Voy a entrar en un jardín
delicado. Eso por decirlo de alguna manera, ya que quizás el tema se asemeje
más a una selva amenazadora, exuberante y descontrolada, en la que las bestias
acechan y los peligros campean a sus anchas por todas partes. No le daré más
vueltas o evasivas, voy a escribir sobre el dopaje. Un tema conflictivo,
escabroso y tabú en el deporte en general y muy especialmente en el ciclismo.
Lo voy a hacer opinando, argumentando reflexiones, pero sin apenas aportar
datos, y menos aún revelando mis fuentes, que son muchas y variopintas. Quiero
con esto decir que me voy a expresar como "columnista", que no lo
soy, en vez de como técnico, docente e investigador del deporte, que es lo que soy
en realidad. Me gustaría ser capaz de alejarme mucho de las crónicas oscuras,
deprimentes y morbosas que tanto éxito tienen entre la "literatura"
deportiva del ciclismo (aquella a la que no dedico nunca mi tiempo como
lector). La que se recrea en el lado oscuro del deportista como ser humano, en
la tragedia, la sordidez, el cotilleo, etc. Lo que podríamos llamar la crónica
amarilla del deporte, que para muchos aficionados se ha convertido casi en la
única manera o temática por la que se acercan a la lectura. Pero con ello no
quiero eludir el asunto ni el meter el dedo en la llaga de la interpretación
actual que la sociedad hace del dopaje. Me gustaría también añadir cierto
reparto de responsabilidades del problema y presentar, a las claras, algunas de
mis opiniones al respecto. Sin remilgos, falsa bondad de cuento, edulcorantes
de la situación o abrillantadores que lustren el deporte con una pátina de
falso valor saludable, bondad absoluta y ejemplaridad.
Nos guste o no, los aficionados
al ciclismo no podemos rebatir el hecho de que ambas prácticas, competición
ciclista y dopaje, a lo largo de su devenir histórico, se han mostrado
inseparables, cómplices o al menos extremadamente próximas entre sí. No se
trata de asegurar, ni mucho menos, que todo el ciclismo de la historia haya
estado absolutamente contaminado de dopaje, pero sí de reconocer que, a lo
largo de toda su existencia, el dopaje ha estado parcialmente presente en el
ciclismo de competición (y de un tiempo a esta parte en el no tan competitivo).
Que nadie se alarme por ello ni ponga el grito en el cielo o me tilde de
exagerado y absolutista, permítaseme un repaso fulgurante por algunos
"momentos estelares del ciclismo". Alfred Jarry murió en 1907, lo que
nos sirve para poder hacer el sencillo cálculo de que aquellos escritos suyos
que se incluyeron posteriormente en su librito "Ubú en bicicleta",
corresponden, todos ellos, a un recién estrenado siglo XX. Jarry fue un
ciclista practicante apasionado, que se desplazaba en bicicleta a todas partes,
y hasta cuentan que dormía junto a su máquina ("tomada prestada") a
la cual consideraba su esqueleto externo. Su escueto libro de temática
velocipédica está cargado de inverosímiles situaciones en las que, a poco que
el lector aplique cierto sentido crítico, alguna capacidad de lectura entre
líneas y buenas dosis de sentido del humor y de crítica social, encontrará
bastantes ideas que anticipaban algunos problemas que el tiempo se fue
encargando, posteriormente, de recrear de forma real. Para Jarry, parece que
todo vale a la hora de conseguir mantenerse rindiendo sobre la bicicleta, de
forma que se sea capaz de rodar a la máxima velocidad posible durante eternos
periodos de tiempo y kilometrajes. La fatiga no es más que una pega y un
obstáculo de imperfección para el estado de rendimiento ciclista ideal. Y por
ello sueña con la "perpetual motion food" capaz de conseguir que el
ciclista no deje de rendir. Esta manera de pensar, por muy transgresor que su
creador fuera (que lo era), expone una idea, un deseo, una búsqueda y una
actitud que no debían de ser exclusivos del escritor, sino comunes entre una
población fascinada ante la innovación vital ofrecida por la bicicleta en
aquella época. Las disquisiciones morales seguramente empezarían a llegar mucho
después, algo que actualmente nos está pasando con muchos cambios
experimentados por la humanidad en cuestiones de visibilidad pública, avances
tecnológicos, ética biológica, etc. Prueba de que la percepción de que las
ventajas aportadas por sustancias, o cualquier otro tipo de métodos encaminados
a aumentar o prolongar el rendimiento ciclista, eran vistos como avances
positivos, fue la constante búsqueda de complementos y medicinas que pudieran
ayudar a los ciclistas a mantener los esfuerzos necesarios para cubrir las
exageradamente largas carreras o etapas que se planteaban a finales del siglo
XIX y principios del XX. La utilización de crema de cocaína alrededor de los
ojos para evitar el sueño fue un hecho del que hay constancia escrita. Y si
leemos a Charles Terront o a algunas de las primeras crónicas informativas del
Tour de Francia, o atendemos a los cambios reglamentarios experimentados en sus
inicios, comprobaremos que, más allá de una utilización incontrolada de sustancias,
las trampas, como tal, fueron consustanciales con las carreras ciclistas desde
sus inicios: atajos, utilización de trenes, etc. Por ello se empezaron a
establecer controles secretos y también por ello Terront culmina el relato
sobre su victoria en la primera París-Brest-París añadiendo una nutrida lista
de testigos que certifican la realización de todo el recorrido pedaleando. Las
trampas existieron en el ciclismo desde su nacimiento, y de igual manera, las
sospechas se cernieron desde entonces sobre él, y parece que nunca ha
conseguido librarse ni de unas ni de otras. Posteriormente, esa subcultura
seguiría vigente, con las lógicas oscilaciones derivadas de los tiempos y de
los adelantos científicos, reglamentarios, de control, de formas de pensar,
etc. Entre los momentos más dramáticos de esta evolución ininterrumpida
encontramos el episodio de la muerte de Tom Simpson durante la ascensión al
Mont Ventoux. Pero la historia está plagada de anécdotas, noticias y
situaciones vividas por todo tipo de ciclistas, incluidos los campeones más
legendarios, algunos de los cuales, además, pagaron un alto precio, cobrado
tempranamente por la enfermedad en su organismo. Pero el ejemplo de Simpson es
importante porque exalta y transforma en épica el dopaje. No todo el mundo sabe
que Simpson fue un gran corredor con importantes éxitos en su palmarés. Todo
ello quedó superado por la popularidad eterna que le proporcionó su muerte por
dopaje. Aunque nadie se atreva a expresarlo así, parece que su caso lo eleva a
la categoría de figura, por el mero hecho de haber fallecido cuando "iba
hasta las patas", en una puesta en escena espectacular. Y a raíz de
aquello, su figura ha quedado establecida como la de una especie de
héroe-víctima, a la que incluso un fabricante de prendas deportivas clásicas le
ha dedicado un maillot de homenaje.
Alfred Jarry pedaleando con “su”
bicicleta que no era suya. (Imagen: wikipedia)
Tom Simpson en la etapa del día
anterior a la jornada en que murió en el Tour de Francia de 1967. (Imagen:
Getty Images).
Vanos intentos de reanimación
cardio-pulmonar al borde de la carretera (Imagen: bikeforums.net-lazyass).
Publicidad actual de un maillot
réplica del de Tom Simpson (Imagen: soigneur.co.nz).
Otro periodo destacado de la
historia del dopaje en el ciclismo se desencadenó con la irrupción de la
eritropoyetina (EPO) en el pelotón. Parece que su uso se inició de modo muy
puntual en la década de los años ochenta, cuando dicha sustancia era
exclusivamente empleada en el tratamiento de pacientes de los servicios de
nefrología más avanzados, y con los cuidados y precauciones habituales de los
procesos de investigación farmacológica que se aplican en los países
"occidentales". Sin embargo, el principio científico pronto se hizo
evidente para algunos médicos deportivos, así como la suposición de una mejora automática
del rendimiento. Por lo que algunos personajes de conciencia más flexible
empezaron a utilizarlo en deportes de resistencia (no únicamente el ciclismo).
Sin duda que aquellas prácticas eran peligrosas. A las repentinas muertes súbitas
de algunos ciclistas (entre ellos varios holandeses de categorías no
profesionales), había que sumar los riesgos de otras enfermedades provocadas
por la utilización de una EPO no sintética aún, extraída de vísceras de
animales muertos, lo cual, en alguna situación, podía provocar procesos patológicos
similares a aquellos casi coetáneos casos de la enfermedad de las "vacas
locas". Unos y otros problemas se fueron convenientemente ajustando,
puliendo y mejorando a lo largo del resto de la década de los ochenta, y no
digamos durante la de los noventa, en la que la EPO (y su evolución de
enmascaradores) progresó de un modo tan espectacular que sólo puede explicarse deduciendo
la existencia de un enorme negocio multinacional detrás. Su empleo transcendió (por
supuesto) más allá del ciclismo y afectó al resto de disciplinas en las que la
resistencia (y en especial el consumo de oxígeno) tuvieran importancia
vinculante de cara al resultado deportivo. Una vez lanzada la "guerra
deportiva" a nivel de "armamento químico", la cuestión se fue
diversificando y muchas otras modalidades (de velocidad, fuerza, etc.) fueron
irrumpiendo en esta "subcultura" deportiva de la mano de algunas
otras sustancias como la testosterona, hormona de crecimiento, esteroides y
demás anabolizantes. Desde entonces, la situación, lejos de corregirse, fue
aumentando y haciéndose más y más presente en un ámbito competitivo en el que
cualquier resquicio de avance (científico, tecnológico, económico,
psicológico…) se hacía atractivo, y casi imprescindible, para alcanzar el éxito
y los resultados. Y ese panorama es el que ha caracterizado el reciente pasado
(y aún el presente) del deporte actual al máximo nivel, en el que la
proliferación de sustancias utilizadas es de una diversidad enorme y en el que
se van sucediendo casos y casos en multitud de disciplinas.
En defensa del ciclismo (defensa
parcial) hay que decir que, en mi opinión, esta modalidad ha venido siendo
utilizada como chivo expiatorio. Apoyándose quizás en su tradición de dopaje,
son varias las autoridades y entidades de gestión del deporte mundial, las que
han incidido en destacar su vinculación con el dopaje, las que han resaltado
sobremanera gran cantidad de noticias escabrosas, escandalosas y mediáticas,
para, en cierta medida, enviar un mensaje subliminal o agazapado, que ha venido
a decir que el ciclismo estaba podrido de dopaje, representando el lado oscuro
del deporte (el de la “fuerza” en términos galácticos de ficción), como
contraposición al resto de modalidades, las cuales por contraste, podían ser
percibidas por la opinión pública como total o casi completamente limpias. En
esto los medios de comunicación han actuado como claros colaboracionistas, y si
la cuestión se ha superado, desde el punto de vista de la percepción social
general, ha sido porque la evidencia del dopaje en muchas otras modalidades ha
resultado tenaz, y porque la prensa más proclive a la utilización del escándalo
como principal contenido informativo no ha podido resistirse a sacar provecho
de tan suculentas oportunidades. Por eso mismo, para “repartir” un poco más “la
maldad”, se hace necesario recordar que durante las décadas de los años 70 y 80,
el dopaje fue práctica más que habitual en los programas de alto rendimiento
deportivo de los países del Bloque del Este, que sus mejores técnicos y
auxiliares científicos fueron muy bien acogidos posteriormente en los países
occidentales (Estados Unidos y España incluidos) y que la evolución y
desarrollo de sustancias específicas para una mejora “ilegal” del rendimiento
tuvo un importante crecimiento en Europa (Italia lideró unos años de mucha
innovación en este aspecto) y Estados Unidos. Inmediatamente después, China
hizo un enorme esfuerzo en la preparación de sus equipos nacionales, por los
que también desfilaron algunos de aquellos técnicos de origen europeo oriental,
y así, sucesivamente, el asunto ha seguido más que vivo. Por ejemplo, en los
últimos mundiales de atletismo, cuando nuestros comentaristas exponían los
currículos deportivos, de resultados, marcas y medallas, obtenidos por muchos
de los atletas presentes en las series previas, calentamientos y prolegómenos
de las salidas, deslizaban con naturalidad las suspensiones sufridas por muchos
de ellos a causa del dopaje. Y me llamó poderosamente la atención comprobar la
gran cantidad de velocistas, o atletas de diferentes distancias (hombres y
mujeres) y de muy diversa procedencia, que habían pasado por ese tipo de
situaciones. El atletismo mundial no se diferencia mucho del ciclismo en este
asunto, lo que pasa es que no hay Tour, Giro y Vuelta todos los años. Y tampoco
es distinto en el piragüismo y remo (de ambos conozco casos reales), el esquí
de fondo y un larguísimo etcétera de deportes. Es cuando menos sintomático que
algunas modalidades auto-gestionadas como la NBA, las series profesionales de
triatlón… no incluyan determinados tipos de controles antidopaje. Los mismos
jugadores de baloncesto que militan en la mencionada liga, creo que están
exentos de pasar los controles olímpicos habituales.
Ajustadas las cuentas, podemos
pasar a otro enfoque del problema. Desde el punto de vista de la ética o la moral
del deporte (si es que las hay), me gusta preguntar mucho a la gente y a mi
alumnado qué es lo que ellos creen que es más grave de entre los diferentes
comportamientos que podemos ver entre los deportistas. ¿Las faltas, el engaño,
el dopaje…? Insisto, desde una óptica ética. Lo habitual es que las faltas
(interrupción antirreglamentaria, voluntaria e intencionada de la progresión de
un contrincante) estén bien vistas y asumidas en la mayor parte de los deportes
de equipo, mientras que son más criticadas en las carreras (la patada de Rossi
en motociclismo, por ejemplo). En realidad el concepto es similar: hacer algo
que prohíbe un reglamento, para perjudicar instantáneamente el rendimiento o
logro de un contrincante. La diferencia está en que en los deportes de equipo,
salvo que nos pasemos de contundencia, el contrincante podrá seguir jugando,
mientras que el caso de la carrera de motos, lo más seguro es que no. Pero lo
importante es que las violaciones del reglamento, con el tiempo se han ido
normalizando, siendo asumidas por los espectadores y, en algunos casos, convirtiendo
en gestos técnicos, tácticos o estratégicos, enseñados y valorados por los
entrenadores. De todas formas, desde una perspectiva ética hay cosas peores, y
una de ellas es el engaño. Y un ejemplo de ello, era, hasta hace poco, simular
un penalti. Digo hasta hace poco porque tal acción se ha ido transformando, con
el paso de los años, en un tipo de conducta concreta muy habitual en muchos
deportes de equipo. Esa simulación es un evidente intento de engañar a un
árbitro o juez, para conseguir un beneficio evidente y muy “rentable”. En
ocasiones tanto que puede decantar de forma definitiva un resultado. El dopaje
tiene también su componente de engaño, en eso se mantiene al mismo nivel que lo
anterior. Lo que objetivamente le puede hacer más despreciable es el hecho de
que quien lo practica suele poner en riesgo su propia salud y acostumbra a
tener que engañar en más ámbitos (controles deportivos, aduanas, etc.) que el
otro; y además, prolongarlo muchísimo más en el tiempo. Es decir, que el engaño
es sostenido, mientras que el del penalti es instantáneo o puntual. En
cualquier caso, ambas conductas son lo mismo: un engaño para ganar, y la
pérdida de respeto que yo experimento hacia los deportistas que las realizan es
de grado similar (sospecho que con esto me acabo de separar conceptualmente de
la mayor parte del público deportivo). Pero aún nos queda otra conducta deportiva
que cada vez se está haciendo más habitual y que la gente en general está
empezando a aprender a tolerar y juzgar como algo casi normal, lógico y hasta
comprensible. Me refiero a las descalificaciones de contrincantes provocadas gracias
a la simulación de agresión sufrida. Por ellas entiendo aquellos actos en los
que un deportista simula que es agredido por otro para que expulsen a su oponente.
Todos lo hemos visto ya en más de una ocasión. En mi opinión, hasta ahora (al
paso que vamos acabaremos viendo cosas peores), es lo peor de lo peor en
cuestiones morales deportivas, mucho peor que el dopaje. Sí, trataré de
justificar mi juicio de valor. El que se dopa engaña y pone en riesgo su salud,
pero todavía desea competir (y ganar) contra sus contrincantes. Con ayuda
suplementaria prohibida, pero ganarlo en la pista, la carretera o el terreno de
juego. El “simulador” va más allá, quiere ganar, y para ello lo que busca es
que el contrario no participe, no tenga siquiera la oportunidad de defenderse o
competir. Y además, para evitarle poder participar, el “simulador” se beneficia
de un acto unilateral, por lo que el damnificado está doblemente indefenso ante
la situación: deportivamente indefenso si es expulsado y realmente indefenso sin
haber cometido acto de agresión alguno. Pese a todo, lo dicho, nuestras gradas,
redes sociales, tertulias de bar… aún defienden cualquier fechoría cometida por
sus colores, y en cualquier caso, consideran el dopaje como la mayor maldad
posible.
Como tampoco quiero pasarme la vida
hablando sobre un tema que en el fondo no me gusta y dejó de interesarme mucho
hace años (cuando lo conocí bastante a fondo), voy a resumir algunas
reflexiones más en formato de preguntas sin respuesta.
¿Qué pone más en peligro a
terceros, el dopaje de un deportista, el de un piloto comercial o conductor de cualquier
medio de transporte público, el de un ciudadano al volante...?. Me parece que
la respuesta es evidente. ¿Por qué entonces tanto esfuerzo gubernamental e
institucional en perseguir el deportivo e ignorar los otros?. Resulta que cada
vez que hacen un control de tráfico matinal y laborable, aparecen unos
resultados de tasas de alcoholemia y consumo de drogas sorprendentemente elevados
¡y entre muy diferentes tipos de personas!. Y la sociedad lo asume y convive
con ello sin excesiva preocupación al respecto y hasta se queja cuando se
intenta controlar tal realidad en exceso. Y sin embargo, la persecución del
dopaje deportiva es, por lo general, aplaudida (especialmente cuando la sufren
los contrincantes de nuestros ídolos o equipos). Hipocresía amigos, mucha
hipocresía social, estatal, gubernamental, institucional y ciudadana.
¿Qué ha de definir al dopaje? ¿La
materia consumida, el acto de utilizarla, la ventaja obtenida, los efectos
perjudiciales para la salud…? Esto es algo que no siempre queda del todo
aclarado. Entonces, habría que ir reflexionando sobre cada uno de estos
conceptos. Centrémonos por ejemplo en la sustancia misma. Resulta que si la
lista de sustancias prohibidas cambia repentinamente (esto es algo que ha
pasado varias veces), una persona puede pasar de inmediato de ser considerado normal
a malvado (cafeína y otros) o viceversa. No me refiero a su estado
administrativo, que depende de plazos y normativa, sino al juicio social al
respecto. La lista tiene el poder de transformar instantáneamente el juicio
social sobre las personas, y no un juicio menor, sino uno de consideración de
ellas como deportistas de reconocidos valores humanos positivos (por el simple
hecho de ser deportista, lo cual es otro error manifiesto y específico de
nuestra sociedad actual) o como “drogadictos”, delincuentes deportivos,
tramposos, etc. Por otro lado, hay que reflexionar un poco sobre el cómo se
hacen las listas, lo cual en parte va en función de los productos que van
apareciendo y evolucionando en los controles. Siendo esto así, parece lógico
pensar que las listas llegan siempre un poco tarde, es decir, que hay sustancias
que se empiezan a prohibir cuando se detecta una inesperada aparición de las
mismas (valoración estadística) en los controles que se van acumulando. Si el
retraso es un atributo propio del sistema, la ventaja estará del lado del
innovador químico, lo cual estimula la investigación en este campo.
Precisamente en relación con
estas últimas cuestiones, ha surgido hace pocos días un gran revuelo que afecta
a numerosos competidores de muy diversas modalidades deportivas. Me refiero a
la cuestión del Meldonium, dado a conocer a nivel global por el caso Sharapova.
Estamos ante un ejemplo de consideración repentina de dopaje por una sustancia
que durante años no lo ha sido en absoluto y cuya utilización era de lo más
común entre deportistas del este. Por mi especial interés en el patinaje, lo
ilustro con una breve nota de prensa:
“El positivo de Latípov es el séptimo por Meldonium de un
deportista ruso del que se
informa en los últimos días. Ayer, la Unión de Patinadores de Rusia comunicó
que la patinadora rusa Ekaterina Konstantinova, campeona de Europa en relevos
en pista corta sobre hielo, había dado positivo por la misma sustancia. Con
anterioridad, otros dos patinadores de velocidad rusos, Semión Elistratov,
campeón olímpico de patinaje en pista corta, y Pável Kulizhnikov, cinco veces
campeón mundial, fueron suspendidos por el uso de Meldonium, prohibido desde el
1 enero de este año”. (El País. EFE, 10 marzo, 2016).
El patinador ruso Pavel Kulizhnikov,
positivo por Meldonium. (Imagen: El País. JEON HEON-KYUN, EFE)
No pretendo “exculpar” a los
deportistas sancionados. La culpa probablemente corresponda a sus equipos
médicos que no han sabido medir bien los efectos de duración detectable de las
sustancias en los organismos de los deportistas a partir de la fecha límite
señalada. Sin embargo, la circunstancia ilustra muy bien la cuestión de la
íntima relación existente entre los juicios sociales y las burocracias
administrativas cambiantes. Por otro lado, aquí estamos ante una situación que
quizá tenga mucho más trasfondo del que parece, un trasfondo económico y de
estatus farmacológico internacional. Resulta que la sustancia en cuestión es un
producto comercializado con normalidad y sin receta tanto en Rusia como en
varios países de su influencia comercial y científica. Pero, a causa de
protocolos y normativas diferenciadas en cuestiones de salud pública, no puede
ser distribuido en “occidente”. Estamos pues ante una situación de aranceles
científico-administrativos, derivados de evoluciones farmacéuticas distintas,
procedentes de historias económicas y políticas diferentes. A poco atento que
uno esté, a lo largo de los últimos años, parece que estamos también asistiendo
a cierto pulso, pugna o pelea por hacerse con el poder administrativo
internacional de la lucha y control del dopaje. Y en dicha línea, primero la
Unión Europea, y de forma más evidente aún, a última hora, Estados Unidos,
están dando claros pasos adelante para erigirse como jueces supremos del
asunto. Así que lo del Meldonium, en cierta medida, me empieza a sonar más a
una doble cuestión de guerra comercial farmacéutica general y de control gestor
de la lucha antidopaje.
¿Quién se dopa? ¿Hay deportistas
de élite suficientes en nuestro país como para consumir los cientos de miles de
dosis que aparecen en cada incautación? ¿El negocio es tan atractivo que
deportistas con un futuro laboral “post-deportivo” más que probable están
dispuestos a arriesgarlo jugándosela como distribuidores? Las posibles
respuestas ante tales preguntas nos acaban llevando hacia una realidad nada
saludable. El dopaje está claramente instaurado en demasiadas capas no
profesionales de nuestra sociedad practicante de deporte. Los gimnasios son un
ejemplo. Demasiados de ellos convertidos en centros de radical culto al cuerpo
y de trapicheo de productos anabolizantes. Pero las competiciones “aficionadas”
no le van a la zaga. Aparecen casos de gente no profesional con infecciones de
sangre por autotransfusiones… surgen noticias de “corredores” expulsados por
los organizadores de “marchas cicloturistas”. El mercado clandestino parece ser
negocio suficiente como para que haya personas que arriesguen su estatus
introduciéndose en él, algo únicamente posible si la masa de consumidores es
significativa y, por lo tanto, transciende de largo al deporte de alto nivel.
Todo ello parece un síntoma de enfermedad socio-deportiva que va más allá del
deporte profesionalizado y afecta a personas corrientes, gente que nunca serán vencedores
de fama mundial, ni podrán vivir del deporte, pero que están dispuestos a jugar
a ser campeones a nivel de barrio, provincia, subcultura deportiva concreta,
etc. ¿Estamos locos o qué? No lo sé, pero enfermos sí, desde luego social y
psicológicamente trastornados, y algunos, al paso que van, pronto también lo
estarán fisiológicamente.
Aún a riesgo de ahuyentar a
algunos lectores que todavía no se me hayan escapado de esta lectura, me voy a
permitir el traer un poquito de filosofía sobre el dopaje. Marc Perelman[1]
es un pensador francés del deporte, al que he descubierto recientemente y de
pura casualidad. Además de la fundamentada calidad de sus escritos, de la
importancia de los asuntos que trata y de su enriquecedor punto de vista, lo
que quizás más me haya sorprendido es que este autor, que ejerce como crítico
(bastante radical) del gran sistema deportivo actual en la sociedad
globalizada, se me haya mantenido oculto hasta el momento. Puede que la culpa
haya sido mía, consecuencia de mi propia incompetencia, falta de acierto o
dejadez en el mantenimiento de una formación permanente sobre los asuntos a los
que me dedico laboralmente. Sin embargo, sospecho que esto no ha sido así, sino
más bien un problema de falta de “distribución” suficiente de su obra, por
parte de las entidades especializadas que normalmente se encargan de formar a
los especialistas académicos en materia de deporte y actividad física. Perelman
estuvo especialmente activo en la década de los 70, en la que fue uno de los
fundadores de un movimiento de filosofía y sociología deportivas muy crítico y
opuesto a la tendencia internacional general. Aquel movimiento se manifestó de
forma expresiva especialmente a través de la revista “Quel corps?”. La cuestión
es que ni durante mi formación universitaria, ni tiempo después estudiando a
numerosos sociólogos del deporte, o actualizándome en cursos de doctorado más
recientes, capté referencia alguna sobre el autor o sus “colegas” de
movimiento. Me da la impresión de que sus tesis resultaron muy incómodas, y la
presente renovación y actualización de las mismas, aún lo pueden ser más. El
dopaje es uno de los asuntos que trata, pero en mi opinión no el más alarmante.
De todas formas, sí el único que tratamos ahora aquí. Y sobre él me permito
transcribir, en formato de collage, algunas citas textuales, entresacadas de un
generoso texto razonado (siento tener que mutilar sus reflexiones por puras
razones de espacio).
“El dopaje ha podido hacer eclosión y difundirse en el deporte – desde
el nivel profesional hasta los pequeños clubes, recorriendo todos los peldaños
intermedios – como consecuencia de la valoración social de los campeones. […]
El dopaje, por tanto, no es un exceso, una sorpresa o una vicisitud, sino el
núcleo o la estructura misma del deporte en su forma más reciente. A partir de
una presencia crónica y discreta (el dopaje ha existido siempre en las
competiciones deportivas en mayor o menor medida, igual que en los Juegos
Olímpicos de la Antigüedad), se ha convertido en un componente estructural del
deporte tal y como se practica ahora. Hoy en día, sin dopaje ya no habría
deporte. […] Gracias al medio televisivo, que integra el dopaje en su propia
lógica competitiva, se produce y se reproduce por doquier – como única
realidad, como realidad existente bajo una forma globalizada – un deporte de
una magnitud y unas dimensiones completamente distintas. […] Así, el dopaje
permite alentar la existencia del deporte, fundamentar su realidad vinculándola
a la idea del progreso ininterrumpido del ser humano, de su transformación
constante, de su mejora y, a fin de cuentas, de responder a su esencia. El deporte
crea y renueva continuamente sus ‘stocks’ de deportistas dispuestos a todo. […]
Por su parte, la mayor parte de los deportistas sigue negando su adicción a los
productos dopantes, pero intentan hacerse avalar por sus seguidores y por un
público conquistado para la causa: los dopados y los reconocidos como tales
nunca habían sido tan populares como ahora, y a los que han muerto se les ha
considerado enseguida mártires de la causa del deporte”.
Perelman sigue y sigue
desmenuzando el asunto, con criterio, datos y conocimiento, pasando
progresivamente de un análisis reflexivo de la realidad, a unos razonamientos
cada vez más filosóficos, no exentos de acierto y esencia humanista.
“A partir de estas primeras reflexiones se produce un desplazamiento en
el centro de nuestro análisis. Si el deporte se halla gangrenado hasta tal
punto por el dopaje; más aún, si en la actualidad el dopaje es la verdad del
deporte, si deporte y dopaje constituyen una unidad indisociable, entonces
habría que preguntarse si como consecuencia del dopaje la cuestión del estatus
real del deporte no sería la siguiente: ¿no se habrá convertido el deporte en
una droga? ¿No se habrá convertido en la verdadera adicción, en la droga dura contemporánea,
no sólo de millones de federados, sino ante todo como núcleo del conjunto del
sistema deportivo?”.
La idea no es ni mucho menos
novedosa, suena a aquello del “opio del pueblo” que acuñaba algún dirigente
romano. Esto explicaría el porqué, cuando se congregan algunos curiosos
anónimos a las puertas de los juzgados para esperar la entrada o salida de
presuntos delincuentes fiscales famosos, a todos los abuchean o insultan,
excepto a los futbolistas más populares, a quienes esperan para pedirles autógrafos.
Byung-Chul Han[2],
no es un teórico del deporte. Nada de eso. Es un filósofo convencional,
dedicado plenamente al pensamiento. Lo de convencional no se refiere a sus
propuestas de pensamiento, sino a su dedicación como autor y profesor de
filosofía. Pese a que se ocupa de asuntos genéricos del ser humano, a la
filosofía y a la teoría social, recientemente encontré, en uno de sus ensayos,
cierta referencia al dopaje, que me llamó la atención:
“La sociedad de rendimiento, como sociedad activa, está convirtiéndose
paulatinamente en una sociedad de dopaje. […] El dopaje en cierto modo hace
posible un rendimiento sin rendimiento. Mientras tanto, incluso científicos
serios argumentan que es prácticamente una irresponsabilidad no hacer uso de
tales sustancias. Un cirujano que, con ayuda de nootrópicos, opere mucho más
concentrado, cometerá menos errores y salvará más vidas. […] Si el dopaje
estuviera permitido también en el deporte, este se convertiría en una
competición farmacéutica. Sin embargo, la mera prohibición no impide la
tendencia de que ahora no solo el cuerpo, sino el ser humano en su conjunto se
convierta en una ‘máquina de rendimiento’, cuyo objetivo consiste en el
funcionamiento sin alteraciones y en la maximización del rendimiento. […] El
reverso de este proceso estriba en que la sociedad de rendimiento y actividad
produce un cansancio y un agotamiento excesivo. Estos estados psíquicos son
precisamente característicos de un mundo que es pobre en negatividad y que, en
su lugar, está dominado por un exceso de positividad. […] El exceso del aumento
de rendimiento provoca el infarto del alma”.
Algunas de estas frases me
recuerdan a Jarry y su evidente obsesión por un rendimiento perenne, aún a
costa de cualquier tipo de suplementación. La cuestión no parece haber cambiado
tanto, después de todo. Y al igual que entonces para Jarry, para una gran parte
de la ciudadanía actual, independientemente de sus ideologías, creencias o
ausencia de ambas, el alma (entendida ésta desde un punto de vista no
necesariamente religioso, aunque si humano y vital) parece ahora importar muy
poco, y en cualquier caso, mucho menos que el cuerpo y el éxito.
Antes de dar un evidente golpe de
timón a esta disertación, quiero incluir un breve comentario sobre la función
industrial del dopaje en la actualidad. A mi modo de ver, el dopaje se ha
convertido en un negocio importante que, como muchos otros, aún no resultando
necesarios para la sociedad, han logrado instalarse en la misma, haciéndose un
hueco en el que desarrollar su vocación económica. Parte del negocio es negro,
pero mucha porción del pastel es legal e incluso de titularidad pública.
Trataré de explicarme. Gracias al dopaje, la presencia de un médico deportivo
experto en prescripción de rendimiento se ha hecho imprescindible en la mayor
parte de los equipos que militan en disciplinas deportivas de alto rendimiento.
Las sustancias prohibidas mantienen toda una industria oculta que cubre las
demandas de consumo (insisto en que las incautaciones lo atestiguan). La
inclusión progresiva de más y más sustancias en las listas de productos
dopantes, certifica que hay muchos laboratorios trabajando legalmente en
productos de aumento del rendimiento, que se muestran más o menos eficaces, y
son utilizados hasta que les llega (o no) una posterior prohibición. Y por si
todo esto fuera poco, todo el aparataje de lucha contra el dopaje se ha
convertido en una gran estructura pública y privada que nos cuesta muchísimo
dinero, mantiene laboratorios, investigación y bastantes puestos de trabajo
permanentes o eventuales. Tal es así, que para algunos organizadores de eventos
deportivos, la barrera económica que limita el que su prueba dé un paso más
adelante, en crecimiento o estatus (paso a categoría nacional o internacional),
es levantada por los desmesurados costes que origina la necesidad de incorporar
determinados niveles de control antidopaje. ¡Demostrar que no nos dopamos, nos
resulta muy caro, y en demasiadas ocasiones nada eficaz!.
Después de
tanto hablar, y de hacerlo quizás de una forma desordenada o aparentemente
caprichosa, quizá sea buen momento para insertar una síntesis de reflexión
personal. Considero que, probablemente, el mayor problema del dopaje en la
actualidad es que su práctica se ha ido extendiendo significativa y
peligrosamente entre la población normal, entendiendo por esta la de
deportistas no profesionalizados, aspirantes jóvenes o veteranos, que necesitan
brillos de rendimiento parciales, en ámbitos de actuación locales, acotados o
casi-casi personales. Y que ello se debe a una devaluación moral de los valores.
Lo cual se me antoja quizás lo más peligroso del asunto. Pero eso lo considero
ya una causa perdida general que inunda el universo humano mucho más allá del
estrictamente deportivo. Se ha ido agudizando tanto el afán competitivo entre
la gente corriente que, entre demasiadas personas, parece haberse generado una
especie de instinto de supervivencia social en forma de exacerbada y patológica
competitividad. Y aunque el drama ético colectivo parezca sin solución fácil o
cercana, centrándonos en lo puramente práctico, tanto dopaje “de barrio” lo que
está provocando es una puesta en riesgo de la salud de algunos practicantes
que, al no estar siendo controlados por equipos médicos (tramposos pero
profesionales al fin y al cabo), corren bastante más peligro.
Entretanto, la opinión pública,
conducida por los medios de comunicación, por los comunicados oficiales y por los
púlpitos de las variadas personalidades de las administraciones y entidades
públicas (gobierno, TVE, CSD…) o privadas (federaciones, comités olímpicos…),
se siente honrada, limpia y justiciera, negando una hipocresía colectiva que en
numerosos casos ha ofrecido claras muestras de su existencia. Basta hacer un
poquito de memoria o releer las opiniones vertidas sobre el susto recibido
pocas horas antes de que Perico Delgado ganara su único Tour de Francia. O
cuando se templaban gaitas para diluir casos tan incómodos como el de Guardiola
en Italia o Contador y sus “picogramos” de clembuterol ¿Y qué decir del
linchamiento institucional repentino aplicado a Johann Mühlegg? Que pasó de la
noche a la mañana de ser nuestro Juanito español de vocación, a casi-casi un
inmigrante de dudosa reputación que hubiera traicionado nuestra confianza y
nuestro favor, después de haberle dado una oportunidad de desarrollo deportivo.
“Oportunidad” que desde hace algunos años viene haciéndose más y más habitual
en forma de atletas, tiradores de esgrima, jugadores, etc. de contrastado nivel
internacional y rocambolesca vinculación patria. Esta mencionada hipocresía se
puede manifestar pues en dos modos preferentes, según los casos a los que sea
aplicada. Uno, el fulgurante, inmediato y desmemoriado paso de adoración a
linchamiento social. Únicamente explicable por la absoluta falta de rigor que
nuestra actual sociedad muestra tanto a la hora de juzgar a los deportistas,
como a la de atribuirles valores éticos, cívicos y sociales, sin haberlos
demostrado, por el simple hecho de ganar títulos o competiciones. El otro, que
cuando el dopaje surge en nuestros enemigos deportivos, respondemos con
fiereza, clamando por un rápido y contundente ajusticiamiento; mientras que
cuando los sufrimos en nuestras propias filas, la respuesta tiende a ser
condescendiente, tibia, justificadora y precursora de la belleza del perdón. De
esto último parecieron dar buenas muestras en Bilbao, cuando salió a la luz el
caso Gurpegui.
Perico en acción
durante el Tour (creo que el del 1988). (Imagen: forodelciclismo.mforos.com-spl80).
Pep Guardiola
durante su fase italiana (pasó por varios equipos). Fue sancionado por dopaje
jugando para la Roma. (Imagen: elmundo.es).
Johann (o
Juanito, según los casos) Mühlegg, defendiendo los colores del Equipo Nacional
Español de deportes de invierno. (Imagen: revistavanityfair.es).
Carlos Gurpegui, comparece
ante la prensa acompañado del médico deportivo del Athletic de Bilbao (Sabino
Padilla; ex-Banesto), en la época de su sanción. (Imagen: elpais.com).
Manifestación de
protesta contra la sanción a Gurpegui por las calles de Bilbao. (Imagen:
marca.com).
El dopaje existe desde que existe
el deporte. Es un concepto tan difícil de definir y objetivar que presenta unas
fronteras no siempre bien delimitadas. Algunos autores sugieren que en cierta
medida ya se daba en las expresiones deportivas de la Grecia Clásica, y desde
luego, ha coexistido en diferentes grados de actividad a lo largo de toda la
historia del deporte moderno. Respecto a su presente, pues qué queréis que os
diga, que sigue ahí, con una presencia que va fluctuando en su nivel de
aparición explícita, pero que lejos de desaparecer se mantiene vivo, lucrativo
e innovador. Y al pensar en su demostrada capacidad de “I+D” me ha dado por
imaginar hacia dónde nos puede llevar el futuro y plantear un juego de
ciencia-ficción en el cual presiento dos tendencias potenciales de dopaje (por
otro lado creo que bastante cercanas, al paso que avanzamos en determinados
campos científicos).
“Dopaje 2.0”. Gracias a la
biotecnología, parece que la introducción en el organismo de micro-instrumentos
de constitución combinada entre lo electrónico y lo biológico, todo ello a
nivel “nano”, está ya experimentándose en diversas investigaciones médicas.
Neuroreceptores artificiales para recuperar la vista, neurotransmisores para
monitorizar niveles bioquímicos internos, provocar acciones fisiológicas, etc.
Todo ello, dicen, va a experimentar un desarrollo muy acelerado en breve
tiempo, lo cual afortunadamente podrá aportarnos inesperados y espectaculares
beneficios sanitarios y… ¿por qué no? De rendimiento deportivo. Y si no… al
tiempo. Y además, de darse, podría llegar a ofrecer nuevas posibilidades
dopantes, pues más allá de la mejora de los aspectos condicionales del
rendimiento (para los clásicos el “Citius, altius, fortius”), podría incluso
favorecer los que tienen que ver con la habilidad motriz.
“Dopaje 3.0”. La evolución de la definición,
consideración y descripción de los derechos humanos y sociales es una realidad.
Tales derechos van experimentando variaciones en función de los cambios
culturales, políticos y sociales, y aunque algunos tardan más o menos en
declararse formalmente, otros empiezan a ponerse en práctica en forma de
multiplicación de casos puntuales. En definitiva, como corrientes de moda o
tendencias. Un claro ejemplo de ello es el ámbito de la estética personal en
las sociedades del “primer mundo”, en las que las personas pueden (e
inmediatamente se sienten con derecho a) tener una dentadura perfecta, un
tamaño de pecho concreto, unos rasgos faciales hermosos o estandarizados, etc.
Por el momento lo de la estatura no se ha conseguido arreglar, pero no dudo que
en cuanto técnicamente sea factible, tardará poco en convertirse en un derecho
demandado. Y mientras hay cosas que van pudiéndose modificar gracias a los
avances en “tunning” humano, la programación genética, parece acercarse a una
velocidad pasmosa. Y gracias a ella surge mi segunda propuesta futurista para
el dopaje: el diseño de grandes campeones programados genéticamente con
características potencialmente favorables para el éxito deportivo en según qué
tipo de disciplinas. Problema técnico no será, pues ya he dicho que se está
avanzando muy rápido en ese campo, y no debería resultar tan difícil conseguir
buenos resultados cuando los criadores y creadores de razas de perros, llevan
haciéndolo con evidente éxito con un método “artesanal” a base a apareamiento
selectivo. Y personalmente creo que el otro obstáculo, el único que se me
ocurre, el ético, ese no será nunca un impedimento.
Macallan en una excursión de montaña.
Es un perro labrador, tengo comprobado que su instinto le hace comportarse como
un fiel compañero de paseo, pues camina acompasadamente a un lado sin necesidad
de haberle enseñado. Esta raza es la más elegida para entrenar perros-guía para
ciegos.
Border Collie en acción durante un
concurso de perros ovejeros en Oñate. Esta raza es especialista, su crianza
genética los ha dotado singularmente para esas labores. En casa tenemos a
Lagavullin, que pastorea perfectamente al caballo de mi hijo, sin tampoco
haberle tenido que dar instrucciones.
Mi amigo Chote, entrenando en bajamar
con su tiro de perros esquimales (Huskies y Alaskan Malamute). Pese a estar
ambas razas preparadas para ambientes gélidos y labores de tiro, se diferencian
en cualidades de fuerza, velocidad o resistencia. También aquí ha dado sus
frutos la progresiva especialización genética.
La reciente irrupción mediática
del descubrimiento de la utilización de motores eléctricos auxiliares por parte
de ciclistas fraudulentos, apenas cambia nada de lo aquí expuesto, es más, si
acaso parece reforzar la tesis de que el dopaje tiene abierto mucho campo de
futuro gracias a los avances científicos y tecnológicos. Dejo el asunto
eléctrico aparcado porque quizá le dedique un tiempo en el futuro. Por el
momento me limitaré a finalizar mis reflexiones sobre el tema del dopaje.
Volviendo un poco al presente y a
mi propia realidad. No es necesario repetir que personalmente dejé de competir
hace décadas. No echo carreras con nadie, no llevo tanteos si juego una
pachanga a cualquier cosa y ni siquiera me tomo tiempos con respecto a mí mismo
(salvo si alguna vez vuelvo a jugar al “scalextric”). Cuando lo hacía, de
joven, merendaba bocadillos de queso con membrillo y me aferraba a la cerveza fresca
como inmediato recuperador post-esfuerzo. Nada de cosas raras ni complejos
vitamínicos. ¿Para qué? Siempre he entendido el deporte como una diversión y no
como una búsqueda de estatus personal ante otros. El problema lo tengo cuando
ejerzo de espectador deportivo (confieso que poco y cada vez menos). A mí,
entonces, me pasa como a tantos otros miles (o millones) de aficionados: que
con tanto desmadre dopante y tanta persecución, muy a menudo perdemos nuestro esquema de referencia de
campeones y resultados, y con ello, la credibilidad y el atractivo del
espectáculo. Valga como ejemplo el Tour de Francia, que es de los pocos eventos
deportivos que suelo seguir casi fielmente. Con tanto quita y pon, y reajuste
diferido de clasificaciones, nunca me aclaro de cuantas victorias lleva cada ciclista,
ni de finalmente quién ganó tal o cual año. Además, uno ve determinados estilos
de rendimiento victorioso, tan superiores, en ocasiones tan extraños, que
empieza a darle a la cabeza, le surgen dudas e incertidumbre, y aplaude o
celebra con moderación algunos resultados, a la espera de que el paso de un
tiempo cada vez más largo, avale la validez del podio.
Y con esto he llegado al final de
mi perorata. Si en algunos momentos he podido parecerlo, prometo que no he querido
ser indulgente, tan sólo repartir un poco algunas culpabilidades, centrar
cuestiones y combatir tanta demagogia y manipulación mediática, institucional y
popular. El dopaje es una lacra, pero las hay peores (la cifra de muertes
anuales por tráfico a mi me parece de las más terribles actualmente). No
entiendo muy bien porqué a unas parece dársele mucha más importancia que a
otras, y porqué nos volvemos muy dignos para según qué cuestiones, mientras
convivimos con un profundo libertinaje ético con otras. En cuanto a la práctica
dopante entre la gente corriente, confieso que no me afecta porque no compito
contra nadie, lo que me produce es mucha tristeza. Pero más por lo que
representa de actitud y mentalidad social que por los efectos prácticos que pueda
aportar a quien con ello juega. No me gusta dar consejos a la gente, por lo que
me limitaré a seguir a lo mío: disfrutar de mi práctica deportiva, en solitario
o con mis amigos, con mi material poco sofisticado (e incluso, en algunos casos,
antiguo) y sin tomarme demasiado en serio el espectáculo deportivo ajeno. Como
uno se pase mucho tiempo consumiendo deporte como espectador, no lo podrá
emplear luego para poder ejercer de practicante.
Muy buen artículo. Muy interesante esa visión crítica.
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