miércoles, 15 de marzo de 2017

5. “CONQUISTADORES” FLUVIALES EN SUDAMÉRICA.



El rostro del actor polaco (alemán para otros; todo depende de los atributos que se tengan en cuenta a la hora de asignarle la “nacionalidad”) Klaus Kinski siempre me pareció inquietante. Su mirada, sus facciones y ademanes, parecen transmitir una absoluta imposibilidad de predecir su comportamiento. Así como un carácter indómito, quizá vicio, puede que locura y desde luego que una especie de estar muy por encima de las normas sociales, el recato o cualquier tipo de convencionalismo. Algo de esto, y mucho más, es lo que debía encontrar en él Werner Herzog. Lo digo porque el director de cine alemán hizo de Kinski su actor talismán en cinco películas importantes de su carrera. Y sea por las razones que sea, la casualidad, pulsiones internas u oscuras motivaciones indescifrables, el caso es que dos de esos largometrajes escogieron el continente sudamericano como escenario, y sendas odiseas fluviales rayanas en la locura.

En “Aguirre, la cólera de Diós” (1972), Kinski encarna al conquistador Lope de Aguirre en una interpretación filmográfica más centrada en la propia obra que en el respeto o ajuste a una supuesta realidad histórica. El filme es un terrible viaje fluvial en pos del Dorado, navegando aguas arriba del Amazonas, atravesando la selva y ahondando en una convivencia cada vez más desquiciada, con la omnipresente presión (física, psíquica y emocional) de la selva sobre los viajeros. Hay mucha muerte, traición, irracionalidad y crudeza. La agresividad del planteamiento de los exploradores acaba volviéndose en su contra. Y lo hace de forma aumentada,  a través de la respuesta lenta, implacable y misteriosa de la selva. Balsas y galeones pequeños, ambos construidos en toscas y pesadas piezas de madera, constituyen los medios de transporte empleados, los cuales imponen precariedad de progresión, plazos dilatados y grandes esfuerzos para vencer las sucesivas dificultades de avance.

 
Klaus Kinski encarnando al conquistador Aguirre en la película. (Imagen: fimin.es).

En “Fitzcarraldo” (1982), director y protagonista reinciden en dar forma a un relato audiovisual en el que la trama sigue las líneas marcadas por un curso fluvial amazónico. Cambian algunas cosas, pero no el disparate integral que la naturaleza del viaje plantea. La época es diferente, el objetivo del viaje, el carácter de los implicados y las obsesiones de los mismos. Pero también en esta ocasión hay viaje, hay locura, hay lucha imposible contra el río y hay un desenlace lógicamente nefasto. La película, cargada de licencias, se inspira en un personaje real (Carlos Fermín Fitzcarrald) que metido a fondo en los negocios del caucho, a finales del siglo XIX, buscando y diseñando vías de transporte por la selva, alternó etapas de navegación con otras de porteos pesados, de forma que llegó a conectar realmente diferentes afluentes del gran río. En la cinta, el personaje se presenta como un apasionado de la ópera que sueña con levantar un gran teatro en medio de la selva, que pretende costear a través del negocio del caucho. En la trama dispone de un gran y elegante vapor que traslada a Iquitos y con el que viaja por el Ucayali remontando su curso. La idea, y el intento, es navegar por afluentes hasta arribar en algún punto de la selva, a partir del cual, cargar con el pesado barco, y en lo que se convierten una colosal tarea, tratar de atravesar la selva, elevación incluida, en busca de otro curso fluvial diferente. El contraste entre el ambiente de lujo importado y las inauditas condiciones de trabajo de la descabellada empresa, componen un interesante marco en el que las peculiaridades de los personajes juegan un papel poco convencional. De nuevo el río con su arrebatadora personalidad, más allá de lo puramente geográfico, se convierte en protagonista.

 
Fotograma de la película Fitzcarraldo: el brutal porteo del vapor. (Imagen: blogdecine.com).

Al igual que el cine, la literatura también ha encontrado un interesante filón en eso de los viajes fluviales por las corrientes de los ríos sudamericanos. Los cursos se convierten en medio de comunicación y transporte preferente, especialmente en las zonas selváticas, las cuales, caracterizadas por ser casi impenetrables, infinitas y peligrosas, provocan que los seres humanos habiten las orillas y empleen la superficie del agua como primordial medio de traslado para las largas distancias.

En “Un viejo que leía novelas de amor”, Jorge Sepúlveda nos cuenta la historia de un viejo que, tras quedarse viudo, habita solo en la selva, cazando para subsistir y leyendo y aprendiéndose de memoria novelas de amor como recurso emocional permanente. Toda la trama se desarrolla en un poblado a orillas del río Nangaritza (Ecuador), afluente del Zamora, a su vez del Santiago, este del Marañón, que finalmente desemboca en el Amazonas. La historia se ubica en un poblado ribereño, con alcalde corrupto y presencia de una tribu de indios autóctona. El viaje por río lo protagoniza periódicamente un dentista itinerante, y con él es con quien llegan las novelas que el protagonista va devorando. Aunque el relato no describe los viajes propiamente dichos, acierta de pleno con el guión y ofrece una buena descripción del escenario y la relación vital entre el río y la selva.

Por su parte, Gabriel García Márquez, crea un fascinante protagonista, primero empleado y posteriormente propietario de una empresa de buques fluviales. Florentino Ariza se pasa la vida persiguiendo un amor. Lo hace de manera muy peculiar, chocante o incluso, seguramente a ojos de algunas personas, contradictoria. En cualquier caso, su vida y sus andanzas resultan de lo más entretenido e imaginativo. La novela incluye un viaje romántico final, el cual se desarrolla en un vapor de cierto lujo, que remonta las aguas del Río Grande de la Magdalena, desde su desembocadura caribeña en Colombia. Todo ello transcurre en “El amor en los tiempos del cólera”.

Tanto por ríos como por mares se suceden las peripecias de Maqroll. Álvaro Mutis las narra en un extenso volumen titulado “Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero”. La lectura la tengo pendiente. Una de esas que no acabó de encontrar el momento adecuado en su día, y después quedó arrinconada, para, gracias a este capítulo, resultar redescubierta, y ahora mismo esperar a la cola en un lugar preferente. Me pasó lo mismo hace no mucho con “El río que nos lleva” y lo disfruté muchísimo al repescarlo. De la novela de Mutis puedo decir que comienza con un viaje fluvial, en un barco que remonta un gran río navegable en pos de una paulatina aproximación hacia la cordillera. Para más noticias, detalles o información… ¿lo mejor? ¡su lectura!.

Mario Vargas Llosa también recurre a los cursos amazónicos peruanos para situar la acción de su singular novela “Pantaleón y las visitadoras”. En ella, utilizando un lenguaje verdaderamente cinematográfico, en el que el relato se mueve en una especie de “presente continúo” conciso y dinámico que consigue que el lector no pare de ver las imágenes propuestas por el escritor, se cuentan las aventuras y desventuras de un oficial del ejército cuya secreta misión es la de montar y hacer funcionar a las “visitadoras”. Se trata de un grupo de prostitutas, contratadas por la autoridad militar, con el fin de establecer visitas periódicas y minuciosamente programadas a los enclaves más recónditos de la selva en los que el ejército tiene tropa posicionada. Las visitas se llevan a cabo con el fin de abastecer a la soldadesca de servicios sexuales que hagan su aislamiento más llevadero, mantengan alta la moral de los destacamentos y faciliten la subordinación a los mandos. El oficial asume su tarea con deslumbrante profesionalidad y con similar sentido marcial al que mismamente hubiese utilizado ante cualquier otro tipo de misión encomendada.  Parte de la planificación del programa, que ante el éxito de su experiencia piloto, va creciendo y creciendo en valores cuantitativos, incluye la organización logística de los viajes necesarios para acceder a los diferentes enclaves en los que el ejército está presente por la selva. Y todo ello se implementa mediante la utilización de barcos ligeros que surcan las aguas de las complejas ramificaciones fluviales de la cuenca. Aquí el viaje toma la forma de múltiples itinerarios que tratan de abarcar un gran territorio, siempre a través del río, con la selva bordeándole como telón de fondo permanente.

Valga toda esta introducción como aperitivo y quizá ¿quién sabe? Si también como posible explicación de lo inexplicable, ese peregrino afán de algunas personas por visitar el continente de América del Sur, introducirse en sus ríos y buscar, comprobar o luchar hasta ver de lo que son capaces ambos: el río, mostrando sus maravillas escondidas; y las personas, alcanzando sus metas más ambiciosas y difíciles. En este sentido, hace algunas décadas fueron unos polacos de los primeros en sentirse atraídos por la llamada del continente y de sus misteriosas y abundantes aguas. En 1979, Piotr Chmielinski, recién licenciado en ingeniería, había organizado una expedición con compatriotas piragüistas, con la idea de intentar descender-explorando varios ríos de Sudamérica. Un equipo de 10 palistas había conseguido un camión de siete toneladas del ejército, y tras cargarlo con 20 kayaks habían partido en un carguero rumbo a su destino. En total descendieron veintitrés ríos en once países, trece de ellos por primera vez. Entre sus patrocinadores figuraron el gobierno mexicano y la National Geographic Society, a través de varios encargos, incluso dejaron de lado otra propuesta del comandante Jacques Cousteau. Quizás el desempeño más espectacular de todo aquello fue lo logrado en el Colca, el cañón más profundo del planeta. Allí estuvieron en dos ocasiones, la primera en 1981 y posteriormente, con nuevos fichajes, en 1983, en la cual exploraron pormenorizadamente las inciertas fuentes del Amazonas.

Más tarde Chmielinski, junto con su amigo el fotógrafo Zbigniew Bzdak, a quién el primero ya había fichado para aquella primera aventura americana, fueron dos piezas claves del primer descenso completo del Amazonas. Esta otra aventura comenzó con la dirección de François Odendaal y la participación de unas 10 personas. Pero culminó (de forma integral) con el descenso por parte de Chmielinski y el americano Joe Kane, con el constante apoyo de Bzdak y la doctora inglesa Kate Durrant. Precisamente fue Kane, fichado originalmente como reportero narrativo y no como “descendedor”, el que describió toda la aventura en un libro titulado “El descenso del Amazonas” (Edhasa, Barcelona, 1991). Siempre según la versión de Kane, el tal Odendaal se mostró tempranamente como un director de expedición con muy poco don de gente y erróneo estilo de liderazgo. Aquello, unido a sus limitadas dotes como kayakista, fue una constante fuente de problemas, que finalizó con un replanteamiento casi total de la aventura, algo que sucedió, aproximadamente en el punto en el que el largo viaje pasaba de las aguas bravas a las tranquilas. En la primera fase, el resto del equipo lo formaban una especie de agente sudamericano, dos cineastas amigos de Odendaal y dos excelentes kayakistas más. Parte del equipo se movía en todo terreno, nutriendo al resto del grupo de provisiones, material, etc. cada cierto número de días, cuando las condiciones geográficas lo posibilitaban. En realidad Kane comenzó formando parte del equipo de “tierra”, e incluso su papel fue de apoyo directo sobre el curso, porque lo inició caminando por las montañas y cañones, acampando con los palistas y no en el grupo del vehículo. Tal y como quedó descrito el viaje completo, puede esquematizarse en varias fases:

Una preliminar que consistió en el acceso a las fuentes del Amazonas, a las que se llegó remontando el Colca por tierra y después transitando por las grandes alturas de la cordillera andina peruana, en concreto en las inmediaciones del Monte Quehuisha.

La fuente del Amazonas es difícil de concretar, los sistemas de arroyos que alimentan el afluente que más desarrollo genera (considerando la totalidad del curso) son cambiantes en la alta montaña. A lo largo de los últimos años ha habido varias propuestas, todas ellas cercanas y proveedoras de agua al Apurímac. La seleccionada por aquellos primeros expedicionarios fue el Hornillos. Durante su descenso, así como por los primeros tramos del Apurimac, el equipo “acuático” de la expedición lo formaron los kayakistas (cinco), los cuales alternaron tramos de aguas bravas con porteos por las abruptas riberas del cauce y los cañones. La cantidad de metros porteados dependieron, en cada caso, de la pericia y arrojo de cada palista. Durante todo aquel recorrido Joe kane, cubrió el trayecto caminando por los senderos más cercanos posibles al agua, lo cual en algunos casos significaba poder tocarla y en otros verla cercana pero desde alturas de varios centenares de metros debido a la profundidad y dificultades de los cañones. Los momentos de peligro y las complicaciones empezaron a afectar a la estructura humana del grupo, lo cual, unido a ciertas penalidades causadas por una falta de aclimatación a la altitud, sembró quizás las semillas de las fuertes controversias que irían surgiendo posteriormente, cuando los peligros se hicieron más evidentes y amenazadores.

 
Chmielinski, Biggs, Odendaal y Truran en La Angostura, el primer día de paleo sobre el Apurimac. (Imagen: Zbigniew Bzdak).

 
De nuevo los cuatro, ahora porteando en el Apurimac cerca de Pillpinto. (Imagen: Zbigniew Bzdak).

 
Los mismos palistas bajo el puente del Inca Q’eswechaca cerca de Quehue en el Apurimac. (Imagen: Zbigniew Bzdak).

La segunda fase de navegación se acometió conformando tres “equipos”. El primero, en sendos kayaks, formado por los dos palistas más expertos. Los otros dos, por dos embarcaciones neumáticas de “rafting”. Chmielinsky dejó pues su kayak para pasar a pilotar la lancha más pequeña, contando con Kane como uno de sus tripulantes (totalmente novato en esas lides). La odisea narrada a partir de entonces es, con seguridad, lo más duro y salvaje de toda la aventura. El río resulta estremecedor, los riesgos se suceden cada pocos metros y el avance es muy lento y laborioso. Mientras que los kayakistas se desenvolvían bastante bien y alternaban porteos ante los sectores imposibles, las balsas sufrieron mucho y pasaron malos ratos, a pesar de que en numerosas ocasiones eran descendidas vacías mediante el uso de cuerdas (sirga). Aquello enrareció aún más el ambiente del grupo y avanzó en la corrosión de la dinámica interna, supuestamente manejada por un líder sin dotes de ello y constantemente temeroso de que le usurparan el mando y el protagonismo. A partir de cierto punto, se decantaron por eliminar una de las lanchas, ampliando el número de kayaks (dos más) e incorporando a los otros dos tripulantes al equipo de tierra que viajaba en vehículo para encuentros esporádicos cada varios días. Así navegaron por el curso medio del Apurimac y alcanzaron el bajo, que los introducía directamente en plena “Zona Roja”, hervidero de la actividad terrorista del grupo Sendero Luminoso, quizás en la época más movida de su existencia. Aquella presencia no era para tomársela a broma, personalmente he conocido relativamente bien a dos personas que en su día fueron secuestradas por aquel temible grupo. Uno un peruano que tuve como alumno en curso que impartí en aquel país, y el otro, un profesor español que trabajó en Perú varios años y que me contó aquella experiencia durante un largo viaje en bicicleta cuando ambos ya éramos compañeros de centro educativo.

 
Aún en el Apurimac, pero ahora en lancha neumática. (Imagen: Zbigniew Bzdak).

Esa zona del curso medio discurre en dirección noroeste de forma paralela a como lo hace el Urubamaba, un río que pasa tanto por Cuzco como por los fondos de las faldas de las montañas sobre las que se asienta Machu Pichu. En la actualidad, en toda esa zona turística, la oferta de actividades de “rafting” ha crecido mucho, así como también los viajes para la práctica de aguas bravas en condiciones de dificultades extremas o elevadas. Algunos miembros de aquella expedición (especialmente los polacos) están considerados como pioneros en la conquista (deportiva) del Urubamba (también afluente del Amazonas). Con ese río me topé varias veces en una ya lejana estancia que disfruté en Perú. Estudiándolo desde un coche prestado cuando recorría las ruinas de los antiguos asentamientos incas de Pysac, Saqsaywaman, Ollantaytambo, etc. Divisándolo al fondo desde las alturas de las ruinas de Machu Pichu. Recreándome y descansando en las termas naturales de Aguas Calientes, escasos metros antes de que tales aguas se escapen río abajo. Incluso cruzándolo a través de un puente colgante peatonal en el punto kilométrico 82, cuando iniciaba mi trekking por el Camino Inca. Al igual que los expedicionarios amazónicos, conocí de primera mano el paisanaje peruano. De igual forma que pude entablar relación con trabajadores locales de las excavaciones arqueológicas e incluso disfrutar de la sabrosa chicha original en versión casera quechua. Tuve la suerte de vivir aquella experiencia con gente local, con la qué trabé amistad por cuestiones laborales y deportivas, por lo que mi estancia en las cercanías de Cuzco, así como mi trekking por el Camino Inca, no tuvieron ninguna connotación de turismo comercial.

 
Mirando hacia atrás desde lo alto de uno de los collados más elevados del Camino Inca.

 
Camino Inca atravesando antiguas ruinas.

 
Mi primera vista de Machu Pichu a primera hora de la mañana, con la niebla empezando a levantarse.

 
Otro encuadre de la mítica ciudad.

 
El río Urubamba visto al fondo del valle desde las ruinas de Machu Pichu.

 
El Urubamba a su paso por el Valle Sagrado de los Incas.

 
Mi amigo Ángel (a la izquierda) y su antiguo compañero de colegio (ayudante de arqueólogo en la época de la fotografía), posan en uno de los múltiples yacimientos visitados de la región de Cuzco.

La navegación, llegados al tramo en el que el gran río recibe el nombre de Ene, se reconfiguró. Quienes permanecían lo hacían a bordo de la balsa neumática más pequeña y de un único kayak de los de aguas bravas en el que, durante periodos progresivamente más prolongados, Kane fue aprendiendo a palear, y de paso, a adaptarse al esfuerzo. Los alrededores podían ser ya considerados completamente como selva.

Cuando alcanzan la desembocadura mediante la cual el Perené se entrega al Ene, el río pasa a llamarse Tambo. Por allí se suceden varios tramos en los que la lancha alcanzaba mucha velocidad sin apenas riesgos. Gran flujo de corriente sin apenas rápidos, inmenso volumen de agua en movimiento. Llegados a Atalaya, el supuesto director Odendaal abandonaba la expedición. Lo hacía justificándose de forma peregrina e intentando mantener la propiedad de ciertos “derechos”. Su comportamiento, siempre en función de lo relatado en el libro de Kane, me hace reflexionar sobre ese carácter “competitivo” y comercial que, cada día más, prostituye la mayor parte de las aventuras viajeras y exploradoras de hoy en día, independientemente del tamaño o dimensión de las mismas. Que si “carreras” para batir récords o “yo lo hice primero”, dejando la observación, reflexión, disfrute del proceso como algo secundario o incluso considerándolo como un inconveniente. Que si “disfraz solidario” para que otros paguen el viaje de tus sueños, sin que en demasiadas ocasiones quede claro en qué aspecto práctico reside el beneficio solidario anunciado. Dejando estas impresiones personales aparte, la expedición quedaba configurada por cuatro personas: el fotógrafo Bzdak y la doctora Durrant en “tierra”; Chmielinsky y Kane paleando (aún en kayaks de aguas bravas). Los primeros, en realidad, viajaron también por el río, pero comprando pasajes en barcos de tráfico regional, organizándose para encuentros esporádicos en los que aportar provisiones, proveer descanso más cuidado o aplicar remedios médicos a los dos palistas.

Río abajo, finalmente el anteriormente mencionado Urubamba, también desagua en el curso principal, el cual pasa a ser considerado como el Ucayali. Desde ese momento los peligros principales tornan hacia un carácter más sociológico. La presencia de narcotraficantes y productores de droga es evidente. Sufren incluso disparos, en ocasiones han de huir y tienen que mantenerse alejados de las riberas durante la mayor parte de la navegación. En aquella zona empiezan a hacer presencia los delfines rosas y ambos palistas, de modo intermitente, sufren eventuales cuadros patológicos tropicales. Episodios de gran malestar, mareos, problemas gástricos y fiebres, sufrirán, uno y otro, de vez en cuando, desde allí hasta el final del viaje. En Pucallpa es donde los kayaks de río son finalmente sustituidos por los de mar. Sendos Aquaterra “Chinook” de fibra de vidrio, de unos 5 metros de eslora y buen equipamiento. Un auténtico clásico del kayak de mar.

 
Chmielinski y Kane a bordo de los kayaks de mar en Pucallpa, en río Ucyali. (Imagen: Zbigniew Bzdak).

Acumulando kilómetros se encuentran con el Marañón, y esa misma denominación es la que prevalece para el río. Lo cual ocurre por la zona de Iquitos. La ciudad se desarrolló de manera vertiginosa durante la época de la revolución económica del caucho, pasando de ser un pobre área de ranchos de ganado, a la principal metrópoli comercial del Amazonas en un lapso de pocos años. A Iquitos llegan ya grandes barcos desde el Atlántico, posee un centro muy ajetreado, un ocioso paseo de ribera, un barrio portuario y un poblado muy pobre en el que se concentran múltiples chabolas montadas sobre pilotes (palacetes). Este último barrio, Belén, lo pude recorrer en canoa guiado por un chaval residente allí mismo. La ciudad respira aún reminiscencias cinematográficas, son varios los filmes ambientados allí, pero especialmente dos lo hacen de forma más evidente: “Fitzcarraldo” y “Pantaleón y las visitadoras”. El primero lo recuerda el ambiente, algún establecimiento de hostelería y hasta el singular edificio metálico que, dicen, diseñó Eiffel. La segunda lo hace de forma más sibilina, ya que la ciudad, para la población peruana, representa el icono del turismo sexual nacional. No es algo sobre lo que tenga datos prácticos, y puedo confirmar que nadie me importunó o me hizo oferta alguna al respecto durante mi estancia por allí. Pese al tamaño de la ciudad y su actividad humana y comercial, no hay modo humano de llegar a Iquitos por tierra. No existe carretera alguna que la comunique con el resto de ciudades peruanas (o sudamericanas). Únicamente es accesible por barco o volando a su aeropuerto. Cuando tienes esa certeza, en un lugar que no es una isla, en tu mente se despierta cierto gusanillo que no deja de recordarte que en el fondo, pese al agua potable, la electricidad, las moto-taxis y el hotel… estás en medio de la selva amazónica, rodeado por miles de hectáreas de selva impenetrable. Una curiosa sensación.

 
 El bar “Fitzcarraldo” en el paseo de ribera de Iquitos.


El edificio metálico atribuido a Eiffel en el centro de Iquitos.

 
Mujer y niños lavando en la orilla del río en el barrio de Belén.

 
Vista de Belén desde nuestra canoa.

Otra imagen del barrio desde el curso del río. En las épocas de crecidas el nivel del agua sube varios metros y algunas de las chabolas flotan y otras se erigen sobre pilotes de madera.

 
Otra estampa de Belén con ejemplos de lo comentado en la imagen anterior.

 
Las canoas son un medio de circulación habitual entre los vecinos, pues el barrio tiene varios canales que sustityen a las calles en los sectores más adentrados en el agua.

Al igual que los expedicionarios, yo descendí parte del Marañón desde Iquitos. Unos 80 km en motora para alojarme en un “lodge” turístico y conocer algo de selva. Vi los delfines, pesqué alguna piraña, visité poblados y hasta me pasearon en canoa de tronco. Nada comparado con su largo viaje, que no se detuvo allí, ni mucho menos.

 
Detalle del río Amazonas unos 80 km  más “abajo” de Iquitos. La selva de enfrente correspondía a una isla fluvial habitada.

 
Mi guía me conduce por la isla camino de un poblado.

 
Jugando en la jungla con una liana.

Curso abajo aparece la desembocadura del Napo en la orilla izquierda. En 1542 fue descendido desde los Andes ecuatorianos hasta el Atlántico por Francisco de Orellana. Toda una memorable epopeya, teniendo en cuenta los medios de entonces, que constituyó el primer descenso fluvial completo desde los Andes hasta el Atlántico.

 
Los dos palistas remando entre el oleaje cerca de Gurupa en el Amazonas. (Imagen: Zbigniew Bzdak).

Superada la frontera, con ciertos apuros de visados para nuestros viajeros, el río cambia de nombre. Ahora se llama Solimoes. En sus riberas notaron la presencia de ciertas dosis de delincuencia común, ligada al contrabando y a la pobreza, cada vez más acusada. Sus jornadas fueron larguísimas, teniendo forzosamente que remar durante muchísimos kilómetros. La selva parecía hacerse más exuberante aún, y el cauce presentaba unas enormes dimensiones, casi marítimas. Y en esas condiciones, acabaron arribando a Manaos.

El resto del curso del Amazonas, les ofreció un balance que incluyó oleaje, presencia de fuertes vientos y tráfico de grandes barcos. La pareja de tierra (se hizo pareja en los Andes, durante las primeras semanas de viaje), gracias a una inyección económica recibida por la expedición, alquiló un barco de apoyo que estuvo siguiendo a la pareja de agua desde Parintins hasta apenas unas millas antes de que el río se confunda con el mar. Esto hizo que los palistas ya no tuvieran que acampar o buscar donde dormir a su suerte, sino que lo hicieran en el barco, reunidos con los de tierra y los dos tripulantes contratados. Desde aquí ya se sucedían tramos en los que navegaban sin ver orillas.

Atravesando el estado de Pará, la inmensidad de la superficie del río era evidente, así como el influyo de las mareas, que aunque aún no se notaba mucho en la corriente, si que se dejaba sentir en la variación de los niveles alcanzados por el agua.

Llegados al delta, tomaron rumbo al sur de la isla de Marajó. Tras debatir mucho las opciones, se decantaron por aquella ruta porque el recorrido hace más largo al río. El entramado de canales del sur constituyen el Pará. Las autoridades en hidrografía mantienen criterios diversos. Unos consideran al Amazonas como el ramal norte, aunque la mayoría opina que todo ello es el Amazonas realmente. Nuestros protagonistas siguieron el canal de Gurupá hasta la desembocadura del Tocantins. Se encontraron con la selva más densa que nunca hasta ese momento habían percibido. También las máximas manifestaciones de pobreza, e incluso el hambre. Hambre local, e incluso hambre propio ante ciertas dificultades para poder comprar comida. Por aquellas comarcas ya bastante próximas al mar, volvieron a remar entre laberínticos estrechamientos y hasta pudieron disfrutar de algunos momentos de carnaval rural. Se dio demás la paradoja, de que ante la inminencia del éxito del viaje, los ánimos se tornaran algo desquiciados y tensos. El autor sostiene la teoría de que probablemente fuera el verse expuestos ante el abismo de finalizar una etapa vital tan extrema, larga e intensa, lo que les hiciera temer; a todos ellos, qué vendría después a nivel personal: separaciones, sentido de la vida, futuro laboral, etc.

Al alcanzar Belém, se toparon con el lujo (a esas alturas la odisea había cobrado suficiente repercusión como para empezar a notar beneficios de trato, respaldo, etc.), escolta marítima y algunas ventajas añadidas. El final fue ya en navegación de bahía con algunas escalas en poblados o zonas de desembarco paupérrimas y condiciones de “mar” muy cambiantes. El relato culmina de forma muy sencilla, con gritos de júbilo ¿o de alivio? En el agua, con los dos kayaks meciéndose sobre un oleaje suave y… ¡salado! Aunque la narración es capaz de ocupar únicamente unas 280 páginas para dar cuenta de más de 8000 km de lento recorrido por el río (además de la aproximación previa), la lectura deja un evidente poso de lejanía cuando tratamos de recordar las primeras etapas. Si eso nos ocurre a los lectores del viaje ¿qué pudieron llegar a sentir los protagonistas tras seis meses de vivencias intensas diarias, de momentos de alto riesgo, de penalidades de salud, de tensiones relacionales y, muy especialmente, de cambios paisajísticos radicales?.

 
Chmielinski casi celebrando el éxito de la aventura a punto de alcanzar el final. (Imagen: Zbigniew Bzdak).

Al final, de todo el equipo, la única persona que realmente completó el recorrido íntegramente navegando (porteos o sirgas aparte) fue el polaco Chmielinski. Siguiéndole la pista podemos comprobar que desde entonces siguió dedicado a las expediciones fluviales y piragüistas, y preferentemente vinculado a la National Geographic Society como miembro de su “staff”, al cual a día de hoy parece seguir perteneciendo. De hecho, lleva más de una década en funciones de organizador de retos asumidos por la entidad, así como de observador de aventuras ajenas auspiciadas por el organismo, labor en la cual trabaja, codo con codo, con su hijo.

En cuestión de exploraciones y descubrimientos en tierras (o aguas) peruanas, la fama se la lleva Hiram Bingham, un arqueólogo explorador de la Universidad de Harvard, nacido en Hawai y especializado en historia Inca. Su popularidad se la dio el haber descubierto Machu Pichu para occidente. Aquel logro hubiera resultado imposible sin la orientación precisa del granjero Melchor Artega, pero como tantos otros descubrimientos del pasado, los méritos preferentes siempre acababan asignados a las “cabezas” organizadoras de las acciones. El impacto del descubrimiento de Machu Pichu fue enorme por varias razones: la primera por el propio esplendor del conjunto en sí, el cual ya sea por medios audiovisuales, como cuando lo recorres físicamente sobre el terreno, resulta sobrecogedor; la segunda por la integración sorprendente del enclave geográfico en el que está ubicada la ciudad, con el magnífico estado de conservación de la misma, que le confieren un aspecto de virginidad valiosísimo; y una tercera, no menos importante, porque su descubrimiento llegó muy tarde, en 1911, ya en el siglo XX, cuando empezaba a considerarse que el planeta ya era lo suficientemente conocido y explorado como para que la humanidad no tuviera más posibilidades de dar con hallazgos arqueológicos tan espectaculares. No traigo aquí a colación a Bingham porque tenga de él alguna referencia de algún viaje fluvial remando, lo hago para recalcar la existencia de otro hombre. Porque pese a la fama histórica de Bingham, para mí, personalmente, el explorador del Perú por excelencia, es un italiano mucho menos conocido, pero toda una eminencia histórica para aquel país americano.

Antonio Raimondi nació en Milán en 1824, y desde pequeño quedó fascinado por los relatos de aquellos que se convirtieron en sus héroes inspiradores: Colón, Cook, Bougainville, Humboldt, etc. Hombre de ciencia y universidad, pronto sintió la vocación de explorar con afán científico territorios poco conocidos. Cuenta él mismo cómo, antes de ponerse en marcha, trabajó en una lista de posibles destinos, método que por sucesivos descartes le acabó sugiriendo el Perú por su valor combinado de riqueza, variedad, exotismo y, sobre todo, por ser aquel un país muy poco estudiado hasta la fecha, desde la perspectiva de las ciencias. Hombre metódico donde los hubiera, planificó permanecer dos años en su país dedicado al estudio pormenorizado de todas las obras publicadas sobre aquel territorio, gran parte de ellas de prestigiosos científicos y exploradores españoles. Sin embargo, las convulsas circunstancias históricas de los últimos años de la década de los cuarenta del siglo XIX en Italia, le trastocaron bastante esos planes académicos. Aún así, en 1850 partió hacia el puerto del Callao y desde entonces dedicó el resto de su vida a estudiar, impartir docencia y, sobre todo, recorrer, explorar e “inventariar” sobre el terreno, la geografía, geología, mineralogía, meteorología, zoología, botánica, hidrografía, antropología, etc. peruanas. Su ingente obra no tuvo descanso. Se pasó la vida pasando de las caminatas al gabinete de trabajo y viceversa. Caminó, trepó, navegó, manejó mulas, negoció con guías locales, etc. Dejó una importante obra escrita de la cual destaca su especie de enciclopedia titulada “El Perú”. Tengo la suerte de contar con un ejemplar delicioso. Una re-edición que en 1940, la Escuela Tipográfica Salesiana, editó, bajo el auspicio del Rotary Club de Lima, del mítico Tomo I de “El Perú” (Parte Preliminar). Una auténtica joya de la literatura de la exploración. Como para Raimondi la motivación provenía del estudio del terreno, para tal labor recurría a cualquier medio de transporte o progresión que le sirviera para dichos fines. Así pues, en esta obra explica cómo caminar por las montañas o la selva, cómo vadear ríos y la ventaja de utilizar monturas para portear el material de acampada e investigación. Da especial importancia a las maneras de tratar con los nativos y explica muchos detalles que pretendían ser técnicamente útiles para la época. En sus viajes se embarca en vapores y por supuesto en embarcaciones de remo de muy diferentes tamaños. Estamos pues ante un fascinante ejemplo de explorador que recurre a medios combinados de propulsión humana, algo que ya mostré en su día con Nansen y por lo cual he confesado sentir verdadera fascinación en anteriores ocasiones.

 
Retrato de Antonio Raimondi. (Imagen: Casa Museo Antonio Raimondi).

Raimondi acabó integrado totalmente en Perú, allí se casó (con una mujer de Huaraz), se nacionalizó y falleció. A lo largo de su vida tuvo tiempo de peinar la mayor parte del territorio: la Cordillera Andina, la costa, el lago Titicaca, las diferentes provincias, los ríos amazónicos, etc. De todo ello dejó cuenta en sus libros y se me iría de las manos recordarlo aquí. Sin embargo, si me apetece mencionar un modesto extracto de exploraciones en las que Raimondi se sirvió de balsas o canoas para llevarlas a cabo. Ninguna de ellas fueron aventuras aisladas, sino más bien sectores específicos que estuvieron insertados dentro de recorridos más amplios y ambiciosos, que antes o después de cada una de ellas, se desarrollaron con otros modos de movilidad. La selección va expuesta por orden cronológico.

 
Dibujo original de Raimondi que representa un pescador sobre su “Caballito”. (Imagen en: E. Janni: Vida de Antonio Raimondi”. Empresa Gráfica. Lima, 1952.

En 1859 señala que “Me embarqué solo, en una canoa hecha de tronco, entregado enteramente en manos de siete indios beodos, con las caras pintadas de achote”. Así comenzó un recorrido fluvial que, cambiando de canoas (y de indios), le llevó por los ríos Huallaga, Marañón y Ucayali. Pronto se le unió otra canoa con su discípulo Remigio Saenz y juntos remontaron el Ucayali durante un mes. En determinado momento realizaron una travesía a pié por la selva, para alcanzar el curso del Yanayaco que descendieron en otra canoa “sin sufrir más percance que volteársenos la canoa y caernos al río con todos los equipajes”. Seguidamente remaron también por el Huallaga y el Rumiyaco antes de continuar a pié.

Tramos menores en canoas surgen eventualmente algunos más, pero no tan importantes, hasta que en 1866, en otras exploraciones, se encontró en las inmediaciones de la confluencia del Mantaro con el Apurímac. “Busqué si tenían alguna canoa, para poder bajar por el Apurímac y reconocer el punto que era el objeto principal de mi viaje; pero habiéndome mostrado una demasiado pequeña, que no me inspiraba confianza, porque hacía agua, por una rajadura, obsequié algunos cuchillos a los salvajes, y estos me prometieron construir una balsa […]. Jamás había visto gente prestarse de tan buena voluntad, como estos salvajes, para todos los diferentes trabajos que les encomendaba, ofreciéndome llenos de alegría, plátanos, yucas y pescado. Nunca tampoco olvidaré las agradables noches que pasé en la playa de aquel hermoso río, alumbrado por la pálida luz de la luna, sentado cerca de una grande hoguera, rodeado de un círculo de salvajes con su cara grotescamente pintada, que se apresuraban a decirme en su lengua el nombre de todos los objetos que yo les presentaba, y reían ingenuamente a carcajadas, cuando yo, deseando repetir el nombre que me habían dicho, lo pronunciaba mal. Al tercer día la balsa estaba concluida, y experimenté una verdadera sorpresa al ver su forma elegante y su buena construcción. Con efecto, todos los palos eran muy blancos, habiendo sido despojados de su corteza, y se hallaban clavados entre sí con largas estacas de madera negra muy dura que sacaron del tronco de una palmera; además estaban asegurados por amarraduras muy bien hechas con tiras de una corteza muy tenaz. La parte anterior remataba en punta, como la proa de una embarcación para cortar el agua con facilidad; por último, tenía en todo el contorno un borde saliente, a semejanza de una canoa”. En ella se embarcó con su intérprete y dos remeros indios. Además hizo calafatear la pequeña para otro nativo y un porteador de su confianza, y se pusieron en marcha aguas abajo. “El Apurímac en muchos puntos presentaba remansos, de modo que sus aguas parecían estancadas como en una laguna; pero un poco más allá se precipitaban con grande velocidad y ruido sobre un lecho de piedras; mi débil embarcación se zambullía, las fuertes oleadas por instantes la cubrían del todo y frecuentemente nos hallábamos como en un baño. Sin embargo, siendo hecha la balsa de un material muy liviano, volvía a la superficie como un corcho, siendo imposible que se fuese a pique”. Con ellos recorrió la zona del Apurímac que recibe las aguas del Mantaro, a través de varios brazos. Concluyó que era un área bastante navegable y que los nativos utilizaban para ello canoas talladas de un único tronco de árbol. Los relatos que aporta desde aquella zona en dirección de aguas abajo corresponden al mismo trayecto que unos 120 años después recorrieron los polacos y sus colegas de expedición.

En 1869 nos da referencias de otra incursión en canoa por el río Huallaga. “Los habitantes de Chasuta son unos semi-salvajes, muy diestros en la navegación del río Huallaga, cuyo río presenta un gran número de malos pasos, que solo estos indios, acostumbrados desde su infancia a luchar con esta clase de obstáculos, pueden salvar con felicidad”. Una vez pertrechadas la tripulación y embarcación necesarias, se echaron aguas del Huallaga abajo. “Como acabo de decir, los indios de Chasuta tienen tanta práctica en la navegación de este río, que conocen a fondo todos sus malos pasos, corrientes, remolinos peñascos, etc. pero el buen éxito de la navegación consiste en la experiencia y destreza del ‘popero’ (piloto) el que, además de evitar el peligro con el manejo del remo, que le sirve de timón, dirige los movimientos de los demás bogas llamados ‘punteros’, hablándoles continuamente y con precipitación; indicándoles todos los movimientos que deban hacer, y sirviéndoles de estímulo, animándoles con su voz, como lo haría un tambor en un momento de combate”. Y muy parecido a como Kane cuenta que Chmielinski gobernaba la lancha neumática de rafting por aquellas mismas aguas. La travesía duró en realidad un par de jornadas, pero Raimondi describe la sucesión de rápidos con mayor intensidad que algunos otros de sus avances. Sin duda debió de impresionarlo bastante. Los rápidos más fuertes poseían nombre propio, y de entre los mencionados por él, destaca uno al que los indios llamaban Yurac-yaco, que significa agua blanca, exactamente la denominación anglosajona de las aguas bravas: white-water. Aquel trayecto de Raimondi empalma con nuevos segmentos de viaje pero ya a bordo de un vapor.

Tiempo después, regresando de la frontera con Brasil y de Iquitos, pasó unos días remando en canoa por el pequeño río Shanusi. Lo hizo con canoas estrechas de tronco, sobre un río que describe como de poco calado y muy dependiente del flujo derivado de las lluvias. Al parecer, solo resultaba transitable tras fuertes lluvias, y en una misma jornada podía pasar de ser practicable a dejarte encallado sin solución momentánea. Otro inconveniente que describe es su estrechez y la cantidad de troncos atravesados que presentaba, algunos de modo tan perpendicular al curso, que impedían el paso de las canoas. “En esta circunstancia los indios tienen que entrar en el agua y levantar casi en peso la canoa, para hacerla pasar sobre el palo. Cuando las canoas son muy pesadas y no pueden levantarlas, entonces los indios cortan algún árbol de Sética (Cecropia), le quitan la corteza, la que tienden sobre el palo atravesado y, entrando todos en el agua, empujan la canoa y la hacen resbalar rápidamente sobre el palo, sirviendo la corteza fresca de Sética como de jabón, pues siendo muy resbaladiza, facilita admirablemente el paso de la canoa sobre el palo atravesado”.

De las citas de texto originales puede chocarnos la utilización de la palabra salvajes o derivadas. Considero que no se trata de algo criticable, sino acorde con los tiempos en los que el texto fue escrito. La historia nos ha ido demostrando como en determinados momentos las sociedades tratan de suprimir el uso de determinadas expresiones, considerándolas peyorativas, o culpables de determinados comportamientos colectivos. En la mayoría de los casos, la perversión no está en las palabras, sino en las conductas colectivas, que son las que acaban dando a las palabras un sentido indeseable. Esto es algo de rabiosa actualidad ahora mismo, donde se persigue el lenguaje en función del origen de opinión o ideológico que utilice según qué expresiones. En el caso de Raimondi, lo de salvajes no era un insulto, sino una definición referida a indígenas, nativos, autóctonos, etc. no “contaminados” (influenciados) aún por el contacto con la civilización occidental. Que tal calificación tenga un sentido negativo o positivo, ya es cosa del modo de pensar de cada lector. En su opinión, algo que se comprueba con la lectura completa del volumen, salvajes (cómo occidentales) los había vagos, borrachos, eficaces, trabajadores, generosos, etc. como en casi todos los ámbitos, sectores y sociedades de la humanidad.

Pero es el momento de cambiar de aires, irnos al sur del continente iberoamericano en busca del río Negro (aunque he descubierto que en él hay varios con esa misma denominación), en este caso en territorio argentino. Ahora no se trata de expediciones, sino de un evento deportivo actual. Competitivo y popular simultáneamente. Un atractivo desafío planteado para palistas de alto rendimiento, aunque también abierto para el disfrute de los “populares”. Y la singularidad de la convocatoria no radica únicamente en que se ubique en el atractivo geográfico de la Patagonia, pues por si acaso ello fuera reclamo insuficiente, la regata plantea un formato de carrera por etapas de varios días de duración. Algo con lo que toda la vida soñé y hasta hace poco ignoraba que existiera: un regata por etapas que atraviesa un territorio natural tremendamente atractivo, y también pensada y abierta a la participación de los “populares”. Lo que yo siempre busco en cuestión de eventos deportivos, aunque en este caso en piragua. ¡lástima que me quede tan lejos! Aunque nunca se sabe… la vida dirá.

Tal y como ocurriera en su día con el nacimiento del descenso del Sella, esta regata surge como réplica de una experiencia excursionista vivida por Óscar F. La Palma (vecino de Viedma) y Enrique Rietchart (de Bariloche), que en 1933, a bordo de una canoa de lona, viajaron navegando entre sus localidades a través de los ríos Limay y Negro. Aquello les llevó 111 largas horas. Ese mismo año, ellos y otros allegados aficionados, fundaron formalmente el Club La Ribera con sede en Viedma. Su experiencia excursionista y aventurera fue objeto de un relato en formato de libro y titulado “La leyenda del Limay”. La hazaña quedó ahí, como narración patrimonial atesorada por las vecindades de la zona, y como tantas veces suele ocurrir, nuevas generaciones llegaron, de las cuales siempre surgen algunos que, muchas veces destacándose o aventurándose más allá de la cómoda inercia del colectivo, se fijan en personajes memorables de antaño, se inspiran en ellos y acaban superándoles por pura ley de vida. Y ese proceso es el que más o menos debieron seguir tres socios del Club Naútico La Ribera, que durante los primeros días del año 1964 palearon entre Neuquén y Viedma durante ocho jornadas. Fueron Alberto López Kruse, Óscar Sanguinetti y Néstor Gómez a bordo de una “chalana de río”. Uno de sus objetivos fue estudiar el trazado y la viabilidad de la gran regata por etapas que el club La Ribera tenía ya en mente poner en marcha.

Fue entonces cuando la idea de la regata fraguó, y gracias a ella nació el piragüismo en Argentina, y tras él, la creación de la federación. Primero la acción, la aventura, el disfrute, la práctica deportiva; y siempre después, el evento, la competición, los organismos y las formalidades. La primera edición se celebró en 1965. Por aquella época la duración ocupaba una quincena, fórmula que posteriormente sería cambiada porque dificultaba enormemente la participación de deportistas de nacionalidades lejanas.

Precisamente Sanguinetti, en 1968 sería nombrado presidente de la Comisión de Regatas de Canotaje de Tigre, desarrollando dicha actividad en el río Luján, al norte de Buenos Aires. 

En la actualidad la regata (que puede variar ligeramente de un año para otro según las condiciones reinantes) plantea unos 300 km de recorrido en 7 etapas (8 días). Incluye algunos traslados intermedios por carretera y se organiza mediante un campamento nómada que incluye a participantes, organizadores, etc. Al estilo de Dakar de los vehículos a motor. Así pues, la convivencia, la camaradería, en definitiva… la vivencia total de la experiencia dentro y fuera del agua, durante 24 horas al día, está asegurada. La regata empieza en Cipolleti y sigue Río Negro aguas abajo en dirección este-sureste hasta Viedma, localidad cercana a la desembocadura del curso en el océano Atlántico, en el borde norte y este del Golfo de San Matías.

 
Portada de la Regata Internacional del Río Negro. (Imagen: regatarionegro.com.ar).

El máster gallego Alberto García se ha convertido en un asiduo en la regata, la cual ya ha vencido varias veces en su categoría de K-1. En algunas entrevistas habla del calor reinante, de la gestión de los rápidos y de las constantes posibilidades de que en un proceso tan largo, siempre pueda surgir algo que te haga perder tiempo. No es el único palista nacional que ha acudido a la cita.

Fuera del ambiente competitivo, el apego a la experiencia viajera o aventurera en aquella comarca de tan marcada historia de piragüismo sigue aflorando con ejemplos de nuevos retos emprendidos por palistas que buscan atravesar territorios agrestes aprovechando las corrientes que la caprichosa geografía se empreña en trazar. Tal fue el reciente caso (2013) de Marcelo Zanotti (de Bariloche) y el polaco Arek Mytko, originario de Katonice pero afincado en la Patagonia desde hace ya 16 años (¡más polacos paleando en Sudamérica!). Ambos palistas, en sendos kayaks, apostaron por marcarse un “trasvase” interoceánico desde el Pacífico hasta el Atlántico. Conseguirlo les llevó emplear 35 días y completar 1500 km. Salieron de Puerto Montt costeando por el mar hacia el sudeste. Remontaron un fiordo al que entraron por el estuario de Reloncaví, virando ya dirección nordeste. A partir de determinado punto, tuvieron que caminar durante 19 km por caminos de montaña y senderos boscosos, remolcando los kayaks con carros. Aquello les permitió alcanzar el lago de Todos los Santos. Lo más duro de todo fue tras dejar Peulla: otros 28 kilómetros tirando de los kayaks, salvando un desnivel que asciende de los 200 a los 1100m, para cruzar la frontera entre Chile y Argentina. La ruta prosiguió a través de los lagos Frías, Nahuel Huapi y Moreno, hasta alcanzar el puente de Bariloche. El siguiente porteo (30 km hasta Collón Cura) fue motivado por cuestiones administrativas: negación de permisos por parte de una empresa eléctrica, para atravesar el embalse Alicurá (parece ser que este tipo de trabas es un fenómeno común en diversas partes del mundo). Hay que recalcar que se trataba de un viaje autónomo, es decir, en el que todo se hacía por medios propios, sin ayuda exterior, por lo que a los porteos había que añadir el esfuerzo extra que supone el hecho de cargar con provisiones por zonas deshabitadas, ropa y equipo para poder acampar. Según parece, el clima no facilitó las cosas sino más bien lo contrario, ya que acometieron la aventura en el verano austral (invierno a todos los efectos). Si que se permitían disfrutar de alojamiento y comida cuando los lugareños se lo facilitaban, por lo que sus provisiones eran calculadas en función de la longitud de los tramos despoblados. Una vez alcanzado el río Negro, el recorrido hacia el Atlántico ya fue el coincidente con el de la comentada regata. En total, algo más de un mes de laboriosa progresión.

 
Zanotti paleando en el océano Pacífico. (Imagen: Arek Mytko).

 
Mytko surcando agua dulce durante la gran travesía. (Imagen: Arek Mytko).

 
Los dos compañeros satisfechos tras el éxito posan con el Atlántico de fondo. (Imagen: Arek Mytko).

Sea en modalidad deportiva reglada, como medio de viaje o como recurso para la exploración, la combinación del uso de las palas para propulsar embarcaciones pequeñas y ligeras constituye una actividad fascinante, muy especial y que aporta sensaciones y perspectivas visuales muy diferentes a otras muchas de las que practico. Cada continente, cada territorio, tiene sus riquezas, sus atractivos y su paisaje. Con apenas unos pocos ejemplos salteados, el caso de Sudamérica demuestra un gran atractivo y un infinito de posibilidades. Tropicales, de altitud, selváticas, e incluso entre los témpanos. Aquel gran pedazo de mundo siempre atrajo a los visitantes, algunos (demasiados) con afán de adueñarse de lo ajeno y de convertir a sus habitantes por la fuerza. Otros, con ganas de enriquecerse o aprovecharse de unas culturas supuestamente menos desarrolladas (matizable eso a lo que llamamos desarrollo). La herencia social ha resultado terrible: pobreza, crimen organizado y desorganizado, brechas sociales estremecedoras, etc. Su naturaleza mantiene extensísimos territorios en su estado natural, pero otros muchos se encuentran amenazados o ya en grave riesgo de destrozo total. Es pues grato y reconfortante tener noticias, aunque sean pocas, de personas que, cada cual en su momento y época concretos, se sintieron atraídos por la belleza de sus cuencas fluviales y se emplearon a fondo a recorrerlas con respeto y admiración. Con valentía pero con afán de disfrute, conocimiento o estudio. Españoles, italianos, americanos… ¡polacos! Gente que ha sabido integrarse y hacer de aquellas tierras su hogar. Tan sólo he visitado América del Sur e dos ocasiones, ambas pudiendo disfrutar de cierto tiempo y ambas en Perú. Las he aprovechado para conocer a mucha gente de allí, así como para recorrer diferentes áreas de aquel país. Y tengo que decir que sus gentes, su amabilidad, su generosidad desde la escasez y su trato, me devolvieron transformado a mi regreso. Probablemente el efecto se fue diluyendo con el tiempo. Seguramente por la eficacia con la que el ritmo de vida por el que irreflexivamente nos dejamos llevar en “el mundo desarrollado”, narcotiza nuestros sentimientos, nuestro espíritu crítico y nuestra escala de valores emocional. Sin embargo, creo que algo de posó quedó allí, algo de estímulo humano, cierta chispa que junto con otros aspectos con los que la vida me ha ido nutriendo, han conseguido que poco a poco, fuera pasando de ser un joven alegre pero demasiado materialista, a un veterano muy feliz pero cada vez más descreído de los estándares sociales que nuestro ambiente propone, y progresivamente más dado a valorar experiencias con importante carga humana y natural, y menos atraído por los bienes de consumo, incluidos los deportivos.

Sudamérica está lejos y por ello sale caro visitarlo. Tanto en términos de tiempo como de gastos de viaje. También está ahí el asunto de la seguridad en según qué zonas, pero a cambio está su rica y atractiva cultura, la ventaja que para los que hablamos español supone el idioma, y desde luego su riqueza natural. Todo aquello nos espera y probablemente algunos deberíamos hacer un esfuerzo por aprovecharlo. Por lo pronto, sus ríos, tal y como he tratado de mostrar aquí, parecen de lo más sugerente.

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