miércoles, 15 de junio de 2016

11. COPA VASCO CANTÁBRICA (II Rememorativa)



Empecé la temporada trabajando en el diseño, decoración y montaje de una bicicleta pionera, y con un par de actividades singulares, considero que ya he amortizado la dedicación invertida. Hace poco la estrené en la conmemoración aragonesa de la aventura de Mariano Catalán, rodando por la noche entre Huesca y Zaragoza. Y ahora, acabo de dar cuenta, rodeado de buenos amigos, de la II Rememorativa acometida por la Cofradía Velocípedica (en palabras de mi estimado Alejandro Luis: “una gavilla de amigos que, cuando van en pelotón, se hacen llamar Cofradía Velocipédica”). Y es que, de todos los propósitos, intenciones y obras tangibles o que verdaderamente puedan ser relatadas, completadas por la CV, exclusivamente una parece mantenerse firme y tomar consistencia y continuidad: la organización de su “Rememorativa”. Se trata de una actividad anual consistente en localizar algún evento o hazaña ciclista pionera de la que se encuentre información suficiente como para asegurar que fuera cierta. Y de paso, recopilar detalles que permitan re-editarla de nuevo en la actualidad, bajo los parámetros marcados por nuestro estilo grupal y nuestras posibilidades. El año pasado empezamos con esta misión, y de la mano del mencionado Alejandro, pusimos en marcha nuestra particular celebración de la segunda Salamanca – Madrid, una verdadera paliza de más de 200 km, que nos dejó agotados y exprimidos, pero además, persuadidos para continuar en el futuro con esta costumbre. Así que este año, me lié la manta a la cabeza, me lancé al ruedo y puse en marcha la II Rememorativa.

Para ello me tomé bastante tiempo, estudiando y seleccionando hasta cinco eventos de la historia ciclista de Cantabria que me resultaban especialmente atrayentes. Para la criba definitiva tuve en cuenta las fechas, las distancias, el número de jornadas necesarias para su realización y algún que otro atributo más; hasta que finalmente me decanté por la Copa Vasco-Cantábrica, también llamada Desafío Bilbao-Santander, disputado entre ambas ciudades en 1903. Todos los detalles relativos a aquel evento los he descrito y narrado en un librito publicado por la editorial La Biciteca. Es esa otra costumbre que forma ya parte de nuestra liturgia conmemorativa, la de componer un texto que recupere el evento celebrado, y que la mencionada editorial edita y publica dentro de su colección Libros de Maillot. Se trata de un conjunto de textos modestos en extensión, pero con un formato de edición primoroso. Personalmente, considero un honor haber sido admitido como autor del segundo título de la misma. Pero precisamente por ello, porque el texto ya está escrito, y con mucho más detalle del que aquí cabría, me voy a abstener de hacer referencias con respecto a aquella antigua carrera por equipos. Además ¡qué narices! Ya que la editorial ha hecho un esfuerzo en publicar algo tan marginal y minoritario, no seré yo quien le reviente las pocas ventas posibles (se han editado 200 únicos ejemplares numerados), dificultando así que pueda publicar más títulos minoritarios, que tanto disfruto, tanta falta nos hacen y tan poco se prodigan entre las grandes editoriales, buscadoras de ventas masivas.

Sin embargo, aún queda algo que contar: la propia rememorativa en sí, de la cual poco o nada relata el librillo, ya que fue publicado con algunos meses de antelación a la reedición efectiva de la “prueba”. La idea, como siempre ocurre con nuestras propuestas, pretendía acercarse mucho en detalles a la celebrada hacía más de 100 años. Sin embargo, hay un ingrediente habitual del que permanentemente prescindimos: la competición. En realidad, lo que hacemos siempre es eludirla o ignorarla, transformando nuestros recorridos en experiencias de grupo unido, en definitiva, en excursiones.

Para la cita habían sido convocados unos cuantos ciclistas que previamente habían manifestado su interés por tomar parte en ella y poco después habían confirmado su asistencia. Al final, entre algunas que otras bajas y altas, se compusieron tres “equipos” en representación de tres territorios: Santander (Cantabria), Bilbao (Vizcaya) y Open (resto del mundo). Los dos primeros porque fueron los implicados en la primera edición, y el tercero por necesidad y para que no se nos tachara de discriminadores, arriesgándonos a ser perseguidos por cualquier “moralista laico”, de entre los miles que nos rodean en este país con la llegada del nuevo siglo. La mayoría de los participantes habían recibido una convocatoria formal y personal, en la que se les informaba de haber sido seleccionados así como de los deberes éticos que de ello se desprendía. A la hora de la verdad, once fuimos los deportistas que acudimos a la cita: Roberto, Carlos A, Guti, Jesús y un servidor, con brazaletes azules representando a nuestra “Tierruca” (ya fuera por lazos directos, familiares, residenciales o laborales); Javier, Iñaki y Manu, con brazaletes colorados defendiendo la honra bilbaína y, por extensión, vizcaína; Y finalmente Alejandro, Carlos (S) y Alejo, con brazaletes verdes, componiendo un combinado “Open” con procedencia íntegra de la Meseta.

 
“Equipo” cántabro: Carlos, Guti, José, Jesús y Roberto. (Imagen: Myriam).

 
“Escuadra” vizcaína: Iñaki, Manu y Javier. (Imagen: Myriam).

 
Combinado “Open”: Alejo, Carlos y Alejandro. (Imagen: Myriam).

Aunque el año anterior la cita se convirtió en una manifestación híbrida en la que el pasado y el presente se dieron la mano conviviendo a través de ruedas, cuadros, pedales y uniformes, para esta ocasión el espíritu de la idea se vio claramente reforzado ya que los once participantes acudieron a rodar con bicicletas clásicas o de época. Las más modernas fueron del tipo de las que habitualmente suelen verse participando en los eventos retro, es decir, bicicletas “de corredor” de entre los años 60 y 80. Eso sí, un surtido muy selecto para tratarse únicamente de 7 unidades:


  • Una Zeleris. Buen ejemplo de los intentos de aumento de calidad básica acometidos por las firmas eibarresas en los años 70 (en este caso GAC).
  • Una Alan. De aluminio, montada completa con Campagnolo Super record y llantas Mavic. Un ejemplar del que se conoce su procedencia, que no es otra que la del equipo Teka.
  • Una Marotías. De color metalizado dorado y montada con el grupo Campagnolo Serie Oro (aniversario).
  • Dos Peugeot. Ambas PX10 en muy buen estado, pero con algunos años de diferencia de edad: de los setenta y de los ochenta.
  • Dos Zeus. Representando dos momentos estelares de la marca: una Zeus Alfa de los sesenta y una impecable Zeus 2000.

 
Dos joyas retro: Marotías y Zeus. (Imagen: Myriam).

 
Flamante Peugeot. (Imagen: Myriam).

El resto del pelotón, nos decantamos por la utilización de “pioneras”, ese tipo de bicicletas que proviene o replica los modelos utilizados desde la invención de las “bicicletas de seguridad”, hasta los años 30 aproximadamente. Aunque la presencia de este tipo de bicicletas fue menor, porcentualmente la cifra fue más que significativa (4 de 11) mostrando que poco a poco, la atención a este tipo de monturas va cuajando entre nosotros, lo cual, aunque pueda parecer presuntuoso, pueda quizás significar que, pasito a pasito, también se extienda entre más aficionados. Esto es algo que sucedió hace tiempo en Italia y por lo que ya algunos ciclistas retro españoles (anteriores en esto a nosotros) apostaron previamente. Las bicicletas participantes en este grupo fueron:


  • Una Paslhey Guvnor. Nueva, casi recién estrenada y bellísima. Con cambio Sturmey Archer de 3 velocidades y frenos de tambor accionados por manetas.
  • Una BSA de los años 30. Con menor diámetro de rueda, auténtica de cabo a cabo, con frenos de pinza y cambio Sturmey Archer de 3 velocidades.
  • Una réplica (“tributo”) de Humber de 1910, de estilo estético muy personal. Dotada igualmente de cambio Sturmey Archer de 3 velocidades y equipada con freno de doble pivote delante y tambor contrapedal atrás.
  • Una Gazelle clásica, reconvertida en bicicleta pionera de carreras, muy bien terminada. También montada con cambio Sturmey Archer de 3 velocidades y frenos de tambor accionados por manetas.

 Preciosa Pashley. (Imagen: Myriam).

 
Detalle del cronógrafo de Roberto. (Imagen: Myriam).

Los prolegómenos del evento habían sido complejos en lo que se refiere a la organización logística de coches, traslados, agrupamientos y demás. Todo a base de correos electrónicos, mensajitos de esos de ahora y alguna que otra llamada. La verdad es que la tecnología facilita esto enormemente y ahorra en exigencias presenciales. Sin embargo, no evita tener que darle vueltas a la cabeza, sacar partido de coincidencias, acordar posibilidades, etc. Una parte del grupo aprovechamos la ocasión para citarnos de víspera en Bilbao y cenar en el centro antiguo, junto al Nervión, no lejos del Teatro Arriaga. Nos dieron bien de comer, variado y económico. Y el resto… la animación, la conversación y el buen humor, lo pusimos nosotros: Iñaki, Javier, Luisa, Carlos, Myriam y yo. La velada culminó con un agradable paseo nocturno, sin lluvia y con temperatura más que templada. Un preludio norteño de aviso de que el verano se acerca.

Ese último detalle es importante. Durante toda la semana, las previsiones meteorológicas habían estado amenazando con un fin de semana completamente lluvioso. Y no con probabilidad de chubascos esporádicas a lo largo del mismo, sino con absoluta certeza de que llovería copiosamente de viernes a domingo. Sin embargo, a medida que la fecha se iba acercando, los pronósticos se fueron suavizando día a día, dejando lo de los chaparrones casi únicamente para el sábado (precisamente el día en que nosotros montaríamos en bicicleta). Pero se ve que la tendencia de mejora se aceleró, porque, afortunadamente para todos nosotros, aquel día no llovió, descontando cinco minutos de tímido sirimiri matinal que nos alcanzó cerca de Saltacaballo, pero sin la intensidad ni permanencia suficientes como para llegar a mojarnos. Definitivamente tuvimos suerte ¡mucha suerte!. Respecto a Eolo, su presencia también estaba anunciada con manifiesto soplido del oeste, es decir, en contra de nuestro avance. Y sí, el viento se hizo presente, pero con bastante menos intensidad de la advertida, aunque si la suficiente como para endurecer algo el recorrido, ya de por sí “rompepiernas”.

Myriam y yo dormíamos en la Gran Vía bilbaína, pegando la manga (en confianza) en casa de mi hermana. Y en el portal nos reunimos con Roberto, el sábado por la mañana, a quién entregué su bicicleta Gazelle, que yo mismo me había encargado de transportar la tarde anterior hasta Bilbao. En un momento descendimos hasta la entrada principal del Guggenheim, para estar allí puntualmente a las 8,15, que era la hora acordada para reunirnos. Allí esperaban ya Javier y Carlos, y enseguida llegaron Iñaki, el otro Carlos, Manu y Alejo. Momento de reencuentros, saludos, admiración de máquinas, fotografías y detalles o ajustes de último momento. Al rato llegarían Guti, Jesús y Alejandro. A tiempo para un posado coral antes de iniciar la marcha.

 
Iñaki y Alejo (junto a su estupenda Zeus) esperando a la salida. (Imagen: Myriam).

 
Iñaki con evidentes ganas de empezar. (Imagen: Myriam).

 
Roberto posa con su Gazelle, más feliz que unas castañuelas. (Imagen: Myriam).

 

Carlos sonriente a la salida. (Imagen: Myriam).

 
Carlos y Jesús preparados con sus bicicletas. (Imagen: Myriam).


Salir del Bilbao fue de lo más agradable inicialmente, pedaleando por la ribera de la ría, a través del modernísimo entorno que esta ciudad ha conseguido materializar a lo largo de los últimos años, respetando algunos guiños del pasado, integrándolos en una modernidad arquitectónica equilibrada, interesante y nada agobiante. Una difusa mezcla de espacio ciclable y peatonal nos dejaba avanzar relajados y algo esparcidos, hasta enfilar una calle que discurre por el margen suroeste de la ría. Después vendría algo de callejeo menos atractivo, y una zona en la que un tramo no asfaltado, y escondido entre hierbas asilvestradas, acaba desembocando en un carril-bici. Y fue precisamente allí donde, entre un desajuste mecánico por detrás y una espera improvisada por delante, el grupo se dividió en dos y provocó un extravío que nos hizo perder mucho más tiempo del deseable. Reagrupados, gracias a un vete y ven de Javier, accedimos todos a la red de carriles que permiten salir del gran Bilbao con seguridad y tranquilidad.

Bilbao ha reconvertido su esencia. En pocas décadas ha pasado de ser una ciudad verdaderamente desagradable a una metrópoli atractiva, acogedora e interesante. Sin embargo, su salida en bicicleta no es del todo natural, fácil o fluida. La mayor parte del trayecto es atractivo e intuitivo, pero hay algunos cabos sueltos donde las bicicletas pierden el trazado o donde este parece quedar escondido. Sería bueno echar un vistazo al asunto y que las autoridades le pudieran poner remedio, especialmente para sacar mayor y mejor provecho a lo que viene inmediatamente después: un carril-bici espectacular en el que se ha empleado muchísimo dinero. Del mismo destaca un viaducto exclusivo para bicicletas que, protegido de los vientos por mamparas, supera de forma aérea todo el nudo de comunicaciones motorizadas y traslada a los ciclistas hacia el sur, hacia las laderas verdosas, aún colmadas de inmuebles industriales. El vial tiene una única pega: demasiadas huellas de incivilización o vandalismo, probablemente causadas por esas juventudes mal educadas que tanto abundaron por aquellos parajes hace no mucho, y cuyos lodos aún permanecen un poco, estampados en el mobiliario urbano o en las infraestructuras de uso público. Las bestias humanas se asemejan a algunas de las irracionales en que ambas tratan de marcar territorio dejando las huellas de su paso. Las unas pintando o destrozando, las otras orinando.

El carril es agradable y asciende suavemente hasta llegar un alto desde el que se puede descender a Muskiz. Allí lo abandonamos nosotros pasándonos a la carretera, a partir de entonces ya poco transitada y completamente despojada de cualquier ambiente urbano. Nos pusimos más o menos en fila y empezamos a descender, para atravesar después algunas rotondas e iniciar otro ascenso. Y así continuamos, más o menos sucesivamente, hasta cruzar el límite provincial y autonómico y empezar a escalar las rampas de Saltacaballos, que a la postre acabaría convirtiéndose en la dificultad más exigente de la jornada. El ascenso en sí no es demasiado largo. Además presenta un perfil escalonado que va planteando rampas duras, alternadas con algunos descansos. Sin embargo, su final exige apretar con fuerza la pisada sobre los pedales, debido a su 10% de porcentaje. En condiciones normales, con bicicleta convencional, nada del otro mundo, pero desde luego, con el peso, la desmultiplicación y la posición de las pioneras, un esfuerzo considerable. Al menos yo, tuve que retorcerme sobre el cuadro, aferrándome al manillar, hasta alcanzar la cima. Lo bueno es que una vez superado, el ascenso ofrece buenas vistas al mar, una panorámica atractiva de Castro Urdiales y un agradable descenso con curvas. La fatiga no se acumuló únicamente sobre nuestras piernas, los materiales también sufren lo suyo. Y eso es lo que le debió ocurrir a la cinta de la “musette” de Roberto, la cual, tras kilómetros y kilómetros de ciclismo retro acumulado durante varias temporadas, y toneladas de peso acarreado (en forma de toda una variedad de artilugios, enseres y complementos), se rompió repentinamente, sembrando el asfalto con su surtido de artículos de bazar y estando a punto de provocar un accidente colectivo.

 
Guti coronando Saltacaballo.

 
Javier alcanza la cima, al fondo Carlos e Iñaki.

Myriam y Luisa seguían nuestro periplo desde los coches. No agobiando con un acompañamiento cercano y constante, sino esperándonos cada cierto tiempo en algunos puntos por ellas elegidos. Gracias a su mirada dispongo de un buen lote de fotografías. Durante la bajada pudimos contemplar Mioño, con su playa, su centro de equitación y los restos del cargadero minero que cuelgan hacia el mar. Atravesamos Castro sin detenernos y por su calle principal, pues no disponíamos de tiempo para recrearnos en el paseo marítimo, por otro lado bastante caótico e incómodo para la circulación los fines de semana. Tras volver a ascender un poco, deambulamos por la carretera costera hacia Oriñón. En mi opinión es este tramo el de mayor belleza del recorrido, pues ofrece una permanente contemplación del mar Cantábrico, no tiene casi edificación y el tráfico apenas se hace presente. Primero son unas rectas en toboganes, y después una zona de curvas que siguen el dibujo de una línea de costa de lo más abrupta, con una ría incluida. Aquí el grupo iba incomprensiblemente partido en dos, y cuanto más lentos circulábamos los de delante intentando facilitar el reagrupamiento, más parecían alejarse los de atrás. Aparte de una explicación puntual, debida a un desajuste en un cambio de marchas, la circunstancia entra dentro de esos misterios que tantas veces se dan en la sociología rodante de los pelotones, que muchas veces funcionan como entes meta-humanos, siguiendo comportamientos más propios de la dinámica de fluidos; en ocasiones incomprensibles desde la óptica de la conducta humana.

 
Alejandro, Iñaki y Carlos conversando junto al Cantábrico.

Con constante reajuste de orden, emparejamientos, ritmos y demás, pasamos por el Pontarrón de Guriezo. Me encanta pronunciar este nombre, que don Jesús Martín, pariente del Sordo de Proaño y amigo de mis padres, siempre recomendaba a sus hijos que lo utilizaran en determinadas circunstancias: “si os presentáis ante gente desconocida (por ejemplo en la mili) y entráis diciendo que sois del Pontarrón de Guriezo, seguro que a más de uno ya se le quitan las ganas de meterse con vosotros”. No sé si el consejo habrá sido efectivo, o siquiera alguna vez utilizado por cualquiera de sus seis hijos varones, teniendo en cuenta que, aunque proceden ligeramente de Campoo y algunos nacieron en Cantabria, su crianza se desarrolló fundamentalmente en Aranjuez. Pero quién sí que hizo honor a una crianza por aquella zona fue Isidro Nozal, un ciclista valiente, aguerrido y pundonoroso. Tras cruzar la ría en aquel punto, ascendimos las eses que serpentean sucesivamente hasta coronar otro alto, para después volver a lanzarnos pendiente abajo y reagruparnos en un breve llano. Y otra vez para arriba acercándonos a Seña. Y nuevo descenso a Laredo, contemplando su puntal durante la bajada hacia la Puebla Vieja, para esperar en un semáforo y salir de la villa sin pasear por sus playas. El destino era Colindres, y el retraso acumulado finalmente había sido minimizado, de forma que llegamos a su puerto exactamente a la una, hora en la que nos habíamos citado con su alcalde Javier y con Saray, la concejala de deportes.

 
Alejandro enfundado y sobre Peugeot. (Imagen: Myriam).

 
Alejo, debutante y bienvenido con nosotros. (Imagen: Myriam).

 
Manu, con uniforme corporativo. (Imagen: Myriam).

 
José, Jesús y Alejo. (Imagen: Myriam).

El encuentro fue simpático, les divirtió nuestro aspecto, nuestro humor y nuestro talante deportivo-festivo. Allí pasamos un buen rato de charla y fuimos invitados por ellos a unas rabas, unos chopitos y unas cervezas, que la verdad sea dicha, entraron más que bien en nuestros sedientos y hambrientos organismos. Con Javier y Saray tengo yo una amistad estacional que se reaviva cada año con ocasión de los preparativos y ejecución de los cursos de verano de temática deportiva que la Universidad de Cantabria celebra en su ayuntamiento. Con ellos el trabajo es fácil y agradable y de ahí que nos predisponga a que la relación vaya un poco más allá y alcance un estatus de amistad periódica. Colindres fue un punto clave en la celebración del Desafío en 1903. Fundamentalmente porque hasta allí se había adjudicado la responsabilidad de organización del evento a los vascos, mientras que tras el franqueo de la ría del Asón, el asunto les tocaba a los cántabros. Además, la carrera debió ser neutralizada, con la consiguiente toma de tiempos parciales, debido a que el puente de Treto aún se encontraba en fase de construcción y a los ciclistas se les tuvo que trasladar en barcos. Nosotros habíamos pretendido organizar algo similar por dos razones. Primera, por dar mayor fidelidad estética a la rememorativa. Y segundo, porque las circunstancias invitaban a ello, pues precisamente en las fechas actuales el puente vuelve a estar cerrado al tráfico (por primera vez desde entonces). Tanto la alcaldía como algún amigo personal, nos habían ofrecido el poder disponer de embarcaciones para llevar la operación a cabo, pero en el último momento nos dimos cuenta de que el asunto resultaba inviable por otro inconveniente: que en la actualidad no hay punto de atraque posible en la ribera del oeste de la ría, resultando posible el embarque en Colindres, pero no el desembarco en Treto. Así pues, nos limitamos a sacarnos algunas fotos, nos despedimos de nuestros anfitriones y salvamos la ría por un pasillo de andamiajes peatonal que los responsables de la obra de mantenimiento del puente han habilitado para el paso de personas.

 
El grupo posa con Javier y Saray en Colindres. (Imagen: Myriam).

 
El grupo en el puerto pesquero de Colindres. (Imagen: Myriam)

 
Cruzando la ría a través del puente de Treto. (Imagen: Myriam).

El perfil de la segunda parte es mucho más llevadero. Pedaleamos algunos kilómetros tranquilos hasta hacer una paradita en la que la gente pudiera comer algo más. Cada cual en función de sus necesidades, las cuales tenían mucho que ver con la diversidad de programas de acceso: haberse levantado relativamente pronto, haberse dado un madrugón o incluso haber pasado parte de la noche viajando; y la relación que todo ello tuviera con las cenas y desayunos en cada caso (copioso, suficiente, escaso…). Solucionado el asunto, ascenso a Jesús del Monte y bonito tramo de colinas y depresiones hasta Hoznayo. Ascenso al Bosque y descenso a Solares. Ascenso, descenso; ascenso a Heras y descenso a la base de Peña Cabarga… ¡esto es Cantabria oiga!. Y poquito después, abandonamos definitivamente la antigua carretera nacional al entrar en El Astillero.

Aunque inicialmente había previsto entrar a Santander a través de una combinación de carreteras que en su día fueron nacionales y ahora han quedado como vías complementarias, la presencia de mi hermano Guti sirvió para que se ofreciera a guiarnos por un intrincado itinerario que combina tramos de carriles-bici, pistas, calles, aceras, etc. y que nos permitió acceder al punto de destino sin tener que correr riesgos innecesarios o tener que convivir con el tráfico rodado. Considero que esta opción fue más que acertada, aunque al itinerario hay que ponerle dos pegas nada desdeñables. La primera es que se trata de un recorrido difícil de memorizar e imposible de seguir para alguien que no conozca muy bien determinadas zonas. Esto lo hace inoperante para la mayor parte de los usuarios y no digamos para los viajeros o turistas foráneos. Además tiene cortes y discontinuidades que lo hacen tortuoso y poco práctico. Desde luego no es en absoluto una vía eficaz y cómoda que favorezca la utilización de la bicicleta como medio alternativo, añadido o complementario, para la movilidad ciudadana en los accesos a la ciudad desde el este. Aunque actualmente, tanto a nivel municipal como autonómico, se esté empezando a hablar bastante de movilidad sostenible y de movilidad ciclista, la realidad práctica de estos accesos podría sin miramientos ser calificada como de impresentable. La segunda es que el itinerario resulta muy feo en cuanto a paisaje y entorno visual, pues recorre zonas industriales poco cuidadas, espacios de suburbio muy desatendidos o mal urbanizados, además de discurrir por demasiados rincones escondidos, como ocultando este tipo de vías o recursos de movilidad, ubicándolos en zonas descartadas para otros (carreteras, vías de tren, etc.). Como si molestaran o no fueran importantes. El resultado es que una región y ciudad, por lo general muy hermosas, dan una imagen espantosamente fea y desagradable cuando se circula en bicicleta por allí (es difícil hacerlo tan mal, pero lo están logrando). Afortunadamente, al final alcanzamos el Barrio Pesquero, y a través de su carril, llegamos al Paseo de Pereda, y de inmediato, a nuestro destino final: el Café El Suizo, establecimiento en el que a finales del siglo XIX se fundó el primer club ciclista de la provincia.

Finalizado el recorrido nos fotografiamos, dejamos las bicicletas a la vista de los transeúntes (muchos de los cuales no ocultaron su interés por ellas) y nos sentamos en la terraza a tomarnos un ligero refrigerio, mientras nos felicitábamos unos a otros y nos reuníamos por última vez con nuestras “protectoras” seguidoras motorizadas: Luisa y Myriam. Aprovechamos para reconfigurar la organización de los viajes, traslados, duchas, etc. Para que todos pudieran recuperar sus vehículos, adecentarse y acudir a la cena de despedida que se celebró esa misma noche en el Restaurante Casa Enrique de Solares, cuyo dueño (y el propio lugar en sí mismo) tiene notable vinculación con toda esta historia.

 
Sonrisas de satisfacción completada la ruta: Guti, Alejo y Manu. (Imagen: Myriam)

 
Foto final en la fachada del Suizo. (Imagen: Myriam).

La cena no estuvo nada mal. Hubo variedad de comida, buen vino y muchas risas, bromas y conversaciones. En ocasiones grupales, y a ratos en pequeños subconjuntos. Se repartieron los merecidos diplomas, tal como se hizo en aquella primera edición de 1903. Además, asistimos a un emotivo reencuentro entre dos viejos amigos que no se veían desde hacía décadas: Iñaki y Eduardo (al que invité secretamente a presentarse al final de la cena, aunque no tuviera nada que ver con nuestra aventura). Ambos habían sido muy buenos amigos, y compañeros de fatigas y kilometradas, cuando practicaban ciclismo de competición, antes de convertirse poco después en: un excelente ciclista profesional y gran triatleta (pionero) respectivamente.

La Cofradía Velocipédica cumplió pues con su misión y sacó adelante una segunda Rememorativa. Así pues, confiamos en que llegará la tercera, y con ello una más sólida cimentación de este quehacer, que si continuamos asumiendo con tanta ilusión colectiva, podrá acabar convirtiéndose en una bella tradición.

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