El 13 de agosto de 1961 el Muro
de Berlín comenzó a estar operativo. Lo que supuestamente iba a ser un modelo
ideal de estado: igualitario, pacifista, deportivo y feliz, la República
Democrática Alemana, no acababa de parecérselo tanto a sus habitantes, en
especial a los más jóvenes. De ellos, 9.968 (de entre 15 y 18 años de edad)
desertaron a lo largo del año 1960, además de otros 24.248 de entre 18 y 25
años. El descontento estaba muy generalizado, y en el caso de los más jóvenes,
el hecho de “tener que” cumplir con el servicio militar espoleaba aún más las
ganas de marcharse. La RDA se declaraba como una nación pacífica, algo que se
había inculcado en las mentes de sus ciudadanos. Sin embargo tenía ejército, y
éste se nutría inicialmente de un servicio militar “voluntario” que la mayoría
de los jóvenes decidía cumplir por temor a todo tipo de represarías civiles
relacionadas con las oportunidades profesionales, los sueldos asignados, las
listas de espera para obtención de bienes, tipo de vivienda adjudicado, etc.
Pero el 24 de enero de 1962 la cuestión empeoró en este sentido, puesto que el
servicio militar pasó a convertirse oficialmente en reclutamiento obligatorio.
Precisamente este detalle fue el que acabó desbordando las ganas de dos jóvenes
concretos lo suficiente como para jugársela intentando escapar de allí.
Probablemente ambos ya acumulaban unas cuantas razones previas para irse.
Muchas de de ellas compartidas por una parte importante de la población. Una
más que evidente falta de libertad, una importante carencia de información, un
exceso de propaganda institucional y un denso ambiente de espionaje civil,
vecino y amigo. El origen de esto último era que la “Stasi” se había afanado en
tejer una tupida y extensa red de informantes colaboradores que inundaba
completamente la sociedad civil, la cual se veía obligada a convivir con el
chivatazo, siempre sujeto además a los posibles caprichos, envidias u ocultas
motivaciones de los colaboradores.
Aquellos dos jóvenes eran
ciclistas. Se llamaban Udo Ritcher y Peter Warzeschka. Y para cuando planearon
fugarse, ya lo habían hecho de forma reciente otros deportistas del pedal, y
aún lo conseguiría más tarde alguno más. Pero su plan era distinto, pues
pretendían escapar por el mar Báltico. Años después, el 17 de agosto de 1969
Axel Mitbauer, un destacado nadador de 19 años, completamente embadurnado de
grasa para protegerse del frío y equipado con un par de aletas, se agazapó en
la costa de Boltenhagen Resort y esperó el momento propicio en el que la
vigilancia cesaba (algo que había estado estudiando previamente durante
semanas) para empezar a nadar los 25 km que hicieron que alcanzase la zona de
la bahía de Luebeck. En algún punto se detuvo a descansar en una boya, con idea
de pasar en ella el resto de la noche y seguir nadando algo después, cuando ya
calentara el sol. Cuentan que la víspera se zampó un par de pollos de crianza
familiar, tratando de acumular reservas energéticas. Afortunadamente fue
localizado por un barco de Alemania Federal que lo recogió y lo condujo hasta
su deseado asilo. Ese modelo de fuga no parece halagüeño para cualquiera por
muy buen deportista que sea. Y aquellos dos jóvenes ciclistas, en cualquier
caso, no eran nadadores de alto rendimiento. Se trataba de buenos corredores
que, al igual que muchos otros deportistas no afiliados al Dynamo de Berlín o
al DHfK, veían como sus carreras deportivas no gozaban de las mismas
facilidades y oportunidades que los representantes de los clubes centrales del
partido o incluso de la “Stasi”. Ambos, en enero, tomaron la decisión de
fugarse juntos en un kayak desmontable de fabricación casera, remando a través
del Báltico en dirección a Dinamarca. Para ello necesitaron unos cinco meses de
preparación. Primero fueron construyendo la embarcación en un taller. Todo ello
de forma clandestina y sin haber informado a nadie del asunto, ni siquiera a
sus familiares más cercanos. De todas formas, Udo estaba seguro de que su
padre, el infravalorado entrenador de ciclismo Gerhard Ritcher, tenía necesariamente
que saberlo, aunque no daba muestra alguna de ello. El kayak lo pintaron de
negro porque su idea era embarcarse de noche cerrada y navegar tratando de no
ser avistados por los agentes que controlaban la costa desde tierra o mediante
embarcaciones de patrulla. Con la piragua terminada, se sucedieron horas y
jornadas de entrenamiento clandestino. Tenían que dominar suficientemente la
remada efectiva, el rumbo, el gobierno del kayak con oleaje, etc. Llegada la
fecha prevista se embarcaron en plena noche y empezaron a remar rumbo a Gedser,
el punto costero más meridional de este de Dinamarca, a unos 45 km de
distancia en línea recta. En un momento dado divisaron un ferry al que, tomando
cierto riesgo, hicieron señales con luces. El barco se dirigía a Travemünde en
la Alemania Federal y no tuvo inconveniente en subirlos a bordo y aproximarlos
hasta su soñado destino.
El de la derecha, enfundado en un
maillot contemporáneo de un museo de la Carrera de la Paz, es Udo Ritcher, uno
de los ciclistas protagonistas de la huida en kayak. (Imagen: Jürgen A. Schultz
para Wolksstimme.de).
Lo de los kayaks desmontables o
caseros no es una idea nueva para mí. Tengo un especial interés por ambos
conceptos desde hace años. Uno, el de los kayaks desmontables que permiten
poderlos transportar fácilmente en el coche para viajar largas distancias o,
incluso, en algunos casos, portarlos a través de territorio natural para
afrontar alguna travesía mixta. Existen cada vez más modelos y con el tiempo
espero poder probar alguno. Y dos, lo de caseros se refiere a embarcaciones
construidas por uno mismo, asunto que me atrae mucho, especialmente en su
vertiente “retro” y artesanal, pero en la que no me quiero embarcar hasta que
me llegue la hora de la jubilación y pueda quizás disponer de un espacio de
trabajo adecuado para ello.
En cuanto a lo de las deserciones
deportivas, no es que yo esconda deseos de escaparme, y menos aún de tener que
vivir una situación tan angustiosa que me haga tener que plantearme si
exiliarme o no de mi tierra. Todo lo contrario, por el momento (y espero que
esto siga así, aunque a uno a veces le entran dudas al ver desfilar a tanto
profeta prometiendo paraísos terrenales – de todos los “colores” - diseñados
desde la política más ambiciosa e hipócrita) vivo muy a gusto donde estoy, un
territorio de clima caprichoso, de gente con la que por lo general resulta
fácil convivir y con un diverso abanico de recursos naturales en los que
disfrutar. Es lo que coloquialmente los autóctonos denominamos “la Tierruca”
(apelativo que ya de por si sugiere poco o nada del afán expansionista o
imperialista que exhiben algunos otros territorios peninsulares). Así que ante
la ausencia de necesidad de la práctica deportiva “de traslado” para escapar de
dramáticas situaciones personales, aquí solemos dedicarla al ocio, la
diversión, el recreo y el bienestar propio. Y con ese ánimo, como siempre, un
año más, y ya van cuatro (además seguidos), recientemente celebré una nueva
edición de La Montañesa. Una modesta quedada de ciclismo retro que siempre se
caracteriza por rondar los 100 km de recorrido “circular”, diferente para cada
ocasión, con un perfil orográfico moderado (que en la “Tierruca”
inevitablemente supone incluir pocos puertos medianos o múltiples pequeñas
cotas) y con una participación que oscila entre muy pequeña y raquítica.
El primer año fuimos seis, el
segundo siete, el tercero doce y en esta ocasión apenas tres. Aunque no sea un
tema que me preocupe lo más mínimo, he hecho un breve ejercicio de reflexión
para tratar de analizar las causas de tan escuálida participación y he llegado
a varias conclusiones. Uno, octubre no parece un mes muy adecuado porque suele
suponer un periodo de puesta en marcha de proyectos de toda índole y de recuperación
de inercias rutinarias de carácter obligado. Dos, soy responsable de haber provocado
un continuo baile de fechas para esta y otras quedadas que organizo, y ello
habrá generado incertidumbre y hasta desinformación entre los habituales
seguidores de mis propuestas. Tres, en esta ocasión avisé de la fecha
definitiva con apenas cuatro o cinco días de antelación, lo cual parece
bastante tardío para muchas agendas. Cuatro, el hecho de la propuesta alcanzase
los 100 km e incluyese tres puertos, estoy seguro que fue un factor disuasorio
para algunos practicantes del ciclismo retro. Es raro que lo reconozcan pero me
consta que es verdad. Cinco, la previsión meteorológica garantizaba un día
lluvioso. Seis, un cúmulo de factores relacionados con que no es una marcha
oficial con inscripciones, significativo número de participantes, escenario
ideal para lucir modelitos y material ante los demás, y con oportunidad para
integrarse en un pelotón. Y siete, con la actividad desplegada a lo largo de
los últimos cuatro años, igual hay gente ya un poco saturada por tanto
llamamiento desde Cantabria. Seguramente haya más posibles causas y todas tengan
algo que ver parcialmente. O alguna de estas u otras afecten específicamente a
personas y casos concretos. Pero como el objetivo participativo lo valoro
exclusivamente en función de la calidad humana de los asistentes y sin tener en
cuenta en absoluto la cantidad, no es algo por lo que me tenga que preocupar.
En esta ocasión elegí un
recorrido muy representativo del ciclismo de la Tierruca: la “Vuelta a los
Puertos”, que muchos conocimos como aquella clásica marcha cicloturista llamada
Pámanes-Pámanes. Se trata de un recorrido que cientos de ciclistas de la región
(seguramente incluso miles) habremos completado alguna o infinidad de veces.
Discurre por una zona plagada de puertos de media montaña y con muy poco
tráfico. Un territorio ideal para entrenar y para disfrutar, con multitud de
posibles combinaciones para dar variedad a las salidas habituales. Así pues, ya
que me lanzaba a convocar una vez más un recorrido para “La Montañesa”, me
pareció adecuado decantarme por este “clásico”, el cual además, situando mi
lugar de residencia como punto de partida y final, ofrecía una etapa cercana a
los 100 km siempre buscados. La ruta, independientemente de dónde se sitúe su
partida, se basa en encadenar sucesivamente tres puertos muy habituales para
los cicloturistas de La Montaña.
EL primero de ellos es Alisas.
Para nosotros representa muchas cosas en lo que al ciclismo se refiere, pues su
ascenso desde La Cavada (en el sentido en que lo hicimos nosotros) es una de
las subidas pioneras en la historia del ciclismo regional, habiendo sido
utilizada como escenario de competición desde las primeras décadas del siglo XX
y habiendo formado parte del recorrido de numerosas carreras de día o incluso
de las primeras Vueltas celebradas en Cantabria. Además, Alisas ha sido paso
más que habitual en diferentes etapas de la Vuelta a España, tanto en sus
primeras ediciones como en las más recientes, pasando por muchas de las
intermedias. Y por si todo ello no fuera suficientemente “icónico”, este
puerto, de forma extraoficial pero reconocida popularmente, ha sido
mayoritariamente utilizado como test de estado de forma de numerosos ciclistas
de toda condición y categoría. Desde profesionales hasta cicloturistas, pasando
por aficionados, juveniles, cadetes, triatletas, etc. Con su umbría curva a
derechas como referencia de salida… “dime cuanto tiempo haces en Alisas y te
diré “quien” eres es cuanto a nivel ciclista”.
El segundo puerto, Cruz de Usaño,
es una sencilla cota de unos tres kilómetros de longitud. No tiene especial
carga emocional pero resulta paso obligado para completar la vuelta. Pero el
tercero recupera parte del simbolismo e interés que atesora Alisas. Me refiero
a Fuente las Varas. Su popularidad se forja más por su uso que por su fama o
leyenda, pues de estas segundas no tiene. Sin embargo, si pusiéramos un
contador de pasos de ciclistas en su cima, creo que nos quedaríamos pasmados
ante las cifras y no dudo que lo posicionarían como uno de los puertos más
utilizados dentro de un ranking nacional, y por ello, incluso mundial. Su
cercanía a poblaciones bastante habitadas, su accesibilidad sazonada de la suficiente
dureza como para que sirva de entrenamiento (cota de 446 m sobre el nivel del
cercano mar) y su aspecto de puerto de montaña, le han convertido en lo que en
terminología técnica de movilidad se denomina un “atractor” de tráfico
ciclista. Además, este puerto tiene una peculiaridad que lo potencia, y es que,
más que de un paso, estamos hablando de un nodo de conexión que integra en su
collado un “conjunto” de 4+1 ascensiones para todos los públicos. La más
clásica es la que lo corona desde el noroeste (por Riaño), que es la que
nosotros utilizamos para bajar. Hasta ahora muy bacheada, desde final de verano
disfruta de un asfaltado completamente nuevo. La opuesta suele ser el ascenso
de la vertiente sur desde Matienzo (que fue el que acometimos nosotros en esta
ocasión). Además, hacia el este, está la opción del Esquilo con sus
innumerables curvas y horquillas, y hacia el norte la que conecta con
Solórzano. Y por si todo esto fuera poco, si alguien quisiera acercarse allí
arriba buscando un recorrido duro y exigente, no tiene más que ascender
Secadura desde Bádames, tomar una estrecha y empinadísima carretera que sale en
pleno collado hacia la izquierda y seguirla hasta superar una especie de balón
de fútbol gigante, para acabar a mitad de subida por la vertiente norte, y
allí, si aún le quedan ganas, alcanzar el alto de Fuente las Varas girando
hacia la izquierda. Así pues, con tantas posibilidades, son muchas las
ocasiones en las que los ciclistas de aquellas comarcas, lo quieran o no, lo
piensen o no, acaban pasando por tan popular puerto.
La ocasión también me sirvió para
poner en práctica un pequeño homenaje privado. Algo que hice mediante la
elección de la bicicleta a emplear, que fue nuestra Peugeot PH11 del 83 u 84.
Digo nuestra porque aunque la uso yo algo más que ella, su verdadera dueña es
Myriam, a quién se la regalé tras recuperarla y restaurarla hace pocas
temporadas. Tenía ganas de “re-estrenarla” de forma larga y “contundente”, tras
apenas unas pruebas breves después de haberla transformado recientemente en lo
que los franceses denominan una “randonneuse légère”. La transformación no
parecía gran cosa inicialmente pero por diferentes causas acabó originándome
muchos quebraderos de cabeza. El peor porque tratando de arreglar la maneta del
cambio trasero se partió el tornillo de sujeción, y los infructuosos intentos
de extracción acabaron inutilizando la rosca interna. Tras varias tentativas
buscando una solución “recuperadora”, finalmente tuve que serrar los dos
pivotes soldados y sustituirlos por unos de abrazadera, eso sí, originales
Simplex. Por otro lado, el buje trasero Maillart Helicomatic había gripado en
su día, finalizando aquella París-Roubaix” retro. Pero afortunadamente, Alberto, un mecánico de la vieja escuela y
buen conocedor del sistema, me lo reparó. Por mi parte, pensando en hacer la
bicicleta más polivalente, útil y “randonneuse”, aproveché un viejo movimiento
central de triple plato que tenía por casa, para instalarlo en vez del doble
original. La bicicleta me la habían regalado en bastante mal estado y con dos
bielas de diferente marca, así que este cambio no me parecía en absoluto un
sacrilegio. Además, la nueva incorporación era un conjunto Stronglight de la
misma edad que la bici, algo más que habitual en el fabricante francés y en los
galos en general. Lo único, eso sí, es que tuve que incorporarle otro plato
pequeño, pues el original había desparecido. Ninguna de estas últimas
operaciones supusieron muchas complicaciones, aunque ello me exigiera instalar
un eje más largo para que el plato pequeño no tocase la vaina trasera de su
lado, además de haber tenido que buscar unos tornillos y separadores de plato
que sirvieran, y que ya no fabrican. La transformación culminó con el montaje
de sendos guardabarros metálicos de estilo “martelé”, además de una bolsa de
manillar sobre un clásico soporte metálico de los de la época. El aspecto final
me dejó más que satisfecho, lo cual era esperado pues la restauración anterior
(la de partida) ya lo había hecho. Esta bicicleta, aparte de proporcionarme una
utilización placentera, siempre ha mostrado una excelente acogida estética entre
las mujeres de todas las edades. Lo digo porque han sido siempre ellas las que
se han acercado en varias ocasiones a comentarme eso de “que bici tan bonita”.
Y es que claro, ya se sabe, ellas miran (o ven, o perciben) otras cosas. Y que
queréis que os diga, entre tanta pugna testosterónica para ver quién tiene la
bicicleta más famosa, legendaria, valiosa, auténtica, original, bonita… o lo que sea, en el mundillo retro, recibir cumplidos
desde el lado femenino me parece más que reconfortante. El Currículum Vitae de
la bicicleta me es parcialmente desconocido. Desde 1984 hasta 2010 ignoro
cuales fueron sus andanzas. Entre 2010 y 2014 (seguramente desde bastante
antes) estuvo colocada en un rodillo de entrenamiento, al servicio de varios remeros
para calentamientos o complementos de sesiones de entrenamiento invernales.
Aquella fase le supuso un gran deterioro a causa del esfuerzo, la exposición al
ambiente corrosivo de una nave de ribera marítima, el constante reglaje de
tallas y el desconocimiento de uso y mantenimiento adecuados por parte de los
remeros. Desde entonces llegó su recuperación, restauración y “restiling”. Eso
y un puñado de participaciones “retro”:
- La Montañesa 2014 y 2016.
- Quedada para la fundación de la Cofradía Velocipédica (circuito de Palombera-Hoces de Bárcena) 2014.
- Quedada de presentación de la Enkarterri y homenaje a Samuel Sánchez (Güeñes 2014).
- Ruta turística por muros de Tour de Flandes con el club La Vacamora 2015.
- París-Roubaix Retro 2015.
- La Retrovisor 2015.
- L’Eroica Hispania 2015 (recorrido corto sin completar, empleada por Myriam).
- Quedada “retro” de la Peña Ciclista El Rastral 2015.
La Peugeot PH11 del
83-84, reconvertida en “randonneuse légère”, vista de perfil.
La misma
bicicleta en un plano más próximo y con detalle de su bolsa de manillar.
El caso es que con esa bicicleta
y apenas un par de amigos se puso en marcha la cuarta edición de La Montañesa.
Los habitantes de la Tierruca, al menos los suficientemente observadores,
sabemos de sobra que las previsiones meteorológicas no siempre se cumplen. Es
más, en este territorio suelen fallar con frecuencia. Y afortunadamente, así
fue aquel sábado que resultó un día inicialmente nublado pero progresivamente
más cálido y despejado. Y aunque no llegara a culminar con cielo azul y sol
radiante, la verdad es que no nos llovió ni una gota de agua a lo largo de todo
el trayecto, el cual prácticamente nos ocupó toda la mañana. Mis compañeros
fueron Javier (que no se pierde una) y Pablo. El segundo es un amigo y vecino
con el que comparto muchas aficiones, especialmente relacionadas con la
montaña. Ese día nos apareció en versión contemporánea (con una bicicleta
“Gravel”) porque no tuvo el tiempo (ni la osadía) suficiente como para poner a
punto una Peugeot de cicloturismo de allá por los años setenta. Una que un
viajero alemán le regaló tras culminar un largo viaje desde su tierra hasta aquí.
La bicicleta tiene posibilidades gracias a sus roscas, trasportines ligeros,
desarrollos muy generosos, etc. Pero lamentablemente Pablo no se acaba de
arrancar para dejarla del todo lista. De hecho, Pablo ha estado muchas veces
muy cerca de participar conmigo en algunos eventos retro, pero la verdad es que
hasta ahora nunca lo había hecho y en esta ocasión… a medias. Pero la compañía
de los amigos es siempre bienvenida y más aún ante una actividad tan
minoritaria como la de esa mañana. Javier por su lado montaba la que quizás se
haya convertido en su bicicleta retro más habitual (y mira que tiene muchas),
esa Royar Condor de triple plato que tanto me gusta y que ahora se pasea muy
limpia y elegante. Yendo tres, la excursión resultó muy parlanchina, aunque en
los ascensos nos distanciáramos algo unos de otros por eso de los ritmos y
estados de forma individuales. En lo que a mí respecta tengo que decir que me
encontré muy cómodo durante todo el recorrido, subiendo a ritmo fácil y con una
postura de descenso nada agresiva, pues parece que esta bicicleta realmente me
va como un guante. Durante casi la mitad del recorrido el ambiente retro se vio
inesperadamente reforzado porque la casualidad quiso que compartiéramos ruta
con una concentración internacional de motos clásicas que desde hace ya muchos
años organiza con eficacia el Moto Club El Pistón de Santander. Su prestigio ha
conseguido crecer tanto que, pese a que su programa dura toda una semana (o
quizás por eso mismo), encuentra un amplísima respuesta de participación
extranjera. Por allí vimos de todo, antiguas, muy antiguas y algunas más
jovencitas, aunque clásicas todas ellas. Unas cien por cien originales, otras impecablemente
restauradas, grandes, pequeñas, deportivas, turísticas, camperas… un deleite
para la vista y un bonito complemento para nuestras intenciones estéticas. Pese
a ello, con quien entablamos conversación en el alto de Alisas fue con dos
jóvenes ciclistas de los de ahora, que quedaron más que sorprendidos por
nuestras dos bicicletas clásicas. Más tarde, tras el descenso y el paso por
Arredondo, alcanzamos el desvío hacia Cruz de Unsaño. A partir de allí las
motos nos abandonaban, aunque ascendiendo nos cruzamos con un impresionante
descapotable muy deportivo, de la época de los años veinte o treinta.
Probablemente buscaba acercarse al espectáculo de las motos, se ve que los
aficionados a los trastos mecánicos antiguos no hacemos ascos a las disciplinas
más cercanas, y en este caso rodadas. El segundo puerto se nos pasó en un
suspiro, al igual que su descenso hasta reagruparnos para tomar un café y un
pincho con Fuente las Varas ya a la vista.
Pablo
coronando Alisas (la próxima vez que se nos plante en una ruta retro equipado
así lo despeñamos).
Javier,
Pablo y yo posando en Alisas.
Ambiente
retro por todas partes.
Durante el ascenso estuve mucho
tiempo hablando con Javier, y como es un puerto que siempre suelo ascender en
solitario, y normalmente ya algo cargado de kilómetros, en esta ocasión se me
pasó volando. El descenso es muy cómodo y esta vez tremendamente agradecido
porque los tres circulábamos por primera vez por el nuevo firme de la carretera
que, pasando por Riaño, alcanza Entrambasaguas. Hay que reconocer que la han
dejado hecha un primor y el descenso resulta de lo más cómodo, evidentemente
más rápido y, sobre todo, mucho más descansado, especialmente en el tramo final
de toboganes y falsos llanos a favor que transcurre ya por el valle. Finalmente
regresamos a Galizano empleando algunas de esas recónditas carreterillas
locales que tanto me gustan y que tan despejadas de tráfico suelen estar. Lo
hicimos dibujando un trazado diferente al de la ida. Aunque la convocatoria
apenas tuvo eco o acogida, pasamos una mañana muy entretenida y placentera. Y
así, de esa forma, La Montañesa cumplió un año más, y a lo tonto (o a lo
modesto) ya acumula más ediciones que varias de las marchas formales de
ciclismo Retro. La causa principal de su traslado de fecha fue que por una vez
en la vida me decanté por acudir a la P2P de patinaje (sobre la que ya escribí
hace poco). No me arrepiento de ello pero eso trastocó todo lo relativo a La
Montañesa. El sacrificio mereció la pena, y lo normal es que las aguas vuelvan
a su cauce y en futuras ediciones la siga convocando para la víspera de La
Retrovisor.
Javier, en
plan Anquetil, al inicio del ascenso a Fuente las Varas.
Juntos y con
una bonita estampa debajo.
Dos clásicas
reposando: Royal Condor y Peugeot.
En la Tierruca no manejamos
idioma propio porque nuestra lengua es el castellano, que además es común para
muchos millones de personas en el planeta. En mi modesta opinión esto tiene
muchas ventajas. La principal es que te permite comunicarte con una enorme
cantidad de personas. Además, el idioma se va enriqueciendo por todas partes y
son miles los que lo utilizan para escribir textos interesantes. Dicen,
discuten, pugnan… algunos eruditos, que fue precisamente en esta tierra donde
nació el Castellano, aunque muchos otros aseguran que fue en La Rioja. No seré yo
quien se ponga a perder el tiempo con un asunto que ni me interesa, ni sobre el
que tengo conocimientos. A donde quiero llegar es a comentar que pese a
utilizar una lengua común e internacional, como en tantos y tantos lugares,
aquí también tenemos nuestros localismos, y no sólo gastronómicos (como las
rabas), que son de lo más habitual en todas partes, sino aplicados muy diversos
asuntos. Y uno de ellos tiene mucho que ver con las cuestas, los puertos, las
subidas y ascensiones en general. Me refiero a la palabra “pindia” o “pindio”,
la cual califica a una rampa, cuesta, subida, carretera, calle, camino, etc.
como de exageradamente pendiente. La palabra tiene mucho uso por aquí porque
pasajes de esas características abundan por nuestra geografía. Precisamente en
Santander (la capital) el vocablo surge casi con seguridad cada vez que alguien
tiene que describir a otra persona como se llega o dónde está tal o cual lugar.
Y la historia que viene a continuación se refiere precisamente a la calle más
popular de la ciudad en lo que al atributo de pindio se refiere.
La cuesta de la Atalaya no es la
calle más pindia de Santander, un periodista señalaba que más bien la tercera.
No lo sé ni me parece importante, lo que está claro es que es muy empinada. Su
fama quizá le venga porque es muy céntrica, relativamente larga en su pendiente
y además de sentido único ascendente. Hay otras que lo son en descenso. En
realidad en la ciudad hay bastantes calles de estas características y eso se
explica fácilmente si se observa con cierto detalle la superficie del terreno
sobre el que está edificada la urbe, el cual, a groso modo, se puede describir
como una serie de tres pequeñas “sierras” paralelas, que recorren
longitudinalmente la localidad, separadas entre sí por las correspondientes
vaguadas. Ello hace que cualquier calle que pretenda atravesar la ciudad, o
parte de ella, transversalmente, necesariamente acometa un ascenso o descenso
directo hacia o desde cualquiera de las “sierras”.
Imagen aérea
de la ciudad de Santander, en el centro, en trazo rojo, el recorrido de la
Cuesta de la Atalaya.
El
rectángulo discontinuo corresponde a la superficie que después se representará
gráficamente. Las líneas naranjas son las que se han seguido para tomar
diferentes puntos de cotas de altura. S1, S2 y S3 son las denominaciones de las
“sierras”, enumeradas de norte a sur. Lo mismo sucede con las V (vaguadas)
aunque en el caso de la primera, al ser bastante ancha, se han tomado dos
líneas de cotas.
Representación
gráfica (geométrica) del rectángulo indicado (Santander) visto de frente a las
líneas de cotas trazadas. Es fácil entender como cualquier intento de atravesar
la ciudad en dirección Norte o Sur, resulta costoso debido a los desniveles.
Otra vista
de la representación geométrica tridimensional del área elegida de la ciudad.
La Cuesta de la Atalaya estaría ubicada aproximadamente por los trazos 7 u 8
ascendiendo la “sierra” central por su ladera sur.
Ubicación de
la parte de ascenso que constituye la Cuesta de la Atalaya dentro de la ciudad.
Queda claro que se trata de una calle de lo más céntrica.
Detalle de
la ascensión. El sentido de circulación va desde el pié de foto hacia la parte
superior de la imagen. La carrera tenía un recorrido algo más largo, con un
tramo previo de porcentaje despreciable hasta tomar la primera rampa. La
primera parte dibujada, la que llega hasta el quiebro que se ve (haciendo
esquina con un gran edificio de tejado gris y amplio patio interior), no forma
parte nominalmente de la calle Cuesta de la Atalaya, la cual comienza en el
cruce de esa esquina.
La Cuesta de la Atalaya, cuyo
nombre en el callejero es ese mismo, tiene toda una historia ciclista detrás.
Como carrera se celebró por primera vez en el año 1938 bajo la denominación de
“I Escalada a La Atalaya” y con Ricardo López-Dóriga como juez principal. El
triunfo fue para Antonio San Miguel Llata (toda una personalidad en la historia
del ciclismo de Cantabria y sobre el que espero poder escribir a no mucho tardar)
con un tiempo de 1’ 56”, seguido por Francisco Arresti, Fernando Fernández,
Virgilio Cruz, José Rodríguez, Cesáreo Martínez y Daniel Llata San Miguel. La
prueba resultó tan espectacular y levanto tanta expectación entre la
ciudadanía, que al poco tiempo, aquel mismo año, se organizó el I Campeonato
Infantil de forma parecida en la Calle Vía Cornelia, otra pindia calzada que en
su caso luce un trazado mucho más serpenteante y que asciende paralela a la
Atalaya apenas 200 o 300 metros más al oeste.
Aunque no tengo datos fiables y
pormenorizados deduzco que la prueba se mantuvo durante bastante tiempo. Lo
digo porque he encontrado referencias a la misma en sucesivas ediciones a lo
largo de los años cuarenta. Además de una foto de la salida correspondiente al
año 1943, hay una anotación según la cual, la temporada siguiente, el ascenso
ostentó la categoría de Campeonato Provincial de Montaña. En aquella ocasión, José
Mª Marotías, un asiduo a las carreras regionales, quedó en 5ª posición. ¡Sí! el
mismo que posteriormente se hiciera famoso por sus prestigiosos cuadros hechos
a mano.
Los ciclistas
en la Plaza de la Esperanza preparados para tomar la salida de la Escalada de
la Cuesta de la Atalaya en la edición de 1943. Es más que probable que el
mismísimo José Mª Marotías se encontrase en ese pelotón. (Imagen: Armando
González Ruiz: “Cantabria ciclista cien años de gloria: 1895-1995”. FCC.
Santander, 1995).
Otro ilustre que destaca en el
palmarés de tan peculiar ascensión es Gonzalo Aja, quién en 1964, compitiendo
en la categoría juvenil, vencía con un tiempo de 1’ 27”, que le servía para batir
el récord vigente de la categoría por dos segundos. El de aficionados por aquel
entonces estaba en 1’ 24”. Estos datos me hacen pensar que la prueba, si bien
pudiera haber tenido alguna que otra desaparición temporal, fue una referencia
recurrente en el calendario local.
Gonzalo Aja,
tiempo después, en otro carrera santanderina y montando una de las Alan que
utilizó durante gran parte de su carrera deportiva. (Imagen: Armando González
Ruiz: “Cantabria ciclista cien años de gloria: 1895-1995”. FCC. Santander,
1995).
Ignoro a partir de cuando esta
subida desapareció definitivamente de nuestro calendario, pero gracias a los
diseñadores de las etapas del afamado Circuito Montañés, la Cuesta de la
Atalaya volvió a ofrecer espectáculo ciclista en el Siglo XXI. Al menos ha
formado parte de tan prestigiosa competición en las siguientes ediciones:
- En el año 2000, en formato de CRI de 1km, resultando vencedor Dave Bruylandts con un tiempo de 1’ 42” (es de suponer que con ligeras diferencias de trazado con respecto al pasado). De este corredor podemos destacar que lo de los muros pindios no se le daba mal, tal y como avala su 3º puesto en el Tour de Flandes de 2004.
- En 2001, de nuevo como CRI de 1km, el corredor de la Tierruca David de la Fuente fue quien se alzó con la victoria con 1’ 46”. Años más tarde, siendo ya profesional, nuestro paisano conseguiría el Trofeo a la Combatividad del Tour de Francia de 2006.
- Dos años después, en 2003, aún en formato CRI de 1km, venció Óscar Serrano Alonso con un tiempo de 1’ 47”.
- Y finalmente en el año 2004, la pindia calle fue el escenario del final de una etapa que partía de Polanco. En esta ocasión el ganador fue Wesley Van der Linden, un corredor belga que ha destacado por desarrollar una excelente carrera deportiva internacional en la modalidad de ciclo-cross.
En el caso de la disciplina CRI,
lo de la Cuesta de la Atalaya podría considerarse algo así como una “burrada
agónica” o un “desparrame de potencia”. Y esto es fácil de explicar si lo
comparamos con tres típicos esfuerzos ciclistas del máximo rendimiento posible.
Cuando un esprinter de clase mundial disputa un final de etapa lo hace a costa
de alcanzar su máximo pico de potencia y mantenerlo entre 5 y 10 (como mucho 20
segundos). Lo anterior, el lanzamiento, no implica ni mucho menos darlo todo,
pues se consigue parcialmente gracias a la protección aerodinámica de los
lanzadores propios o del grupo. Es pues un esfuerzo anaeróbico aláctico, o lo
que es lo mismo, alimentado por reservas energéticas almacenadas en la
musculatura, pero sin que sea necesario que entren en juego reacciones
bioquímicas que produzcan desechos “contaminantes”, molestos, dolorosos, etc.
En el polo opuesto tendríamos a un corredor que se escapa nada más empezada una
etapa de entre 150 y 200 km de longitud y que consigue llegar a meta en
solitario. En su caso, la dureza proviene por una fatiga sistémica
progresivamente acumulada durante horas y que afecta a la musculatura, al
sistema cardiovascular, al nervioso y la postura. Está también relacionada con
los niveles de hidratación y reposición de nutrientes, pero aparece de forma
muy lenta, sin violencia repentina. El esfuerzo se consigue (salvo que haya de
por medio fuertes pendientes) abastecido por un metabolismo aeróbico especialmente
centrado en el consumo de grasas. Y entre ambos esfuerzos podemos por ejemplo proponer
una CRI de una hora de duración, situación en la que un buen especialista
compite produciendo la máxima energía que es capaz de desarrollar a la
intensidad del límite superior de su metabolismo aeróbico, pero ahora mediante
la combustión de hidratos de carbono. Es duro desde luego, muy duro, pero el
ácido láctico se mantiene moderadamente contenido, pues el esfuerzo se mantiene
cercano al umbral anaeróbico. ¿Qué pasa entonces con la ascensión a la Cuesta
de la Atalaya? Pues sucede que si se tarda menos de 2 minutos, el metabolismo
preferentemente utilizado es el anaeróbico láctico, es decir aquel en el que
además de poner en marcha reacciones químicas internas que producen altas
cantidades de ácido láctico, exige durante cierto tiempo una elevada capacidad
de tolerancia al mismo. En otras palabras, se trata de conseguir producir mucha
fatiga (dolor) muscular en poco tiempo y después aguantarlo hasta el final.
Como conozco de sobra la fiebre que la población contemporánea de ciclistas
“deportivos” sufre por el asunto de los watios, trataré de ilustrar todo esto
con datos de potencia. Advierto antes que los datos de potencia son
aproximados, pues una cosa es el concepto físico de la misma, y otra bien
distinta los aparatos que tratan de medirla cuando la desarrollamos en
bicicleta. Estos últimos pueden mostrar ciertas notables diferencias de medición.
En cualquier caso vamos a intentarlo. Mario Cipollini alcanzaba a producir de
forma instantánea hasta 1900 w como pico de potencia en su buenos tiempos
(parece que algún que otro “pistard” ha conseguido incluso 2000 w). Y en el
caso de CRI nos sirve de referencia el récord de la hora. Y basándonos en un
interesante estudio de Bassett et al[1],
parece ser que son necesarios 440 w de potencia media sostenida para lograr
igualar el récord con el equipamiento actual. Entonces ¿Cuánta potencia media
es la que mantiene (aproximadamente)
alguno de los corredores listados anteriormente durante su ascensión
competitiva por la Cuesta de la Atalaya? Pues me he permitido la osadía de
hacer un cálculo orientativo. Vamos allá.
Si la distancia de la CRI es un
kilómetro (aunque en realidad la de la cuesta es bastante menos) y tenemos en
cuenta los tiempos indicados, estos corredores aproximadamente consiguen 34
km/h o lo que es lo mismo 9,5 m/s de velocidad media. Para mantener dicha
velocidad en terreno llano con buen asfalto y sin nada de viento, pueden hacer
falta entre 150 y 200 w (dejémoslo en 170). Un corredor de pese un poco menos
de 70 kg y que con su máquina y equipamiento alcance en la báscula los 75 kg,
necesitará 776 w de potencia para avanzar a la velocidad media señalada en una
pendiente media del 11,3% (calculada a partir de la diferencia de cotas de la
cuesta). Ambas potencias han de sumarse (170 + 776), dándonos un resultado de
946 w, que es la potencia que debería mantener el corredor durante ese minuto y
45 segundos que dura la prueba. Un par de cientos de watios arriba o abajo, eso
es mucha capacidad de generar potencia, y dolor, mucho dolor. Insisto en que
las cifras pueden variar bastante dependiendo de los datos exactos de la
longitud y trazado del recorrido, el peso del corredor y su bicicleta, etc.
Pero como aproximación… y juego mental, puede valernos. Y si alguien quiere
hacer la correspondiente “práctica de laboratorio escolar” pues no tiene más
que pedir prestada a un amigo una bicicleta con medidor de potencia, buscarse
la cuesta más pindia que tenga a mano y marcarse un “minuto y medio a tope”
para ver que potencia es capaz de desarrollar y mantener. ¡Ánimo campeones!
Aunque he mencionado que la
pendiente media de la Cuesta es de un 11,3%, tengo que añadir que su momento
más empinado llega con un 24,8% (+/-2,8), aunque tal porcentaje sospecho que es
un mero instante prácticamente imperceptible (unos 3 metros), en medio de un
tramo de aproximadamente un 10%. Lo peor de todo nos lo encontramos a la mitad,
cuando durante unos 70 metros la pendiente oscila entre el 14 y el 19%.
Una vez
embocada la calle la pendiente no engaña, el porcentaje es fuerte y deja claro
lo que viene hasta los pisos verdes del fondo. Precisamente en esta imagen se
ve el microbús de los Transportes Urbanos que puede acometer esta línea.
El primer
tramo recto finaliza en la curva que antiguamente llamaban “de la herrería”, en
la cual solía apostarse la mayor cantidad de público.
Pero esto es
lo que aparece recién superada la curva, un tramo verdaderamente pindio.
Las calles pindias de la ciudad,
la de la Cuesta de la Atalaya y muchas más, configuran nuestro paisaje urbano y
afectan a las vidas de quienes por ellas transitan. Hacerlo en bicicleta genera
una estimable secreción de adrenalina cuando se hace en descenso y exige un
importante esfuerzo si lo que se pretende es subir. Normalmente las evitamos
dando rodeos (que no siempre consiguen eludir algún que otro ascenso solo un
poco menor), sobre todo si no queremos llegar sudados a algún destino concreto.
A la hora de dar servicio ciudadano, el consistorio ha tenido que tirar de
ingenio y presupuesto para buscar soluciones para los vecinos. Por un lado
crear unas nuevas líneas transversales de autobuses, que únicamente pueden
quedar cubiertas por microbuses especiales. Por otro, ir construyendo una red
creciente de escaleras y/o rampas mecánicas, que poco a poco van integrándose
en nuestro callejero. E incluso en algunos casos, hasta se ha construido un
funicular como solución final. En la ciudad apenas hay ciclistas “fixies”,
habría que tener mucho valor, inusitada fuerza de pedaleo y muchísima habilidad
para serlo y no morir en el intento. Aunque hay pocos ciclistas urbanos aún,
algunos de ellos sí que se van decantando por la estética del piñón fijo, pero,
en la mayoría de los casos, no les ha quedado más remedio que mantener el
desviador en su sitio.
El funicular
(cercano a la Cuesta de la Atalaya) subiendo hacia su apeadero superior.
Imagen
nocturna del funicular desde una parada algo más baja que la superior. Al fondo
puede distinguirse la bahía porque está delimitada por una hilera de luces
lejanas.
Aprovechando que me he referido
anteriormente a La Montañesa, quiero dar una noticia reciente sobre ciclismo
retro. Hace ya más de año, puede que incluso dos, manifesté mi intención de dar
mucha cancha a las actividades de ciclismo reto en formato de quedadas (citas
no oficiales). Expliqué que las reuniones de amigos y conocidos permiten
diseñar propuestas creativas, expandir el calendario y organizarse de forma
mucho más libre y sin tener que vernos sometidos a las regulaciones de los
eventos, las jefaturas de tráfico, las administraciones o cualquier otro tipo
de entidades. Prueba de mi afición a este tipo de actividades, es que acudo a todas
las que puedo que hayan sido convocadas por otros, y yo mismo propongo varias
cada temporada. También he recordado que en la Tierruca podemos disfrutar de un
buen puñado de ellas. Pero evidentemente no somos únicos ni nos sentimos más
que nadie. Precisamente este otoño, el recién nacido (y no registrado) Club
Ciclista Zeus Spain, afincado en Soria y lanzado por Alberto Faricle, mis
amigos Pedro y Martín, y algunas personas más, han propuesto una más que
apetecible actividad ciclista de fin de semana. La convocatoria no estaba
cerrada en exclusiva a las bicicletas de la marca Zeus, sino que con buen
criterio, tal y como ya hacía anteriormente el Club Bianchi de Zaragoza, abría
las puertas a cualquier ciclista con bicicleta e indumentaria retro. El detalle
de mayor originalidad de esta novedosa reunión es que, además de la consabida
ruta ciclista del domingo por la mañana, proponía una excursión micológica
vespertina y a pié para el sábado. Así pues los sorianos ofrecían a sus
huéspedes sendos atractivos regionales: sus setas silvestres, descubiertas
mediante un paseo guiado por sus magníficos bosques, y una bonita excursión
ciclista por la zona. Y por supuesto una buena cena en la que lo recolectado formaría
parte del condumio. Ha sido una pena pero en esta ocasión me tocó perderme tan
atractivo plan. Motivos laborales.
Así es nuestra Tierruca, así y de muchas otras detalladas maneras que no es cuestión de intentar enumerar aquí. Los lugares influyen enormemente sobre las poblaciones y sus culturas. Eso es bueno y enriquece poderosamente el mundo. Lo malo es que tanta y tanta gente se vea obligada a tener que huir de sus raíces geográficas contra su voluntad, así como que algunos otros no tengan el derecho o la posibilidad de desplazarse libremente. Recientemente el mundo viene cambiando mucho en este aspecto. Parece que va dando bandazos temporales en cuanto a la libre circulación de las personas y a la apariencia física y realidad práctica de las fronteras. Se han levantado muros que han sido derribados décadas después, pero aquí o allá surgen otros nuevos, más largos y sofisticados. Del de Berlín yo tengo un trocito. Lo conseguí un año y pico después de su caída. Está incrustado en una estatuilla realizada por el escultor José Nuevo, un sevillano que se casó con una alemana y lleva ya décadas residiendo por allí. La estatuilla representa una sección del muro en escala reducida. Corresponde a una serie de varias piezas similares en las que el autor describía gráfica y simbólicamente la destrucción del muro, desde un ejemplar completo impecable, hasta otro en la que ya no hay muro sino cascotes. El mío muestra un paso intermedio en el que la gente ha ido horadando la pared y los hierros del forjado comienzan a aparecer a la vista. El muro, por su lado occidental, muestra también, en la escala correspondiente, algunas de las pintadas que lo caracterizaban. En concreto las de mi pieza son algunas de las que el mismo artista había pintado en el muro real con anterioridad. Conocí al escultor en el mismo Berlín en el año 1991, me cayó bien y me gustó su trabajo, por eso le compré la escultura. El tiempo quiso que poco después, con motivo de un temprano aniversario de la caída del muro, cuando Grobachov fue invitado a la ciudad para participar en los actos allí programados, las autoridades locales le regalaron una estatuilla similar del mismo autor. No consigo dar con un recorte de periódico de la época en el que el dirigente ruso aparece saludando con la escultura en la mano. Sé que lo tengo por casa, guardado en algún sobre o entre las tapas de un libro. Si algún día reaparece prometo que lo mostraré aquí, junto con la foto de mi pedacito de muro. Entre otras cosas para que nos sirva a todos de recuerdo. Nuestros deportes, esos traslados en libertad que tanto nos apasionan, sería mejor que nunca los tuviéramos que utilizar para escapar de nuestra propia Tierruca.
Estatuilla
en hormigón del artista José Nuevo. El pequeño pedazo de color azul inserto en
la esquina superior izquierda es un trozo del verdadero muro de Berlín. La
pieza representa la forma de uno de los miles de segmentos con los que se
levantó el muro.
[1] BASSETT, DR; KYLE, ChR; PASSFIELD,
L; BROKER, JP; BURKE, ER.: “Comparing cycling world hour records, 1967-1996:
modeling with empirical data”. Medicine & Science in Sports & Exercise.
1999.
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