“Por lo tanto, no viajamos como postillones, sino como
viajeros; no sólo pensamos en llegar, sino en la distancia que recorremos. El
mismo viaje es una diversión para nosotros […] No nos privamos del paisaje, ni
de lo que nos rodea, ni de contemplarlo todo a nuestro antojo […].
Un solo modo concibo de viajar más agradablemente que a
caballo, y es ir a pie. Uno sale cuando quiere, se para cuando se le antoja,
camina mientras le apetece. Observa el país, ora a la derecha, ora a la
izquierda, mira lo que le interesa, se detiene para admirar el paisaje. Si veo
un río, sigo su corriente; si es un espeso bosque, disfruto de su sombra; si
una gruta, la visito; si una cantera, observo los minerales. Donde lo paso
bien, me quedo, y en cuanto me aburro, me voy. No dependo ni de caballos ni de
postillón; no necesito atajos ni caminos fáciles; por donde pueda pasar un
hombre, paso yo; todo lo que puede ver un hombre, lo veo yo, y dependiendo sólo
de mí mismo, disfruto de mayor libertad […].
¡Cuántos placeres diferentes se reúnen con ese agradable
modo de viajar! Sin contar que se fortalece la salud y el buen humor es cada
vez mejor. Siempre he visto que los que viajan en buenos y cómodos coches iban
pensativos, tristes, refunfuñones y nerviosos, y los que van a pie siempre
alegres, ágiles y contentos de todo. ¡Cómo se anima el corazón cuando se llega
a la posada! ¡Qué sabrosa es la vulgar comida! ¡Con qué satisfacción se sienta
uno a la mesa! ¡Qué bien se duerme en un duro lecho! El que sólo quiere llegar,
puede correr a la posta, pero el que quiere viajar, debe ir a pie”.
Jean-Jacques Rousseau
(“Emilio o de La Educación”, 1762)
Nuestro viaje a Basilea ha sido una aventura de contrastes,
sobre todo entre la organización, orden y atmósfera civilizada del componente
cultural o turístico de la estancia y el genuino carácter “pirata” de lo que
fue el evento ciclista en sí mismo. El resultado constituyó un fin de semana
muy intenso con una elevada densidad de estímulos y experiencias a lo largo del
tiempo allí empleado.
El traslado fue largo pero bastante sencillo: tren de largo
recorrido en España, metro en Madrid y avión directo hasta Basilea. Una vez
allí un “transfer” corto y barato en autobús y tranvía hasta nuestro céntrico
albergue juvenil. Total, que el viernes por la noche Jesús y yo ya pudimos
darnos una vuelta por la ciudad y cenar un buen plato de comida local sobre
lecho de “kartoffeln”, en una terraza, mientras contemplábamos el constante ir
y venir de tranvías, gente y bicicletas… ¡cientos de bicicletas! Desde luego,
en estas fechas, tanto en viernes como en sábado por la noche, podemos asegurar
que la ciudad tiene mucho ambiente callejero, con la gente cenando, bebiendo,
paseando y disfrutando de la compañía de sus amigos. En cuanto a las
bicicletas, no cabe duda, es el principal medio de transporte urbano para gente
de toda condición, edad y género. No había visto una cosa igual desde los
tiempos en que recorrí Holanda. Los aparcamientos rebosan de ellas. Y tal y
como suele suceder en estos casos en los que la bicicleta alcanza el estatus de
complemento urbano totalmente integrado en la vida cotidiana y en paisaje de
una ciudad, se pueden ver modelos de todos los tipos imaginables, predominando
las “de toda la vida” que no son otras que aquellas que muchos ciudadanos
tuvieron en su día y conservan sin pensárselo durante décadas, sin plantearse
entrar en carreras consumistas. Vamos, que la primera impresión que te llevas
es la de que tu bicicleta “clásica” en Basilea, deja de tener ese apelativo
para quedarse simplemente en “tu bicicleta”.
El albergue estaba estupendamente situado a cuatro pasos del
burgo antiguo, en la ribera del Rhin y en un barrio muy tranquilo, bonito,
semi-peatonal y con zonas de parque. Integraba un edificio complementado con
una segunda fase de arquitectura moderna a base de cristal y acero. No debe
sorprender ya que Basilea es un icono internacional en lo que se refiere a
diseño arquitectónico contemporáneo. Por lo visto hay varios estudios de fama
mundial que tienen allí su sede y otros muchos que han dejado su firma en
numerosos edificios de la urbe. Durante nuestros traslados pudimos ver algunos
de ellos (una torre de comunicaciones con forma de silo o depósito de agua pero
llena de ventanas y toda ella en color cobrizo, un enorme centro comercial y/o
cultural [nos pilló de paso] con fachadas de metal moldeado y efecto túnel para
el paso de tranvías y peatones…). De hecho, como a continuación se verá, una
parte importante del contenido de nuestra agenda cultural tuvo mucho que ver
con la arquitectura. Pero ello sería al día siguiente, ya que tras un paseo
posterior a la cena, en el que pudimos sumergirnos en un ratito de noche de
bullicio y ambiente desenfadado y ocioso, con luces de bicicletas circulando en
todas direcciones, nos fuimos a dormir.
Nuestros desayunos allí fueron completos y contundentes,
de los que te dan energía para gran parte del día y te facilitan el comer
ligero a medio día. Una sorpresa muy agradable resultó el hecho de que
pernoctar en el albergue te da derecho a disfrutar de una tarjeta de transporte
que cubre todos los medios disponibles (tranvías, autobuses…) hasta que te
plantas en el aeropuerto de nuevo el día que te vas. Y esto fue algo que nos
vino muy bien, no sólo para el día de regreso, sino para el acceso al evento clásico
y, sobre todo, para nuestro primer día completo allí, ya que aunque habíamos
pensado movernos en las bicis, el día amaneció muy lluvioso y nos decantamos
por el chubasquero, el paseo y el transporte público. Lo primero fue ir al
trastero para bicicletas, desempaquetarlas, montarlas y verificar que estaban
listas para el día siguiente. Después tomar un tranvía y visitar la finca de la
Fundación Beyeler. Se trata de un hermoso y relajante recinto ajardinado muy
cuidado, ubicado en un barrio residencial al noroeste de la ciudad. El edificio
antiguo alberga oficinas y un restaurante, algunos metros más allá está su joya
arquitectónica, un museo proyectado por Renzo Piano (precisamente quién está
construyendo en un lugar preferente de la ciudad de Santander, parcialmente
suspendido sobre las aguas de la bahía, el futuro Centro Botín). El de Basilea
se trata de un edificio muy agradable, nada ostentoso y de aspecto muy ligero e
integrado en la frondosidad del jardín y su estanque. El inmueble por fuera
resulta sensato. Por dentro, en mi modesta y quizá ignorante opinión, una
maravilla que cumple perfectamente con su misión: alojar obras de arte,
transmitir tranquilidad, descanso y dar la impresión que te estás desplazando
por el jardín. Las fachadas son parcialmente acristaladas, los techos
traslúcidos, lo cual aporta una luz ideal en el interior, que te permite
disfrutar de los cuadros sin los molestos reflejos o brillos de casi todos los
museos cerrados, por bien iluminados que estén. No abusamos del repaso de su
contenido, de hecho gran parte de él no fue de nuestro interés o agrado. Había
algunas muestras temporales y su pequeña colección permanente, de la que “me
quedo” con un enorme mural de Monet ubicado junto a unos nenúfares naturales
del estanque que, incluso estaba tratado con un efecto “impresionista” gracias
a una bomba que distorsionadora levemente la superficie del agua. También con
algunas típicas espigadas esculturas de Giacometti, y alguna obra suelta más.
Por poner alguna pega a la visita… demasiado cara (aunque también hay que decir
que excepto en lo relativo al transporte, los precios en Suiza nos resultaron
algo más elevados que en el resto de lugares visitados hasta ahora durante la
Challenge).
Sala dedicada a Giacometti en la Fundación Beyeler.
Un enorme estanque de Monet convive con otro estanque de jardín.
Otros
tranvías y un autobús nos dejaron un poco más allá de la frontera con Alemania,
hacia el norte, en el campus de la fábrica de muebles (especialmente sillas)
Vitra. Esta visita, inicialmente propuesta como una oferta corporativa, se ha
convertido por méritos propios en un destino cultural especialmente relacionado
con el diseño y la arquitectura. La idea es muy acertada: un fabricante de
prestigio hace de su sede principal un campus en el que diferentes edificios
cumplen distintas funciones, algunas de ellas de gran interés para el público
general y potenciales consumidores. Cada edificio ha sido encargado a un
arquitecto o estudio, todos ellos de gran prestigio internacional, generando
una diversidad suficiente como para hacer del amplio recinto un verdadero museo
de arquitectura a tamaño real. El pabellón de conferencias es de Tadao Ando, el
museo de diseño de Frank Gehry y así sucesivamente. El mayor protagonismo
(exterior e interior) lo tiene la “Casa Vitra” (de Herzog & Meuran), que
consiste en una especia de pila de “lofts” amontonados con estético desorden
unos encima de otros, creando un patio cubierto inferior y una génesis de
espacios interiores de lo más sugerente y luminoso. Dentro, los extremos
acristalados de cada espacio, los amplios volúmenes diáfanos y la decoración
esmerada por los diseñadores y diseños del fabricante completan es espectáculo
para los sentidos y hacen al visitante sentirse bien, paseante y hasta dueño
temporal de la vanguardia del diseño del hogar.
Disfrutando de las comodadidades Vitra.
Sentado en uno de sus emblemáticos sillones.
Aspecto interior de una sala de la Casa Vitra
El exterior de la Casa Vitra.
Parece cosa del destino, pero si ya en Viena me encontré con
mobiliario nómada, en Vitra pude repasar unos estudios y apuntes sobre una
propuesta de cabañas muy autosuficientes y prácticas, instalables en muy
diferentes posibilidades de ambientes. Las soluciones propuestas son ingeniosas
y el proyecto parece muy apañado. Tal como admití entonces, cierta idea que aún
no acaba de cristalizarse en forma de proyecto concreto, sigue rumiando en mi
mente. La información gráfica, maquetas y despieces se exhibían en un pabellón
de estructura semiesférica creado por Richard Buckminster Fuller. En el prado
exterior se podía estudiar una de esas cabañas metálicas ya terminada. Nuestra
jornada en Vitra terminó con un delicioso plato de pesto de verduras en el
restaurante de la casa central. Realmente sabroso.
El resto del día fue cambiando, la lluvia paró, el cielo se
fue abriendo y el sol, poco a poco, se fue haciendo dueño del ambiente hasta
calentar con cierta intensidad. Nuestra tarde la dedicamos al casco antiguo. Visitamos
la catedral gótica y su claustro. Diferentes calles, rampas y escaleras del
antiguo y cuidado centro de la ciudad, algunas plazas señaladas, el luminoso y
recién adecentado ayuntamiento, hasta descansar disfrutando de un vino blanco
de las riberas del Rhin en una céntrica y animada terraza callejera. Nosotros
siempre tenemos de qué hablar. Con Jesús siempre salen temas muy interesantes
que probablemente a oídos extraños pudieran parecer raros o excesivamente poco
convencionales. Sin embargo hemos pedaleado tantos kilómetros juntos, caminado
tantas horas por las montañas, remado incluso días en kayak o esperado tantas horas en telesillas, que
nos hemos adaptado el uno al otro y ambos disfrutamos de nuestras eternas
tertulias mano a mano.
Tras el receso, nos dirigimos al río, a pasear por la
ribera opuesta, bañada a esa hora por la luz del atardecer y con un paseo de
árboles y gradas que miran a la orilla, donde la gente disfrutaba sentada del
espectáculo cada vez más agradable del atardecer. Hay dos peculiaridades muy
interesantes que merecen ser destacadas de la relación del río con la ciudad.
Una son los baños veraniegos (en ese momento inviables por el exceso de
corriente, eco de las recientes inundaciones históricas sufridas a lo largo de
gran parte de su cuenca). La gente se baña en el Rhin y lo hace de forma muy
peculiar. Para ello llevan una bolsa estanca (algunas se adquieren en kioskos
habilitados precisamente en esa orilla) en la que meten toda la ropa y calzado.
Una vez en el agua nadan y se dejan arrastrar por la corriente, ayudados por la
flotabilidad extra del bulto, incluso hacen vida social con otros bañistas que
se pueden encontrar, hasta que centenares de metros río abajo, abandonan su
curso, acceden a unas duchas públicas, se visten y se van. Esta maniobra ociosa
alcanza su punto álgido un día a mediados de agosto en el que se celebra un
descenso de baño masivo (este año será el martes 13 a las 18 horas, 33ª
edición), en el que miles de personas con sus bolsas se dedican a tal menester,
encontrándose con sus convecinos y creando un espectáculo urbano, festivo,
fluvial de lo más singular.
Detalle de Basilea desde una orilla del Rhin.
La otra
peculiaridad relacionada con el río es que la ciudad, además de los
correspondientes puentes para el cruce de tranvías, vehículos, bicicletas y
peatones, dispone a lo largo del curso urbano del Rhin, de por lo menos cuatro
barcazas para el transporte de personas. Al módico precio de poco más de un
euro, cada embarcación cruza constantemente, sin apenas descanso, a gente que
desee pasar de un lado al otro del río. Hasta ahí todo normal, pero lo
verdaderamente singular y ejemplar es que el sistema de propulsión de estos barcos
no utiliza recurso energético mecánico o eléctrico alguno, ni siquiera velas o
esfuerzo humano o animal. El casco se desplaza por una ingeniosa combinación
del efecto de la corriente del río y la fijación de un lateral de la proa a un
cable que termina en una polea que corre por otro cable tendido entre ambas
orillas. La corriente genera una fuerza que pretende llevarse el barco, éste al
estar sujeto por el cable y con una adecuada posición del timón ejerce otra
fuerza lateral resultante sobre el cable suficiente para que la polea se
desplace hacia un lateral hasta llegar a la orilla opuesta. Pura descomposición
de vectores llevada ingeniosamente a la práctica. El “barquero” apenas trabaja,
su gobierno consiste en cambiar de lado la palanca de proa a la que va fijada
el cable y controlar la velocidad de “deriva” lateral mediante mínimos cambios
en el timón. Lo observamos funcionar en dos puntos diferentes de la ciudad, lo
estudiamos y acabamos subiéndonos para comprobarlo in situ. La navegación es
absolutamente reposada, desde dentro el desplazamiento es casi imperceptible,
mientras que desde fuera resulta evidente.
Una de las cosas que más nos extrañó es no haber visto nada
semejante en ninguna otra parte del mundo. Sea como sea se trata de un
verdadero ejemplo de eficiencia, eficacia, economía, ingenio y sostenibilidad.
Por no hablar de que se ha convertido en un ingrediente turístico más, y lo que
hoy en día es más importante: garantiza tantos puestos de trabajo como turnos
diarios haya por barco. Algo muy importante en un momento en el que parece que
las únicas soluciones que se les ocurren a los gestores y dirigentes de todo
tipo de instituciones, entidades, empresas… públicas y privadas son la
reducción del personal o su explotación, mientras que a la vez suspiran por que
vuelva el aumento de consumo (¿?) o soy tan zoquete que no estoy capacitado
para entenderlo, o demasiada gente se ha perdido en la maraña de los tiempos
actuales. Volviendo al tema de los transbordadores ecológicos de Basilea, una
ciclista del grupo nos contó que este año un cable se soltó y al barquito se lo
llevó la poderosa corriente del deshielo y las lluvias. Aquello no fue a
mayores, la radio dio el aviso y un barco de rescate (a motor) se hizo cargo de
su recuperación y regreso río arriba. Lo que no sabemos es hasta dónde llegó…
de Alemania, porque está justo allí al lado.
El Tour de Trois se llama así porque transcurre por tres
países. Es una vuelta, un rodeo, por los alrededores de Basilea. Parte de
Francia, así que el nombre le viene bien en francés, para después circular
primero por Suiza, más tarde por Alemania y finalizar de nuevo en Francia (tú
móvil se vuelve loco con los avisos de entrada a cada país). Para ello el Rhin
hay que cruzarlo dos veces. El punto de salida es Leymen, una pequeña localidad
situada al oeste (un poco al suroeste incluso) de Basilea. Está suficientemente
cerca para ir en bici, pero como empezaba pronto y acabamos tarde, nos
desplazamos allí en tranvía. Fue un doble acierto, por la comodidad y porque al
subirnos a él con nuestras bicicletas nos encontramos son dos parejas jóvenes
que se dirigían también al evento y así conocimos a los que después serían
algunos de nuestros amigos de ruta.
El Tour de Trois es un evento clásico muy pequeño. Podría
calificarse de familiar, aunque no tenga nada que ver con una o varias
familias, sino más bien con un grupo de amiguetes. La inscripción de había
completado con 250 participantes, aunque allí éramos al final, claramente menos
de 100, creo que unos 70. Dejan participar a ciclistas con bicis nuevas, pero
afortunadamente estos son muy pocos, no creo que llegaran a 10, y casi todas ellas
mujeres. La organización es muy modesta, algo totalmente respetable y hasta
interesante y agradable en muchos aspectos. Pero además de modesta,
personalmente la calificaría de “pirata”, “alternativa”, “indy”… no sé cómo
explicarlo, una especie de caos organizativo y un dejar hacer muy diferente a
todo lo que he podido ver hasta ahora en los eventos que he seleccionado para
la Challenge Retro.
En una explanada nos fuimos juntando todos, al hinchar las
ruedas a tope con bomba de pié la válvula de mi neumático trasero falló y
empecé cambiando de cámara ya antes de salir. Nos facilitaron dejar la mochila
en un local del pueblo que quedaría cerrado al marcharnos. La mayoría llevaba
bicicletas de corredor de los 70-80, y la mía y la de Jesús parecían desde
luego las más sucias y maltratadas de todas, gajes del uso frecuente, efectos
de la Challenge e historia vital de ambas bicicletas. Al resto, en general se
las veía bastante mimadas. Un joven tenía una Pashley Guvnor nuevecita y la más
clásica de todas era una Bauer con desviador de plato manual y mando de cambio
trasero de doble palanca ¡preciosa!. Se veían muchos maillots de lana y unas
cuantas mujeres. Todas las explicaciones iniciales y posteriores fueron en
suizo, así que no nos enteramos de nada, salvo cuando algún alma caritativa que
estuviera por ahí nos lo aclaraba en inglés. Sin embargo, según los propios
testigos las explicaciones del “líder” Christopher, tampoco eran demasiado
importantes o prácticas, sino más bien filosóficas o lúdicas. Al registrarnos
nos dieron una placa para el cuadro de la bici con el número (por cierto que se
ha de conservar para siempre ya que es de por vida y si vuelves a ir otro año
tienes ese número asignado) y un “pasaporte” de ruta para el sellado, con el
perfil, un mapa pequeñito y un rutómetro con horarios aproximados. Ni bolsa, ni
regalos, ni publicidad, ni dorsal, ni mapa, etc. Como decía antes muy básico,
aunque no pretendíamos más. El único detalle verdaderamente importante es que
la ruta, en ningún caso ni zona, estaba señalizada, había que ir en el grupo,
sin correr demasiado y sin quedarse atrás, y en caso de duda, seguir a aquellos
que sí llevaban un dorsal con la leyenda td3. Por asistencia teníamos una
camioneta Peugeot antigua, con caja cubierta de toldo (una especie de vehículo
militar reconvertido en apoyo ciclista) y una furgoneta Volkswagen algo
destartalada y bastante antigua.
La ruta empezó muy tranquila, con el paquete estirado
pero en ningún caso roto. Circulamos por pueblos franceses inicialmente, para
de inmediato pasar a Suiza y acercarnos a las estribaciones del conocido macizo
de Jura, del que subimos un primer y único puerto de unos 5 km, bastante
sencillo y de mucha belleza porque todo él atravesaba un bosque muy frondoso y
de gran densidad arbórea. En ese tramo hasta la cima, en la que se ubicaba la
primera parada de avituallamiento (desayuno francés con café, fruta y
croissants), la verdad es que pasamos a un montón de gente. Desde el alto se
veía una buena vista de los alrededores: muy rurales y verdes aunque poco
montañosos. A partir de ahí (superado el puerto) la ruta tomó su verdadero
carácter: demasiadas prisas entre las paradas, dejando a la gente atrás y provocando
algunos extravíos, con el grupo totalmente disgregado, alternado con paradas de
reagrupamiento y avituallamiento excesivamente largas.
El descenso era muy bonito, alternando el bosque con
espacios abiertos, granjas y picaderos de caballos de calidad. Algunos tramos
muy estrechos y sombríos. En esta zona los “td3” estuvieron muy atentos a que
nadie se perdiera en los cruces. Mi rueda delantera empezó a chirriar
dramáticamente: la tapa de los rodamientos del lado derecho del buje se había
abierto y estos viajaban resecos y me dieron el cante y una fricción extra el
resto del trayecto (casi 100 km). Todo ello, sospecho que consecuencia de no
haber podido atender ni probar la bici después del exigente “etapón” de
Austria. Ya en los llanos rodamos hasta Alemania y cruzamos el Rhin por una de
sus esclusas de navegación. Y empezamos a rodar cada vez más rápido y más y más
fragmentados en pequeñas unidades. Jesús y yo íbamos despreocupados porque
siempre había alguien alrededor, y varios con dorsal, recuperábamos subiendo y
les dejábamos rodar más en llano, siempre pendientes el uno del otro. A ratos
cada cual entablaba conversación en inglés con otros participantes. Cruzábamos
pueblos y atravesábamos campos. En un momento dado el paquete de cabeza (con
cierta y clara atmósfera competitiva respirándose en él) nos encontró por una
carretera lateral (¿?), se ve que debió de ser un pequeño despiste de guía.
Este tramo era el más largo, algo más de 50 km entre ambas paradas y llegó un
momento de más espacio entre los pueblos en el que seguíamos a un dorsal que
debió de equivocarse. Íbamos rodando tras él cuando nos adelantaron los
vehículos de asistencia, para unos minutos después verlos volver en sentido
contrario. Nuestro “guía” se detuvo en un cruce, nos dijo “problem” y empezó a
estudiar el mapita con dudas. Regresamos lo pedaleado en sentido contrario
hasta el último pueblo, donde nos topamos con otros dos dorsales y otro
ciclista sin él. Juntos tomamos otra ruta de toboganes en la que rodando fuerte,
enseguida dejamos atrás al otro pobre incauto. Otra consulta en un tablero
informativo con mapa, otro tramo con el gancho puesto, un adelantamiento sin
esperas a una de las parejas del tranvía y llegamos al avituallamiento después
de todos los demás: los que iban por delante y los que iban por detrás (y eso
habiendo seguido a los supuestos conocedores de la ruta, no sé qué hubiera
pasado si llegamos a sufrir una avería). Afortunadamente poco después vimos ir
llegando a los abandonados durante nuestro escarceo.
Hoja de ruta con todos los sellos.
Pero aquí era diferente, era una crono “pirata” con una toma
de tiempos dudosa, mucho descontrol, nada de preparación previa, máquinas
obsoletas y cuerpos serranos bastante retro también. Resultó divertido y me
hizo pensar más en esa reciente tendencia “fixie” a las carreras urbanas de
organización básica, minimalista e independiente, que en frustraciones
competitivas aprovechadas para montar macro-eventos-negocio. Nos reímos mucho
viendo llegar a los participantes, unos congestionados, otros relajados,
algunos vacilones y uno superior: un chaval muy joven con gorra de Oliver Twist
y un “hierro”con un único plato y corona; se pulió a los demás. Evidentemente,
ese no contaba, porque era corredor (juvenil o aficionado) y claro, en este
tipo de ambientes, fieles a la filosofía de mi cuñado Bernardo… entrenar, es de
cobardes y además ¡dopaje!
Después de la crono volvieron las prisas, todos nos hacíamos
sitio para no sufrir un corte en el grupo. Se respiraba en el aire que a estas
alturas ya nadie te esperaría para indicarte el camino, el cual por cierto
consistía por allí en un constante
laberinto de cruces, calles, desvíos y cascos urbanos de pueblos de
extrarradio. Fue la parte menos agradable de la ruta, una sensación de Masa
Crítica pero competitiva en la que nos saltamos stops, semáforos, cesiones en
rotondas, etc. Nada por lo que poderse enorgullecer, pero algo de lo que nos
hicimos cómplices (no sin cierta preocupación) para evitar perdernos. Y de ese
modo alcanzamos el último avituallamiento: un vino blanco y queso cremoso en un
cenador muy coqueto de estilo muy suizo. Otra larga parada antes de acometer el
último tramo. El resto de la jornada ciclista me resultó muy agradable. Era una
carretera de campo, con sus dos carriles, pintada y con algunos coches (vamos,
lo normal cuando salimos a rodar en casa). La ventaja es que era bonita y
agradable, y sobre todo, mostraba ya indicaciones de tráfico con señalización
hasta Leymen, lo cual nos otorgaba autonomía y nos libraba de la presión de
aferrarnos a otras ruedas. La verdad es que no hicimos uso de esta nueva
posibilidad y nos encontramos muy cómodos junto a Crhistopher, su compañera y
otra pareja de amigos suyos que cómodamente nos llevaron hasta el punto de
llegada.
Jesús durante el recorrido
(Foto Td3)
Una parte del pelotón, unos 30 aproximadamente nos fuimos a
cenar (sobre las seis de la tarde) a un restaurante del pueblo. Mesas alargadas
para muchos, a la sombra de un plátano cuyo crecimiento había sido cuidado para
convertirlo en un evidente y tupido porche circular natural. Escalope especial
con patatas y ensaladas para todos, cerveza y de postre, fresas naturales con
azúcar. Las fresas estaban riquísimas, eran locales y en plena temporada, de
hecho pudimos previamente disfrutar de su aroma en los campos de plantaciones
de las mismas, a lo largo de algunos tramos del recorrido. La conversación
durante esta comida fue amena y divertida, hasta nos permitimos el lujo de
introducir alguna que otra puya irónica respecto a sus ritmos interválicos de
rodar y parar, su competición espontánea, etc. Una de nuestras parejas amigas
tomó con nosotros el tranvía de regreso. Ya en Basilea pedaleamos de vuelta por
la ciudad hasta el albergue, mi rueda seguía “llorando” la pobre, y un pedal de
Jesús aflojándose cada poco. Hay pues tarea para el descanso de calendario
durante julio.
Basilea nos agradó mucho, parece un buen lugar para vivir y
tiene un tamaño muy asequible, llega a percibirse un buen nivel de vida, tranquilidad
cotidiana y ambiente en las noches del fin de semana. Su permanente tráfico
ciudadano de bicicletas nos la hace aún más sugerente. Respecto al evento,
resultó una experiencia muy peculiar que nos aportó mucha diversión y
sorpresas. No la considero apta para practicantes tranquilos o formales del
ciclismo retro, ni para gente que no tenga un mínimo de entrenamiento ciclista
y autonomía (reparaciones, orientación, dominio básico del inglés). No es dura
en absoluto pero si 124 km en los que si no te andas con cuidado, puedes
perderte. Si buscáis un viaje ciclista al pasado hay otras más apropiadas (las
españolas sin ir más lejos), si queréis caña retro In Velo Veritas, para glamur
Anjou, prestigio l’Eroica, etc. Pero si estáis interesados en algo alternativo,
distinto, informal, etc. en el TD3 lo vais a encontrar sin ninguna duda.
Al día siguiente regresamos a casa. Fue un viaje largo
con las bicicletas desmontadas en una bolsa. Quiero hablar de ello porque
parece que en España no acabamos de despertar y desembarazarnos de ese odio
social que la postguerra y el posterior desarrollo tardío inocularon en gran
parte de la población hacia las bicicletas. Para regresar desde el albergue a
nuestra casa utilizamos nuestro caminar, un tranvía, un autobús de transfer
hasta el aeropuerto, un avión, cintas y escaleras mecánicas, el metro con un
transbordo, un tren Alvia y finalmente coche particular. Todo ello sin
problemas excepto con el revisor del tren, que a punto estuvo de no dejarnos
subir al mismo en Madrid alegando que en esos trenes no está permitido que
viajen bicicletas. Por supuesto alegamos que no eran bicicletas como tal, sino
equipajes que cumplían las medidas máximas aunque fuera a costa de partes de la
bici. Pero él insistía y se aferraba al concepto de bici, desmontada o no, como
si en sí misma fuese una alimaña peligrosa o un artefacto de riesgo…
alucinante. No discutimos, pusimos cara de niños arrepentidos, de sumisos
usuarios admirados ante el poder de su altar de andén y, perdonándonos la vida,
nos dejo embarcar, casi como si fuéramos polizones, clandestinos, como
corredores de contra-reloj suizos (je, je, je). Ni que decir tiene que las
bolsas de las bicis viajaron en las bandejas superiores de coche (los
ferroviarios no dicen vagón) sin molestar a nadie y con menos riesgo de salir
volando en caso de accidente que algunas maletas de volumen realmente aterrador
y contenido secreto, aunque no ciclista. Como puede verse, justo lo contrario
que allí, o en los demás medios de transporte donde nuestras bolsas fueron
tratadas y percibidas con normalidad. Especialmente destacado el caso del
tranvía que dispone de un espacio polivalente para personas sentadas y de pié,
cuya bancada de asientos laterales, si sube alguna bicicleta, se pliega para
que las bicis (hasta ocho) puedan colgarse de unos ganchos y carriles, de forma
que vayan bien sujetas y ocupando muy poco espacio.
Eso es todo, en cualquier caso mejor no nos preguntéis cómo es Suiza...
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