jueves, 15 de junio de 2017

11. AÑO JUBILAR



Esto va de peregrinaje. Preferentemente en el sentido viajero del término. Viajero, nómada o itinerante. Ya se irá viendo a medida que el texto, al igual que cualquier peregrino, vaya avanzando paso a paso, frase a frase. Pero antes, una breve introducción sobre la cuestión jubilar. En la fe católica, la iglesia establece varios lugares en los que una peregrinación (acompañada de una serie de requisitos añadidos y realizada siempre dentro de unos periodos temporales establecidos de forma bastante precisa) permite al peregrino ganarse el jubileo: indulgencia plenaria concedida por el Papa. Es lo que se denomina jubileo “in perpetuum”, lo cual difiere de otras opciones jubilares no asociadas al concepto de peregrinación. La Santa Sede tiene reconocidos siete destinos como lugares en los que cada cierto tiempo (estamos hablando de unos pocos años entre una ocasión y la siguiente) el beneficio del jubileo está activo en ellos. Resulta cuando menos curioso que de los siete, cinco se encuentren en España. Algo habrán tenido que ver los Reyes “Católicos”, el habernos sido considerados (o autoconsiderados, según las épocas) “reserva espiritual de occidente” [por cierto que tenemos cierta tendencia reciente a eso de erigirnos en reserva europea de muchas cosas como el turismo, la naturaleza, el alcohol barato, el fútbol… no sé si esto es bueno, malo o simplemente idiosincrásico], todos esos siglos de poderío de la “santa” Inquisición, la Reconquista, el Rosario de la Aurora o tantas y tantas cuestiones que, miremos por donde miremos, encontramos adheridas y disueltas en nuestra historia, lenguaje, cultura, costumbres, etc. El caso es que en el “resto del mundo” el peregrinaje jubilar oficial puede encaminarse hacia Roma o Jerusalén (ambos de forma perpetua), mientras que dentro del territorio nacional uno puede elegir entre: Santiago de Compostela, Caravaca de la Cruz, Valencia, Urda y Santo Toribio de Liébana. En esta cuestión me llama mucho la atención que en los casos de Caravaca, Urda y Valencia, la concesión de tan destacado privilegio haya sido francamente reciente (desde 1981, 1994 y 2014, respectivamente). Algo muy alejado de los casos de Santiago (desde 1126) y Santo Toribio (1512). Diferencia que, se me antoja, confiere a estos dos últimos, un poso como si dijéramos mucho más histórico y en cierta medida medieval, o cuando menos, en el caso de Liébana, renacentista.

Lo de las peregrinaciones motivadas por asuntos religiosos es algo, le pese a quien le pese, característico del ser humano y que prácticamente ha existido, en unos momentos u otros, en todos los continentes del mundo. Son de sobra conocidos en el Cristianismo, Budismo, Islam, Hinduismo, etc. ha habido múltiples muestras de ello en diferentes lugares, justificadas bajo muy diversos tipos de culto: el camino de Shikoku japonés, numerosas manifestaciones de las civilizaciones americanas precolombinas, etc. Pero fuera de lo religioso, el nomadismo intencionado de las gentes, siempre ha estado presente como parte del catálogo de comportamientos humanos. Ya sea como modelo de vida y supervivencia: evidente en la prehistoria y aún vigente en el caso de algunas poblaciones como parte de los habitantes de Mongolia, o incluso naciones “itinerantes” como los Saami (el Pueblo Lapón), los Tuareg…; o como hábito temporal (trashumancia, éxodos vacacionales, etc.) de antes o de ahora. El caso es que una evidente vocación o tendencia viajera hay que reconocerle a una parte significativa de la especie humana. Tal es así que en la actualidad la movilidad se ha convertido en un fenómeno de interés prioritario. Tanto la cotidiana, relacionada con los desplazamientos que las personas realizamos para posibilitar nuestro modo de vida habitual (trabajo, estudios, etc.), como la esporádica y, en algunos casos, de mucha mayor distancia: viajes de trabajo específicos, turismo, visitas a familiares alejados, etc. Dentro de esta dinámica el turismo es un fenómeno que ha ido creciendo de modo espectacular en las últimas décadas, y una de las modalidades en que dicho incremento se ha visto igualmente reflejado es la de los peregrinajes.

 Un sugerente destino dentro de la multitud de objetivos de peregrinación que presenta nuestro planeta es el conjunto de iglesias rupestres excavadas en roca basáltica roja de Lalibela (Etiopía). Se trata de una ciudad monástica. En los mismos días que escribo esto, se inaugura una de las 100 exposiciones con las que PHoto España celebra su vigésimo aniversario y muestra el proyecto “Lalibela, cerca del cielo”, de la prestigiosa fotógrafa Cristina García Rodero. (Imagen: Cristina García Rodeo en cultura.elpais.com).

Cuando miramos de cerca el peregrinaje como opción de viaje turística nos encontramos con que éste no necesariamente integra el sentido religioso (puede que sí o puede que no, pero eso es ya meramente una cuestión personal del peregrino), sino que obedece a una motivación de ocio con mayor o menor proporción de otros ingredientes culturales, deportivos, de moda, etc. El efecto llamada que en apenas tres décadas ha generado el Camino de Santiago es un caso verdaderamente paradigmático. En registros formales del Camino en el año 1970 se contabilizaron 68 peregrinos (451 en 1971 al ser año Santo). Las cifras se mantuvieron similares hasta que en la década de los 80 aumentaron sensiblemente, alcanzando (o casi) los dos millares en año normal a partir de 1986 y los 5760 en el año Santo de 1989. Aquí quiero resaltar que considero a José Luís Algarra como un verdadero “apóstol” independiente de la promoción del Camino como destino idílico de viaje en bicicleta. Su acción en seminarios no lectivos para alumnado del INEF de Madrid, sus artículos en revistas del ramo ciclista y alguna que otra publicación en formato libro fue proactiva y se centró precisamente en los años inmediatamente anteriores y posteriores a 1986, luego es de suponer que algo tendría él que ver con aquel repunte inicial. Desde el 87 al 92 el crecimiento se mantuvo anualmente aunque de forma moderada, y de repente, en 1993, (Año Santo) se pasó de 9764 a 99436, algo únicamente explicable si tenemos en cuenta las potentes campañas promocionales que se diseñaron entonces. Hasta ese momento el Camino había apenas pasado de algo meramente anecdótico (un vestigio del pasado) a un plan viajero apetecible para iniciados que buscaban un itinerario temático que integrase componentes de aventura, actividad física y connotaciones histórico-culturales (o, claro está, religiosas). Antes de aquel boom los servicios ¡y negocios! de atención al peregrino eran poquita cosa, la mayor parte de las veces incluso una adaptación eventual (para la ocasión) de lo que hubiera en cada lugar. Después… llego la comercialización, la masificación total, la actividad económica asociada, etc. El aumento de “demanda” no se detuvo, de forma que desde 2010 la cifra anual se mantiene siempre cercana (por encima por debajo) a los 200.000 peregrinos (controlados) acercándose ya a los 300.000. Este fenómeno ha traído consigo sobredimensionamientos varios: materiales, sociales, económicos, ambientales, etc. La diversidad de caracteres, planteamientos, tipologías y comportamientos de los peregrinos actuales es casi infinita. Hay de todo. Son muchos los que quieren “poner un camino de Santiago” en su vida, “muesca hecha, ‘selfie’ y a otra cosa mariposa”, o los que se han “especializado en el Camino” y lo hacen prácticamente todos los años, complementándolo con nuevas y diferentes variantes. Y entre ambas posibilidades, todo un espectro inagotable de actitudes y planteamientos.

Confieso no haberlo realizado nunca y me temo que ya no lo haré jamás. Lo que he podido ver en la actualidad no me atrae, más bien lo contrario. Huyo de las masificaciones y esta me lo parece de todas todas. En aquellos “virginales” años ochenta disfruté de algunas etapas ciclistas con Algarra y en numerosas ocasiones, por motivos ajenos al propio Camino, he recorrido múltiples tramos del mismo caminando, pedaleando, de forma motorizada, e incluso remando en piragua. Y lo que he visto no me va demasiado. Especialmente unos andenes asfálticos espantosos en las inmediaciones de Ponferrada. En los ochenta fue un plan que estuve a punto de acometer en bicicleta, pero que lamentablemente dejé pasar. Y ahora me temo que la evolución de la demanda no va a cambiar.
Como no quiero que se me malinterprete debo añadir una reflexión que me parece importante. El camino de Santiago, durante varios siglos, se pareció mucho más a lo que es en la actualidad (me refiero a connotaciones sociológicas, económicas, globalizadoras y de infraestructuras), que a los “románticos” años en los que era casi completamente ignorado. Esto es algo más que palpable haciendo recuento de la enorme cantidad de infraestructuras antiguas que aún quedan en pié en la actualidad, las innumerables referencias históricas, etc. Hasta las “guías para peregrinos” que hace ya varios siglos llegaron a escribirse.

“El libro V del Códice Calixtino es una guía para el viajero medieval con la primera intención, […], de divulgar el Camino de Santiago. Pese a estar redactado en el siglo XII, no ha perdido actualidad, por su realismo. El peregrino actual podrá seguir casi punto por punto las etapas de viaje que se proponen en esta guía. Aparte de esta utilidad práctica, nuestro lector disfrutará conociendo a un tiempo paisajes, gentes, leyendas y arte del Camino de Santiago”.[1]

“El Códice Calixtino –sería más exacto llamarlo Códice Compostelano- está considerado como el libro por excelencia de la peregrinación a Santiago. Escrito en el siglo de oro de las peregrinaciones jacobeas, tiene un objetivo muy claro: extender por Europa la devoción al Apóstol y popularizar el camino que lleva a su tumba. Todo él es un canto al Camino de Santiago”.

 
Facsímil del códice Calixtino. (Imagen: navarra.es).

Y puestos en contexto, el Camino debió de ser durante mucho tiempo una de las principales vías de movimiento de gentes de Europa, plagada de fervorosos cristianos, avispados oportunistas, indeseables maleantes, admirables estudiosos, competentes profesionales, amorosos artesanos, etc. Por él circularon miles de personas en ambos sentidos. Tanto por su itinerario principal como por sus múltiples variantes, conexiones y alternativas. En determinadas épocas fue un importante asunto de gobierno, y desde luego, una arteria principal de comunicación de información, influencia y conexión cultural. Sobre el Camino de Santiago se habrán escrito cientos o miles de libros. Y algunos de ellos seguramente ahondarán en ese componente “paralelo” de las gentes que en él se vieron involucradas, sin que su conexión tuviera nada (o poco) que ver con la devoción religiosa. De entre los que han tratado esta cuestión en forma de novela he leído al menos dos. Uno dirigido a un público juvenil, plagado de aventuras y cierto corte fantástico, y otro encaminado a entretener al público adulto. En este segundo, Jesús Torbado nos cuenta peripecias de muy diversa índole, en un libro que, al menos hace unas pocas décadas, me resultó entretenido. Advierto de antemano que contiene varias “escenas” subidas de tono en cuestión de erotismo.[2]

Evoluciones aparte, el caso es que sus datos y sus significados se erigen en el ejemplo más notorio de eso que he adelantado del peregrinaje como planteamiento viajero actual. De hecho, gracias a su tirón, han empezado a proliferar por muchos territorios diversas propuestas, más o menos elaboradas, de viajes en formato de peregrinaje. Un valor común que le encuentro a tales propuestas es que tratan de esforzarse (poco o mucho) en asociar algún elemento temático a la ruta, para que la misma adquiera, al menos conceptualmente, cierto sentido de peregrinaje (religioso o laico). Una especie de vínculo que aglutine y dé sentido a toda la ruta propuesta. No en todos los casos consiguen que el nexo tenga además mucha antigüedad, y mucho menos un reconocimiento religioso digamos “avalado por la autoridad (espiritual) competente”. Pero eso es lo de menos, un río con personalidad geográfica me parece una excelente excusa, la emulación de grandes traslados estacionales de ganado, el tributo a algunas rutas de movimientos demográficos del pasado, etc. pueden ser otros ejemplos de verdadero interés.

Siempre me he declarado auténtico forofo de los viajes itinerantes temáticos. He hecho bastantes en mi vida, aunque rara vez los llamo peregrinajes. No es que no los considere como tal, sino simplemente que muchos de ellos no me “suenan” de esa manera. Me meto más en el papel de peregrino cuando el trayecto tiene un significado de camino hacia un destino bien concreto antes de que yo se lo ponga, y cuando además evoca o reproduce un peregrinaje con algunos siglos de historia. Tales atributos hacen que la mayoría de los que se me ocurren como para que, personalmente, los denomine peregrinajes, posean cierto componente de fé o espiritualidad. No por mi parte, sino por la de quién en su época la generó. Por cierto que en algunos casos, ese sentido aludido entraba dentro de la categoría de la herejía, pero eso, precisamente, no es algo que me incomode en absoluto. De hecho, entre mis potenciales peregrinajes, tengo especial ilusión por embarcarme en uno (de compleja logística), que evoca la huída de un corpúsculo religioso cuya vida acabó en tragedia y con olor a chamusquina. Hasta hora se me ha resistido, pero espero poder realizarlo algún día… este no creo que llegue nunca a hacerse tan multitudinario.

También el modo de avance genera en mí cierto sentimiento de adecuación o no al concepto de peregrinaje. Lo que voy a explicar es algo a todas luces irracional y absurdo, y responde únicamente a la evolución histórica y emocional de mi persona. Si viajo a motor no me siento peregrino. Puedo disfrutar tanto o más que de otros modos, pero no asumo ese “rol”. Tampoco si viajo en bicicleta con asistencia, en patines o de algunas otras maneras. Me puedo sentir peregrino en bicicleta con alforjas si el trayecto me ofrece una fuerte connotación respecto a todo lo que he ido explicando hasta ahora. Me sentiría plenamente peregrino viajando a lomos de un caballo o sentado en un carro de tiro animal, pero ambas son oportunidades que no he podido disfrutar (aunque no las hubiera hecho ascos, especialmente a la primera). Y como pueden ustedes imaginar, caminando me identifico plenamente con esa condición de viajero en peregrinación. Aunque eso sí, evitando todo lo posible las vías pavimentadas. Me resulta imposible hacer un ejercicio de empatía con todos los andarines de larga distancia sobre asfalto. Los respeto, pero no los entiendo, y me llama poderosamente la atención el hecho de cada vez haya más.

Quizás esta descripción pueda ayudar a construir un poquito la imagen que se genera en mi mente cuanto imagino a un peregrino:

“La larga túnica bien ceñida a la cintura, en los hombros la capa que se llama peregrina y que por la noche hace las veces de manta, un sombrero de ala ancha en la cabeza que impide que la lluvia moje el cuello y da sombra a la cara cuando hace sol, en las alforjas pan y tocino, un salvoconducto, el dinero, piedras de pedernal por si había que encender fuego, vino en la bota de calabaza, cuero o cerámica, y en la mano el bordón, para apoyarse en las subidas, sondear los vados, saltar los riachuelos, ahuyentar a los perros abandonados o incluso defenderse si era necesario. […] La premisa indispensable para pasar buena una buena noche era la de llegar, antes del atardecer, a un centro habitado donde encontrar una buena posada. Como ya se sabe, se viajaba a poca velocidad y las etapas no podían ser muy largas…”[3].

Aunque de la capa me he pasado al Gore-tex, el sombrero o la gorra se me hacen imprescindibles, así como la mochila que sustituye a la alforja y un bidón a la calabaza. Pero la esencia y la filosofía, el vadear y el pernoctar itinerante, en el fondo siguen vigentes.

Presentado todo este asunto de los viajes contemporáneos de peregrinación, me sitúo en mi contexto cercano actual. Hace algunas semanas que se acaba de dar comienzo oficialmente a un Año Santo en el Monasterio de Santo Toribio de Liébana (Cantabria). Ha sido en abril, ya que tan específicas cuestiones se rigen por los tiempos y calendarios eclesiásticos. Se abrió la denominada Puerta del Perdón, y con ella el periodo jubilar correspondiente. Tarde y mal, nuestro gobierno autonómico ha querido sacar provecho económico, promocional y turístico del asunto, intentando coger rueda (en términos ciclistas) u ola (ahora piragüísticos) del ya explicado fenómeno Jacobeo. Tarde porque entremedias del boom del Camino, y el presente Año Jubilar Lebaniego, ya ha habido, al menos que yo recuerde, otros dos Años Santos aquí, a los que se dedicaron bastante menos atención. Y mal porque al igual que ocurriera las otras veces, nuestros gobernantes se empeñan en invertir todo o casi todo el dinero en publicidad e intentos de “llamada”, para acabar hacinando a los turistas en comarcas relativamente pequeñas, o en todo caso plantear rutas de viaje pedestre que se empeñan por transitar demasiado cerca de las carreteras. ¡Como si Cantabria no tuviera posibilidades de senderismo de largo recorrido por entornos naturales silvestres, siendo precisamente eso una de nuestras señas de identidad y atributo reconocido por todos los viajeros externos!. Sin duda una situación chocante. Máxime cuando gobiernos de diferentes pigmentaciones corporativas han bautizado promocionalmente a nuestra comunidad autónoma como “Gran Reserva” o “Infinita”. Ahí lo dejo.

Liébana es un paraíso terrenal. Tal afirmación no es un capricho mío, es algo que conviene reconocer. De hecho, siendo yo cántabro de origen y residencia, no es una comarca que visite demasiado, desde luego muchísimo menos que otras a las que dedico verdadera cantidad de tiempo. Pero un notable y culto turismo, así como la opinión de un amplio número de expertos en materia de geografía, naturaleza, patrimonio, biodiversidad, fauna, botánica, antropología, etc. confirman tan atrevida afirmación. La comarca consiste en un valle central de baja altura (200m aproximadamente), que se alinea en dirección norte-sur. En él confluyen numerosos pequeños valles tanto por el este como por el oeste. Tales valles descienden de forma abrupta desde las montañas. Por el norte, Liébana se encuentra casi completamente aislada de la comarca costera por la barrera montañosa del borde oriental de los Picos de Europa. El río Deva, y a su lado una estrecha y revirada carretera, son los únicos trazados de paso que los colosos montañosos permiten. Todo ello hace que, en plena Cornisa Cantábrica, la comarca configure un espacio geográfico de baja altitud, completamente rodeado y protegido por montañas de gran altura (rondando, por encima y por debajo, los 2000m). Una de las consecuencias de ello es que allí reina un “microclima” claramente diferente del habitual en el resto de la Cordillera Cantábrica. En Liébana llueve muy poco, mientras que en sus laderas elevadas puede nevar mucho. El regalo combinado de sol y agua en cantidad, favorece la vida forestal, el bienestar de las viñas y algunas especies frutales, y el desarrollo de un hábitat rico en fauna autóctona (con el oso y el urogallo incluidos). Ríos de montaña, bosques caducifolios, montañas y más montañas, el Parque Nacional de los Picos de Europa… son complementados por vertiginosos desfiladeros, laberintos cársticos subterráneos (en algunas de cuyas bocas se curan famosos y potentes quesos) y algunos más sorprendentes atractivos.

Toda esa configuración geográfica ha tenido mucho que ver con parte de la historia de la comarca, y por consiguiente, con algunos hechos que provocaron que Santo Toribio acabase convertido en destino de Jubileo.

La Historia, en efecto, ha marcado a Liébana en algunas grandes ocasiones, de las que podemos destacar tres de rango universal, nada menos, aunque resulte asombroso: la de la resistencia a la ocupación romana, la del inicio de la Reconquista contra los árabes y, en fin, la de su trascendencia religiosa, marcada por la figura de Beato de Liébana en el siglo VIII, que influye de forma decisiva en los primeros siglos de esa Reconquista[4].

En cuanto a lo primero, la montaña de Peña Sagra se erige como legendario escenario de relatos (reales o no) sobre la última resistencia de los cántabros ante las invasiones romanas. En las elevadas brañas que rodean a la emblemática cumbre, se dice que se hicieron fuertes los últimos combatientes autóctonos, quienes antes de dejarse hacer prisioneros (y esclavos) del imperio, se especula con que se envenenaron con la ayuda de los tejos. Son muchas las connotaciones sagradas que se le asignan a esta bella montaña. Su silueta es visible desde muchos puntos de los alrededores, ya que los 2048m de su cumbre (“Cornón de Peña Sagra”) dominan una crestería que se mantiene bastante separada de los cordales o macizos más cercanos. La Peña bien merece una visita. Por sus connotaciones históricas, su paisaje, su entorno y el efecto de frontera geográfica que, de modo evidente, ejerce en el paso del valle comúnmente húmedo y nublado de Polaciones, al alegre y luminoso vergel lebaniego. Y por esta montaña difícilmente se puede deambular a motor. No hay asfalto y sí restricciones normativas. Es pues un territorio idóneo (aunque duro) para la bicicleta de montaña, e ideal para el caminante.

 
Macizo de Peña Sagra nevado, visto desde las montañas de Campoo.

En lo que atañe a la cuestión árabe histórica, su invasión peninsular se vio frenada en el norte, gracias al fundamental papel desempeñado por la orografía (y quizás el clima). La cordillera dificultó el avance de sus tropas y permitió guarecerse a gran parte de la población peninsular. A la autóctona, y a toda la inmigración que fue llegando del sur huyendo del avance musulmán. Cuentan los historiadores que aquella fue una época de gran población (¿incluso superpoblación?) al norte de las montañas. De hecho, en la cercana Asturías se localizó la supervivencia del reino cristiano. Sobre la resistencia a la ocupación musulmana se ha escrito mucho, con relatos de muy diverso grado de rigor, estilo y veracidad. Batallas épicas y personajes de epopeya narrativa como Don Pelayo en Covadonga, retiradas musulmanas por causas naturales o dificultades prácticas, etc. El caso es que como ejemplo de prueba del éxodo hispano hacia el norte, destaca el hecho de que desde aquellas épocas, los territorios cantábricos disfrutaran de una notoria cantidad de reliquias. Y precisamente entre ellas, destaca el “Lignum Crucis” (“La Vera Cruz”), del que se asegura ser el pedazo más grande conservado de la cruz en la que fue sacrificado Jesús. La reliquia que motiva el privilegio Jubilar de Liébana.

El monasterio que la custodia fue uno de los múltiples asentamientos monacales que entre los siglos VIII y IX surgieron en la comarca. Inicialmente era denominado San Martín de Turieno, para posteriormente tornar al actual Santo Toribio de Liébana. Los orígenes del asentamiento religioso son oscuros y complicados pues se explican a través de varias teorías diferentes entre las que destacan la del afincamiento allí de Toribio de Palencia (evangelizador de Liébana y Valderredible, siglo VI). Por otro lado se cree que en el siglo VIII fueron trasladados allí los restos de Toribio de Astorga, con algunas de las reliquias que éste trajo consigo de Tierra Santa. Lo que está claro es que fue en este monasterio donde residió el monje Beato, un auténtico erudito consagrado a la escritura y a la publicación de códices. Entre las características destacadas del lugar estaba el disfrutar de una excelente biblioteca, que serviría de gran a poyo a las labores de Beato, y, como parece también lógico, un taller de edición.

Y esto nos lleva al tercer asunto de los destacados por la anterior cita de García de Enterría, el cual no queda más remedio que ser abordado a través de su principal protagonista: el aludido Beato.
Beato de Liébana, monje y teólogo español de gran erudición y sólida formación, que habitó en estos lugares a mediados del siglo VIII, destacó por acometer determinadas acciones de enorme impacto mundial para la época. Este personaje jugó un papel clave dentro de la evolución del cristianismo peninsular, enfrentándose al Obispo de Toledo, quién proponía una profunda adaptación de la fe cristina (adopcionismo) para hacerla compatible con el Islam (la religión del entonces poder reinante en la Península). Tan tensa y pertinaz fue la lucha ideológica entre ambos que debió resolverse a nivel europeo, exigiendo tanto la intervención del Papa y del Emperador Carlomagno, como la de los líderes cristianos de los principales países europeos.

“La fama de Beato de Liébana, este singular personaje y escritor del siglo VIII está por encima de cualquier consideración de tipo partidista o de exaltación de los propios valores regionales. Fue una figura intelectual de primer orden en la Europa de Carlomagno, y como tal era tenido, tanto en la corte del monarca franco, como en la de los poderosos emires de Córdoba; y, evidentemente, en la de los reyes de Asturias”. [5]

Entre los personajes europeos más prestigiosos de la época se encontraba Alcuino de York, que además de teólogo y poeta, era matemático y astrónomo. Alcuino apoyó a Beato de Liébana en la comentada disputa, y a él dirigió una memorable carta, de la que destacamos la siguiente cita, verdaderamente apropiada para alguien que, como nosotros, emprende un peregrinaje a lo largo del peculiar itinerario que hemos elegido:
“Que esta carta recorra las colinas y altas montañas, para llevar a (ti), padre, desde tan lejos, mis palabras de saludo”.

Pero Beato es aún más conocido por ser el autor de varios libros, entre los que destaca especialmente el llamado “Comentarios al Apocalipsis de San Juan”. Se trata de un códice, una obra teológica cuyas ilustraciones influirian decisivamente en toda Europa en la implantación del estilo pictórico románico.

“El comentario beatiano fue muy estimado en el Medievo, y copias del mismo eran habituales en las bibliotecas de monasterios y catedrales de Francia, Italia y, sobre todo España. Para él llegó a crearse el modelo característico de códice, llamado “Beato”: se trata de libros de gran tamaño y singular lujo con espléndidas miniaturas a todo color, que siguen unas pautas muy definidas tanto en el contenido como en la forma”.[6]

 
Detalle de miniatura policromada del Beato de Liébana. (Imagen: turismodecantabria.com).

El “scriptorium” era un apartado de las bibliotecas monacales, dispuesto para el trabajo amanuense de los monjes especializados en la elaboración de códices y pergaminos. Allí se colocaban escritorios y atriles. Para la elaboración de un gran códice con miniaturas policromadas era necesaria la implicación de varios oficios. El pergaminero creaba el soporte (“las páginas”) del libro a partir de piel de cordero. Con una relación de un ejemplar por hoja, hay que calcular unos doscientos corderos para confeccionar un códice del tipo del de Comentarios al Apocalipsis. El proceso era laborioso, constando de macerado, tensado, raspado y pulido con piedra pómez. Después recortar los pergaminos en rectángulos que se plegaban como doble folio para la posterior encuadernación.

El copista empezaba por “maquetar” cada página con líneas maestras para prever la distribución de sus contenidos de texto e imágenes. Después venía la laboriosa y paciente tarea de copiar con habilidad y seguridad, siempre dependiendo de los materiales disponibles y, desde luego, de la luz. Leyendo con un poco de detalle todo el procedimiento[7], me he sonreído al recordar los delicados esmeros a los que nos vimos sometidos quienes, muchos siglos después, aunque a la vista actual parezcan igualmente tiempos históricos, tuvimos que dar cuentas de láminas y láminas de dibujo técnico, a base de tiralíneas, plumillas de escritura y raspadores de errores.

El de iluminador era otro trabajo que convenía tener cubierto. Con instrumentos similares a los del copista, complementados con pinceles, compás, enmarcamientos, etc. era el encargado de dar color y decorar las ilustraciones, por lo que debía dominar el conocimiento de las tintas y de los dorados, de las fuentes de obtención de pigmentos y colores y de las recetas para aglutinar cada color. Toda una maestría de alquimia.

Finalmente el encuadernador revisaba la copia y la comparaba con el original, además de marcar las páginas en el orden correcto. Solo entonces se sucedían el cosido de los cuadernos y la colocación de las tapas de madera, bandas de piel en el lomo, etc.

Ya que en párrafos anteriores me tomé la libertad de recomendar alguna obra de entretenimiento por si alguno se anima a compaginar la marcha con la lectura. Vaya aquí el recuerdo de otra novela que bien pudiera ambientarnos en contextos cercanos al que estoy describiendo. Se trata del que fue un auténtico best-seller hace ya bastante tiempo, pero no por ello ha dejado de perder interés, calidad e intriga: “El nombre de la Rosa”[8].

Y no me resisto a dejar caer un detallito que viene al pelo para el asunto de las peregrinaciones. Ya que dentro del legado de Beato, quedó, nada más y nada menos, que una intensa y pormenorizada defensa de la tesis de Santiago Apóstol como evangelizador de la Cornisa Cantábrica y de Compostela como lugar de descanso de sus restos. Al final, el “Gran Camino” quizá deba una parte importante de su existencia y desarrollo (religioso y laico posterior) al “pequeño”.

“La figura de Beato adquiere además una dimensión especialmente relevante en relación al origen de las peregrinaciones a la tumba del Apóstol.
Defensor incansable de la entonces discutida idea de que Santiago predicó en España, Beato de Liébana es autor de un himno litúrgico mozárabe en su honor (el O Dei Verbum) en el que se cantan alabanzas al Santo, invocándolo ya como Patrón de España, además de ubicarlo gráficamente en la Península en una ilustración del “Libro Segundo”, en la que se describe la distribución de los Apóstoles por el mundo en su labor evangelizadora.
Cuando el rey astur Alfonso II (que mantenía una estrecha relación con la monarquía carolingia) peregrina al Campus Stelae para dar carta de autenticidad al descubrimiento, las tesis de Beato se muestran decisivas a la hora de confirmar la veracidad del milagroso hallazgo, que daría origen posteriormente a la tradición jacobea del peregrinaje”.[9]

Planteado el asunto de las peregrinaciones contemporáneas y del interés cultural e histórico del acontecimiento lebaniego que actualmente se celebra. Paso a plantear en voz alta mis propuestas personales al respecto. Es decir, un par de viajes, peregrinaciones, que me gustaría realizar este verano y que, si me da tiempo, espero poder llevar a cabo, pese a que el calendario de viajes se me presenta francamente cargado y complejo. Por lo tanto no prometo nada, quede todo en un propósito potencial.

La primera, cómo no, una peregrinación a pié. La ligera ampliación de una ruta que ya he completado, en dos Años Jubilares anteriores y que considero un itinerario ideal para el senderismo de montaña, tanto por sus aspectos paisajísticos y naturales, como por cuestiones geográficas, culturales, y en mi caso particular, emocionales. Anteriormente siempre la hice en cuatro jornadas. La primera ocasión con un variopinto grupo de amigos y familiares, formado por seis personas, todos adultos. La siguiente, guiando a un grupo de alumnos de 1º y 2º de la ESO, en lo que para muchos de ellos fue su primera experiencia nómada. En ambas ocasiones la ruta partió de Santiurde de Reinosa, pueblo del que desciende toda mi rama familiar paterna (incluido mi abuelo… ¡Toribio!) y con el cual mantenemos habitual relación y casa abierta. Aunque Santiurde fue el lugar de partida en las ocasiones anteriores, mi propósito para este año parte de Bárcena de Pié de Concha, añadiendo una etapa más, que fundamentalmente incorpore el paso por la calzada romana de Somaconcha y como complemento cultural, una reflexión visual del asunto de los “accesos de la Meseta”, todo un clásico de la pugna entre el relieve terrestre y el progreso de los medios de transporte.

 
Representación esquemática de un tramo clave del río Besaya. En el coinciden el río, la Calzada Romana, el antiguo Camino Real, varias pistas forestales, la vía del tren y la carretera. Ahora hay que añadir la autovía. Múltiples intentos acometidos a lo largo de la historia para dar solución a un problema de comunicación complicado.

Desde Santiurde (o quizá Pesquera, donde  tengo previsto que pasemos la primera noche) se alcanza el cordal que divide las cuencas de los ríos Besaya y Saja, para luego descender al valle de Campoo, en uno de cuyos pueblos se prevé pasar la segunda noche. El tramo campurriano permite ver el pantano del Ebro y Reinosa desde una posición elevada, visitar el castillo de Argüeso y recorrer un buen tramo de un viaje de ficción escrito por uno de los más ilustres novelistas de la región: José Mª de Pereda (1833-1906). Fue un escritor de novela costumbrista que se ocupó tanto de los ambientes portuarios (por ejemplo en “Sotileza”), como de los de montaña. Y nuestro itinerario supone un acercamiento al escenario real de su novela “Peñas Arriba”. Como a continuación veremos, nuestra ruta coincide parcialmente (casi en la mitad de su recorrido), con muchos de los territorios descritos en esa novela. Para conocer estos escenarios, realizaré ahora una breve descripción de aquellos lugares por los que transcurre nuestro camino y su evidente relación con algunas de las situaciones recreadas en dicha obra. Para ello, nos basamos en un trabajo de José María de Cossío[10].

Llegados a las cercanías de Reinosa, nuestro recorrido de la segunda jornada, ya desde muy pronto, es paralelo, aunque a mayor altura, al que el protagonista de la novela realiza cuando, procedente de Madrid en tren, se encamina al pueblo de sus ancestros a través de las montañas. Cuando este personaje principal de la obra llega a ver el nacimiento del Ebro en Fontibre, sus pensamientos le sugieren algunos comentarios sobre el recorrido y desembocadura del río, a los cuales contesta su acompañante y guía local Chisco con diferentes argumentaciones. Nosotros no pasamos exactamente por el lugar turístico considerado como nacimiento del Ebro, pero sí muy cerca, y llegamos a divisarlo desde mayor altura. Además, nuestra pernocta en Soto coincide, con toda probabilidad, con la zona en la que los personajes cambian de dirección para atravesar el valle del Saja por su “cabeza”, en las inmediaciones del puerto de Palombera. Cerca de allí, se encuentra Proaño, cuya:

“[…] torre y casa adyacente fueron morada de una de las figuras más singulares, atractivas y valiosas que ha producido esta Montaña: Don Ángel de los Ríos y Ríos. Llamábanle todos el Sordo de Proaño, porque lo era, y en sus últimos tiempos en grado sumo […]. Pereda retrató de modo indeleble la mansión y el carácter solariego de Proaño, y la descripción que hace de la torre es válida y es exacta […] muchos más detalles pone Pereda en boca del Señor de Provendaño (Proaño), y sin duda son informes verbales de don Ángel, pues no era Pereda hombre dado a disquisiciones históricas…”.

Tengo aquí que intercalar un inciso, pues resulta que conozco bien la torre y el conjunto de casonas que conforman su espacio cerrado, ya que uno de los más directos familiares que provienen de la estirpe del “Sordo” (que por cierto no tuvo descendencia), actual propietario de la casa principal, fue un gran amigo de mi padre, razón por la cual, siendo aún chaval, disfruté de aquel sugerente patrimonio con algunos de sus numerosos hijos.
 
Montañas y praderías atravesadas por pistas forestales vistas desde el collado de Pagüenzo, paso natural entre los valles del Besaya y el Saja.
 
La tercera etapa de esta propuesta es, sin duda, la más larga. Se dirige hacia el oeste por la ruta más lógica, ascendiendo por bosques y praderías para superar el collado de Rumaceo, que bien sirve de despedida visual del valle de Campoo y del alejado gran valle del Ebro, a la vez que nos descubre la hermosa panorámica de las praderías de montaña de Sejos, cabecera del valle de Palombera.

“Por este collado ascendió el protagonista de Peñas Arriba, guiado por el espolique Chisco, y desde él señaló a su acompañante ‘con cierta solemnidad que entonaba muy bien con lo señalado’ el camino que tenían que seguir con esta sola palabra: “El Puertu”. Describe Pereda esta ruta, y es de los capítulos más populares y conocidos de su novela de las cumbres. Pero es lo cierto que jamás la recorrió y que las referencias topográficas están cambiadas, a veces disparatadamente, sin que un solo pico de los que nombra esté en su lugar. Pero era tal la intuición del novelista que con estos elementos trastocados, con estos datos confusos llega a dar con lo esencial del paisaje veracísimamente, y que las impresiones que recibe su personaje novelesco son las mismas que las experimentadas por cuantos le hemos cruzado y le llevaremos siempre impreso en el recuerdo con todos sus accidentes”.
Nuestra ruta continúa al sur de varias altas cumbres que como el Ligüardi, Iján, Cornón, etc. quedan cerca, pues el camino discurre por un lecho herboso que está situado al pié de sus faldas directas hacia las cumbres. A alguna de ellas
“…Pereda hace ascender al urbano protagonista de Peñas Arriba, en compañía del párroco de Tablanca, don Sabas, experto caminante de aquellas alturas. La niebla baja de los valles cubría el paisaje, y sobre ella surgían los picos más elevados”:
Poco a poco fueron las nieblas encrespándose y difundiéndose, y con ello alterándose y modificándose los contornos de los islotes, muchos de los cuales llegaron a desaparecer bajo la ficticia inundación. Después, para que la ilusión fuera más completa, vi las negras manchas de sus moles sumergidas, transparentadas en el fondo hasta que, enrarecida más y más la niebla, fue desgarrándose y elevándose en retazos que, después de mecerse indecisos en el aire, iban acumulándose en las faldas de los más altos montes de la cordillera.[11]
 
Unos chavales descienden al collado de Sejos tras visitar los menhires. Al fondo las cumbres de Campoo, y a la derecha toca descender hacia Polaciones.
Las correrías y aventuras montaraces que se suceden en la novela, ocurren tiempo después (narrativamente hablando) del mencionado viaje de aproximación inicial desde Reinosa. Todo el tramo paralelo a la cordillera concluye remontando el collado de Sejos, hermosísimo paraje en el que podemos encontrar unos menhires ubicados ligeramente al norte del paso. Si la tarde es generosa de luz, a nadie sorprende que el lugar fuera escogido para menesteres relacionados con lo espiritual, ya que la belleza desprendida por el paraje realmente toca las fibras sensibles de quienes allí puedan estar disfrutándolo. Desde allí, una larguísima bajada (demasiado en mi opinión, porque utiliza mucho recorrido para ir descendiendo con poca pendiente) nos permite llegar al valle de Polaciones. Aquel es el necesario lugar de pernocta, en la cuenca alta del Nansa. Allí, como escribe Cossío,

“…todos estos recuerdos ceden ante el de la novela perediana, y quienes visitan este valle quieren saber dónde estaban la cocinota, y la solana, y la alacena de la plata, e identifican las callejas, y el pedregal por el que subiera el viático, y el camino por donde llegó desde Reinosa el protagonista, y el monte en que tuviera lugar la tremebunda aventura cinegética contra el oso. [...] No importa que las cosas no estén en el lugar en que Pereda las sitúa. Trastocadas componen una realidad que se transparenta en lo imaginado por el novelista, y yo mismo, al releer el libro, dudo ya de quién es la razón y dónde está la realidad, pues la creada por Pereda consagra la que me ciñe y rodea; o es acaso que la auténtica sirvió de cimiento a la fantasía del novelista, y la verdad, la seguridad y la autenticidad está siempre en los cimientos”.

La situación exacta de la aldea está perfectamente determinada y su nombre ha variado poco, de Tudanca en la realidad, al ficticio Tablanca en la novela. Sin embargo, en nuestra ruta no pasamos por dicha aldea, sino algo más elevados y más al sur. Otros nombres imaginarios con los que juega la novela son el del valle de Promisiones (por Polaciones) y Caórnica (por Cabuérniga). En Tudanca es visitable La Casona, ahora convertida en museo. Fue propiedad de José María de Cossío, quién la donó al gobierno regional. En la Casona pasaron largas temporadas importantes autores, aprovechando para escribir allí algunas de sus obras. Algunos ejemplos fueron Concepción Arenal, Giner de los Ríos, Miguel de Unamuno, Gerardo Diego, Miguel Hernández, etc. El inmueble contiene “una importante biblioteca, con algunas obras manuscritas y más de 25.000 volúmenes, archivo histórico familiar e importantes obras artísticas”.

El valle de Polaciones lo forma el río Nansa, y es un valle estrecho, empinado en su curso y en sus flancos y, por lo general bastante húmedo y nublado. No disfruta en su cabecera (por donde lo atravesamos) de mucha oferta hostelera, pero se convierte en punto clave de pernocta para esta propuesta.

Al día siguiente hay que ascender bastante. Debemos superar la barrera montañosa que separa el valle del Nansa de la parte alta del Deva, es decir, la comarca de Líébana, y para ello afrontar las laderas de las estribaciones sureste de Peña Sagra. En la novela también se menciona parte de nuestro recorrido. Arribamos a Liébana por el collado de las Inverniellas, lugar donde las praderías alcanzan los peñascos más abruptos de la sierra.

“…cuando al anunciarse un recio temporal cuentan aquellos aldeanos como síntoma ‘el rebombe del pazón de Peña Sagra’, y, añade, ‘un lago o pozo muy grande, que se da por existente, aunque no sé de nadie que le haya visto, en las entrañas de aquel coloso de la cordillera’. El pozo existe y yo he estado a su orilla…”.
 
Esquema gráfico que describe Peña Sagra y el itinerario de acceso hacia Liébana desde Pejanda (Olaciones, valle del Nansa).

Al parecer, y con esto concluimos nuestro sencillo acercamiento a Pereda, la primera noticia que se tiene de su novela “Peñas Arriba” es del 18 de noviembre de 1892, cuando Pereda comunica a un amigo el proyecto que acaricia:

«Yo ando algunos días hace metido con pocos alientos y de mala manera, en el empeño de una novela, no ya montañesa, sino montaraz, de entre lo más enriscado de la cordillera Cantábrica; pero el poco conocimiento que tengo de aquellas regiones y la consiguiente dificultad de circunstanciar sus cosas, unido a las contrariedades mecánicas que este taller me ocasiona a cada instante, son trabas que no me dejan andar al paso que yo acostumbro, ni contra la seguridad que se necesita cuando se va derechamente a alguna parte».

 
Retrato del escritor José Mª de Pereda. (Imagen: cervantesvirtual.com).

A nosotros nos queda descender parcialmente las laderas de la “sacra” montaña en dirección a Liébana, lo que habitualmente supone un perceptible cambio de temperatura y de paisaje. Unas pistas sencillas nos hacen dar suaves vueltas hasta alcanzar alguna de sus hermosas aldeas buscando techo y refrigerio para finalizar la jornada.

Dos panorámicas artísticas que unidas muestran y explican el panorama apreciable desde la ermita de San Miguel en Santo Toribio. Corresponden a la mitad norte y sur (respectivamente) del Macizo Oriental de los Picos de Europa. (Imagen: Juan M. Higuera[12]. Amigo personal de mi padre y del propietario de la antigua casa del “Sordo” en Proaño).

Para la última etapa queda una excursión matinal que, por medio de una pista forestal en descenso, atravesando bosques de especies autóctonas y otros de repoblación, nos permite alcanzar el núcleo urbano de Ojedo, que no se interrumpe con el de Potes, capital de la comarca lebaniega. Desde allí, parece ser que se ha habilitado un paseo peatonal que, afortunadamente, permite desde este año a los peregrinos, avanzar separados de la carretera, en su tramo final de ascenso hasta Santo Toribio de Liébana, destino en el que pretendo (al igual que en las ocasiones anteriores) finalizar la experiencia.
La verdad es que tengo muchas ganas de repetir la ruta. Hacerlo con un nuevo grupo de amigos. Pocos, para agilizar el asunto y facilitar la logística, y allegados y de confianza, para disfrutar más de la actividad. Aunque no tengo fecha prevista, pretendo que sea este verano y lo que sí que he seleccionado ya, es la lectura con la que voy a cargar: una novela basada en la figura de Beato[13]. Cómo no la he leído aún, no me atrevo a recomendarla, aunque puedo decir que su formato es muy atractivo, con encuadernación en tapa dura, decoración de inspiración medieval e ilustraciones interiores extraídas de diferentes “beatos” originales. Como defecto, uno evidente: se trata de un ejemplar bastante pesado a la hora de cargar con él en la mochila, así que me servirá también de penitencia.


Mi propuesta no pretende erigirse en “el camino”, ni muchísimo menos. Se trata de una más de las múltiples posibilidades que la comarca de Liébana y sus aproximaciones ofrecen. Alguien con apetencias más montañeras podría plantear un trayecto que atravesara casi completamente los Picos de Europa de oeste a este. También escarpado y espectacular resulta acercarse a Potes pasando por San Esteban de Cuñaba y Tresviso. Posibilidades hay a montones, lo único que recomiendo es huir de propuestas vinculadas a las carreteras.

La otra aventura relacionada con el Año Jubilar, la tengo en segundo plano. Es decir, que se trata de una segunda opción, primera a descartar en el hipotético caso de que no tenga la posibilidad de realizar las dos. Se trata de un viaje en bicicleta en la modalidad de carretera, autónomo y con alforjas. La idea es salir y regresar con la bicicleta desde y a mi casa en la costa cantábrica. El recorrido no pretende coleccionar puertos de montaña. Más bien eludirlos, aunque necesariamente algunos ha de haber para no sacrificar un bello itinerario.

La idea es atravesar las cuencas del Miera y del Pas por sus tramos bajos, utilizando carreteras de poco tráfico y algún carril-bici, y así evitar numerosos puertos que lo endurezcan innecesariamente y reduzcan la posibilidad de avanzar bastante kilometraje diario sin renunciar a paradas de disfrute turístico. Además, prácticamente todos ellos serían puertos que de los que ya he disfrutado (y sufrido) mucho. También las cuencas del Besaya y del Saja las solventaremos en sus cursos bajos, o medios, aunque la segunda nos va a exigir un pequeño esfuerzo para superar una “collada” que nos permitirá alcanzar el Nansa. Finalmente, para atravesar el último cordal previo al Deva, he seleccionado un puerto de media montaña que no conozco y que, me consta, presenta un bello paisaje y un bonito puñado de aldeas muy poco visitadas. Si todo sale según lo previsto, habremos sido capaces de enlazar una visita a los tres únicos templos de estilo mozárabe en la región: San Román de Moroso y Santa Leocadia, en el valle del Besaya; y Santa María de Lebeña en Liébana.

“Pero las tres huellas mozárabes de Cantabria (Santa María de Lebeña, Santa Leocadia y San Román de Moroso) están ubicadas en zonas montañosas de las comarcas de las “Asturias”, donde nunca llegaron a dominar los musulmanes. A pesar de todo, podemos intuir las razones por las que se construyeron estos templos con una clara influencia de la arquitectura islámica a pesar de ser un territorio de muy escasa dominación árabe. Los tres templos de estilo mozárabe datan del siglo X, época en la que la reconquista iba avanzando creándose nuevos reinos cristianos al tiempo que en la zona musulmana la vida era cada vez más difícil para la población cristiana. Esta situación da como resultado un flujo migratorio de mozárabes (cristianos que vivían en territorio musulmán) hacia los nuevos reinos cristianos del norte. Estos nuevos pobladores construyeron templos y edificios utilizando las técnicas arquitectónicas que habían aprendido en territorio musulmán, como el arco de herradura, el alfiz, o la sillería a soga y tizón”.[14]

La ruta solo transitará por la mitad del desfiladero de la Hermida en dirección sur hasta alcanzar Potes y Santo Toribio, pero ese no será su final ¡ni mucho menos! La idea es regresar, y hacerlo dando un significativo rodeo con idea viajar por la parte norte de la Meseta, hasta otro interesante lugar cargado de connotaciones medievales, monacales y de códices: San Millán de la Cogolla. El recorrido no lo tengo del todo decidido aún, aunque si en su mayor parte. Accederíamos a la Meseta sufriendo el largo ascenso del puerto de San Glorio, para descender suavemente por la provincia de León y enlazar con un fantástico tramo de pantanos en plena Montaña Palentina. Más adelante cruzaríamos una curiosa comarca sembrada de pequeñas iglesias románicas y rupestres, hasta conectar con el curso del río Ebro y seguirlo a ratos, combinándolo con el valle de Valdivielso y otros atractivos tramos de interior, en dirección del monasterio Riojano. Una vez llegados allí, habrá que cruzar los peculiares territorios de las Merindades o de las Encartaciones, hasta decidir porque gran puerto descender a la costa para llegar a casa. Afortunadamente el final supondrá muchísimo más desnivel de bajada que de subida. En un planteamiento más o menos perfilado que tengo en mente, me salen siete etapas de unos 100 km. Son muchos días, así que no sé si finalmente tendré que prescindir de la esquina riojana, pero en cualquier caso, de ningún modo quiero aumentar las distancias diarias porque mi idea es conciliar el pedaleo con las paradas de interés, el disfrute turístico, y que la ruta no se convierta en una paliza en la que el ciclismo apenas deje lugar a lo demás. Pretendo que la bicicleta sea el medio de transporte, pero sin protagonizar el proceso en exclusiva, ya que entonces este viaje no se ajustaría al planteamiento conceptual que he tratado de exponer a lo largo de este capítulo.

¿Momento, compañía…? ¿quién sabe? Aún es pronto para anticiparlo, de hecho ni yo mismo tengo la certeza de que llegue a tener la posibilidad de emprenderlo. Pero de ilusión también se vive. La cuestión es que tengo muchas ganas de sumergirme en alguna experiencia de peregrinaje. De avance lento por territorios poco poblados. Con un delicado equilibrio entre lo natural, lo rural y lo histórico. Lejos del mundo urbano, de los dispositivos y de los humos. Dispuesto a encontrarme con gentes llanas y degustar manjares de siempre. Siento sincio de ritmo de vida medieval: avanzando jornada a jornada, legua tras legua. Con mis piernas. Caminando o pedaleando. Con mi equipaje. Reducido pero suficiente. Leyendo el territorio, su pasado, su presente y algún texto de acompañamiento. Y sin prisas, tratando de disfrutar, al menos por un puñado de días, de un planteamiento de vida muy diferente al actual. Y jubileos aparte, se me antoja que Beato es una buena inspiración.





[1] J. AMIGUEL MARTÍNEZ: “Ruta del viajero medieval. Códice Calixtino”. Sildavia. Santiago de Compostela, 1989. Citas extraídas de la introducción a la traducción del mencionado libro V.
[2] JESÚS TORBADO: “El peregrino”. Planeta. Barcelona, 1993.
[3] CAMUSO, L.: “Guía de viaje a la Europa de 1492. 10 itinerarios por el mundo”. Anaya. Madrid, 1990.
[4] GARCÍA DE ENTERRIA, E.: “Liébana. Corazón de nuestra historia”. En Revista GEO, nº especial 1/2006. GyJ. Madrid, 2006.
[5] JOAQUÍN GONZÁLEZ ECHEGARAY: “La Liébana de Beato”. La Revista de Cantabria nº 92. Julio-Septiembre 1998.
[6] GONZÁLEZ ECHEGARAY, J.: “El monje valiente”. En Revista GEO, nº especial 1/2006. GyJ. Madrid, 2006.
[7] ENRIQUE CAMPUZANO: “Beato de Liébana en la memoria”. La Revista de Cantabria nº 125. Octubre-diciembre 2006.
[8] UMBERTO ECO: “El nombre de la rosa”. Lumen. Barcelona, 1983.
[9] VARIOS: “Liébana. Tierra de júbilo. Gobierno de Cantabria.
[10] COSSÍO DE, J.Mª.: “Rutas literarias de la Montaña”. Estvdio. Santander, 1989.
[11] PEREDA, J.Mª.: “Peñas Arriba”. 10ª edición. Espasa – Calpe. Madrid, 1984.
[12] JUAN M. HIGUERA ARCE: “Panorámicas de los Picos de Europa I”. 2000.
[13] BALTASAR MAGRO: “Beato el lebaniego”. Alianza. Madrid, 2012.
[14] “Baúl del arte: http://baulitoadelrte.blogspot.com.es/2016/11/las-iglesias-mozarabes-de-cantabria.html

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