viernes, 15 de noviembre de 2019

NEURASTENIA


Gracias a mi trabajo, ocasionalmente tengo la fortuna de conocer gente muy interesante.  Gran parte de ella relacionada con el mundo del deporte. Con algunas de esas personas apenas me encuentro una vez al año, pero cuando ocurre, los ratos de conversación me enriquecen. Tal es caso cuando me reúno con Ignacio Garay con motivo de la celebración de pruebas de acceso a los estudios de técnicos deportivos de montaña. Entonces, al pie de las paredes de roca, en el lecho de algún barranco, en pleno collado, traqueteados en el interior de un todo terreno, o simplemente comiendo en un bar, aprovechamos para charlar sobre cuestiones francamente interesantes. Ignacio es un profesional de la montaña, lleva en ello muchos años y tiene prestigio y oficio, avalados ambos por sus logros y sus titulaciones. La cuestión es que la última vez que nos vimos, hablando sobre mi afición a la escritura, me comentó que su pareja también escribía, y que hacía unos años había sido premiada por la Editorial Desnivel, toda una referencia en el mundo de la literatura de montaña, viajes y aventura. Cuando me desveló el título del libro galardonado, enseguida caí en la cuenta de que lo tenía, de que me lo había comprado hacía tiempo, pero de que aún no lo había leído. Con algunos libros, muchas veces, pasa eso, los compras en alguna ocasión y luego, por diversas circunstancias, van pasando de una pila a otra, y el momento de abordar su lectura se va retrasando de modo inexplicable, hasta encontrar una ocasión más propicia. En mi caso es bastante habitual porque, aunque leo mucho, también compro gran cantidad de libros. En muchas ocasiones tratando de eludir el habitual y pernicioso fenómeno de la descatalogación temprana. En definitiva, que, tras el nuevo descubrimiento sobre la autora, decidí buscar mi ejemplar para leerlo pronto. Como el libro no aparecía por casa, no tardé en darme cuenta de que lo debía de tener guardado en mi casita de media montaña, en cuyo minúsculo salón mantengo una estantería con algunos libros de temática montañera o aventurera. Así pues, tuve que esperar a que se diera una ocasión para acercarme allí para recuperarlo. Llegó el otoño, y con él un buen plan de ruta en bicicleta de montaña por el valle de Campoo. Aproveché para ir de víspera, quedarme a dormir en la casita, encender la chimenea, servirme un whisky de malta y empezar la lectura del susodicho libro.

“Cuerdas rebeldes. Retratos de mujeres alpinistas”, de Arantza López Marugán, tiene bien merecido aquel premio. Es un libro muy ameno y entretenido, pero es que además es un texto que “aporta” porque cuenta historias de interés y enjundia, y lo hace con el respaldo de buena documentación. Realmente merece la pena. Y, en ese sentido, tengo que decir que puede resultar agradable e interesante tanto para los aficionados al montañismo, como para quienes no lo son, porque Arantza no abusa de tecnicismos, y cuando cuenta las aventuras que en sus páginas aparecen, lo hace con sencillez y claridad. Mi enhorabuena ¡mereció la pena la espera!.

Tanto a través del capítulo introductorio, como en algunos pasajes de la vida de dos de las protagonistas de los relatos, el asunto de la neurastenia surge de alguna manera. Y es algo que me recordó haberme topado con él en múltiples ocasiones: leyendo novelas, biografías u otros tipos de textos relacionados con las actividades físicas o deportivas pioneras en épocas anteriores.

Según Arantza, la exploradora decimonónica Isabella Bird había sido previamente diagnosticada de neurastenia e histerismo somático, algo de lo que acabó librándose a través de sus múltiples viajes. En cuanto a Henriette D’Angeville, se supone que la primera mujer en coronar el Mont Blanc (en 1883), mientras trataba de persuadir a un clérigo francés para que la apoyara públicamente en su intento, le exponía las recientes recomendaciones que en Gran Bretaña se estaban tomando en consideración, al respecto de practicar ejercicio al aire libre para combatir la depresión y la histeria. Otro ejemplo más fue el de Gertrude Bell, que pareció tomar el asunto de los viajes como huida y como terapia de sus particulares padecimientos, relacionados con su carácter, sus angustias y algunos malos recuerdos del pasado. Aunque finalmente parece que acabó quitándose la vida, durante el cambio de siglo (del XIX al XX) se acercó a los incipientes “resorts” invernales de los Alpes, buscando refugio ante su malestar existencial, siendo allí donde se encontró con el excursionismo, para acabar abrazando después, radicalmente, el montañismo.

Así que sí, lo reconozco, lo de la neurastenia era un asunto que me interesaba o, al menos, me despertaba cierta curiosidad. La suficiente como para ponerme a escribir un poco sobre él. Y para empezar a hacerlo, no se me ocurrió mejor manera que partir de alguna definición:

“Término creado en 1869 por George Millar Beard. Los síntomas de esta enfermedad eran múltiples: anorexia, insomnio, mareos, cefaleas, despersonalización, pero el síntoma central era la debilidad, el cansancio, el agotamiento. Para Beard la enfermedad era debida a cambios químicos en el sistema nervioso central. Años posteriores se produjo una expansión del diagnóstico de esta enfermedad y de su tratamiento (electroterapia, cura de sueño). Después el diagnóstico cayó en declive, la neurastenia desapareció en el DSM-II pero permaneció como trastorno psiquiátrico en la CIE-10”. (Psiquiatria.com).

El DSM-II hace referencia al Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders. Es un manual publicado por la Sociedad de Psiquiatría Americana, dirigido a especialistas de enfermedades y trastornos mentales. La versión II data de 1968, ahora ya van por la V (2013). En cuanto a la CIE-10, es la versión décima de la Clasificación Internacional de Enfermedades. Una cuestión que deja entrever esa, y otras definiciones, es que, como patología, parece estar ya en “desuso”, descatalogada o redefinida. Aunque, junto con la histeria, o como evolución de la misma, llegó a ser calificada como la enfermedad del siglo (XIX).

Rebuscando entre algunos estudios históricos al respecto de tan afamada enfermedad, me fui encontrando con afirmaciones muy curiosas:

“Existen considerables variaciones culturales en la presentación de este trastorno, si bien se pueden identificar 2 tipos principales, aunque presentan una gran superposición entre ellos. En uno, la queja principal es el aumento de fatiga después de un esfuerzo mental, relacionado con disminución en el rendimiento laboral o en las tareas cotidianas; en cambio, el otro pone el énfasis en la debilidad física y el agotamiento después de un mínimo esfuerzo, acompañado de síntomas como dolores musculares e incapacidad para relajarse. Ambos tipos se acompañan de mareos, cefalea tensional, irritabilidad, anhedonia, alteraciones del sueño, depresión y ansiedad”. (“De la neurastenia a la enfermedad postesfuerzo: evolución de los criterios diagnósticos del síndrome de fatiga crónica/encefalomielitis miálgica”. Íñigo Murga, José-Vicente Lafuente (Grupo LanCE, Departamento de Neurociencia, Universidad del País Vasco, Leioa, España).

De la cita anterior se desprenden dos cuestiones de interés. Por un lado, que parecen haberse distinguido al menos dos tipologías diferenciables. Y por otro, que aquella enfermedad podría ser relacionada con otras dolencias actuales con denominaciones como las de enfermedad del postesfuerzo, fatiga crónica, etc. Los autores citados afirman que:

“Para Beard se trataba de una enfermedad funcional del cerebro, que consistía en un agotamiento ocasionado por un excesivo trabajo o tensión de tipo preferentemente mental (alta exigencia al sistema nervioso). Esta se presentaba sobre todo en el hombre norteamericano de profesión liberal”. (Murga et al.).

Esto es algo que me sorprendió porque tanto en la literatura narrativa, como en muchos manuales médicos antiguos, abundaban las asociaciones de todo ese tipo de males con el género femenino, normalmente por ser entonces considerado como más débil y susceptible de sufrir tan “indefinidas” alteraciones de espíritu.

“Todas estas enfermedades comparten una mayor prevalencia femenina, dolor, cansancio, problemas del sueño, hiperalgesia generalizada y ausencia de signos claros de lesión periférica”. (Murga et al.).

En épocas mucho más actuales, desde 1988, toda la sintomatología asociada a la neurastenia ha quedado vinculada o incluida en el síndrome de fatiga crónica. Y desde 2015 a la intolerancia al esfuerzo. De todas formas, algunas de las características de sus nuevas descripciones plantean consecuencias similares a las que describían aquellos relatos e historias añejos:

“Como criterios mayores propugnaban la presencia de fatiga crónica idiopática con reducción sustancial de las actividades sociales y laborales junto a enfermedad postesfuerzo y el sueño no reparador…”. (Murga et al.).

Para aclarar (u oscurecer un poco más) el asunto, resulta interesante aportar algunas pistas extraídas del siguiente trabajo: “Categorías diagnósticas y género:  los ejemplos de la clorosis y la neurastenia en la medicina española contemporánea (1877-1936)”. Josep Bernabeu-Mestre, Ana Paula Cid Santos, Josep Xavier Esplugues Pellicer, María Eugenia Galiana-Sánchez; Universitat d’Alacant.

En su artículo empiezan estudiando la clorosis, destacando que se la definía como una enfermedad claramente femenina, causada por dos tipos de cuestiones bastante diferenciadas (esto coincide con aquella doble tipología neurasténica que comentamos antes). Un conjunto de causas de tipo sanguíneo (sangre de menor calidad) y con síntomas cercanos a los de la anemia. Y otro más de tipo neurótico, muy relacionado con asuntos sexuales prácticos o de deseos ocultos. En la lectura del trabajo se va desvelando que la tal clorosis, presenta un cuadro muy similar al histérico-neurasténico. Por su parte, el ilustre Marañón hacía referencia a un cuadro más juvenil, que desveló como anémico y relacionó con la explotación femenina en el trabajo casero. De hecho, lo consideró más síntoma que cuadro y de él dijo que sirvió para alimentar, en gran medida, la literatura de la época. (Bernabeu-Mestre et al.).

“Autores como Loudon han llegado a distinguir entre la clorosis de la opulencia, en relación a casos de anorexia nerviosa relacionada con frustraciones sexuales, y la clorosis de la pobreza, en referencia a la enfermedad de las criadas que vivían y trabajaban en sótanos y locales faltos de luz, húmedos y poco ventilados, o trabajadoras que lo hacían en factorías que reunían condiciones similares.  Uno de los hechos epidemiológicos mejor conocidos y comprobados de la clorosis clásica, era su mayor frecuencia entre las jóvenes proletarias (obreras de taller y, sobre todo, criadas de servir, cuyas condiciones de alimentación e higiene general eran «detestables»), pero también su presencia entre las muchachas ricas, a causa de la asociación que existía entre la clorosis y la virginidad, llegando a denominarla la «enfermedad santa»”. (Bernabeu-Mestre et al.).

Así pues, efectivamente, parece que en aquellos tiempos se encontraban ante dos cuestiones que actualmente vemos como claramente diferentes: agotamiento puro y duro (propio de unas condiciones de vida muy duras) y cierta “angustia vital” surgida en el seno de un segmento social rodeado de comodidades.

Entre algunas explicaciones que daban para justificar que la prevalencia real de la neurastenia era más femenina, pese a las afirmaciones planteadas por el doctor Beard, estaba la de que ellas la sufrían mucho en silencio, sin acudir al médico. Tampoco tienen desperdicio las explicaciones argumentadas para justificar por qué era propia de la raza blanca: que dicha raza atesoraba una historia cultural y científica claramente superior a la de “los salvajes”, lo cual implicaba un esfuerzo cerebral, histórico y presente, mucho mayor.

El interesante trabajo de recuperación histórica prosigue centrándose más en la neurastenia y la especificidad de su cuadro femenino:

“Las enfermas quedaban «literalmente sin fuerzas y sin alientos, incapaces de entregarse a sus ocupaciones habituales, de dirigir su casa, de leer, de hacer alguna fácil labor de aguja. No pueden andar y tienen dificultad para tenerse en pie [...] se ven obligadas a echarse en el sofá tendidas, en el cual pasan días enteros; algunas hasta permanecen todo el día en la cama [...] otras hay que en cuanto tratan de levantarse, se apodera de ellas el temblor, la angustia, los sudores, y la tendencia al desmayo; sienten ansiedad, horror a la bipedestación y a la marcha, así como otras presentan la agorafobia, la claustrofobia, o cualquier otra fobia»”. (Citado en Bernabeu-Mestre et al.).

Lo dicho, cuadros propios de novelas románticas en los que frecuentemente aparecían determinados arquetipos de personajes femeninos. Y añaden:

“[…] una especie de autosugestión que, después de haber servido para constituir el estado morboso, se opone a su curación”. (Citado en Bernabeu-Mestre et al.).

Vamos, que entre los síntomas parece incluirse el no querer curarse. Todo “un clásico”. En cuanto a los posibles tratamientos, tal y como vimos con los ejemplos de aquellas pioneras aventureras a las que hacía referencia el libro de López Marugán, en este artículo de revisión médica histórica se menciona el enviar a los enfermos urbanos a “rusticar”. Esto es, vida al aire libre, ejercicio físico, desconexión de ciertas comodidades y presiones sociales, etc.

Justamente lo que andaba buscando el protagonista de “El sendero en el bosque”, una novela de Adalbert Stifter (1845). El personaje literario era un hombre sobradamente acomodado, con total ausencia de interés vital, que acude a un establecimiento retirado buscando solución a su permanente crisis existencial. Tal supuesto resulta francamente habitual en la literatura europea del siglo XIX y primera mitad del XX. En Francia, sin ir más lejos, neurosis e histeria son consideradas como un gran descubrimiento del s. XIX que da mucho juego a su literatura. Ambas lo hacen como tales, o evolucionando hacia la concepción social de la neurastenia. Pero la vinculación de todo ese espectro de sufrimientos con la literatura, como acabo de sugerir, transciende fronteras a lo largo del continente europeo. El portugués Pessoa se definía así mismo como “histerio-neurasténico” (Jerónimo Pizarro Jaramillo: “De la histeria a la neurastenia (Quental y Pessoa)”). Coexisten casos reales y literarios tanto de hombres como de mujeres. En “El triunfo de la belleza” (1934), Joseph Roth nos regala, a través de uno de sus magistrales cuentos, una trama desarrollada en un balneario especializado en el tratamiento de mujeres de alta sociedad aquejadas de males de naturaleza, digamos, psicológica y de ánimo (especialmente histeria).  Unos nueve años antes (1925) Zofía Nalkowska, publica una novela coral ambientada en un hotel de alta montaña situado en plenos Alpes. Allí se reúnen personajes aristocráticos de diferentes nacionalidades con objetivos tan dispares como huir de países recién desaparecidos o transformados, curar males de difícil diagnóstico, superar depresiones, esconder problemáticas privadas o recuperarse anímicamente del horror de la reciente Gran Guerra. También Irene Nemirovsky recurre a un singular y enigmático perfil de sanador “moderno” en “El maestro de almas” (1935). En su caso, el personaje se abre camino tratando las angustias y neuras de la clase más acomodada de Niza, para, posteriormente, dar el salto a París. Y así podríamos continuar con muchos más ejemplos en diferentes fechas, idiomas y nacionalidades. Y volviendo a los casos reales, y a los propios literatos, según asegura la Wikipedia, hasta mi paisano Pereda sufrió en sus propias carnes (quizás fuera más preciso decir “nervios”) alguna afección de este tipo:

“En 1856, el escritor cántabro José María de Pereda padeció esta enfermedad que lo dejó postrado y obligó a su familia a enviarlo a Andalucía, donde permaneció una parte del año 1857”.

Aunque aquel no fue el caso del protagonista de su novela “Peñas Arriba”, que abandonó (el pensaba que temporalmente) una ociosa y animada vida social en Madrid, para viajar a un aislado y montañoso pueblo, convocado por un pariente que presentía cercana su muerte. Aunque sin síntomas aparentes de enfermedad alguna, el caso es que en él si que acabó cuajando aquello de “rusticar”.

Para cerrar con este peculiar repaso literario, me permito un pequeño salto geográfico para ubicarnos en el Reino Unido, y en el tiempo, para retroceder hasta 1809. En tales coordenadas espacio-temporales hay que situar la novela “Ennui”, de María Edgeworth. El título viene al caso porque dicho vocablo era una forma afrancesada de referirse a un estado psicosomático que se manifestaba entre las clases pudientes occidentales y, en especial, entre los absentistas británicos (nobles con propiedades en Gales, Irlanda, Escocia o el campo inglés, que vivían en Londres sin dar palo al agua) antes de que se empezasen a poner de moda los términos de neurosis, histeria o neurastenia. El “ennui” integraba estados emocionales como el hastío, el tedio, la inapetencia, el aburrimiento y una desmotivación casi permanente por todo. También en el caso de la citada novela (como sugerirían muchos otros escritores) la “cura” llega de la mano del regreso al origen rústico del personaje.

Para poder vincular todo lo comentado con el presente, voy a recurrir a una inquietante cita médica que recomiendo leer despacio y buscando, con calma y suspicacia, su doble o incluso triple trasfondo o intención:

“A la luz de todas estas consideraciones, de la evolución mostrada por la Clorosis y por la Neurastenia, y de las similitudes que muestran con los actuales síndromes del dolor y de la fatiga crónica, particularmente la Fibromialgia y el Síndrome de la Fatiga Crónica, se debería revisar el abordaje clínico de éstas últimas dolencias, intentando superar las limitaciones que ofrece el modelo biomédico o científico-natural, e incorporar los presupuestos propios de un modelo más integral, que como el bioantropológico, sea capaz de valorar de forma adecuada tanto los aspectos relacionados con la disease (la dimensión biológica y objetiva), como con la illness (la dimensión subjetiva) y la sickness (la dimensión social y cultural de la enfermedad)”. (COMELLES, J. M.; MARTÍNEZ, A. (1993), Enfermedad cultura y sociedad, Madrid, Eudema).

Al parecer, algunas enfermedades propias de la actualidad y de los últimos dos siglos, podrían rayar en la falsedad, o, al menos, volverse un poco escurridizas al diagnóstico, si únicamente queremos definirlas a través de pruebas y síntomas exclusivamente biológicos y objetivos. Sea por la razón que sea (seguramente múltiples de ellas), los últimos tiempos del proceso evolutivo de la civilización parecen estar generando un variado repertorio de afecciones que únicamente pueden ser comprendidas, admitidas o definidas mediante la incorporación de las dimensiones subjetiva, social y cultural. Esto incluiría tener que tener en cuenta aspectos emocionales, psicológicos, de “tendencia”, relacionales, de estilo de vida, etc. Parece pues, que los cambios sociales, por muy avanzados que podamos considerarlos, pueden, en algunos casos, acabar generando complejas inadaptaciones que afecten a determinadas personas. Y así, mientras el desarrollo favorece la comodidad, la cobertura de las necesidades básicas, el ocio, mayor tiempo libre, etc. Algunas personas no son capaces de convivir saludablemente con todo ello y acaban desarrollando determinados cuadros “patológicos” difíciles de clasificar y, en muchos casos, generadores de concreciones médicas totalmente nuevas. El estrés lo fue en su día, no hace demasiado tiempo; algunos incluso empiezan a tipificar las crisis postvacacionales. Algunos de los múltiples males que se van acuñando habrán nacido para quedarse, aunque seguramente, otros muchos, como parece haber ocurrido con la clorosis, la neurastenia o el ennui, puede que acaben el olvido, más como una falsa alarma causada por pretender aferrarse a alguna novedad patológica de moda, para disimular otras problemáticas de fondo relacionadas con el aburrimiento, la ausencia de proyecto/s de vida, cierta pobreza cultural o existencial, soledad emocional pura y dura, etc. Todo ello, a la espera de comprobar lo mucho que la casi recién nacida sociedad de las pantallas, las redes sociales y el virtualismo, puedan acabar generando.

Hace algún tiempo me embarqué en una lectura filosófica breve seducido por su título: “La sociedad del cansancio” de Byung-Chul Han. No me defraudó. Al contrario, encontré en ella algunas reflexiones que concordaban con algunas de las cosas que venía percibiendo actualmente.

“Los proyectos, las iniciativas y la motivación reemplazan la prohibición, el mandato y la ley. A la sociedad disciplinaria todavía la rige el no. Su negatividad genera locos y criminales. La sociedad de rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados”.

No se refiere al ámbito deportivo, sino al general, pero podemos aplicarlo al deporte, al profesional y, de igual modo, al practicado actualmente por millones de personas, algunas de ellas, enmarcándolo en un esquema personal de rendimiento que va coleccionando proyectos e iniciativas sin descanso. El atractivo de actuar así es poderoso, el entorno en el que vivimos invita constante a ello. De hecho, no es mala cosa incorporar proyectos o iniciativas a nuestra vida. El problema es si nos pasamos, si nos hacemos adictos y desequilibramos aspectos importantes de nuestras vidas.

“El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el explotado”.

Podemos seguir traduciendo las citas en clave de entrenamiento o práctica deportiva aficionada. Nunca jamás hubo tantas lesiones, ni dedicaciones tan absorbentes a la práctica deportiva por parte de la gente corriente. Por ejemplo, los gimnasios están llenos de máquinas que simulan trabajos físicos tradicionales que ya no han de hacerse, y los clientes se afanan en sudar trabajando en ellas sin producir labor alguna de utilidad. Pero todo esto no es únicamente un síntoma deportivo, sino general, ambiental, propio de los tiempos actuales. Remedios Zafra, en “El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital”, ya da algunos “avisos para navegantes” al respecto. Llega tarde, las grandes redes sociales y multinacionales de la comunicación en la Red, descubrieron mucho antes cómo conseguir que casi todo el mundo se haya puesto a trabajar a su servicio a cambio de… ¡nada material! y ¿quién sabe qué (es pronto para decir si bueno o malo) subjetivo, emocional, social, etc.?. Y os lo cuenta alguien que, aunque no participa en prácticamente ninguna red social, lleva más de cinco años nutriendo este blog por puro ocio.

“La moderna pérdida de creencias, que afecta no solo a Dios o al más allá, sino también a la realidad misma, hace que la vida humana se convierta en algo totalmente efímero. Nunca ha sido tan efímera como ahora. Pero no solo esta es efímera, sino también lo es el mundo en cuanto tal. Nada es constante y duradero. […] La desnarrativización general del mundo refuerza la sensación de fugacidad: hace la vida desnuda. […] A la vida desnuda, convertida en algo totalmente efímero, se reacciona justo con mecanismos como la hiperactividad, la histeria del trabajo y la producción. […] La sociedad de trabajo y rendimiento no es ninguna sociedad libre”.

Dicha histeria la podemos encontrar en sentimientos tan cotidianos como el de sentirse culpable por no haber entrenado hoy, el obsesionarse con los récords personales del “strava”, el comprar-comprar-comprar lo último en el material tecnológico (deportivo) más avanzado, adecuado para los más altos niveles de competencia deportiva, de los cuales el comprador corriente está muy alejado, etc.

“La sociedad de rendimiento, como sociedad activa, está convirtiéndose paulatinamente en una sociedad de dopaje. Entretanto, el Neuro-Enhancement reemplaza a la expresión negativa ‘dopaje cerebral’ […] Si el dopaje estuviera permitido también en el deporte, este se convertiría en una competición farmacéutica. Sin embargo, la mera prohibición no impide la tendencia de que ahora no solo el cuerpo, sino el ser humano en su conjunto se convierta en una ‘máquina de rendimiento’, cuyo objetivo consiste en el funcionamiento sin alteraciones y en la máximización del rendimiento”.
Ahora es mejor regresar al ámbito general para no hacer una lectura simplista directa, enfocándolo únicamente en el aspecto parcial de la práctica deportiva. Pensemos en nuevos hábitos adquiridos para superar exámenes de conducir, relacionarse con los demás en ambientes festivos, presentarse a unas oposiciones, etc.

“El reverso de este proceso estriba en que la sociedad de rendimiento y actividad produce un cansancio y un agotamiento excesivos. Estos estados psíquicos son precisamente característicos de un mundo que es pobre en negatividad y que, en su lugar, está dominado por un exceso de positividad. […] El exceso del aumento de rendimiento provoca el infarto del alma”.

Una positividad que, cada vez más, estamos empeñados en exportar y exhibir, ahora de forma expandida a través de las últimas tecnologías de la comunicación, aunque, en realidad, no tengamos la certeza de que sea observada, atendida o consumida por los demás. Quizás todo esto acabe costándonos alguna que otra “neurastenia 3.0”. Y a saber con qué sintomatología.

Todo eso de la positividad generadora de hiperactividad también tiene bastante que ver con lo que actualmente denominan “gamificación”, que, básicamente, busca atrapar a la gente en determinados procesos (trabajo, estudios, consumo, etc.), mediante estrategias basadas en el juego. Cuando la gente juega se motiva y se adhiere a la práctica lúdica en la que se implica. El problema surge a la hora de detectar y regular un punto aproximado de adherencia que no alcance el nivel de adicción. Todo este asunto daría para mucho más, pero creo que es mejor dejarlo aquí y volver un poco a la neurastenia, la clorosis, el aburrimiento o la apatía.

Unos cuantos párrafos antes hacía referencia a dos tipos de neurastenia (o clorosis) diferentes, una propia de personas realmente agotadas por un probable exceso de trabajo, falta de descanso y pobres condiciones de vida; y otra más ambigua en síntomas y causas, habitualmente relacionada con las clases sociales más elevadas. Si relacionamos estos ya obsoletos planteamientos, con los procesos de entrenamiento deportivo, encontramos algún que otro síndrome que pudiera no estar muy alejado de ellos. Especialmente del primer tipo.

Me refiero al síndrome de sobreentrenamiento, que puede estar provocado por causas multifactoriales. En general: exceso de carga de entrenamiento, falta de recuperación, desequilibrio en la dosificación de las anteriores, nutrición equivocada, etc. El sobreentrenamiento es un fenómeno bastante habitual que puede darse tanto entre los deportistas de élite, como entre aquellos que practican deporte a un nivel popular y básico, pero comenten graves errores de organización de su práctica. El sobreentrenamiento puede manifestarse, clasificándolo de modo muy resumido, en dos tipos: agudo y crónico. Al agudo es aquel que se produce a corto plazo, provocando un agotamiento extremo o acusado, generado por acumulaciones excesivas de esfuerzo, con insuficiente descanso y sin compensación nutricional. Demasiada competición seguida, altas presiones sociales o psicológicas, etc. Pueden ser factores añadidos. No es un mal excesivamente grave ya que, si se reacciona a él con prontitud en el descanso, así como con aplicación de medios de recuperación de diversa índole, la persona no debería tardar mucho en volver a su estado habitual de salud. Mucho más grave y difícil de solventar es el de tipo crónico, que parece llegar para quedarse, complicando mucho más el regreso a la vitalidad normal. También llamado burn-out (síndrome del deportista quemado) incluye en su cuadro anemia severa y depresión fisiológica del sistema nervioso. Y tal y como sugería una de las anteriores citas médicas, sus causas y manifestaciones deben incluir perspectivas que vayan más allá de lo puramente fisiológico. Deben analizar el entorno social y psicológico de quien lo sufre. Así pues, tanto en un tipo como en el otro, el exceso de positividad (en los términos conceptuales empleados por Byung-Chul) parece tener bastante que ver con este mal deportivo.

¿Pero, y entre aquellas personas de vida cómoda o más o menos “regalada”, podemos encontrar casos del otro tipo de neurastenia? ¿Conocemos comportamientos de gente a los que podríamos calificar como propios de una especie de neurastenia deportiva o de la actividad física? Me inclino a pensar en que sí. Y, además, muy variados en formas y estilos. Recuerdo un viaje de formato activo, o moderadamente aventurero, en el que coincidí con una mujer que se pasó una larga semana informándonos a los demás de todas sus dolencias. Lo sufría todo, absolutamente todo: lesiones, alergias, síndromes, fatigas, etc. De piel, de huesos, orgánicas… su “base de datos patológica” estaba bien nutrida, pero, por si se quedara corta, siempre reaccionaba igual cada vez que cualquier otra persona compartía con los demás alguna situación, propia o conocida, relacionada con cualquier enfermedad, en tal caso, ni corta ni perezosa, nuestra compañera nos soltaba una especie de ¡pues yo más (o peor)! ampliamente ilustrado. De otro tipo son quienes no son capaces de sufrir un mínimo de sensaciones propias del esfuerzo o la intemperie: calor, frío, sudor, alta frecuencia cardíaca, algo de hambre, sed, baches, incomodidades, etc. Todas ellas frecuentes y propias de muchas prácticas deportivas. Un buen ejemplo lo representan muchos practicantes que se quejan del estado o condiciones de práctica o progresión en entornos supuestamente naturales (agua, nieve, senderos, pistas forestales, etc.) cuando se trasladan allí a practicar, se supone, una actividad deportiva en la naturaleza. Y el catálogo podría seguir y seguir con actitudes de amplia diversidad. Quizás cada uno de nosotros tengamos nuestro particular modo y grado de cierta neurastenia deportiva. Seguramente. Lo malo no es eso, lo malo es coincidir con alguien cuya conducta alcance niveles cargantes o intolerables para quienes le acompañan.

Volviendo un poco a Byung-Chul, nos comenta que “El exceso de positividad se manifiesta, asimismo, como un exceso de estímulos, informaciones e impulsos. Modifica radicalmente la estructura y economía de la atención. Debido a esto, la percepción queda fragmentada y dispersa”. Mucho se está tratando este asunto en la actualidad. Los nuevos sistemas de comunicación y de información están evolucionando muy rápidamente de cara a dar servicio a la nueva tendencia de comportamientos, multiplicando las fuentes y los mensajes, mientras que se minimizan su contenido, riqueza y profundización, además de priorizar los formatos audiovisuales por encima de todos los demás. Se trata de “La comunicación jibarizada”, tal y como sugiere Pascual Serrano. Para tratar de paliarlo, según el filósofo coreano, “’El don de la escucha’ se basa justo en la capacidad de una profunda y contemplativa atención, a la cual el ego hiperactivo ya no tiene acceso”.

Así pues, la contemplación, pudiera actuar como antídoto ante algunos males propios de la evolución humana. Lo difícil parece ser dar con la dosis y modo adecuados. La dosis para no acabar cayendo en un aburrimiento provocado por exceso, y desde allí quedar a un paso de alguna potencial forma de neurastenia (pasada o futura). El modo para identificar qué significa mantener cierto comportamiento contemplativo en cada una de nuestras facetas de la vida. Por ejemplo, en la práctica deportiva, o quizás, incluso en la práctica de diferentes modalidades deportivas. Hace tiempo que publiqué una entrada titulada “Deporte Zen”, quizás allí pudiera alguien encontrar alguna pista que le sirva. Confieso que, personalmente, aun no me he puesto a tratar de identificar, buscar o planear posibles modos de práctica “contemplativa” del deporte. No he sentido la necesidad de hacerlo por el momento. Sin embargo, lo admito, si que soy capaz de reconocer instantes o ratos de práctica deportiva que me resultan bastante contemplativos, y muchos de ellos en plena acción motriz.

Ahora regreso a las montañas y al libro de Arantza López Marugán para finalizar este conjunto de reflexiones. Tras haberlo leído al completo, tengo la impresión de que demasiadas de las mujeres que lo protagonizan (y, evidentemente, de aquellos hombres coetáneos a ellas que se dedicaban a lo mismo) mostraron un exceso de positividad, convertido en alpinismo de trabajo y rendimiento. Y por ello, muchas acabaron mal. Física o emocionalmente mal… y al fin y al cabo prematuramente muertas. No tengo recetas para nadie. No pretendo erigirme en predicador, ni laico, ni espiritual, pues de ambos tipos ya sufrimos demasiados. Pero, en lo que a mí respecta, procuro buscar una práctica deportiva a ratos contemplativa, siempre disfrutada y para nada excluyente (o incompatible) con otros muchos aspectos de la vida. Sencillamente: equilibrada. A ver si me dura.

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