Empecé la temporada trabajando en
el diseño, decoración y montaje de una bicicleta pionera, y con un par de
actividades singulares, considero que ya he amortizado la dedicación invertida.
Hace poco la estrené en la conmemoración aragonesa de la aventura de Mariano
Catalán, rodando por la noche entre Huesca y Zaragoza. Y ahora, acabo de dar
cuenta, rodeado de buenos amigos, de la II Rememorativa acometida por la
Cofradía Velocípedica (en palabras de mi estimado Alejandro Luis: “una gavilla
de amigos que, cuando van en pelotón, se hacen llamar Cofradía Velocipédica”). Y
es que, de todos los propósitos, intenciones y obras tangibles o que
verdaderamente puedan ser relatadas, completadas por la CV, exclusivamente una
parece mantenerse firme y tomar consistencia y continuidad: la organización de
su “Rememorativa”. Se trata de una actividad anual consistente en localizar
algún evento o hazaña ciclista pionera de la que se encuentre información
suficiente como para asegurar que fuera cierta. Y de paso, recopilar detalles
que permitan re-editarla de nuevo en la actualidad, bajo los parámetros
marcados por nuestro estilo grupal y nuestras posibilidades. El año pasado
empezamos con esta misión, y de la mano del mencionado Alejandro, pusimos en
marcha nuestra particular celebración de la segunda Salamanca – Madrid, una
verdadera paliza de más de 200 km, que nos dejó agotados y exprimidos, pero
además, persuadidos para continuar en el futuro con esta costumbre. Así que
este año, me lié la manta a la cabeza, me lancé al ruedo y puse en marcha la II
Rememorativa.
Para ello me tomé bastante
tiempo, estudiando y seleccionando hasta cinco eventos de la historia ciclista
de Cantabria que me resultaban especialmente atrayentes. Para la criba definitiva
tuve en cuenta las fechas, las distancias, el número de jornadas necesarias
para su realización y algún que otro atributo más; hasta que finalmente me
decanté por la Copa Vasco-Cantábrica, también llamada Desafío Bilbao-Santander,
disputado entre ambas ciudades en 1903. Todos los detalles relativos a aquel
evento los he descrito y narrado en un librito publicado por la editorial La
Biciteca. Es esa otra costumbre que forma ya parte de nuestra liturgia
conmemorativa, la de componer un texto que recupere el evento celebrado, y que
la mencionada editorial edita y publica dentro de su colección Libros de Maillot.
Se trata de un conjunto de textos modestos en extensión, pero con un formato de
edición primoroso. Personalmente, considero un honor haber sido admitido como
autor del segundo título de la misma. Pero precisamente por ello, porque el
texto ya está escrito, y con mucho más detalle del que aquí cabría, me voy a
abstener de hacer referencias con respecto a aquella antigua carrera por
equipos. Además ¡qué narices! Ya que la editorial ha hecho un esfuerzo en
publicar algo tan marginal y minoritario, no seré yo quien le reviente las
pocas ventas posibles (se han editado 200 únicos ejemplares numerados),
dificultando así que pueda publicar más títulos minoritarios, que tanto
disfruto, tanta falta nos hacen y tan poco se prodigan entre las grandes
editoriales, buscadoras de ventas masivas.
Sin embargo, aún queda algo que
contar: la propia rememorativa en sí, de la cual poco o nada relata el
librillo, ya que fue publicado con algunos meses de antelación a la reedición
efectiva de la “prueba”. La idea, como siempre ocurre con nuestras propuestas,
pretendía acercarse mucho en detalles a la celebrada hacía más de 100 años. Sin
embargo, hay un ingrediente habitual del que permanentemente prescindimos: la
competición. En realidad, lo que hacemos siempre es eludirla o ignorarla,
transformando nuestros recorridos en experiencias de grupo unido, en definitiva,
en excursiones.
Para la cita habían sido
convocados unos cuantos ciclistas que previamente habían manifestado su interés
por tomar parte en ella y poco después habían confirmado su asistencia. Al
final, entre algunas que otras bajas y altas, se compusieron tres “equipos” en
representación de tres territorios: Santander (Cantabria), Bilbao (Vizcaya) y
Open (resto del mundo). Los dos primeros porque fueron los implicados en la
primera edición, y el tercero por necesidad y para que no se nos tachara de
discriminadores, arriesgándonos a ser perseguidos por cualquier “moralista
laico”, de entre los miles que nos rodean en este país con la llegada del nuevo
siglo. La mayoría de los participantes habían recibido una convocatoria formal
y personal, en la que se les informaba de haber sido seleccionados así como de los
deberes éticos que de ello se desprendía. A la hora de la verdad, once fuimos
los deportistas que acudimos a la cita: Roberto, Carlos A, Guti, Jesús y un
servidor, con brazaletes azules representando a nuestra “Tierruca” (ya fuera
por lazos directos, familiares, residenciales o laborales); Javier, Iñaki y
Manu, con brazaletes colorados defendiendo la honra bilbaína y, por extensión,
vizcaína; Y finalmente Alejandro, Carlos (S) y Alejo, con brazaletes verdes,
componiendo un combinado “Open” con procedencia íntegra de la Meseta.
“Equipo”
cántabro: Carlos, Guti, José, Jesús y Roberto. (Imagen: Myriam).
“Escuadra”
vizcaína: Iñaki, Manu y Javier. (Imagen: Myriam).
Combinado “Open”:
Alejo, Carlos y Alejandro. (Imagen: Myriam).
Aunque el año anterior la cita se
convirtió en una manifestación híbrida en la que el pasado y el presente se
dieron la mano conviviendo a través de ruedas, cuadros, pedales y uniformes,
para esta ocasión el espíritu de la idea se vio claramente reforzado ya que los
once participantes acudieron a rodar con bicicletas clásicas o de época. Las
más modernas fueron del tipo de las que habitualmente suelen verse participando
en los eventos retro, es decir, bicicletas “de corredor” de entre los años 60 y
80. Eso sí, un surtido muy selecto para tratarse únicamente de 7 unidades:
- Una Zeleris. Buen ejemplo de los intentos de aumento de calidad básica acometidos por las firmas eibarresas en los años 70 (en este caso GAC).
- Una Alan. De aluminio, montada completa con Campagnolo Super record y llantas Mavic. Un ejemplar del que se conoce su procedencia, que no es otra que la del equipo Teka.
- Una Marotías. De color metalizado dorado y montada con el grupo Campagnolo Serie Oro (aniversario).
- Dos Peugeot. Ambas PX10 en muy buen estado, pero con algunos años de diferencia de edad: de los setenta y de los ochenta.
- Dos Zeus. Representando dos momentos estelares de la marca: una Zeus Alfa de los sesenta y una impecable Zeus 2000.
Dos joyas
retro: Marotías y Zeus. (Imagen: Myriam).
Flamante
Peugeot. (Imagen: Myriam).
El resto del pelotón, nos
decantamos por la utilización de “pioneras”, ese tipo de bicicletas que
proviene o replica los modelos utilizados desde la invención de las “bicicletas
de seguridad”, hasta los años 30 aproximadamente. Aunque la presencia de este
tipo de bicicletas fue menor, porcentualmente la cifra fue más que
significativa (4 de 11) mostrando que poco a poco, la atención a este tipo de
monturas va cuajando entre nosotros, lo cual, aunque pueda parecer presuntuoso,
pueda quizás significar que, pasito a pasito, también se extienda entre más
aficionados. Esto es algo que sucedió hace tiempo en Italia y por lo que ya
algunos ciclistas retro españoles (anteriores en esto a nosotros) apostaron
previamente. Las bicicletas participantes en este grupo fueron:
- Una Paslhey Guvnor. Nueva, casi recién estrenada y bellísima. Con cambio Sturmey Archer de 3 velocidades y frenos de tambor accionados por manetas.
- Una BSA de los años 30. Con menor diámetro de rueda, auténtica de cabo a cabo, con frenos de pinza y cambio Sturmey Archer de 3 velocidades.
- Una réplica (“tributo”) de Humber de 1910, de estilo estético muy personal. Dotada igualmente de cambio Sturmey Archer de 3 velocidades y equipada con freno de doble pivote delante y tambor contrapedal atrás.
- Una Gazelle clásica, reconvertida en bicicleta pionera de carreras, muy bien terminada. También montada con cambio Sturmey Archer de 3 velocidades y frenos de tambor accionados por manetas.
Preciosa Pashley. (Imagen:
Myriam).
Detalle del
cronógrafo de Roberto. (Imagen: Myriam).
Los prolegómenos del evento
habían sido complejos en lo que se refiere a la organización logística de
coches, traslados, agrupamientos y demás. Todo a base de correos electrónicos,
mensajitos de esos de ahora y alguna que otra llamada. La verdad es que la
tecnología facilita esto enormemente y ahorra en exigencias presenciales. Sin
embargo, no evita tener que darle vueltas a la cabeza, sacar partido de
coincidencias, acordar posibilidades, etc. Una parte del grupo aprovechamos la ocasión
para citarnos de víspera en Bilbao y cenar en el centro antiguo, junto al
Nervión, no lejos del Teatro Arriaga. Nos dieron bien de comer, variado y
económico. Y el resto… la animación, la conversación y el buen humor, lo
pusimos nosotros: Iñaki, Javier, Luisa, Carlos, Myriam y yo. La velada culminó
con un agradable paseo nocturno, sin lluvia y con temperatura más que templada.
Un preludio norteño de aviso de que el verano se acerca.
Ese último detalle es importante.
Durante toda la semana, las previsiones meteorológicas habían estado amenazando
con un fin de semana completamente lluvioso. Y no con probabilidad de chubascos
esporádicas a lo largo del mismo, sino con absoluta certeza de que llovería
copiosamente de viernes a domingo. Sin embargo, a medida que la fecha se iba
acercando, los pronósticos se fueron suavizando día a día, dejando lo de los
chaparrones casi únicamente para el sábado (precisamente el día en que nosotros
montaríamos en bicicleta). Pero se ve que la tendencia de mejora se aceleró,
porque, afortunadamente para todos nosotros, aquel día no llovió, descontando
cinco minutos de tímido sirimiri matinal que nos alcanzó cerca de Saltacaballo,
pero sin la intensidad ni permanencia suficientes como para llegar a mojarnos.
Definitivamente tuvimos suerte ¡mucha suerte!. Respecto a Eolo, su presencia
también estaba anunciada con manifiesto soplido del oeste, es decir, en contra
de nuestro avance. Y sí, el viento se hizo presente, pero con bastante menos
intensidad de la advertida, aunque si la suficiente como para endurecer algo el
recorrido, ya de por sí “rompepiernas”.
Myriam y yo dormíamos en la Gran
Vía bilbaína, pegando la manga (en confianza) en casa de mi hermana. Y en el
portal nos reunimos con Roberto, el sábado por la mañana, a quién entregué su
bicicleta Gazelle, que yo mismo me había encargado de transportar la tarde
anterior hasta Bilbao. En un momento descendimos hasta la entrada principal del
Guggenheim, para estar allí puntualmente a las 8,15, que era la hora acordada
para reunirnos. Allí esperaban ya Javier y Carlos, y enseguida llegaron Iñaki,
el otro Carlos, Manu y Alejo. Momento de reencuentros, saludos, admiración de
máquinas, fotografías y detalles o ajustes de último momento. Al rato llegarían
Guti, Jesús y Alejandro. A tiempo para un posado coral antes de iniciar la
marcha.
Iñaki y
Alejo (junto a su estupenda Zeus) esperando a la salida. (Imagen: Myriam).
Iñaki con
evidentes ganas de empezar. (Imagen: Myriam).
Roberto posa
con su Gazelle, más feliz que unas castañuelas. (Imagen: Myriam).
Carlos
sonriente a la salida. (Imagen: Myriam).
Carlos y
Jesús preparados con sus bicicletas. (Imagen: Myriam).
Salir del Bilbao fue de lo más
agradable inicialmente, pedaleando por la ribera de la ría, a través del
modernísimo entorno que esta ciudad ha conseguido materializar a lo largo de
los últimos años, respetando algunos guiños del pasado, integrándolos en una
modernidad arquitectónica equilibrada, interesante y nada agobiante. Una difusa
mezcla de espacio ciclable y peatonal nos dejaba avanzar relajados y algo
esparcidos, hasta enfilar una calle que discurre por el margen suroeste de la
ría. Después vendría algo de callejeo menos atractivo, y una zona en la que un
tramo no asfaltado, y escondido entre hierbas asilvestradas, acaba desembocando
en un carril-bici. Y fue precisamente allí donde, entre un desajuste mecánico
por detrás y una espera improvisada por delante, el grupo se dividió en dos y
provocó un extravío que nos hizo perder mucho más tiempo del deseable.
Reagrupados, gracias a un vete y ven de Javier, accedimos todos a la red de
carriles que permiten salir del gran Bilbao con seguridad y tranquilidad.
Bilbao ha reconvertido su esencia.
En pocas décadas ha pasado de ser una ciudad verdaderamente desagradable a una
metrópoli atractiva, acogedora e interesante. Sin embargo, su salida en
bicicleta no es del todo natural, fácil o fluida. La mayor parte del trayecto
es atractivo e intuitivo, pero hay algunos cabos sueltos donde las bicicletas
pierden el trazado o donde este parece quedar escondido. Sería bueno echar un
vistazo al asunto y que las autoridades le pudieran poner remedio,
especialmente para sacar mayor y mejor provecho a lo que viene inmediatamente
después: un carril-bici espectacular en el que se ha empleado muchísimo dinero.
Del mismo destaca un viaducto exclusivo para bicicletas que, protegido de los
vientos por mamparas, supera de forma aérea todo el nudo de comunicaciones
motorizadas y traslada a los ciclistas hacia el sur, hacia las laderas
verdosas, aún colmadas de inmuebles industriales. El vial tiene una única pega:
demasiadas huellas de incivilización o vandalismo, probablemente causadas por
esas juventudes mal educadas que tanto abundaron por aquellos parajes hace no
mucho, y cuyos lodos aún permanecen un poco, estampados en el mobiliario urbano
o en las infraestructuras de uso público. Las bestias humanas se asemejan a
algunas de las irracionales en que ambas tratan de marcar territorio dejando
las huellas de su paso. Las unas pintando o destrozando, las otras orinando.
El carril es agradable y asciende
suavemente hasta llegar un alto desde el que se puede descender a Muskiz. Allí
lo abandonamos nosotros pasándonos a la carretera, a partir de entonces ya poco
transitada y completamente despojada de cualquier ambiente urbano. Nos pusimos
más o menos en fila y empezamos a descender, para atravesar después algunas
rotondas e iniciar otro ascenso. Y así continuamos, más o menos sucesivamente,
hasta cruzar el límite provincial y autonómico y empezar a escalar las rampas
de Saltacaballos, que a la postre acabaría convirtiéndose en la dificultad más
exigente de la jornada. El ascenso en sí no es demasiado largo. Además presenta
un perfil escalonado que va planteando rampas duras, alternadas con algunos
descansos. Sin embargo, su final exige apretar con fuerza la pisada sobre los
pedales, debido a su 10% de porcentaje. En condiciones normales, con bicicleta
convencional, nada del otro mundo, pero desde luego, con el peso, la
desmultiplicación y la posición de las pioneras, un esfuerzo considerable. Al
menos yo, tuve que retorcerme sobre el cuadro, aferrándome al manillar, hasta
alcanzar la cima. Lo bueno es que una vez superado, el ascenso ofrece buenas
vistas al mar, una panorámica atractiva de Castro Urdiales y un agradable
descenso con curvas. La fatiga no se acumuló únicamente sobre nuestras piernas,
los materiales también sufren lo suyo. Y eso es lo que le debió ocurrir a la
cinta de la “musette” de Roberto, la cual, tras kilómetros y kilómetros de
ciclismo retro acumulado durante varias temporadas, y toneladas de peso
acarreado (en forma de toda una variedad de artilugios, enseres y
complementos), se rompió repentinamente, sembrando el asfalto con su surtido de
artículos de bazar y estando a punto de provocar un accidente colectivo.
Guti
coronando Saltacaballo.
Javier
alcanza la cima, al fondo Carlos e Iñaki.
Myriam y Luisa seguían nuestro
periplo desde los coches. No agobiando con un acompañamiento cercano y
constante, sino esperándonos cada cierto tiempo en algunos puntos por ellas
elegidos. Gracias a su mirada dispongo de un buen lote de fotografías. Durante
la bajada pudimos contemplar Mioño, con su playa, su centro de equitación y los
restos del cargadero minero que cuelgan hacia el mar. Atravesamos Castro sin
detenernos y por su calle principal, pues no disponíamos de tiempo para
recrearnos en el paseo marítimo, por otro lado bastante caótico e incómodo para
la circulación los fines de semana. Tras volver a ascender un poco, deambulamos
por la carretera costera hacia Oriñón. En mi opinión es este tramo el de mayor
belleza del recorrido, pues ofrece una permanente contemplación del mar
Cantábrico, no tiene casi edificación y el tráfico apenas se hace presente.
Primero son unas rectas en toboganes, y después una zona de curvas que siguen
el dibujo de una línea de costa de lo más abrupta, con una ría incluida. Aquí
el grupo iba incomprensiblemente partido en dos, y cuanto más lentos
circulábamos los de delante intentando facilitar el reagrupamiento, más
parecían alejarse los de atrás. Aparte de una explicación puntual, debida a un
desajuste en un cambio de marchas, la circunstancia entra dentro de esos
misterios que tantas veces se dan en la sociología rodante de los pelotones,
que muchas veces funcionan como entes meta-humanos, siguiendo comportamientos
más propios de la dinámica de fluidos; en ocasiones incomprensibles desde la
óptica de la conducta humana.
Alejandro,
Iñaki y Carlos conversando junto al Cantábrico.
Con constante reajuste de orden,
emparejamientos, ritmos y demás, pasamos por el Pontarrón de Guriezo. Me
encanta pronunciar este nombre, que don Jesús Martín, pariente del Sordo de
Proaño y amigo de mis padres, siempre recomendaba a sus hijos que lo utilizaran
en determinadas circunstancias: “si os presentáis ante gente desconocida (por
ejemplo en la mili) y entráis diciendo que sois del Pontarrón de Guriezo,
seguro que a más de uno ya se le quitan las ganas de meterse con vosotros”. No
sé si el consejo habrá sido efectivo, o siquiera alguna vez utilizado por
cualquiera de sus seis hijos varones, teniendo en cuenta que, aunque proceden
ligeramente de Campoo y algunos nacieron en Cantabria, su crianza se desarrolló
fundamentalmente en Aranjuez. Pero quién sí que hizo honor a una crianza por
aquella zona fue Isidro Nozal, un ciclista valiente, aguerrido y pundonoroso.
Tras cruzar la ría en aquel punto, ascendimos las eses que serpentean
sucesivamente hasta coronar otro alto, para después volver a lanzarnos
pendiente abajo y reagruparnos en un breve llano. Y otra vez para arriba
acercándonos a Seña. Y nuevo descenso a Laredo, contemplando su puntal durante la
bajada hacia la Puebla Vieja, para esperar en un semáforo y salir de la villa
sin pasear por sus playas. El destino era Colindres, y el retraso acumulado
finalmente había sido minimizado, de forma que llegamos a su puerto exactamente
a la una, hora en la que nos habíamos citado con su alcalde Javier y con Saray,
la concejala de deportes.
Alejandro enfundado
y sobre Peugeot. (Imagen: Myriam).
Alejo,
debutante y bienvenido con nosotros. (Imagen: Myriam).
Manu, con
uniforme corporativo. (Imagen: Myriam).
José, Jesús
y Alejo. (Imagen: Myriam).
El encuentro fue simpático, les
divirtió nuestro aspecto, nuestro humor y nuestro talante deportivo-festivo.
Allí pasamos un buen rato de charla y fuimos invitados por ellos a unas rabas,
unos chopitos y unas cervezas, que la verdad sea dicha, entraron más que bien
en nuestros sedientos y hambrientos organismos. Con Javier y Saray tengo yo una
amistad estacional que se reaviva cada año con ocasión de los preparativos y
ejecución de los cursos de verano de temática deportiva que la Universidad de
Cantabria celebra en su ayuntamiento. Con ellos el trabajo es fácil y agradable
y de ahí que nos predisponga a que la relación vaya un poco más allá y alcance
un estatus de amistad periódica. Colindres fue un punto clave en la celebración
del Desafío en 1903. Fundamentalmente porque hasta allí se había adjudicado la
responsabilidad de organización del evento a los vascos, mientras que tras el
franqueo de la ría del Asón, el asunto les tocaba a los cántabros. Además, la
carrera debió ser neutralizada, con la consiguiente toma de tiempos parciales,
debido a que el puente de Treto aún se encontraba en fase de construcción y a
los ciclistas se les tuvo que trasladar en barcos. Nosotros habíamos pretendido
organizar algo similar por dos razones. Primera, por dar mayor fidelidad
estética a la rememorativa. Y segundo, porque las circunstancias invitaban a
ello, pues precisamente en las fechas actuales el puente vuelve a estar cerrado
al tráfico (por primera vez desde entonces). Tanto la alcaldía como algún amigo
personal, nos habían ofrecido el poder disponer de embarcaciones para llevar la
operación a cabo, pero en el último momento nos dimos cuenta de que el asunto
resultaba inviable por otro inconveniente: que en la actualidad no hay punto de
atraque posible en la ribera del oeste de la ría, resultando posible el
embarque en Colindres, pero no el desembarco en Treto. Así pues, nos limitamos
a sacarnos algunas fotos, nos despedimos de nuestros anfitriones y salvamos la
ría por un pasillo de andamiajes peatonal que los responsables de la obra de
mantenimiento del puente han habilitado para el paso de personas.
El grupo
posa con Javier y Saray en Colindres. (Imagen: Myriam).
El grupo en
el puerto pesquero de Colindres. (Imagen: Myriam)
Cruzando la
ría a través del puente de Treto. (Imagen: Myriam).
El perfil de la segunda parte es
mucho más llevadero. Pedaleamos algunos kilómetros tranquilos hasta hacer una
paradita en la que la gente pudiera comer algo más. Cada cual en función de sus
necesidades, las cuales tenían mucho que ver con la diversidad de programas de
acceso: haberse levantado relativamente pronto, haberse dado un madrugón o incluso
haber pasado parte de la noche viajando; y la relación que todo ello tuviera
con las cenas y desayunos en cada caso (copioso, suficiente, escaso…).
Solucionado el asunto, ascenso a Jesús del Monte y bonito tramo de colinas y
depresiones hasta Hoznayo. Ascenso al Bosque y descenso a Solares. Ascenso,
descenso; ascenso a Heras y descenso a la base de Peña Cabarga… ¡esto es
Cantabria oiga!. Y poquito después, abandonamos definitivamente la antigua
carretera nacional al entrar en El Astillero.
Aunque inicialmente había
previsto entrar a Santander a través de una combinación de carreteras que en su
día fueron nacionales y ahora han quedado como vías complementarias, la
presencia de mi hermano Guti sirvió para que se ofreciera a guiarnos por un
intrincado itinerario que combina tramos de carriles-bici, pistas, calles,
aceras, etc. y que nos permitió acceder al punto de destino sin tener que
correr riesgos innecesarios o tener que convivir con el tráfico rodado.
Considero que esta opción fue más que acertada, aunque al itinerario hay que
ponerle dos pegas nada desdeñables. La primera es que se trata de un recorrido
difícil de memorizar e imposible de seguir para alguien que no conozca muy bien
determinadas zonas. Esto lo hace inoperante para la mayor parte de los usuarios
y no digamos para los viajeros o turistas foráneos. Además tiene cortes y
discontinuidades que lo hacen tortuoso y poco práctico. Desde luego no es en
absoluto una vía eficaz y cómoda que favorezca la utilización de la bicicleta
como medio alternativo, añadido o complementario, para la movilidad ciudadana
en los accesos a la ciudad desde el este. Aunque actualmente, tanto a nivel
municipal como autonómico, se esté empezando a hablar bastante de movilidad
sostenible y de movilidad ciclista, la realidad práctica de estos accesos
podría sin miramientos ser calificada como de impresentable. La segunda es que
el itinerario resulta muy feo en cuanto a paisaje y entorno visual, pues
recorre zonas industriales poco cuidadas, espacios de suburbio muy desatendidos
o mal urbanizados, además de discurrir por demasiados rincones escondidos, como
ocultando este tipo de vías o recursos de movilidad, ubicándolos en zonas
descartadas para otros (carreteras, vías de tren, etc.). Como si molestaran o
no fueran importantes. El resultado es que una región y ciudad, por lo general
muy hermosas, dan una imagen espantosamente fea y desagradable cuando se
circula en bicicleta por allí (es difícil hacerlo tan mal, pero lo están
logrando). Afortunadamente, al final alcanzamos el Barrio Pesquero, y a través
de su carril, llegamos al Paseo de Pereda, y de inmediato, a nuestro destino
final: el Café El Suizo, establecimiento en el que a finales del siglo XIX se
fundó el primer club ciclista de la provincia.
Finalizado el recorrido nos
fotografiamos, dejamos las bicicletas a la vista de los transeúntes (muchos de
los cuales no ocultaron su interés por ellas) y nos sentamos en la terraza a
tomarnos un ligero refrigerio, mientras nos felicitábamos unos a otros y nos
reuníamos por última vez con nuestras “protectoras” seguidoras motorizadas:
Luisa y Myriam. Aprovechamos para reconfigurar la organización de los viajes,
traslados, duchas, etc. Para que todos pudieran recuperar sus vehículos,
adecentarse y acudir a la cena de despedida que se celebró esa misma noche en
el Restaurante Casa Enrique de Solares, cuyo dueño (y el propio lugar en sí
mismo) tiene notable vinculación con toda esta historia.
Sonrisas de
satisfacción completada la ruta: Guti, Alejo y Manu. (Imagen: Myriam)
Foto final en la fachada del Suizo.
(Imagen: Myriam).
La cena no estuvo nada mal. Hubo
variedad de comida, buen vino y muchas risas, bromas y conversaciones. En
ocasiones grupales, y a ratos en pequeños subconjuntos. Se repartieron los
merecidos diplomas, tal como se hizo en aquella primera edición de 1903. Además,
asistimos a un emotivo reencuentro entre dos viejos amigos que no se veían
desde hacía décadas: Iñaki y Eduardo (al que invité secretamente a presentarse
al final de la cena, aunque no tuviera nada que ver con nuestra aventura).
Ambos habían sido muy buenos amigos, y compañeros de fatigas y kilometradas,
cuando practicaban ciclismo de competición, antes de convertirse poco después
en: un excelente ciclista profesional y gran triatleta (pionero)
respectivamente.
La Cofradía Velocipédica cumplió
pues con su misión y sacó adelante una segunda Rememorativa. Así pues, confiamos
en que llegará la tercera, y con ello una más sólida cimentación de este
quehacer, que si continuamos asumiendo con tanta ilusión colectiva, podrá
acabar convirtiéndose en una bella tradición.
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