, precisamente, se titula “El peregrino
entretenido”. En él, el autor fabula a costa de un viaje real que hizo a
caballo desde Madrid hacia Yuste. No se trataba de un peregrinaje religioso,
pero sí de un deambular que el mismo explicaba…
“Soy un caballero andante de
nuevo cuño, o si le parece a usted mejor, un pícaro; porque a esto viene a
parar la antigua caballería traducida a la prosa de la vida corriente. Soy
también letrado, que es lo mismo que decir hidalgo pobre dos veces, con la
agravante de conllevar con buen ánimo y conformidad mi pobreza […] También me
siento enemigo de la sociedad actual; yo, que odio la vida reglamentada y
codificada, no soy ni idealista ni utopista, ni pensador ni energúmeno, ni
apóstol ni sicario. […] Como pájaro emigrante, siento con el buen tiempo
necesidad de volar; la nostalgia de la vida de campo, de vagabundear al sol y
al aire libre. Unas veces a pie, otras en cabalgadura, salgo de la ciudad casi
todos los años y hago una correría, más o menos lejana, para gozar de la buena
vida bohemia. […] Al oscurecer, me alojo en mesones o me hospedan en hidalgas
moradas. Como quiera que sea, antes de acostarme me quito el traje de viajero,
sucio de polvo y de barro, y, como dice elegantemente Maquiavelo, me reviso con
el pensamiento un traje de corte, con manto de armiño, para anotar las
impresiones del día”. (Ciro Bayo).
Y así, grosso modo, 111 años
después, peregrinábamos nosotros con un talante no demasiado alejado del de
aquel singular personaje. Tras un desayuno que incluyó pan con aceite y tomate,
nos asomamos a una mañana brumosa y apacible con el mar como un plato.
Empezamos remando en fila india, jugando a dar puntadas imaginarias que cosían
todas y cada una de las rocas de la línea de costa de la Isla de Arousa,
rodeándola en el sentido de las agujas del reloj. Una primera parada nos dejó
en una playa del Parque Natural, en un instante de pugna entre la niebla y el
resol. Aquello era un paraíso para la observación del micromundo intermareal.
Al estar en bajamar, todo andaba visible: conchas, rocas, pozas, algas, etc.
Mucho que observar y en lo que fijarse, muestras vivas o solidificadas de vida
existente en múltiples formas y plazos. La variedad de conchas es francamente
amplia por allí, mucho más de que estoy acostumbrado a observar en el
Cantábrico. Algunas rocas pequeñas, recientemente partidas, mostraban sus
cristales de cuarzo limpio. Hicimos un entretenido itinerario de ida por un
camino de arena que lindaba con el bosque, y regresamos por la orilla húmeda al
borde del agua.
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Parque natural Isla de Arousa.
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De nuevo en los kayaks,
continuamos caracoleando entre las rocas, esquivando las ocultas en el último
instante y con la neblina haciéndose más densa por momentos, hasta que nuestro
guía decidió que era el momento de abandonar la costa, la isla y las referencias
visuales de tierra y poner rumbo (supuesto), hacia una isla que no podíamos
ver: la de Areoso. Fue un tramo con gran presencia de algas de superficie,
grandes, pesadas y correosas. Lo único visible eran unas pocas bateas que
surgían con aires fantasmagóricos cuando ya estábamos cerca de ellas. Y así, de
repente, al cabo de un rato remando, nos pareció vislumbrar, al frente, una
especie de acantilados blanquecinos que, al acercarnos más, resultaron ser un
talud de arena de tres o cuatro metros de altura que, por la bruma, había
parecido que estaba mucho más alejado.
Estábamos en la isla y atracamos
en la playa mientras los mariscadores andaban, a golpes de cadera, rastrillando
el fondo con aparatosos aperos, a la caza de almejas u otros moluscos. No éramos
los únicos piragüistas en tan paradisíaco escenario, había algún que otro
grupillo por aquí o por allí. Durante el consiguiente paseo de circunvalación
al islote, cada cual a lo suyo, el sol se impuso y eliminó cualquier rastro de
neblina. Dicen, aseguran… y yo lo creo y lo confirmo, que, por allí, entre unas
rocas, hay un dolmen que no se debe visitar. Resulta más fácil localizarlo que
enterarse de que no se puede visitar. Mientras el visitante se lo piensa, la
marea silenciosa sigue su curso y o sube o baja, como cualquier persona que te
encuentres en unas escaleras. Y si no llevas bien la cuenta de las horas, en
determinados momentos no sabrás si está bajando o subiendo. Y a la marea, como
a determinadas personas que puedes encontrarte en mitad de tales escaleras, no
puedes preguntarle si sube o baja, porque no te va a contestar, o lo hará con
evasivas ¡esto es Galicia!. Así le estuvo ocurriendo a alguno de nosotros
cuando interrogaba al mariscador más cercano, en plena faena, sobre diversas
cuestiones de su arte… al final todo dependía… del tipo de almeja, de la época,
etc.
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Isla de Areoso
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En plena faena... ¡depende!
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Areoso |
Tomamos un bocadillo y, entre eso
y el calor, se apoderó de nosotros una evidente vagancia que únicamente pudimos
sacudirnos con un baño. Un gélido baño en un agua tan transparente como fría.
Aquello nos puso en acción y reemprendimos la remada rodeando la isla y
marcando rumbo norte para recalar en otra playa más ocupada de bañistas,
situada en el extremo norte de la isla de Arousa. Llegó el momento de un vermut
y de la posterior comida en un chiringuito bajo una tejavana. Sabrosa comida
ligera y café. El mediodía había sido muy caluroso, pero allí parecía refrescar,
y la niebla parecía empezar a ganar la partida de nuevo. Remando hacia el
oeste, nos agrupamos para cruzar el canal de navegación que separaba la isla de
la ribera norte de la ría. Dánel y yo aprovechamos una oportunidad para jugar
un poco cogiendo la ola de la estela de uno de los barcos que se nos cruzaron
por el trayecto. Un poco más tarde, navegando en flotilla por la popa de un
buque militar, recibimos el saludo sonoro de su capitán, al que respondimos con
un sonoro vitoreo y, quién sabe si un poco de pitorreo. Nos mantuvimos
disciplinadamente reunidos hasta alcanzar una playa en la orilla opuesta. Allí
desembarcamos entre la gente y cierto juego de un oleaje orillero que revolcó
algún kayak. Habíamos llegado a Pobra do Caramiñal
Por cuestiones de procedencia
profesional, decidieron encomendarme la dirección de los estiramientos finales.
Lo hice durante un rato y aproveché para plantear un ejercicio-reto que
aparenta bastante complicación, el juego se repetiría un par de veces durante
el resto del viaje. Aunque el camping resultaba menos acogedor que el anterior,
la zona de acampada, separada de la vorágine de caravanas y bungalós, resultaba
muy tranquila y, al estar muy elevada, nos ofrecía unas magníficas vistas de la
ría, con sus bateas, en aquel sector, perfectamente alineadas en filas. Monté
la tienda, me duché y me senté a escribir mis notas. La rutina diaria.
Pero luego salí a pasear y me
topé con la pareja más joven de “bailarines” a los que aquí, cariñosamente,
llamaré M&M’s. No creo que les moleste, especialmente a él, que mostraba un
humor fino y discreto, que repartía con ingenio y generosidad, pero al que
había que estar muy atento para no perdérselo. Total, que los tres nos
encaminamos por una pasarela de tarima que trazaba un serpenteante recorrido
medio en bosque medio asomado a la ría. Se nos unió un animado joven que se nos
había hecho popular anteriormente como DJ propio, y anduvimos disfrutando del
paisaje y hasta encaramándonos a una peña que coronaba aquel entorno
marítimo-terrestre. La sorpresa, el regalo, vino al regresar. Al bajar de la
peña, pocos metros antes de una explanada abierta al mar, algo en el agua nos
llamó la atención. Una familia de delfines de gran tamaño. Estábamos lejos,
bastante elevados, pero pudimos seguirles el rumbo con la vista durante varios
minutos, mientras salían, cada poco tiempo, a tomar aire. Parecía una familia.
Una pareja con una cría. Eran francamente grandes, algo parecido a lo que por
mi tierra denominamos calderones. El paseo finalizó en un chiringuito,
completamente ajenos al estado de la marea, más centrados ya en nuestra
conversación y unas cervezas.
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Un tramo de nuestro paseo.
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Peñas y bateas. |
Aquella noche cenamos de
barbacoa. Los campings de la zona suelen tener unos espacios con parrillas
centralizadas, cercanas a fregaderos. Los organizadores del viaje se pusieron a
trabajar a fondo y, con saber hacer y mucha paciencia, nos demostraron dominar
con maestría los secretos de un elemento tan ancestral como es el fuego.
¿Secretos familiares, tradiciones medievales… quién sabe?. Allí no se preguntan
esas cosas. Hubo de todo. Excelentes pimientos a la brasa, una pierna asada
deliciosa y hasta algunas caballas que nuestro guía Miguel había ido pescando
desde su kayak durante la ruta.
Me parece buen momento este para
romper una lanza en favor del organizador y sus colaboradores. Su trabajo es
enorme, eso es algo que queda de manifiesto a lo largo de todo el viaje. Pero
es que además son unos profesionales de gran valía y amplia diversidad de
competencias: de guía, de navegación, de seguridad, culinaria, animadora,
musical, etc. Llevo toda mi vida involucrado en el mundo de los equipos
deportivos y de la educación de grupos de diferentes edades, desde niños de
Infantil hasta adultos, pasando por Primaria, adolescentes y universitarios.
Cuando impartiendo formación a entrenadores o a futuros docentes explico
cuestiones relacionadas con la gestión de grupos, tocamos asuntos como el
liderazgo, la empatía, el talante, la comunicación, la disciplina, etc. Pocas
veces he podido disfrutar de un ejemplo real tan apropiado como el que viví
aquellos días. El talante de nuestro “líder” Carlos era alegre, de camaradería,
relajado y bromista. Hasta ahí todo relativamente frecuente. Sin embargo, y
aquí está la clave, simultáneamente, conseguía que los ajustes de
tiempo-horario fueran perfectos (sin que ninguno sintiéramos rigidez durante el
viaje), que calentásemos y estirásemos cada día, que todo el mundo navegase con
el chaleco puesto siempre (algo difícil de conseguir), etc. Mis felicitaciones
al equipo. Francamente competente.
Etapa 3.
Desayunamos en nuestra zona de
acampada con “autoservicio” con recursos propios de la “expedición”. La mañana
estaba muy calmada y con una niebla que, sin ser excesivamente densa, cubría el
panorama y mantenía al sol ausente. Tal atmósfera, una vez en el agua,
resultaba mágica, aportaba una sensación como de estar en algún sitio
desconocido, como evadidos de los tiempos y lugares actuales. Tras embarcar,
navegamos costeando la ribera norte de la extensa ría de Arousa. En un momento
dado, paleando entre bateas, nos percatamos de la presencia de delfines. Fueron
varios que surgieron en dos momentos diferenciados. La segunda vez,
concretamente, Dánel y yo tuvimos la fortuna de verlos bastante cerca, porque
pasaron por nuestra proa antes de irse alejando hacía unas bateas. Imagino que
para los demás aquel encuentro resultara tan emocionante como para mí. A lo
tonto (o no tanto) llevo más de treinta años paseando o viajando en kayak. Me
consta que, por mis aguas habituales, en alguna ocasión poco frecuente, alguno
de mis amigos ha tenido la fortuna de ver delfines evolucionando cerca de su
kayak, pero a mí no me había pasado. Tuvo que ser en Galicia, en el Atlántico,
y reconozco que me hizo muchísima ilusión.
Recuperados de la emoción y tras protegernos
detrás de una batea, ante la amenaza de un patrón pesquero nada empático y
excesivamente “testosterónico”, continuamos rumbo hasta recalar en las arenas
pegadas a un espigón en el casco urbano de Pobra do Caramiñal. Caminamos hasta
la oficina de turismo, donde sellamos nuestros pasaportes de peregrinos,
recibimos algunas explicaciones, comimos churros y nos hicimos fotos.
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El grupo posando en el cruceiro de Pobra do Caramiñal. (Imagen: ¿?).
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Aquel es un punto importante del
itinerario Xacobeo del Mar de Arousa y Ulla. De hecho, allí mismo, junto a la
oficina de turismo, está plantado el cruceiro número 17 de los 18 que componen
el que dicen que es único vía crucis fluvial del mundo. La idea es relativamente
reciente, aunque el aspecto de los referentes (los cruceiros) es tradicional y
antiguo. Todos ellos tratan de ser visibles desde la navegación. Están más
espaciados en la ría, pero mucho más seguidos y alineados a medida que ésta se
va transformando en el río Ulla. En el seno de nuestro grupo, a partir de
entonces, cada vez que alguien divisaba uno, se sucedían algunos alaridos a
modo de aviso, confirmación de existencia peregrina o simple invocación al más
allá… ¡cruceiro!. Y es que nuestra ruta, nuestro peregrinaje, nuestro pasaporte
peregrino… se correspondían con la antigua Ruta da Traslatio, ahora denominada
Ruta Xacobea Mar de Arousa y Ulla. El asunto de la Traslatio tiene su
fundamentación en el pasado: Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo, tras la muerte
de Cristo, habría iniciado su labor apostólica en el entorno de Jerusalén. Su
vocación evangelizadora debió cuajar con fuerza pues lo habría hecho alcanzar,
incluso, las entonces alejadas costas del sur de la península ibérica. Desde
allí, seguiría su labor pastoral hacia el norte, alcanzando Iria Flavia (actual
Padrón). Es precisamente allí donde el actual peregrinaje náutico se convierte
en pedestre.
Sin embargo, de regreso a Tierra
Santa, el santo fue apresado y decapitado por orden de Herodes Agripa I. Según
parece, por incumplir cierta prohibición de predicar el cristianismo. Esas
cosillas que siempre andan surgiendo entre poderosos y revolucionarios,
mandamases y agitadores… algo de lo que no deberíamos sorprendernos hoy en día,
aunque recientemente el envenenamiento se haya mostrado como un método mucho
más limpio y libre de sospechas. Tras la ejecución, siempre desde el relato de
la tradición, dos de sus discípulos, Atanasio y Teodoro, quienes “habrían
llevado su cuerpo (conservado de alguna manera) por el mar Mediterráneo en una
mítica embarcación de piedra y habrían costeado el Atlántico nuevamente hasta
Galicia, donde lo habrían enterrado justamente en Iria Flavia, donde el obispo
Teodomiro lo halló en el siglo IX”. (Wikipedia). Todo ello con el fin de cumplir
cierta premonición atribuida a San Jerónimo, según la cual, una vez dispuesta a
la partida de todos los apóstoles hacia distintos destinos, a sus
fallecimientos, cada uno de ellos sería sepultado en la región más alejada de entre
aquellas en las que hubiese predicado el Evangelio.
Todavía en el pueblo, unos pocos
nos encontramos merodeando por la iglesia gótica, que acoge varias esculturas
de piedra en los muros de sus fachadas exteriores, varias de ellas alusivas a
Santiago o su historia (o tradición). Desde el templo, caminamos por una calle
peatonal que actualmente tiene el estatus de ser reconocida como el antiguo
Camino de Santiago de la localidad. Como por allí andaban algunos compañeros
agrupados en diferentes bares, me senté con “mi familia de acogida” y nos
tomamos una tortilla de patatas (excelente ¡qué patatas!...) y una ración de
pulpo deliciosa.
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Bien alimentado por mi "familia de acogida".
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Al volver a las embarcaciones,
algo de frío se había ido apoderando de nuestros cuerpos. Nos lo sacudimos
remando hasta un islote que prácticamente dejaría de serlo con marea alta muy
viva pero que, aquella mañana, se “creía” isla más grande, y exhibía un
extensísimo catálogo de conchas y restos solidificados y mineralizados de
diferentes seres vivos que el tiempo se había ido encargado de calcificar. Una
especie de acumulación “coralina” de la vida de la ría. Tenga topónimo propio o
no. Para nosotros (y para él) el islote se quedará registrado como la isla de
Carlos.
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En el islote de Carlos.
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Apenas a un puñado de hectómetros
se encontraba una playa desierta hacia la que remamos y en la que dejamos
reposando los barcos. Nos esperaba una sabrosa paella cocinada por el equipo de
apoyo, que, de vez en cuando, unos días sí y otros no (al ritmo de los
pimientos de Padrón), aparecía para darnos cierta cobertura alimenticia.
Comimos al aire libre dispersados por las mesas fijas de un bosquecillo. De
sobremesa, en un chiringuito, algunos nos tomamos el peor café de todo el
viaje. Auténtica aguachirri servido sin ganas y con mala cara. Una excepción.
Por la tarde acometimos una
remada bastante más larga, interrumpida por una parada de mero descanso en una
zona arenosa de ribera, plagada de pulgas de arena. Novedad para muchos, no
para mí, aunque sí que me sorprendió la superpoblación de las mismas. Y es que,
para todo, la vida en esta ría no deja de sorprender y desbordarse. Estar,
también estaban allí una pareja de vecinos de edad avanzada. Parecían estar
viendo pasar la vida, o moverse la marea (ellos seguro que son capaces de
verlo), sentados al borde de una casita, en la orilla, rodeados de
embarcaciones varadas, cabos rebozados de algas, cochambrosos contenedores
reconvertidos en trasteros, etc. Apenas cruzamos unas palabras con ellos. Esto
es algo que eché bastante de menos en este viaje, una mayor interacción natural
y espontánea con gente local. Pero claro, entre las horas de kayak, las paradas
en lugares desiertos (afortunadamente) y el hecho de ser un grupo bastante
numeroso (y por lo tanto más bien imponente), las posibilidades se vieron
minimizadas.
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Remando en flotilla. (Imagen: ¿?).
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(Imagen: Inés).
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Desde allí cruzamos otro ancho
entrante de agua hasta pasar cerca de Rianxo. Hacía tiempo, desde la isla de
Carlos, que el sol había surgido de entre la bruma haciéndola desaparecer.
Remamos con algo de brisa a favor. Tras doblar un modesto cabo, alcanzamos una
paradisíaca playa en forma de medialuna, toda ella rodeada de vegetación. Tras
dejar los kayaks bien ordenados, me pegué un baño nadando a placer en una
superficie de agua completamente calmada. Luego tuvimos que cargar con nuestro
equipaje, ascendiendo hasta otro camping que nos recibió con una buena campa en
la que montar las tiendas con vistas a la ría y a poniente. El atardecer fue
mágico, notas y cerveza a medida que el sol iba cayendo, y progresiva reunión
colectiva informal que se hizo plenaria poco antes de la magnífica puesta de
sol.
La cena fue entretenida, festiva
y sabrosa. Langostinos, costillas a la brasa y postre, todo ello regado con
vino blanco regional. Tras la misma, con toda la gente aun sentada, la
oscuridad se hizo dueña del ambiente, y una especie de druida celta surgió,
nadie supo de dónde, y con un viejo pergamino en la mano se acercó hasta un
recipiente de barro en el que un hombre preparaba una queimada. La luz de la
lumbre, de nuevo el fuego, aunque este más azulado, y dibujando figuras con la
diestra mano del alquimista, se erigía en protagonista de la escena. De la
garganta del druida, con grave vozarrón surgían sortilegios, encantos, brujas,
trasgos y demás criaturas marginales. Y un reclamo reiterado y redundante
parecía irse marcando a fuego (este figurado) en cada uno de nosotros: lume…
lumbre, fuego… ¡lume! A modo de grito de guerra, ya no nos abandonaría en todo
el viaje hasta nuestra llegada a la Plaza del Obradoiro.
La mágica escena, la noche y
quién sabe si las ocultas fuerzas desencadenadas por los encantos y la
transformación de las sustancias allí trajinadas provocaron un progresivo
proceso de liberación y desenfreno que se fue manifestando en griterío y
bailoteo. La intensidad fue en aumento, liderada por Miguel con su guitarra,
acompañado por un virtuoso de la percusión manual. Juntos y solos, terrenales
ellos, se aliaron con lo que por allí fuera que rondaba, y espoleado todo con
el licor-café y otros brebajes, acabaron convirtiendo aquello en una especie de
aquelarre festivo. Nada que pueda extrañar en las costas atlánticas de este
lado del charco. Hay gente que dice que vio luces azuladas parpadeantes que
surgieron de la nada a modo de nave espacial de la que, insisto, comentan,
descendieron dos presencias con aspecto alienígena. Otros, los más atrevidos,
penetraron en la espesura vegetal, en busca de, quién sabe si los secretos de
las mareas, que localizaron en unas “rocas”. Hay rumores de que la tierra,
celosa y fangosa en aquella frontera indefinida entre el reino sólido y el
líquido, intentó tragarse a más de uno. Pero no puedo garantizar nada porque no
fui testigo de ello, son cuchicheos que la resaca de una larga noche de verano
trajo a la luz del día siguiente.
Enlace al disco de Miguel, para escuchar parte de la "banda sonora" del Camino en Kayak.
Etapa 4.
La niebla se hizo especialmente
presente la mañana siguiente. Tras el desayuno y el traslado de equipaje, ya en
la playa, la superficie del agua se fundía en un gris claro con la pantalla de
horizonte sin referencias. Embarcados todos, fuimos siguiendo a nuestro guía,
que optó por costear la margen derecha de la ría (este modo de aplicar
referencias en cursos fluviales siempre se tiene en cuenta en el sentido del
descenso, aunque nosotros fuéramos remontando). La idea era mantener constante
contacto visual con una orilla. Lo que ocurrió es que aquella mañana, conjuros
nocturnos aparte, meigas o espíritus, fue la marea, su fuerza viva, la que se
hizo con el poder y lo mantuvo durante todo el día. Literalmente, estuvimos a
su merced. Así que, en algunos meandros, quienes no se separaban un poco más de
la orilla, acabaron embarrancando en el lecho arenoso, teniendo que bajarse
para arrastrar la embarcación, porque por la mañana la marea estaba baja,
además de seguir descendiendo. En tales condiciones, tras haber remado un buen
rato, y algo alejados de la ribera para no volver a encallar, organizamos una
especie de balsa agrupando todos los kayaks, para tomar un tentempié. Cuando
fuimos a retomar la marcha, el conjunto había perdido toda referencia visual y,
además, a causa de la corriente, había derivado mucho. Los GPS o su
interpretación no acababan de acertar. Las decisiones iniciales resultaron
demasiado tímidas. Inés puso un eficaz apoyo con el de su móvil, y al final
acabamos vislumbrando unas borrosas copas de eucaliptos entre el fondo
blanquecino. ¡Habíamos cambiado de margen sin darnos cuenta!.
Ya situados, iniciamos el remonte
del final de la ría en dirección al río Ulla. La ría se iba estrechando
progresivamente y el sol, finalmente, acabó disipando la niebla. A la vista de
las dos orillas con nitidez, navegábamos con viento a favor y corriente en
contra. Nuestro kayak decidió comprobar qué resultaba mejor, marcando su rumbo
por en medio del curso. Con los demás como referencia, comprobamos que la marea
imponía su poder por lo que era mejor opción remar cerca de la orilla, donde
algo de contracorriente aliviaba la fuerza de la marea, aunque se perdiera apoyo
de viento. En el momento de máxima bajamar nos detuvimos en un parque para
comer. Comer y sestear, porque había que hacer tiempo, forzosamente, para
esperar a que retornase suficiente cantidad de agua como para hacer el río
navegable aumentando su calado en las zonas más delicadas. A partir del cambio
de la marea, volvimos a remar, ahora con corriente y viento a favor. Nada mejor
que aliarse con los elementos. Buen momento para remar por el centro del curso
de agua y de paso, surfear algunas olillas, pequeñas pero continuas, que se
generaban. Fue un momento muy divertido.
Hubo otra parada en una especie
de bar con aspecto de pazo por su construcción en piedra y su escalera
ajardinada desde la orilla. No acabo de recordar con exactitud si fue antes o
después de aquella última parada intermedia el momento en que “formalmente”
pasamos de la ría al río. Desde un punto de vista objetivo, tal punto no existe
en una ría de estas características (en casi ninguna) ya que es algo que
depende, cada día, del coeficiente existente y del volumen de agua que traiga
el río en función de las lluvias, deshielos, etc. Pero allí, en la de Arousa lo
localizan con precisión por motivos históricos. En un punto concreto, a ambos
lados del curso fluvial se erigen los restos de una fortaleza y una pareja de
torres (sobre todo la de la orilla izquierda).
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Restos de una de las torres de defensa del río Ulla.
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Aquello son los restos de unas
defensas erigidas por la población local tras haber sufrido el acoso de algunas
incursiones vikingas. No me extrañaría nada que Olav (sobre quien espero
escribir algo en la próxima entrada) hubiera capitaneado alguna de aquellas
escaramuzas. La solución vino con las torres y con la instalación de una cadena,
sumergida de orilla a orilla, apoyada sobre el lecho del río y que se tensaba,
elevándose, para cerrar el paso de barcos río arriba. Este recurso, lejos de
ser disparatado, ya fue utilizado (creo recordar) en alguna batalla de las
Guerras Médicas, y (eso sí que recuerdo bien el haberlo leído) como protección
naval en Constantinopla algunos siglos después. Como recuerdo de aquellos
tiempos, detrás de la torre que sigue medianamente en pie, había dos réplicas
de drakares vikingos que se utilizan como reclamo turístico y como parte del
atrezo en una romería vikinga anual que se celebra en la comarca.
Los vikingos me han hecho
recordar un asunto que tiene mucho que ver son la simbología. El Camino de
Santiago, cualquiera de ellos, está empapado de iconografía simbólica. Los
cruceiros, las conchas, los pasaportes, las señales… en pleno siglo XXI,
pulseras y banderas representan ideales muy personales o afinidades políticas
masivas. Nacen más y más banderas para una tan ansiada y sobrevalorada
“visibilidad”. Los “iconos-emocionales” inundan nuestros mensajes, etc. Hay una
manifestación física de la simbología que ha estado muy presente en el ser
humano a lo largo de gran parte de la historia de la humanidad. Una costumbre
muy personal y bastante afirmativa ya que, una vez decidida, al menos hasta
ahora, ha tenido difícil vuelta atrás. Me refiero a los tatuajes. Vikingos (no
estoy seguro), pero sí maoríes, algunos africanos, tribus musulmanas, intuís y
una amplia cantidad de etnias por todo lo largo y ancho del planeta han tenido
costumbre de tatuarse. Durante los últimos siglos, poca gente en “occidente” se
tatuaba, algunos navegantes, presidiarios, grupos algo marginales, etc. Sin
embargo, en las últimas décadas el comportamiento social occidental con
respecto a los tatuajes ha dado un giro tan espectacular que, hoy en día, se ha
convertido en tendencia masiva. Personalmente no tengo tatuaje alguno, sin
embargo, es este un tema que me fascina como fenómeno sociológico. No tanto por
la carga de mera moda que parte de él pueda tener, sino en cuanto al interés o
poder simbólico que para muchas otras personas representa el hecho de tatuarse.
Entre nuestro grupo, sin buscarlo en absoluto, detecté algunas personas con
tatuajes. No adquirí la confianza suficiente como para preguntarles por su
origen, motivación personal, etc. Pues supongo que fueran asuntos,
precisamente, bastante personales. Pero me llamó la atención encontrar, en
cuatro ejemplos que ahora recuerdo, cuatro “estilos” muy diferenciados, al
menos desde mi ignorante punto de vista. Un chico joven llevaba bastantes
dibujos no coloreados, de precisa factura, calidad de dibujo y una situación
topográfica muy estudiada, con cierta asimetría corporal, en hombro y pierna.
Un estilo que veo con frecuencia en deportistas que conozco. Entre aquellos
dibujos, uno, algo discreto, me llamó la atención, hacía referencia a una
temática muy actual y tecnológica, que encajaba totalmente con su vocación
profesional. Otro compañero de viaje exhibía mucha mayor superficie corporal decorada.
Sus representaciones gráficas eran francamente trabajadas, recuerdo un amplio
paisaje muy bien dibujado. Un auténtico lienzo artístico. No me fijé al detalle
en las posibles alusiones que pudieran desplegar los dibujos de su piel, pero
recuerdo haber mantenido con él una conversación sobre música en la que nos
habló de un guitarrista de rock y de un tema titulado “La leyenda del hada y el
mago”. Ya el enunciado muestra connotaciones directas hacia la simbología, las
tradiciones, el valor de lo intangible, etc. Atributos que están muy presentes
en el Camino. Otro joven, al estar en bañador, lucía un discreto tatuaje simple
y discreto. Tenía un aspecto antiguo, con un trazado y una coloración que me
recordaba a aquellos que aparecían en el antebrazo algunos pescadores o
marineros de los que veía en el barrio pesquero o en las villas marineras
cuando yo era pequeño. Muy alejado de la finura y precisión de los “trabajos”
actuales. Su simbología parecía casi rúnica, seguramente no tuviera nada que
ver con los alfabetos vikingos, pero sí que rememoraba una simbología básica o
ancestral. Ignoro su origen, me quedé con las ganas. Por último, había una
chica que portaba, por aquí y por allá, en diferentes recovecos de su cuerpo
visible, pequeños símbolos sencillos. No tan rústicos como el anterior, algo
más elaborados y artísticos, pero nada ostentosos, como queriendo representar
mucho (simbólicamente hablando) con poco.
Lo que más me atrae del
comportamiento humano con respecto a los tatuajes es que da un paso más (un
paso decidido y definitivo) hacia el apego por uno o varios símbolos, más o
menos explícitos. Casi todos, actualmente, consciente o inconscientemente, nos
aferramos a determinada simbología. La mayoría a través de los iconos de
determinadas marcas (de motos, coches, ropa, etc.), siglas, escudos de equipos,
banderas ideológicas, etc. A menudo, una amplia mayoría vamos más allá y nos
vestimos con prendas que muestran un mensaje claro, que puede ser
reivindicativo o pretender, de algún modo, caracterizarnos ante los demás. Pero
quienes se tatúan incorporan la simbología a su cuerpo, a su ser y estar en el
mundo. Deduzco que tienen que estar más convencidos y supongo (puede que me
equivoque) que lo que incorporan tenga un valor especial para ellos. Conozco
muy de cerca dos ejemplos que no me sirven para satisfacer completamente mi
curiosidad sobre este tema. El de aquellos que tras participar en unos Juegos
Olímpicos o completar un Ironman, se tatúan los aros olímpicos o el deseado
logotipo de la franquicia como muestra de su logro. Estoy seguro de que entre
el resto de la gente hay motivaciones simbólicas mucho más “interiores”,
poderosas e interesantes.
A lo largo de la primera parte
del río Ulla, mi compañero y yo nos dedicamos a remar dos largos tramos con
cierta intensidad. De frecuencia y de impulso. Nos apetecía porque el viento a
favor invitaba a tratar de sacarle al kayak una buena velocidad. Además, pensé
que no le vendría mal a él incluir un par de series en su último día de remada,
teniendo en cuenta que a la semana siguiente iba a tener una prueba de surf-ski
para la que no estaba pudiendo entrenar de modo óptimo. Al acabarlas, nos
parábamos a esperar al grupo. Después, el río empezaba a trazar sinuosos
meandros entre juncos y vegetación de marisma. Algunos de ellos, dejándonos llevar
por el viento o siguiendo al guía en fila, los “atajábamos” a través de
estrechos canales naturales. En el tramo final, poco antes de llegar a destino,
el cauce del río estaba canalizado con piedra. A babor el panorama no resultaba
bonito porque lo ocupaba una fábrica de papel o de explotación de eucaliptos.
Tras una curva de amplio radio, el puente que une Pontevedra con Coruña
apareció ante nosotros y remamos hasta enhebrar alguno de sus múltiples ojos
dando por finalizada la travesía de cuatro días.
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Últimos metros en kayak, Pontecesures. (Imagen: Inés).
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Tras dar media vuelta para
alcanzar un pantalán, desembarcamos, subimos las piraguas a la calle y
esperamos nuestro equipaje completo y al reparto de habitaciones. Una vez
aseado y organizado para afrontar la transformación de piragüista a caminante,
me di una vuelta por la localidad. Pidiendo perdón a su vecindario, tengo que
decir que no me pareció atractiva y que su organización urbanística me resultó
algo caótica, como asediada o cosida por las carreteras exteriores, algunos
pasos elevados y la vía del tren. El puente sí que es bonito, y el río, desde
el puente hacia su origen parece ser más frondoso, más apetecible. A las
afueras descubrí un barrio, o quizás un pueblo adherido, con una iglesia
interesante, rodeada de un camposanto repleto que la abrazaba de tal manera que
el templo parecía como una tumba más que hubiera acabado creciendo de entre las
demás, hasta acabar convertida en iglesia. La navegación finalizaba como
empezó, de cementerio en cementerio, con un poderoso culto a la muerte, o a
otro tipo de vidas y con derroche de simbolismo por todas partes. Una vez más
en esta tierra que tanto se aferra a lo inmaterial.
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¿Una iglesia que emerge de entre las tumbas? |
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Símbolos que surgen por las esquinas.
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Aquella velada resultó menos
lucida que las anteriores. Y no por culpa de nefasto vino con el que invité a
mis compañeros de mesa (francamente malo). La lasaña estaba muy buena, pero no
estábamos todos (otros habían sido hospedados en otro hotel) y, además, en la
atmósfera parecía respirarse cierto aire de finalización. La navegación era ya
historia y por delante teníamos una larga caminata, pero Santiago estaba ahí, a
la vuelta de la esquina.
Etapa 5.
Tengo un libro en casa, que es
una edición limitada, publicada con primor, con muchos dibujos a plumilla y un
aspecto como pasado de moda, que trata con profundidad el componente artístico
e histórico del Camino de Santiago portugués. Lo firman el Padre Fidel Fita y
Don Aureliano Fernández-Guerra. En él se explayan bastante en Pontecesures, por
cuyo puente salimos caminando aquella mañana, y en Iría-Flavia, origen
histórico de Padrón. Aquella mañana madrugamos más que de costumbre porque
había que recorrer 28 kilómetros y llevarían su tiempo. El día se mantuvo
nublado, lo cual resultó genial para el cometido. Nos organizamos en un libre
discurrir, con unas pocas paradas de reagrupamiento indicadas de antemano. Así
que durante la jornada ibas caminando a solas o conversando con unas u otras
personas según cada momento o situación. Nada más reunirnos me di cuenta de
que, sin premeditación, formaba parte de los tres únicos “disidentes” del
grupo: todo el mundo llevaba puesta la camiseta “corporativa”. Quizá por mi
condición de cántabro, o de santanderino, o, simplemente por mi forma de ser,
soy muy poco dado al asociacionismo y menos aún al corporativismo, incluyendo
en ello mi ocio. No es que me sienta especial, es más sencillo, es que me
cuesta mucho apegarme a corrientes colectivas que no conozco del todo, con las
que llevo poco tiempo, que no necesito que existan como tales, etc. En
cualquier caso, llegado el momento, a pocos kilómetros de Santiago, ante la
“presión” de algunas de aquellas nuevas amistades, me enfundé la camiseta (más
que usada) como uno más.
Pero antes de aquello me vi
introducido de lleno en el fenómeno del peregrinaje a Santiago, y aunque no fue
por la vía más institucionalizada (la del Camino Francés), al ser verano, en
año jubilar, aquella portuguesa, en su tramo final, mostraba suficiente “vida”.
Lo de institucional no es adjetivo caprichoso que yo me empeñe en asignar.
Entre el siglo VIII y el IX, Santo Toribio de Liébana, entre algunas de sus
acciones históricas (sobre todo tres) que determinaron que España y Europa sean
lo que son ahora y no, quizás, algo bastante diferente, puso un enrome empeño
en la instauración y difusión de la idea del peregrinaje de Santiago por el
norte de la Península hacia Compostela. Es quizás a él a quién más debamos
todos el origen de este fenómeno religioso y cultural. Pero aquel peregrinaje,
originalmente, no tenía una ruta establecida, cada cual salía de su lugar de
origen y buscaba el camino más corto y seguro. Tiempo después, en el siglo XI,
cuando el fenómeno había cuajado entre la población del norte de la Península y
de parte de Europa, varios monarcas procuraron sucesivos empujones
institucionales mediante inversión en infraestructuras, que provocaron que el
trazado Francés acabara convirtiéndose en la vía principal. Una especie de gran
autopista hispana con diversos orígenes europeos. En el siglo XII el Códice
Calixtino, al que ya me he referido anteriormente, editado en gran cantidad, se
erigió como guía “oficial” del itinerario. El Camino (el fenómeno del
peregrinaje como tal) decayó casi completamente durante los siglos anteriores
al XX. En los años ochenta, tuve un primer contacto parcial con él, en
bicicleta, gracias a un carismático docente. Entonces no lo hacían ni 2000
personas en año jubilar. Era una rareza, algo realmente “friki”. La fuerte
campaña mediática Xacobeo 93 consiguió su logró disparando el fenómeno que,
desde entonces, ha ido generando un efecto exponencial. Ahora son cientos de
miles de peregrinos al año. Aquella fue otra “institucionalización”, pero ya
contemporánea.
Todo esto, como casi todo lo que
pasa de ser un fenómeno más o menos marginal, a otro de masas, ha provocado
muchos cambios inevitables. Durante la última etapa de este viaje pude observar
personalmente algunos de ellos, y son varios los que no me gustan. Por ejemplo,
que actualmente se trata de que la gente simplemente siga una flecha amarilla
que le evita tener que tomar decisiones, interpretar mapas o paisajes, pensar
en lo que está haciendo, etc. El flujo humano, en lo que respecta a su
deambular, muestra un comportamiento autómata. Por otro lado, los Caminos
principales se han mercantilizado de un modo exacerbado. Aparecen supuestos
“albergues” anunciados por todas partes. La mayoría son simples negocios de
hostelería ajustados al formato de albergue. Su proliferación, como las de los
menús del peregrino, rincón del…, solaz del…, etc. Son una consecuencia
mercantil de la capitalización de un fenómeno de masas. Cuando se integran
estos dos fenómenos: el de la marcha a piñón fijo siguiendo las flechas, y el
de la “prostitución” comercial del peregrinaje, pasa lo que pasa. Nuestro guía
nos comentó que anteriormente paraban en un chiringuito agradable que ahora ha
desaparecido porque determinado municipio cambió ligeramente la ruta al paso
por su territorio. Un hostelero aseguraba que con un simple cambio de acera del
pasaje, su facturación se había visto reducida ¡a la mitad!. Este tipo de cosas
me hace pensar en la escasa interacción que los peregrinos (en general)
establecen con el mundo que atraviesan: sus gentes, cultura, etc. De hecho,
entre los infinitos perfiles de tipologías de peregrinos que existen, abundan
algunos que se afanan por correr mucho, alargar etapas y coleccionar itinerarios.
No es algo que pretenda criticar, soy defensor de la libertad de las personas,
pero es algo que no me va y de lo que, de hecho, paso. Por eso, desde mi primer
contacto en 1984 hasta ahora mismo, a pesar de haber completado algunos tramos
sueltos de Caminos, por meras coincidencias con otros planes, nunca había
peregrinado hasta Santiago, consciente de lo que actualmente supone. Y el
haberlo hecho ahora, ha tenido que ver con hacer un viaje apetecible en kayak
por la ría de Arousa.
Por todo lo anterior, el trazado
alterna tramos agradables, como los sombríos bosques con firme de tierra o
piedras, con kilómetros de calles, desagradables nudos viales de extrarradio,
etc. Y es que soy caminante de montañas más que de carreteras. Pasamos por
Padrón y entramos a su mercado, donde algunos compañeros aprovecharon para
comprar algunos de los pimientos que unos pican y otros no. Buena visita que sí
que suponía una pequeña zambullida en la vida cotidiana local. El camino
presentaba bastantes peregrinos, pero nada excesivo o que incomodara. Había “espacio
lineal” para todos, aunque eso de la soledad, que a mi me gusta, de vez en
cuando, para “encontrarme”, resultaba un poco quimérico por los frecuentes
adelantos entre los caminantes. Peor lo tenían los ciclistas. Como lo soy con
frecuencia, no me costó nada imaginarme en su lugar, y me dio la impresión de
que cada muy poco tiempo tenían que frenar o aminorar su marcha para sortear andarines.
Estoy seguro de que la mayoría de estos fenómenos se van viendo reducidos a
medida que los tramos a considerar se van alejando de Santiago. Es lógico
porque los tramos finales reciben a la práctica totalidad de los peregrinos que
consiguen terminar, mientras que los comienzos de todos ellos se sitúan en
puntos o distancias muy diversos.
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Señora despachando pimientos en el mercado de Padrón.
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Seguimos viendo cruceiros. Nos
reagrupamos junto a uno viejo y muy hermoso. Entablamos algo de conversación
con algún otro peregrino, ascendimos algunas cuestas y nos detuvimos a comer en
la terraza de un restaurante donde nos dieron estupendamente de comer. Pulpo,
bacalao, tartas, café y licor. Era a pocos kilómetros de Santiago. Reanudada la
marcha, cuando estábamos a punto de entrar a la ciudad, nuestro apoyo motorizado
reapareció y nos dio algunas palas de remar, con la intención de que al entrar
en Compostela la gente se percatará de que habíamos peregrinado hasta allí en
kayak.
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Posando en un cruceiro del camino.
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La entrada a Santiago no fue bonita,
pasamos por unos barrios urbanizados nuevos, impersonales y prácticamente
desiertos. Al llegar al caso antiguo, a sus puertas, nos detuvimos a tomar algo
en una terraza, repartidos en varias mesas. Pienso que fue una estrategia (muy
acertada) planteada por nuestro guía, buscando retrasar nuestra llegada a la
Plaza del Obradoiro, para hacerlo a una hora algo avanzada (media tarde) en la
que, seguramente, estuviera más despejada. Tras el receso, conformamos un grupo
compacto, más corporativo que nunca, que destacaba por sus camisetas “fosforito”
y las palas, además de que algunos iban emitiendo pitidos con el silbato de
seguridad y todos coreábamos haciendo eco cada vez que alguno voceaba alguna de
nuestras palabras mágicas (clave, que denominan los informáticos y publicadores
científicos de ahora). De todas ellas, sin duda alguna, “lume” se llevó la
palma. Aquel proceder grupal, en el que participé como uno más, me recordó
viejos comportamientos colectivos que me tocó vivir siendo docente escolar, y
es que los comportamientos colectivos desinhibidos por la alegría y el sentido
de pertenencia al grupo no difieren mucho cuando los protagonizan adolescentes
o adultos hechos y derechos. Pero no cabía duda de que el efecto dramático, la
puesta en escena, funcionaba, porque ante cada ensanchamiento en forma de plaza
o cruce de calles, la gente respondía con clamorosos aplausos de
reconocimiento, seguramente al ver las palas.
La entrada a la plaza me
entusiasmó, fundamentalmente porque la encontré asumible. Había gente, ambiente
humano, pero nada de tumultos o concentración excesiva, había sitio de sobra
para todos. Nuestro grupo se fundió en abrazos y felicitaciones. Uno por uno,
todos nos reconocimos mérito y amistad, seguramente efímera, pero establecida
por una convivencia intensa, diurna, nocturna, mojada, acarreada y
colaborativa. De las que sí o sí, unen mucho y pronto. Llovieron las fotos, más
personales o del grupo al completo. “Nuestras” o “robadas” por otros transeúntes
algo sorprendidos. La catarsis efusiva dio paso a una fase más calmada en la
que unos y otros nos sentamos o tumbamos en medio de la plaza, contemplando la
majestuosa fachada de la catedral y, quizás la mayoría, parándonos a pensar en
el proceso vivido los últimos días y el final alcanzado. Al cabo de un rato,
dejando el centro libre, nos trasladamos a un ángulo de la plaza y nos sentamos
en corro para proceder a una especie de ceremonia privada de despedida, entrega
de credencial, etc. Poco tiempo después nos despedíamos de nuestro encantador
guía principal y algunos nos embutíamos (literalmente) en una furgoneta taxi
para ir a recoger nuestros coches a O Grove.
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El grupo al completo satisfecho en la plaza del Obradoiro. (Imagen: ¿?).
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Las palas "rinden pleitesía" a la fachada de la catedral. (Imagen: ¿?).
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Muy bien rodeado por mi "familia de acogida".
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Aunque no todos, sí la mayoría, al
margen de la organización, celebramos una cena en un restaurante del casco
antiguo de Santiago. Fue mi última despedida. Por cierto, cené de maravilla.
Caldo gallego, codillo y tarta de Santiago, regados, esta vez sí, de nuevo, por
un excelente Rías Baixas que me ayudó a olvidar el desvirtuado tinto de la
noche anterior.
A lo largo de todo este relato,
personal, sesgado y caprichoso, he querido introducir una pequeña cuña que no
ha acabado de encontrar hueco, así que lo voy a hacer ahora. Ya he comentado
que es muy probable que yo fuera la persona de mayor edad del grupo. Desde esta
hipotética posición, quiero afirmar que la presencia juvenil del colectivo me
resultó de lo más esperanzadora. Los dos menores allí presentes me llamaron
poderosamente la atención por su comportamiento ejemplar a la hora de
colaborar, comportarse, integrarse en el grupo. Hablando con ellos descubrí lo
claro que tenían sus planes de futuro, su interés por diferentes ramas
académicas, etc. No fueron quejicas, no dieron la nota. Pero, sobre todo, lo
que más valoré… no demasiado frecuente actualmente, fueron sus modales (su “buena
educación”). Mis felicitaciones a los dos chavales y, por supuesto, a sus
padres. Un abrazo. Dos de estos últimos fueron, precisamente y junto al chaval
correspondiente, lo que di en llamar “mi familia de acogida”. Al remar siempre
con él, la relación con sus padres se vio intensificada de modo natural. Creo
que nos caímos bien mutuamente y espero que la amistad perdure.
A las ocho menos cuarto de la
mañana siguiente, ya estaba yo conduciendo, saliendo de Santiago. A mi izquierda
se veía el “skyline” de la ciudad y el amanecer se imponía por la derecha.
Pasados los semáforos, encendí el aparato de música del coche sin saber lo que iba
a sonar. La probabilidad de que fuera alguna canción alusiva a Galicia era alta
porque en los viajes suelo compilar bastante música relacionada con la zona por
la que pretendo estar. A esas horas, y con unas cinco horas de conducción
reflexiva en solitario por delante, el “Miña Terra Galega” de Siniestro Total
no hubiera resultado lo más apropiado. Algunos lo llaman casualidad, pero en este
caso, vivido lo vivido, bien pudiéramos tomarnos, por una vez, la libertad de
achacarlo al apóstol, al influjo de las mareas, al apoyo simbólico de mis
compañeros, las meigas o las fuerzas despertadas por aquel druida… el caso es
que, sin aviso previo, de los altavoces del coche surgió la voz de Julio
Iglesias entonando “Un canto a Galicia” ¡Hey! (en este caso un Hey diferente al
de “… no vayas presumiendo por ahí”).
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Mi pasaporte con sus sellos.
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