viernes, 12 de julio de 2013

28. TOUR DE TROIS (Td3 13)

“Por lo tanto, no viajamos como postillones, sino como viajeros; no sólo pensamos en llegar, sino en la distancia que recorremos. El mismo viaje es una diversión para nosotros […] No nos privamos del paisaje, ni de lo que nos rodea, ni de contemplarlo todo a nuestro antojo […].
Un solo modo concibo de viajar más agradablemente que a caballo, y es ir a pie. Uno sale cuando quiere, se para cuando se le antoja, camina mientras le apetece. Observa el país, ora a la derecha, ora a la izquierda, mira lo que le interesa, se detiene para admirar el paisaje. Si veo un río, sigo su corriente; si es un espeso bosque, disfruto de su sombra; si una gruta, la visito; si una cantera, observo los minerales. Donde lo paso bien, me quedo, y en cuanto me aburro, me voy. No dependo ni de caballos ni de postillón; no necesito atajos ni caminos fáciles; por donde pueda pasar un hombre, paso yo; todo lo que puede ver un hombre, lo veo yo, y dependiendo sólo de mí mismo, disfruto de mayor libertad […].
¡Cuántos placeres diferentes se reúnen con ese agradable modo de viajar! Sin contar que se fortalece la salud y el buen humor es cada vez mejor. Siempre he visto que los que viajan en buenos y cómodos coches iban pensativos, tristes, refunfuñones y nerviosos, y los que van a pie siempre alegres, ágiles y contentos de todo. ¡Cómo se anima el corazón cuando se llega a la posada! ¡Qué sabrosa es la vulgar comida! ¡Con qué satisfacción se sienta uno a la mesa! ¡Qué bien se duerme en un duro lecho! El que sólo quiere llegar, puede correr a la posta, pero el que quiere viajar, debe ir a pie”.

Jean-Jacques Rousseau (“Emilio o de La Educación”, 1762)

Nuestro viaje a Basilea ha sido una aventura de contrastes, sobre todo entre la organización, orden y atmósfera civilizada del componente cultural o turístico de la estancia y el genuino carácter “pirata” de lo que fue el evento ciclista en sí mismo. El resultado constituyó un fin de semana muy intenso con una elevada densidad de estímulos y experiencias a lo largo del tiempo allí empleado.
El traslado fue largo pero bastante sencillo: tren de largo recorrido en España, metro en Madrid y avión directo hasta Basilea. Una vez allí un “transfer” corto y barato en autobús y tranvía hasta nuestro céntrico albergue juvenil. Total, que el viernes por la noche Jesús y yo ya pudimos darnos una vuelta por la ciudad y cenar un buen plato de comida local sobre lecho de “kartoffeln”, en una terraza, mientras contemplábamos el constante ir y venir de tranvías, gente y bicicletas… ¡cientos de bicicletas! Desde luego, en estas fechas, tanto en viernes como en sábado por la noche, podemos asegurar que la ciudad tiene mucho ambiente callejero, con la gente cenando, bebiendo, paseando y disfrutando de la compañía de sus amigos. En cuanto a las bicicletas, no cabe duda, es el principal medio de transporte urbano para gente de toda condición, edad y género. No había visto una cosa igual desde los tiempos en que recorrí Holanda. Los aparcamientos rebosan de ellas. Y tal y como suele suceder en estos casos en los que la bicicleta alcanza el estatus de complemento urbano totalmente integrado en la vida cotidiana y en paisaje de una ciudad, se pueden ver modelos de todos los tipos imaginables, predominando las “de toda la vida” que no son otras que aquellas que muchos ciudadanos tuvieron en su día y conservan sin pensárselo durante décadas, sin plantearse entrar en carreras consumistas. Vamos, que la primera impresión que te llevas es la de que tu bicicleta “clásica” en Basilea, deja de tener ese apelativo para quedarse simplemente en “tu bicicleta”.
El albergue estaba estupendamente situado a cuatro pasos del burgo antiguo, en la ribera del Rhin y en un barrio muy tranquilo, bonito, semi-peatonal y con zonas de parque. Integraba un edificio complementado con una segunda fase de arquitectura moderna a base de cristal y acero. No debe sorprender ya que Basilea es un icono internacional en lo que se refiere a diseño arquitectónico contemporáneo. Por lo visto hay varios estudios de fama mundial que tienen allí su sede y otros muchos que han dejado su firma en numerosos edificios de la urbe. Durante nuestros traslados pudimos ver algunos de ellos (una torre de comunicaciones con forma de silo o depósito de agua pero llena de ventanas y toda ella en color cobrizo, un enorme centro comercial y/o cultural [nos pilló de paso] con fachadas de metal moldeado y efecto túnel para el paso de tranvías y peatones…). De hecho, como a continuación se verá, una parte importante del contenido de nuestra agenda cultural tuvo mucho que ver con la arquitectura. Pero ello sería al día siguiente, ya que tras un paseo posterior a la cena, en el que pudimos sumergirnos en un ratito de noche de bullicio y ambiente desenfadado y ocioso, con luces de bicicletas circulando en todas direcciones, nos fuimos a dormir.
Nuestros desayunos allí fueron completos y contundentes, de los que te dan energía para gran parte del día y te facilitan el comer ligero a medio día. Una sorpresa muy agradable resultó el hecho de que pernoctar en el albergue te da derecho a disfrutar de una tarjeta de transporte que cubre todos los medios disponibles (tranvías, autobuses…) hasta que te plantas en el aeropuerto de nuevo el día que te vas. Y esto fue algo que nos vino muy bien, no sólo para el día de regreso, sino para el acceso al evento clásico y, sobre todo, para nuestro primer día completo allí, ya que aunque habíamos pensado movernos en las bicis, el día amaneció muy lluvioso y nos decantamos por el chubasquero, el paseo y el transporte público. Lo primero fue ir al trastero para bicicletas, desempaquetarlas, montarlas y verificar que estaban listas para el día siguiente. Después tomar un tranvía y visitar la finca de la Fundación Beyeler. Se trata de un hermoso y relajante recinto ajardinado muy cuidado, ubicado en un barrio residencial al noroeste de la ciudad. El edificio antiguo alberga oficinas y un restaurante, algunos metros más allá está su joya arquitectónica, un museo proyectado por Renzo Piano (precisamente quién está construyendo en un lugar preferente de la ciudad de Santander, parcialmente suspendido sobre las aguas de la bahía, el futuro Centro Botín). El de Basilea se trata de un edificio muy agradable, nada ostentoso y de aspecto muy ligero e integrado en la frondosidad del jardín y su estanque. El inmueble por fuera resulta sensato. Por dentro, en mi modesta y quizá ignorante opinión, una maravilla que cumple perfectamente con su misión: alojar obras de arte, transmitir tranquilidad, descanso y dar la impresión que te estás desplazando por el jardín. Las fachadas son parcialmente acristaladas, los techos traslúcidos, lo cual aporta una luz ideal en el interior, que te permite disfrutar de los cuadros sin los molestos reflejos o brillos de casi todos los museos cerrados, por bien iluminados que estén. No abusamos del repaso de su contenido, de hecho gran parte de él no fue de nuestro interés o agrado. Había algunas muestras temporales y su pequeña colección permanente, de la que “me quedo” con un enorme mural de Monet ubicado junto a unos nenúfares naturales del estanque que, incluso estaba tratado con un efecto “impresionista” gracias a una bomba que distorsionadora levemente la superficie del agua. También con algunas típicas espigadas esculturas de Giacometti, y alguna obra suelta más. Por poner alguna pega a la visita… demasiado cara (aunque también hay que decir que excepto en lo relativo al transporte, los precios en Suiza nos resultaron algo más elevados que en el resto de lugares visitados hasta ahora durante la Challenge).

Sala dedicada a Giacometti en la Fundación Beyeler.

Un enorme estanque de Monet convive con otro estanque de jardín.

Otros tranvías y un autobús nos dejaron un poco más allá de la frontera con Alemania, hacia el norte, en el campus de la fábrica de muebles (especialmente sillas) Vitra. Esta visita, inicialmente propuesta como una oferta corporativa, se ha convertido por méritos propios en un destino cultural especialmente relacionado con el diseño y la arquitectura. La idea es muy acertada: un fabricante de prestigio hace de su sede principal un campus en el que diferentes edificios cumplen distintas funciones, algunas de ellas de gran interés para el público general y potenciales consumidores. Cada edificio ha sido encargado a un arquitecto o estudio, todos ellos de gran prestigio internacional, generando una diversidad suficiente como para hacer del amplio recinto un verdadero museo de arquitectura a tamaño real. El pabellón de conferencias es de Tadao Ando, el museo de diseño de Frank Gehry y así sucesivamente. El mayor protagonismo (exterior e interior) lo tiene la “Casa Vitra” (de Herzog & Meuran), que consiste en una especia de pila de “lofts” amontonados con estético desorden unos encima de otros, creando un patio cubierto inferior y una génesis de espacios interiores de lo más sugerente y luminoso. Dentro, los extremos acristalados de cada espacio, los amplios volúmenes diáfanos y la decoración esmerada por los diseñadores y diseños del fabricante completan es espectáculo para los sentidos y hacen al visitante sentirse bien, paseante y hasta dueño temporal de la vanguardia del diseño del hogar.

Disfrutando de las comodadidades Vitra.
Sentado en uno de sus emblemáticos sillones.

Aspecto interior de una sala de la Casa Vitra

El exterior de la Casa Vitra.

Parece cosa del destino, pero si ya en Viena me encontré con mobiliario nómada, en Vitra pude repasar unos estudios y apuntes sobre una propuesta de cabañas muy autosuficientes y prácticas, instalables en muy diferentes posibilidades de ambientes. Las soluciones propuestas son ingeniosas y el proyecto parece muy apañado. Tal como admití entonces, cierta idea que aún no acaba de cristalizarse en forma de proyecto concreto, sigue rumiando en mi mente. La información gráfica, maquetas y despieces se exhibían en un pabellón de estructura semiesférica creado por Richard Buckminster Fuller. En el prado exterior se podía estudiar una de esas cabañas metálicas ya terminada. Nuestra jornada en Vitra terminó con un delicioso plato de pesto de verduras en el restaurante de la casa central. Realmente sabroso.

El resto del día fue cambiando, la lluvia paró, el cielo se fue abriendo y el sol, poco a poco, se fue haciendo dueño del ambiente hasta calentar con cierta intensidad. Nuestra tarde la dedicamos al casco antiguo. Visitamos la catedral gótica y su claustro. Diferentes calles, rampas y escaleras del antiguo y cuidado centro de la ciudad, algunas plazas señaladas, el luminoso y recién adecentado ayuntamiento, hasta descansar disfrutando de un vino blanco de las riberas del Rhin en una céntrica y animada terraza callejera. Nosotros siempre tenemos de qué hablar. Con Jesús siempre salen temas muy interesantes que probablemente a oídos extraños pudieran parecer raros o excesivamente poco convencionales. Sin embargo hemos pedaleado tantos kilómetros juntos, caminado tantas horas por las montañas, remado incluso días en kayak  o esperado tantas horas en telesillas, que nos hemos adaptado el uno al otro y ambos disfrutamos de nuestras eternas tertulias mano a mano.

Tras el receso, nos dirigimos al río, a pasear por la ribera opuesta, bañada a esa hora por la luz del atardecer y con un paseo de árboles y gradas que miran a la orilla, donde la gente disfrutaba sentada del espectáculo cada vez más agradable del atardecer. Hay dos peculiaridades muy interesantes que merecen ser destacadas de la relación del río con la ciudad. Una son los baños veraniegos (en ese momento inviables por el exceso de corriente, eco de las recientes inundaciones históricas sufridas a lo largo de gran parte de su cuenca). La gente se baña en el Rhin y lo hace de forma muy peculiar. Para ello llevan una bolsa estanca (algunas se adquieren en kioskos habilitados precisamente en esa orilla) en la que meten toda la ropa y calzado. Una vez en el agua nadan y se dejan arrastrar por la corriente, ayudados por la flotabilidad extra del bulto, incluso hacen vida social con otros bañistas que se pueden encontrar, hasta que centenares de metros río abajo, abandonan su curso, acceden a unas duchas públicas, se visten y se van. Esta maniobra ociosa alcanza su punto álgido un día a mediados de agosto en el que se celebra un descenso de baño masivo (este año será el martes 13 a las 18 horas, 33ª edición), en el que miles de personas con sus bolsas se dedican a tal menester, encontrándose con sus convecinos y creando un espectáculo urbano, festivo, fluvial de lo más singular.


Detalle de Basilea desde una orilla del Rhin.


La otra peculiaridad relacionada con el río es que la ciudad, además de los correspondientes puentes para el cruce de tranvías, vehículos, bicicletas y peatones, dispone a lo largo del curso urbano del Rhin, de por lo menos cuatro barcazas para el transporte de personas. Al módico precio de poco más de un euro, cada embarcación cruza constantemente, sin apenas descanso, a gente que desee pasar de un lado al otro del río. Hasta ahí todo normal, pero lo verdaderamente singular y ejemplar es que el sistema de propulsión de estos barcos no utiliza recurso energético mecánico o eléctrico alguno, ni siquiera velas o esfuerzo humano o animal. El casco se desplaza por una ingeniosa combinación del efecto de la corriente del río y la fijación de un lateral de la proa a un cable que termina en una polea que corre por otro cable tendido entre ambas orillas. La corriente genera una fuerza que pretende llevarse el barco, éste al estar sujeto por el cable y con una adecuada posición del timón ejerce otra fuerza lateral resultante sobre el cable suficiente para que la polea se desplace hacia un lateral hasta llegar a la orilla opuesta. Pura descomposición de vectores llevada ingeniosamente a la práctica. El “barquero” apenas trabaja, su gobierno consiste en cambiar de lado la palanca de proa a la que va fijada el cable y controlar la velocidad de “deriva” lateral mediante mínimos cambios en el timón. Lo observamos funcionar en dos puntos diferentes de la ciudad, lo estudiamos y acabamos subiéndonos para comprobarlo in situ. La navegación es absolutamente reposada, desde dentro el desplazamiento es casi imperceptible, mientras que desde fuera resulta evidente.






Una de las cosas que más nos extrañó es no haber visto nada semejante en ninguna otra parte del mundo. Sea como sea se trata de un verdadero ejemplo de eficiencia, eficacia, economía, ingenio y sostenibilidad. Por no hablar de que se ha convertido en un ingrediente turístico más, y lo que hoy en día es más importante: garantiza tantos puestos de trabajo como turnos diarios haya por barco. Algo muy importante en un momento en el que parece que las únicas soluciones que se les ocurren a los gestores y dirigentes de todo tipo de instituciones, entidades, empresas… públicas y privadas son la reducción del personal o su explotación, mientras que a la vez suspiran por que vuelva el aumento de consumo (¿?) o soy tan zoquete que no estoy capacitado para entenderlo, o demasiada gente se ha perdido en la maraña de los tiempos actuales. Volviendo al tema de los transbordadores ecológicos de Basilea, una ciclista del grupo nos contó que este año un cable se soltó y al barquito se lo llevó la poderosa corriente del deshielo y las lluvias. Aquello no fue a mayores, la radio dio el aviso y un barco de rescate (a motor) se hizo cargo de su recuperación y regreso río arriba. Lo que no sabemos es hasta dónde llegó… de Alemania, porque está justo allí al lado.

El Tour de Trois se llama así porque transcurre por tres países. Es una vuelta, un rodeo, por los alrededores de Basilea. Parte de Francia, así que el nombre le viene bien en francés, para después circular primero por Suiza, más tarde por Alemania y finalizar de nuevo en Francia (tú móvil se vuelve loco con los avisos de entrada a cada país). Para ello el Rhin hay que cruzarlo dos veces. El punto de salida es Leymen, una pequeña localidad situada al oeste (un poco al suroeste incluso) de Basilea. Está suficientemente cerca para ir en bici, pero como empezaba pronto y acabamos tarde, nos desplazamos allí en tranvía. Fue un doble acierto, por la comodidad y porque al subirnos a él con nuestras bicicletas nos encontramos son dos parejas jóvenes que se dirigían también al evento y así conocimos a los que después serían algunos de nuestros amigos de ruta.



El Tour de Trois es un evento clásico muy pequeño. Podría calificarse de familiar, aunque no tenga nada que ver con una o varias familias, sino más bien con un grupo de amiguetes. La inscripción de había completado con 250 participantes, aunque allí éramos al final, claramente menos de 100, creo que unos 70. Dejan participar a ciclistas con bicis nuevas, pero afortunadamente estos son muy pocos, no creo que llegaran a 10, y casi todas ellas mujeres. La organización es muy modesta, algo totalmente respetable y hasta interesante y agradable en muchos aspectos. Pero además de modesta, personalmente la calificaría de “pirata”, “alternativa”, “indy”… no sé cómo explicarlo, una especie de caos organizativo y un dejar hacer muy diferente a todo lo que he podido ver hasta ahora en los eventos que he seleccionado para la Challenge Retro.

En una explanada nos fuimos juntando todos, al hinchar las ruedas a tope con bomba de pié la válvula de mi neumático trasero falló y empecé cambiando de cámara ya antes de salir. Nos facilitaron dejar la mochila en un local del pueblo que quedaría cerrado al marcharnos. La mayoría llevaba bicicletas de corredor de los 70-80, y la mía y la de Jesús parecían desde luego las más sucias y maltratadas de todas, gajes del uso frecuente, efectos de la Challenge e historia vital de ambas bicicletas. Al resto, en general se las veía bastante mimadas. Un joven tenía una Pashley Guvnor nuevecita y la más clásica de todas era una Bauer con desviador de plato manual y mando de cambio trasero de doble palanca ¡preciosa!. Se veían muchos maillots de lana y unas cuantas mujeres. Todas las explicaciones iniciales y posteriores fueron en suizo, así que no nos enteramos de nada, salvo cuando algún alma caritativa que estuviera por ahí nos lo aclaraba en inglés. Sin embargo, según los propios testigos las explicaciones del “líder” Christopher, tampoco eran demasiado importantes o prácticas, sino más bien filosóficas o lúdicas. Al registrarnos nos dieron una placa para el cuadro de la bici con el número (por cierto que se ha de conservar para siempre ya que es de por vida y si vuelves a ir otro año tienes ese número asignado) y un “pasaporte” de ruta para el sellado, con el perfil, un mapa pequeñito y un rutómetro con horarios aproximados. Ni bolsa, ni regalos, ni publicidad, ni dorsal, ni mapa, etc. Como decía antes muy básico, aunque no pretendíamos más. El único detalle verdaderamente importante es que la ruta, en ningún caso ni zona, estaba señalizada, había que ir en el grupo, sin correr demasiado y sin quedarse atrás, y en caso de duda, seguir a aquellos que sí llevaban un dorsal con la leyenda td3. Por asistencia teníamos una camioneta Peugeot antigua, con caja cubierta de toldo (una especie de vehículo militar reconvertido en apoyo ciclista) y una furgoneta Volkswagen algo destartalada y bastante antigua.




La ruta empezó muy tranquila, con el paquete estirado pero en ningún caso roto. Circulamos por pueblos franceses inicialmente, para de inmediato pasar a Suiza y acercarnos a las estribaciones del conocido macizo de Jura, del que subimos un primer y único puerto de unos 5 km, bastante sencillo y de mucha belleza porque todo él atravesaba un bosque muy frondoso y de gran densidad arbórea. En ese tramo hasta la cima, en la que se ubicaba la primera parada de avituallamiento (desayuno francés con café, fruta y croissants), la verdad es que pasamos a un montón de gente. Desde el alto se veía una buena vista de los alrededores: muy rurales y verdes aunque poco montañosos. A partir de ahí (superado el puerto) la ruta tomó su verdadero carácter: demasiadas prisas entre las paradas, dejando a la gente atrás y provocando algunos extravíos, con el grupo totalmente disgregado, alternado con paradas de reagrupamiento y avituallamiento excesivamente largas.


 

El descenso era muy bonito, alternando el bosque con espacios abiertos, granjas y picaderos de caballos de calidad. Algunos tramos muy estrechos y sombríos. En esta zona los “td3” estuvieron muy atentos a que nadie se perdiera en los cruces. Mi rueda delantera empezó a chirriar dramáticamente: la tapa de los rodamientos del lado derecho del buje se había abierto y estos viajaban resecos y me dieron el cante y una fricción extra el resto del trayecto (casi 100 km). Todo ello, sospecho que consecuencia de no haber podido atender ni probar la bici después del exigente “etapón” de Austria. Ya en los llanos rodamos hasta Alemania y cruzamos el Rhin por una de sus esclusas de navegación. Y empezamos a rodar cada vez más rápido y más y más fragmentados en pequeñas unidades. Jesús y yo íbamos despreocupados porque siempre había alguien alrededor, y varios con dorsal, recuperábamos subiendo y les dejábamos rodar más en llano, siempre pendientes el uno del otro. A ratos cada cual entablaba conversación en inglés con otros participantes. Cruzábamos pueblos y atravesábamos campos. En un momento dado el paquete de cabeza (con cierta y clara atmósfera competitiva respirándose en él) nos encontró por una carretera lateral (¿?), se ve que debió de ser un pequeño despiste de guía. Este tramo era el más largo, algo más de 50 km entre ambas paradas y llegó un momento de más espacio entre los pueblos en el que seguíamos a un dorsal que debió de equivocarse. Íbamos rodando tras él cuando nos adelantaron los vehículos de asistencia, para unos minutos después verlos volver en sentido contrario. Nuestro “guía” se detuvo en un cruce, nos dijo “problem” y empezó a estudiar el mapita con dudas. Regresamos lo pedaleado en sentido contrario hasta el último pueblo, donde nos topamos con otros dos dorsales y otro ciclista sin él. Juntos tomamos otra ruta de toboganes en la que rodando fuerte, enseguida dejamos atrás al otro pobre incauto. Otra consulta en un tablero informativo con mapa, otro tramo con el gancho puesto, un adelantamiento sin esperas a una de las parejas del tranvía y llegamos al avituallamiento después de todos los demás: los que iban por delante y los que iban por detrás (y eso habiendo seguido a los supuestos conocedores de la ruta, no sé qué hubiera pasado si llegamos a sufrir una avería). Afortunadamente poco después vimos ir llegando a los abandonados durante nuestro escarceo.

El avituallamiento fue francamente básico, suficiente, aunque nada comparable con otros disfrutados en otros eventos: salchichas con pan, mostaza y kétchup. Eso sí, se podía repetir. Lo tomamos en unos prados ubicados en un campo de golf, con un paisaje muy agradable y tranquilo. Aunque de nuevo una parada demasiado larga y desde ese momento, tras lo vivido en el tramo anterior, cierta inquietud por no perdernos. Dejamos el lugar de la parada, el punto situado más al norte de todo el recorrido y disfrutamos de unas onduladas carreterillas muy estrechas en las que durante un largo rato nos cruzamos con otra larga caravana vintage… de coches, con ejemplares muy atractivos. Poco después vino un trazado de pista no asfaltada pero poco agresiva hasta asomarnos todos a un alto que cumplía bien la función de mirador sobre el conjunto de Basilea, desde allí un descenso entretenido y nueva ruptura del grupo. Me quedé en medio entre el paquete frontal y el de retaguardia, y pese al constante retorcimiento de cuello de un “td3” como invitándome a forzar para aproximarme a él (unos 100 metros por delante), preferí manifestar mi “resistencia civil” empeñándome en mantenerme en medio, con otro grupo muy estirado, otros 100 metros detrás. La verdad es que en ese momento (ni ahora) no comprendí el sentido y el comportamiento de aquellos supuestos colaboradores. Total que en ese tira y afloja llegamos de nuevo al Rhin, lo cruzamos abandonando Alemania y entrando de nuevo en suelo francés. Nos pararon en una carretera lateral de servicio, que hace las funciones de carril-bici ancho. Allí nuestro “líder” nos sorprendió con una propuesta competitiva improvisada: CRI de 4 km en línea recta (abierta al tráfico de asustadizos ciclistas dominicales). Era opcional, por lo que nosotros, a estas alturas siguiendo un rol más antropológico que participante, fuimos de los que se adelantaron hasta la meta, un ensanchamiento junto una explanada de hierba. Allí se había pintado una línea blanca de meta sobre el asfalto. Estábamos ante una auténtica carrera clandestina y además contra-reloj (¿será el efecto Cancellara, que ha hecho mella sobre sus compatriotas?). Aquello me recordaba las míticas carreras no oficiales del “pavo” y otras tantas que se celebraban por Cantabria para dar rienda suelta a todos los quemados con hambre de competición, muchos de los cuales no acababan de encontrar su sitio en “aficionados”. Ahora todo ello se ha “solucionado” con la proliferación de “cicloturistas” competitivas cronometradas y con chip, donde muchos se esfuerzan para sentirse realizados deportivamente, intentando alcanzar las victorias que sus carreras profesionales o aficionadas no les han dado. No es pues extraño que ante tanta ansia de victoria el dopaje ciclista arraigue hoy en día tanto o más entre el mundo “cicloturista-competitivo” que en el profesional.

Hoja de ruta con todos los sellos.


Pero aquí era diferente, era una crono “pirata” con una toma de tiempos dudosa, mucho descontrol, nada de preparación previa, máquinas obsoletas y cuerpos serranos bastante retro también. Resultó divertido y me hizo pensar más en esa reciente tendencia “fixie” a las carreras urbanas de organización básica, minimalista e independiente, que en frustraciones competitivas aprovechadas para montar macro-eventos-negocio. Nos reímos mucho viendo llegar a los participantes, unos congestionados, otros relajados, algunos vacilones y uno superior: un chaval muy joven con gorra de Oliver Twist y un “hierro”con un único plato y corona; se pulió a los demás. Evidentemente, ese no contaba, porque era corredor (juvenil o aficionado) y claro, en este tipo de ambientes, fieles a la filosofía de mi cuñado Bernardo… entrenar, es de cobardes y además ¡dopaje!

Después de la crono volvieron las prisas, todos nos hacíamos sitio para no sufrir un corte en el grupo. Se respiraba en el aire que a estas alturas ya nadie te esperaría para indicarte el camino, el cual por cierto consistía por allí en un  constante laberinto de cruces, calles, desvíos y cascos urbanos de pueblos de extrarradio. Fue la parte menos agradable de la ruta, una sensación de Masa Crítica pero competitiva en la que nos saltamos stops, semáforos, cesiones en rotondas, etc. Nada por lo que poderse enorgullecer, pero algo de lo que nos hicimos cómplices (no sin cierta preocupación) para evitar perdernos. Y de ese modo alcanzamos el último avituallamiento: un vino blanco y queso cremoso en un cenador muy coqueto de estilo muy suizo. Otra larga parada antes de acometer el último tramo. El resto de la jornada ciclista me resultó muy agradable. Era una carretera de campo, con sus dos carriles, pintada y con algunos coches (vamos, lo normal cuando salimos a rodar en casa). La ventaja es que era bonita y agradable, y sobre todo, mostraba ya indicaciones de tráfico con señalización hasta Leymen, lo cual nos otorgaba autonomía y nos libraba de la presión de aferrarnos a otras ruedas. La verdad es que no hicimos uso de esta nueva posibilidad y nos encontramos muy cómodos junto a Crhistopher, su compañera y otra pareja de amigos suyos que cómodamente nos llevaron hasta el punto de llegada.

 Jesús durante el recorrido
(Foto Td3)

Una parte del pelotón, unos 30 aproximadamente nos fuimos a cenar (sobre las seis de la tarde) a un restaurante del pueblo. Mesas alargadas para muchos, a la sombra de un plátano cuyo crecimiento había sido cuidado para convertirlo en un evidente y tupido porche circular natural. Escalope especial con patatas y ensaladas para todos, cerveza y de postre, fresas naturales con azúcar. Las fresas estaban riquísimas, eran locales y en plena temporada, de hecho pudimos previamente disfrutar de su aroma en los campos de plantaciones de las mismas, a lo largo de algunos tramos del recorrido. La conversación durante esta comida fue amena y divertida, hasta nos permitimos el lujo de introducir alguna que otra puya irónica respecto a sus ritmos interválicos de rodar y parar, su competición espontánea, etc. Una de nuestras parejas amigas tomó con nosotros el tranvía de regreso. Ya en Basilea pedaleamos de vuelta por la ciudad hasta el albergue, mi rueda seguía “llorando” la pobre, y un pedal de Jesús aflojándose cada poco. Hay pues tarea para el descanso de calendario durante julio.

Basilea nos agradó mucho, parece un buen lugar para vivir y tiene un tamaño muy asequible, llega a percibirse un buen nivel de vida, tranquilidad cotidiana y ambiente en las noches del fin de semana. Su permanente tráfico ciudadano de bicicletas nos la hace aún más sugerente. Respecto al evento, resultó una experiencia muy peculiar que nos aportó mucha diversión y sorpresas. No la considero apta para practicantes tranquilos o formales del ciclismo retro, ni para gente que no tenga un mínimo de entrenamiento ciclista y autonomía (reparaciones, orientación, dominio básico del inglés). No es dura en absoluto pero si 124 km en los que si no te andas con cuidado, puedes perderte. Si buscáis un viaje ciclista al pasado hay otras más apropiadas (las españolas sin ir más lejos), si queréis caña retro In Velo Veritas, para glamur Anjou, prestigio l’Eroica, etc. Pero si estáis interesados en algo alternativo, distinto, informal, etc. en el TD3 lo vais a encontrar sin ninguna duda.

Al día siguiente regresamos a casa. Fue un viaje largo con las bicicletas desmontadas en una bolsa. Quiero hablar de ello porque parece que en España no acabamos de despertar y desembarazarnos de ese odio social que la postguerra y el posterior desarrollo tardío inocularon en gran parte de la población hacia las bicicletas. Para regresar desde el albergue a nuestra casa utilizamos nuestro caminar, un tranvía, un autobús de transfer hasta el aeropuerto, un avión, cintas y escaleras mecánicas, el metro con un transbordo, un tren Alvia y finalmente coche particular. Todo ello sin problemas excepto con el revisor del tren, que a punto estuvo de no dejarnos subir al mismo en Madrid alegando que en esos trenes no está permitido que viajen bicicletas. Por supuesto alegamos que no eran bicicletas como tal, sino equipajes que cumplían las medidas máximas aunque fuera a costa de partes de la bici. Pero él insistía y se aferraba al concepto de bici, desmontada o no, como si en sí misma fuese una alimaña peligrosa o un artefacto de riesgo… alucinante. No discutimos, pusimos cara de niños arrepentidos, de sumisos usuarios admirados ante el poder de su altar de andén y, perdonándonos la vida, nos dejo embarcar, casi como si fuéramos polizones, clandestinos, como corredores de contra-reloj suizos (je, je, je). Ni que decir tiene que las bolsas de las bicis viajaron en las bandejas superiores de coche (los ferroviarios no dicen vagón) sin molestar a nadie y con menos riesgo de salir volando en caso de accidente que algunas maletas de volumen realmente aterrador y contenido secreto, aunque no ciclista. Como puede verse, justo lo contrario que allí, o en los demás medios de transporte donde nuestras bolsas fueron tratadas y percibidas con normalidad. Especialmente destacado el caso del tranvía que dispone de un espacio polivalente para personas sentadas y de pié, cuya bancada de asientos laterales, si sube alguna bicicleta, se pliega para que las bicis (hasta ocho) puedan colgarse de unos ganchos y carriles, de forma que vayan bien sujetas y ocupando muy poco espacio.



Eso es todo, en cualquier caso mejor no nos preguntéis cómo es Suiza...


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