viernes, 12 de septiembre de 2014

34. LA MONREAL 2014





Soy de los que opina que la Vuelta ciclista a España ha ganado mucho desde que fue trasladada al mes de septiembre. El calendario de las Grandes Vueltas se ha visto descongestionado, la atención del público hasta el Mundial se mantiene y el elenco de participantes en la cita se mejora mucho. Quizá sea porque algunos la utilizan para preparar la cita mundialista, porque otros la pueden asumir al estar separada de Giro o Tour, y sobre todo, porque aquellos que no han ganado otra (todos menos dos, normalmente) encuentran una última oportunidad de conseguirlo. Todo esto viene al caso de que por circunstancias no planificadas, la temporada retro ha cobrado especial intensidad precisamente en septiembre, pues a lo largo de tres fines de semana seguidos, encontramos varios eventos de este tipo. Recapitulemos: el pasado domingo (7 de septiembre) se celebró la Monreal, sobre la que versará esta entrada; el fin de semana siguiente nos ofrece una quedada (La Montañesa el sábado 13), una marcha oficial (La Retrovisor en Solares - Cantabria) y otra marcha más en Las Landas (Francia); por si ello fuera poco, el siguiente sábado hay otro evento “Bearn Cyclo Classique” en los Pirineos franceses. Densidad de calendario desde luego. Si alguien se está preparando para la l’Eroica en octubre, este mes tiene muchos aperitivos en los que rodarse él y ajustar su bicicleta. Y para los que no vayamos, todos estos eventos servirán para paliar los efectos de la vuelta al trabajo, que en mi caso particular va ligada a la vuelta al “cole”, y por mucho que trate de evadirme de ella, ya se encarga alguna firma comercial de recordármelo.
 
Por mi parte, la cita de la Monreal se presentaba con especial anhelo. Fundamentalmente por tres razones. Para empezar era la única cita nacional, de las que tenía previsto asistir a lo largo de la temporada pasada a la que no pude ir. Por otro lado quería aprovechar su localización para completar el fin de semana con un poco de ciclismo pirenaico retro. Y por último, se trataba de una ocasión en la que había quedado con varios amigos para disfrutarla en compañía. Sin embargo, dos semanas antes, todas esas motivaciones quedaron expuestas al riesgo de la desaparición, con motivo de una repentina, imprevisible y alarmante dolencia de espalda que me castigó duramente, obligándome a guardar cama dos días y a tener que recibir bastante medicación. El proceso de recuperación, el cual combinó reposo, fármacos, alguna inyección, electroestimulación, fisioterapia e inactividad deportiva, fue, poco a poco, haciendo remitir la dolencia, pero a un ritmo tan lento, que hasta apenas dos días antes, no tuve la certeza de que pudiera subirme a la bicicleta el domingo correspondiente. Vamos, que pasé por las fases de alerta máxima inmediata, desesperación post-traumática, paciencia convaleciente y largo cruce de dedos final. Y todo ello con el denso calendario de septiembre a la vista…
 
Finalmente el cuerpo me fue dando tregua y consideré que no sería arriesgado presentarme con la bicicleta en Monreal (Navarra - Ya hemos aprendido todos los aficionados al ciclismo retro, que hay varias localidades con ese nombre por la extensa piel de toro) y al menos, su asequible recorrido servirme de prueba “del algodón”. Así que me puse en marcha y recogí a Manu (La Biciteca) en Sopelana, para compartir coche juntos hasta el destino. Compartir coche suele estar bien, por todo aquello del reparto de gastos y de la compañía. Con Manu se convierte en un momento de calidad más del viaje, porque aporta una excelente oportunidad de mantener una larga, interesante, culta y amena conversación, que normalmente dura tanto como el trayecto en sí. El encuentro con él me trajo además la materialización de una ilusión, pues me entregó algunos ejemplares de su recién reeditada novela de ciclismo Alpe d’Huez (Javier García Sánchez) de la cual he tenido la suerte y el honor de haber sido elegido para escribir el prólogo. Qué queréis que os diga, que le impriman a uno, aunque sea unas pocas líneas, al lado de un escritor de prestigio, pues produce bastante “subidón” emocional.
La casualidad quiso que llegáramos a Monreal cuando varios de mis amigos estaban descargando las bicicletas de sus vehículos. Así que llegó el momento de algunas presentaciones y de esta manera Manu fue introduciéndose poco a poco, dentro de esta especie de peculiar sociedad que constituye el núcleo duro (es broma) del ciclismo retro nacional. Allí estaban Roberto, con su enorme todo-terreno repleto de bicicletas, cuadros, horquillas y de más enseres metalúrgicos; y Mari y Lucas, alicantinos ellos, que iniciaban un periplo vacacional que los llevaría por tierras norteñas (pirenaicas y cantábricas). Una vez reunidos tomamos posesión de nuestros alojamientos y dejamos a buen recaudo nuestras máquinas en una antigua casa reformada con gusto y respeto a la tradición. El calor era francamente elevado, así que dedicamos más la tarde, a conversar animadamente mientras nos tomábamos unas cervezas al aire libre, que a pasear, aunque todo hay que decirlo, el pueblo merecía la pena, pues era un precioso conjunto agrupado de calles y casas, formando un escenario de construcción antiguo, todo él compuesto por sólidos muros de piedra. También el estruendo de tambores, propios de las fiestas locales, tuvo bastante que ver en que optáramos por la animadísima charla, en una placita alejada de las trayectorias del pasacalles de percusión.
 
Cuando unos aficionados (unos “biciosos” que diría Manu) que solo se ven de cuando en cuando, se juntan para hablar… ya podéis imaginaros, el tiempo pasó volando entre despieces, hallazgos, referencias, informaciones descubiertas, contactos, aventuras y pasado ¡mucho pasado! La nostalgia es una aderezo casi siempre imprescindible en lo que al ciclismo retro se refiere. Y así, poco a poco, las cañas dieron lugar a los bocadillos para cenar, y éstos a una última bebida ya nocturna, antes de retirarnos todos a dormir. He de confesar que me acosté preocupado porque algo en mi espalda se había removido y andaba de nuevo fastidiándome. En el momento lo achaqué al viaje en coche, y creo que acerté, tal y como se fue desenvolviendo después el resto del viaje. Así pues tuve que volver un poco a las pastillas y aún así dormí poco, mal y muy inquieto. Y en ello no tuvieron nada que ver ni las fiestas, ni los tambores, ni el “rockanrollea”, ni la macro-discoteca, pues todo ello apenas se dejaba sentir como un rumor lejano en nuestra habitación.
 
Por la mañana nos pusimos en marcha con nuestro equipamiento retro y no fue fácil encontrar al resto de la gente, pues nadie más que nosotros parecía haber pernoctado en la localidad, y el lugar de reunión se encontraba algo apartado de las calles más céntricas. Una vez localizado todo fueron encuentros y saludos. Allí estaban el infatigable Tomás, Víctor (GPCC), nuestro amigo Javier, las dos chicas de Madrid que con tanta afición parecen haber tomado el pulso a estos eventos, y un largo etc. de ciclistas con ganas de pasarlo bien y disfrutar de la reunión sobre ruedas. En realidad no tan largo, porque al final fuimos solamente 24. Pero tal y como ya he comentado en muchas otras ocasiones, las reuniones pequeñas, consiguen algo imposible de alcanzar por los grandes eventos: que tengas la oportunidad real de conocer a todos los asistentes y de llegar a hablar casi con cada uno de ellos. Eso facilita establecer contactos, hacer amigos y sentirte mucho más acompañado que rodeado por varios miles de personas, formando una masa “suprahumana” en la que no siempre resulta fácil encontrar humanidad directa de trato. Juanpe, nuestro vocacional y meritorio organizador, se subió a un banco y nos dio las instrucciones básicas de funcionamiento. En resumen: que él iría pendiente en un coche, que el recorrido no estaba marcado pero nos iría diciendo por donde iba y que procuráramos ir juntos y tranquilos. Y ese era, precisamente, el ánimo general. La noche anterior había ofrecido una tormenta intensa con generosa descarga de agua, y esa mañana el día se mostraba radiante, así que el buen humor estaba más que presente.

Tomás, una presencia agradable que nunca falta en las citas nacionales.

Pedaleando con mis amigos Javier y Manu.

El trayecto de la Monreal presentó tres tramos bien diferenciados. Para empezar unos cuantos kilómetros de toboganes moderados, circulando por una ancha carretera muy bien pavimentada que al discurrir paralela a la autovía no presentaba absolutamente nada de tráfico. Hay que ser sincero, no se trataba de un trayecto especialmente bonito, sin embargo, su anchura, excelente piso y ausencia de vehículos a motor, lo convirtieron en el escenario ideal para la primera parte de la etapa, pues facilitó y nos predispuso para que el grupo estableciera auténticas puestas en común en las que podías conversar con todos los demás con total despreocupación. Durante todos aquellos kilómetros pudimos pues, ponernos al día, admirar y cotillear todas las bicicletas y maillots de los demás, y hasta disfrutar de una inmejorable panorámica exterior de la Foz de Lumbier. El segundo tramo fue a la postre el más valorado por la mayoría de los participantes, y no era para menos, pues nos permitió recorrer toda la Foz de Lumbier por su interior. La Foz es un profundo tajo que el río Irati ha ido labrando a lo largo de los milenios sobre un conjunto rocoso, conformando una garganta estrecha y muy profunda por la cual discurre el río entre sendas paredes rocosas verticales en las que anidan, entre otras especies, el buitre leonado. El paraje es recorrido por una pista no asfaltada, pero bastante compacta para disfrute de transeúntes, corredores y ciclistas. La pista surge del aprovechamiento del antiguo ferrocarril de Irati, y permite admirar toda la Foz desde una posición inmejorable. Pedaleamos por aquel lecho de tierra blanca y piedras pequeñas, tal y como algunos ya lo hemos hecho en Cataluña, Castilla, La Toscana y tantos otros lugares… disfrutando, trazando con cuidado los virajes algo sinuosos y, sobre todo, atentos a todas las agradables sorpresas del paisaje. En concreto en la Foz las cervicales trabajaban permitiéndote mirar arriba y abajo, a los escarpados precipicios y al río. Un par de veces la conducción se vio amenazada por la oscuridad causada por sendos túneles. En el primero de ellos, su longitud y su curvatura nos obligaron a echar pie a tierra y “coger” rueda, cándidamente, a aquellos, y sobre todo aquellas, que disponían de algo de luz eléctrica a mano.

 Roberto a la salida del primer túnel de la Foz de Lumbier
Justo al salir del increíble paraje, Juanpe había situado el avituallamiento. Algo de picar, embutidos y queso incluidos, y un rico tinto navarro para acompañar. Un buen momento porque los árboles del lugar nos dieron sombra y la propia Foz nos había aliviado bastante el tremendo calor que nos acompañó el resto del recorrido. Tras contentar un poco al estómago, entramos de lleno en la tercera y última parte de la etapa. Se trataba de ir regresando hacia Monreal pero utilizando para ello una combinación de carreteras secundarias apenas transitadas y que, dibujando curvas y cambios de rasante, discurrían entre las lomas y colinas del paisaje navarro, ofreciéndonos variedad de vistas y panoramas. Personalmente estos kilómetros me gustaron mucho y tuvieron el efecto de darme la impresión que la totalidad del recorrido se me hiciera excepcionalmente corta. Tras la marcha hubo una comida colectiva. Comimos bastante y bien, a base de ensaladas, espárragos, pimientos, alitas de pollo, filetes empanados y qué sé yo qué más. Se repartieron algunos regalos en sorteo y disfrutamos de una larga sobremesa en la que pudimos hablar mucho unos con otros, conocer a gente nueva y generar un fantástico ambiente casi familiar, mientras de reojo permanecíamos atentos al final de la etapa de Los Lagos de Covadonga. Puedo asegurar que establecí algunos interesantes nuevos contactos allí, que me aportaron, además de información concreta, nuevos “espacios” para recorrer en el futuro en el imaginario “mapa de expertos” del ciclismo clásico.

 Lucas y Manu charlando en el pelotón.

 Manu a lomos de su preciosa Zeus por los paisajes navarros.
Después vinieron las despedidas y la carretera. Nuestra “expedición” continuó hacia el este hasta Sabiñánigo. Primero los tres coches por separado, pero desde allí, hacia el norte, en ordenada procesión para ascender el valle de Tena, superar el Portalet y alcanzar, ya de noche, nuestro hotelito cerca de Laruns. Lucas había seleccionado con mucho acierto nuestros alojamientos, tanto por localización, como por calidad y precio. Desde aquí le doy las gracias una vez más. En especial por la deliciosa cena francesa de la que pudimos disfrutar nada más llegar. Respecto a mi problemática motriz, la cuestión se iba aclarando: la ruta en bicicleta, no sólo no me había causado dolencia alguna, sino que me había hecho olvidarme de ellas, me había mejorado mucho. Sin embargo, de nuevo la conducción, me hacía resentirme otra vez (aunque menos). Al día siguiente vendría la prueba de fuego. Entre tanto, una nueva tormenta con profusión de aparato eléctrico castigaba los tejados de pizarra de los sombríos valles del Pirineo galo.
 
Por la mañana el desayuno volvió a convertirse, como ya ocurriera el día anterior, en un momento de calma placentera, en el que deliciosos bocados, tranquilo yantar y progresiva puesta en marcha de los aún perezosos resortes del lenguaje, se iban alternando entre sí, sin tumultos y en orden improvisado. Fuera el día estaba gris, amenazador e incluso con algunas gotas de agua eventuales. Javier acudió puntual a su cita con nosotros. Su maillot del Molteni y el triple plato de su veterana prometían más capacidad de la que él mismo pensaba el día anterior. Yo no las tenía todas conmigo, de nuevo la espalda avisaba aquí y allá, aunque la medicina matinal iba haciendo efecto poco a poco. Una vez preparados casi todos, presenciamos el acto de ingeniería ergonómica y domótica que se hace necesario cada vez que Roberto emprende una gran etapa. Primero ha de repartir todo su equipo (herramientas, recambios, cámara fotográfica, documentación, pantalón de agua, avituallamiento, etc.) entre diferentes bolsas bandoleras; después colgar dichas bolsas, además de su cámara de fotos analógica, en torno a su figura; para finalmente encontrar además hueco para su tubular de repuesto y atarse el chubasquero a la cintura. En condiciones normales, cuando sale de Laredo, eso es todo, pero al tratarse de una ruta internacional, no había churros disponibles, y ubicar su elemento sustitutivo, varias raciones de “gateau basque”, complicó la operación. Desde luego que si en esto del ciclismo de puertos, se utilizaran conceptos de compensación como el “hándicap” del golf o el “rating” de la navegación de cruceros a vela, para tener en cuenta el peso extra acarreado, los tiempos de ascensión de nuestro amigo ciclista se verían muy favorecidos. Javier, que siempre está al detalle de todo y resulta un compañero ideal, le ayudó a componerse aquí y allá, con lo cual partimos hacia el sur, calentando en el llano unos 9 kilómetros, antes de alcanzar Laruns, dispuestos a intentar la ascensión de un puerto mítico del Tour de Francia: el Col del Aubisque. La idea (semanas antes) era realizar una etapa muy dura, de unos 128 kilómetros, que encadenara las ascensiones del Aubisque oeste, Spandelles oeste, Soulor este y Aubisque este. Sin embargo, durante la primera ascensión, pese a encontrarme bastante bien, comprendí que afrontar un tercer fuerte y largo puerto, tras semanas de inactividad y protegiendo muscularmente mi dolencia, podría comprometer muy seriamente mi concurso en los compromisos del siguiente fin de semana. Por ello decidí abstenerme de afrontar el recorrido inicialmente diseñado por mí mismo. Mientras tanto comenzamos a ascender el col, con el firme aún algo mojado pero sin lluvia. Los primeros kilómetros resultaron especialmente frescos, al transcurrir los mismos por unas laderas de bosque bastante tupido. Se sucedían tramos rectos, con curvas leves y repentinas horquillas cerradas de 180º. Al llegar a la localidad de Les Eaux-Bones, caracterizada, como su propio nombre sugiere, por los establecimientos termales, nos reagrupamos por única vez en todo el ascenso. A partir de allí, tras 6 kilómetros de ascenso suave y progresivo, la cosa se ponía seria y quedaban casi 12 km de ascensión sin descanso, con porcentajes medios que oscilan entre el 7 y el 10% por kilómetro. El ascenso tiene la ventaja de que resulta muy entretenido por su variedad de trazado y entorno, y que su belleza va en aumento, desde el principio hasta el final, pero no permite derroches ni errores de cálculo optimistas. Subimos como hay que hacerlo, cada cual a su propio ritmo. Tal planteamiento supuso que Manu, sin duda el más capacitado, paseara su belleza contemporánea (aunque de acero), de aquí para allá, se detuviera a tomar fotos y nos volviera a pasar varias a veces, y aún así tuviera que esperarnos arriba. El resto, pedaleando sobre nuestras respetables veteranas, hacíamos lo que podíamos. Compartí casi medio puerto con Roberto, aunque después, el ritmo personal nos separó. En cuanto a Lucas y Javier, lo superaron en pareja, comentando “la jugada” y asumiendo el segundo las funciones de “director espiritual” del primero. El bosque ¡y algunas cascadas! acompañan hasta la estación de esquí de Gourette. Después, tras un claro cambio de rumbo hacia la izquierda, la carretera dibuja unas largas “zetas” para alcanzar una especie de risco saliente en el que se enclava un edificio blanco desde el cual el paisaje se transforma repentinamente en praderías de alta montaña. En ese momento empezó a salir el sol, y desde entonces el día se tornó brillante y luminoso y nos regaló unas estampas paisajísticas inolvidables. Alcanzar el col se convirtió en un momento memorable que cada cual sintió de forma íntima en lo más hondo de su ser. Recuerdo utilizar el último kilómetro (todo el puerto está balizado con un cartel en cada kilómetro en el que se informa de lo que queda en altitud, distancia y porcentaje parcial) para recrearme pensando que: primero, estaba conquistando el Aubisque (1710 m), un puerto que deseaba ascender desde hacía muchos años; segundo, que lo estaba haciendo sobre una bicicleta clásica; y tercero, que dicha bicicleta era mi primera bici de corredor, y la misma con la que coincidí en una excursión, con una chica que actualmente es mi querida mujer.

 Manu con "Mónica" posando al inicio del puerto.

 Roberto coronando el aubisque ¡Chapeau!.

 Lucas y Javier, dos nuevos amigos en el corazón de los Pirineos.

 Lucas y Javier coronando el Aubisque con cara de satisfacción.
 
Una vez todos arriba, echamos media mañana tomando fotos de casi todo, nos permitimos un refresco en la terraza del bar, entablamos algún encuentro fugaz con alguno de los cientos de ciclistas que por allí rondaban, y tomamos decisiones con respecto al resto del día. Anunciada mi intención de no completar la etapa, no encontré más que solidaridad por parte de todos, además de una excelente alternativa. Insistieron en renunciar al plan inicial y Javier planteó la posibilidad de alcanzar desde allí la cumbre del Soulor (1474 m) directamente, para después regresar a los coches superando de nuevo el Aubisque. Me pareció una opción asumible y me apunté a la misma. Antes de partir, Roberto solventó la primera fase de sus compras, las cuales encontraron hueco entre sus bultos, aún a pesar de que el volumen de lo adquirido, superaba con creces el liberado por las raciones de “gateau basque” que todos disfrutamos. La cima del Aubisque era un espectáculo de alta tecnología ciclista, aquello parecía un paddock de Fórmula 1, con los últimos diseños en máquinas de competición de las más afamadas marcas y con varias furgonetas de apoyo al servicio de los cicloturistas de diversas nacionalidades. Nosotros, con viseras, los maillots de épocas pasadas y nuestras obsoletas bicicletas, no sé muy bien si dábamos un toque vintage admirable o una estampa mísera al más puro estilo de las películas de Paco Martínez Soria. En cualquier caso llamábamos la atención, y más de uno nos demostró su respeto y admiración.

 Foto de rigor y otro gran puerto francés para la "colección".
El tramo que va desde la cima del Aubisque hasta la del Soulor, además de ser un territorio histórico del ciclismo mundial, por el que han pedaleado todos los ciclistas más famosos de todos los tiempos desde que en 1910 el Tour pasó por primera vez por los Pirineos, debería establecerse como un requisito para que cualquier aficionado sea considerado como ciclista “de verdad”. La dureza no está en el tramo (que es peor a la vuelta), sino en que para acceder a él han de haberse superado previamente cualquiera de los dos colosos. Pero el valor añadido lo da la suma de esa dureza de acceso previa, la leyenda del recorrido y la impresionante e irrepetible belleza del entorno y del trazado. Pedalear por allí, entre cumbres elevadas, valles inmensos, tramos expuestos al vacío, curvas creativas, túneles que salvan rocas, etc. se convierte en una experiencia única. Cualquier recomendación que podamos hacer se queda corta, si estás leyendo esto y te apasiona la bicicleta, no lo dudes, has de circular por allí alguna vez en la vida.




Manu descendiendo entre los dos puertos.

 
 Lucas descendiendo por el hermosísimo tramo pirenaico.

 Manu a punto de entrar en uno de los túneles.
En el paso del Soulor, nos tomamos también nuestro tiempo, aunque esta vez solamente para risas, cambio de impresiones y más fotografías. El regreso llevó más tiempo porque la altitud del Aubisque supera en 236 metros a la del Soulor, pero supuso una nueva oportunidad para disfrutar del fantástico tramo y poder grabar nuevas imágenes mentales para el recuerdo, desde perspectivas diferentes. En el Aubisque volvimos a parar para algún capricho de última hora, y Roberto completó su “cesta de la compra”, con un surtido de quesos del país que introdujo, nadie sabe cómo, en sus “musettes” mágicas. Ya sólo restaba el largo y divertido descenso. Y al mismo nos aplicamos: un “bicioso”, un maillot amarillo del Tour, un Molteni, un Banesto, y un Kas ¡casi nada! Descendimos sin prisa y con precaución. La carretera aún estaba húmeda en las zonas de umbría, que eran muchas. Javier sufrió un pinchazo y nos reagrupamos a pié de puerto, para rodar todos juntos por el valle hasta nuestro destino.
 
El proceso de recogida de material, bicicletas y equipaje, fue rápido, así como las despedidas. Nos hubiera encantado a todos habernos podido permitir ensimismarnos con la rememoración festiva de los mejores momentos de esos dos días, tomando alguna cerveza y comiendo lo que se pudiera. Sin embargo, nos despedimos de forma rápida, aunque con sincera estima mutua. Tampoco era cuestión de lamentar la separación después de la intensa convivencia, pues todos teníamos en mente el cercano próximo encuentro que tendría lugar cinco días más tarde en Reinosa con ocasión de la quedada “La Montañesa”. Sobre todo teniendo en cuenta que aún nos quedaban por delante algunos viajes de algunas horas (y uno de bastantes) hasta nuestras casas. El “gateau basque” demostró ser un eficaz aportador de energía, pues al menos yo aguanté todo el día sin comer hasta que pude cenar en casa.
En un lapso de un par de días, la experiencia relatada nos sumergió de nuevo en el ciclismo retro, y lo hizo trasladándonos a ambos lados de los Pirineos. Primero suavemente, desde un punto de vista físico, aunque con una importante carga relacional, en la Monreal de Navarra. Después dando un paso más hacia la profundización de la cultura retro en el ciclismo, irrumpiendo por primera vez con nuestras bicicletas clásicas, en una de las regiones más míticas del ciclismo internacional: el Bearn. Ya me tocará hablar de dicha comarca dentro de poco, pero por el momento hay que quedarse con el hito, con el icono, con el punto de inflexión: ya no sólo se trata de acudir a eventos más o menos moderados montando una bici antigua. La temporada pasada y esta me enseñaron que se pueden acometer grandes distancias que superen las 100 millas, aunque éstas incluyan importantes kilometrajes no asfaltados. Esta temporada sobrevivimos al los “infernales” trazados del norte, a sus muros y a su pavés. Y desde este viaje, acabamos de demostrarnos a nosotros mismos, que nuestras bicis de acero y rastrales, también nos valen para ascender los puertos míticos que fueron escenario de las gestas de nuestros héroes de la carretera. Habrá que reflexionar con calma lo que esto puede llegar a suponer.

Los cinco amigos: Roberto, yo, Lucas, Javier y Manu posando
en el Colo de Soulor. Al fondo a la izquierda "del Kas", el Pic
du Midi de Bigorre.
Entre tanto, la Monreal ha agotado (según me han dicho) todas las posibilidades de ubicación itinerante. Algo estará ya pensando su creador, que así nos lo ha asegurado a todos al finalizar. En cualquier caso ha mantenido su espíritu propio y diferenciado: una reunión minimalista en cuanto a su tamaño y estructura de organización. Un evento sostenible y de escala humana, cercana y muy familiar. Gracias a ello, precisamente, entre sus asistentes se generan sinergias y complicidades tan fuertes, que catalizan nuevos proyectos, encuentros y vínculos entre ellos. Habrá quién pueda quitarle mérito o importancia a causa de sus cifras, sin embargo, desde mi punto de vista resulta imprescindible que en nuestro calendario nacional de eventos ciclistas retro se den estos “huecos” espacio-temporales en los que la estructura social de los participantes más convencidos se consolide y se fortalezca. Esperaré con curiosidad e interés qué nos presentará Juanpe en el futuro. Mientras tanto aún nos queda mucho que pedalear en septiembre, antes de despedir la temporada.

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