miércoles, 15 de junio de 2016

11. COPA VASCO CANTÁBRICA (II Rememorativa)



Empecé la temporada trabajando en el diseño, decoración y montaje de una bicicleta pionera, y con un par de actividades singulares, considero que ya he amortizado la dedicación invertida. Hace poco la estrené en la conmemoración aragonesa de la aventura de Mariano Catalán, rodando por la noche entre Huesca y Zaragoza. Y ahora, acabo de dar cuenta, rodeado de buenos amigos, de la II Rememorativa acometida por la Cofradía Velocípedica (en palabras de mi estimado Alejandro Luis: “una gavilla de amigos que, cuando van en pelotón, se hacen llamar Cofradía Velocipédica”). Y es que, de todos los propósitos, intenciones y obras tangibles o que verdaderamente puedan ser relatadas, completadas por la CV, exclusivamente una parece mantenerse firme y tomar consistencia y continuidad: la organización de su “Rememorativa”. Se trata de una actividad anual consistente en localizar algún evento o hazaña ciclista pionera de la que se encuentre información suficiente como para asegurar que fuera cierta. Y de paso, recopilar detalles que permitan re-editarla de nuevo en la actualidad, bajo los parámetros marcados por nuestro estilo grupal y nuestras posibilidades. El año pasado empezamos con esta misión, y de la mano del mencionado Alejandro, pusimos en marcha nuestra particular celebración de la segunda Salamanca – Madrid, una verdadera paliza de más de 200 km, que nos dejó agotados y exprimidos, pero además, persuadidos para continuar en el futuro con esta costumbre. Así que este año, me lié la manta a la cabeza, me lancé al ruedo y puse en marcha la II Rememorativa.

Para ello me tomé bastante tiempo, estudiando y seleccionando hasta cinco eventos de la historia ciclista de Cantabria que me resultaban especialmente atrayentes. Para la criba definitiva tuve en cuenta las fechas, las distancias, el número de jornadas necesarias para su realización y algún que otro atributo más; hasta que finalmente me decanté por la Copa Vasco-Cantábrica, también llamada Desafío Bilbao-Santander, disputado entre ambas ciudades en 1903. Todos los detalles relativos a aquel evento los he descrito y narrado en un librito publicado por la editorial La Biciteca. Es esa otra costumbre que forma ya parte de nuestra liturgia conmemorativa, la de componer un texto que recupere el evento celebrado, y que la mencionada editorial edita y publica dentro de su colección Libros de Maillot. Se trata de un conjunto de textos modestos en extensión, pero con un formato de edición primoroso. Personalmente, considero un honor haber sido admitido como autor del segundo título de la misma. Pero precisamente por ello, porque el texto ya está escrito, y con mucho más detalle del que aquí cabría, me voy a abstener de hacer referencias con respecto a aquella antigua carrera por equipos. Además ¡qué narices! Ya que la editorial ha hecho un esfuerzo en publicar algo tan marginal y minoritario, no seré yo quien le reviente las pocas ventas posibles (se han editado 200 únicos ejemplares numerados), dificultando así que pueda publicar más títulos minoritarios, que tanto disfruto, tanta falta nos hacen y tan poco se prodigan entre las grandes editoriales, buscadoras de ventas masivas.

Sin embargo, aún queda algo que contar: la propia rememorativa en sí, de la cual poco o nada relata el librillo, ya que fue publicado con algunos meses de antelación a la reedición efectiva de la “prueba”. La idea, como siempre ocurre con nuestras propuestas, pretendía acercarse mucho en detalles a la celebrada hacía más de 100 años. Sin embargo, hay un ingrediente habitual del que permanentemente prescindimos: la competición. En realidad, lo que hacemos siempre es eludirla o ignorarla, transformando nuestros recorridos en experiencias de grupo unido, en definitiva, en excursiones.

Para la cita habían sido convocados unos cuantos ciclistas que previamente habían manifestado su interés por tomar parte en ella y poco después habían confirmado su asistencia. Al final, entre algunas que otras bajas y altas, se compusieron tres “equipos” en representación de tres territorios: Santander (Cantabria), Bilbao (Vizcaya) y Open (resto del mundo). Los dos primeros porque fueron los implicados en la primera edición, y el tercero por necesidad y para que no se nos tachara de discriminadores, arriesgándonos a ser perseguidos por cualquier “moralista laico”, de entre los miles que nos rodean en este país con la llegada del nuevo siglo. La mayoría de los participantes habían recibido una convocatoria formal y personal, en la que se les informaba de haber sido seleccionados así como de los deberes éticos que de ello se desprendía. A la hora de la verdad, once fuimos los deportistas que acudimos a la cita: Roberto, Carlos A, Guti, Jesús y un servidor, con brazaletes azules representando a nuestra “Tierruca” (ya fuera por lazos directos, familiares, residenciales o laborales); Javier, Iñaki y Manu, con brazaletes colorados defendiendo la honra bilbaína y, por extensión, vizcaína; Y finalmente Alejandro, Carlos (S) y Alejo, con brazaletes verdes, componiendo un combinado “Open” con procedencia íntegra de la Meseta.

 
“Equipo” cántabro: Carlos, Guti, José, Jesús y Roberto. (Imagen: Myriam).

 
“Escuadra” vizcaína: Iñaki, Manu y Javier. (Imagen: Myriam).

 
Combinado “Open”: Alejo, Carlos y Alejandro. (Imagen: Myriam).

Aunque el año anterior la cita se convirtió en una manifestación híbrida en la que el pasado y el presente se dieron la mano conviviendo a través de ruedas, cuadros, pedales y uniformes, para esta ocasión el espíritu de la idea se vio claramente reforzado ya que los once participantes acudieron a rodar con bicicletas clásicas o de época. Las más modernas fueron del tipo de las que habitualmente suelen verse participando en los eventos retro, es decir, bicicletas “de corredor” de entre los años 60 y 80. Eso sí, un surtido muy selecto para tratarse únicamente de 7 unidades:


  • Una Zeleris. Buen ejemplo de los intentos de aumento de calidad básica acometidos por las firmas eibarresas en los años 70 (en este caso GAC).
  • Una Alan. De aluminio, montada completa con Campagnolo Super record y llantas Mavic. Un ejemplar del que se conoce su procedencia, que no es otra que la del equipo Teka.
  • Una Marotías. De color metalizado dorado y montada con el grupo Campagnolo Serie Oro (aniversario).
  • Dos Peugeot. Ambas PX10 en muy buen estado, pero con algunos años de diferencia de edad: de los setenta y de los ochenta.
  • Dos Zeus. Representando dos momentos estelares de la marca: una Zeus Alfa de los sesenta y una impecable Zeus 2000.

 
Dos joyas retro: Marotías y Zeus. (Imagen: Myriam).

 
Flamante Peugeot. (Imagen: Myriam).

El resto del pelotón, nos decantamos por la utilización de “pioneras”, ese tipo de bicicletas que proviene o replica los modelos utilizados desde la invención de las “bicicletas de seguridad”, hasta los años 30 aproximadamente. Aunque la presencia de este tipo de bicicletas fue menor, porcentualmente la cifra fue más que significativa (4 de 11) mostrando que poco a poco, la atención a este tipo de monturas va cuajando entre nosotros, lo cual, aunque pueda parecer presuntuoso, pueda quizás significar que, pasito a pasito, también se extienda entre más aficionados. Esto es algo que sucedió hace tiempo en Italia y por lo que ya algunos ciclistas retro españoles (anteriores en esto a nosotros) apostaron previamente. Las bicicletas participantes en este grupo fueron:


  • Una Paslhey Guvnor. Nueva, casi recién estrenada y bellísima. Con cambio Sturmey Archer de 3 velocidades y frenos de tambor accionados por manetas.
  • Una BSA de los años 30. Con menor diámetro de rueda, auténtica de cabo a cabo, con frenos de pinza y cambio Sturmey Archer de 3 velocidades.
  • Una réplica (“tributo”) de Humber de 1910, de estilo estético muy personal. Dotada igualmente de cambio Sturmey Archer de 3 velocidades y equipada con freno de doble pivote delante y tambor contrapedal atrás.
  • Una Gazelle clásica, reconvertida en bicicleta pionera de carreras, muy bien terminada. También montada con cambio Sturmey Archer de 3 velocidades y frenos de tambor accionados por manetas.

 Preciosa Pashley. (Imagen: Myriam).

 
Detalle del cronógrafo de Roberto. (Imagen: Myriam).

Los prolegómenos del evento habían sido complejos en lo que se refiere a la organización logística de coches, traslados, agrupamientos y demás. Todo a base de correos electrónicos, mensajitos de esos de ahora y alguna que otra llamada. La verdad es que la tecnología facilita esto enormemente y ahorra en exigencias presenciales. Sin embargo, no evita tener que darle vueltas a la cabeza, sacar partido de coincidencias, acordar posibilidades, etc. Una parte del grupo aprovechamos la ocasión para citarnos de víspera en Bilbao y cenar en el centro antiguo, junto al Nervión, no lejos del Teatro Arriaga. Nos dieron bien de comer, variado y económico. Y el resto… la animación, la conversación y el buen humor, lo pusimos nosotros: Iñaki, Javier, Luisa, Carlos, Myriam y yo. La velada culminó con un agradable paseo nocturno, sin lluvia y con temperatura más que templada. Un preludio norteño de aviso de que el verano se acerca.

Ese último detalle es importante. Durante toda la semana, las previsiones meteorológicas habían estado amenazando con un fin de semana completamente lluvioso. Y no con probabilidad de chubascos esporádicas a lo largo del mismo, sino con absoluta certeza de que llovería copiosamente de viernes a domingo. Sin embargo, a medida que la fecha se iba acercando, los pronósticos se fueron suavizando día a día, dejando lo de los chaparrones casi únicamente para el sábado (precisamente el día en que nosotros montaríamos en bicicleta). Pero se ve que la tendencia de mejora se aceleró, porque, afortunadamente para todos nosotros, aquel día no llovió, descontando cinco minutos de tímido sirimiri matinal que nos alcanzó cerca de Saltacaballo, pero sin la intensidad ni permanencia suficientes como para llegar a mojarnos. Definitivamente tuvimos suerte ¡mucha suerte!. Respecto a Eolo, su presencia también estaba anunciada con manifiesto soplido del oeste, es decir, en contra de nuestro avance. Y sí, el viento se hizo presente, pero con bastante menos intensidad de la advertida, aunque si la suficiente como para endurecer algo el recorrido, ya de por sí “rompepiernas”.

Myriam y yo dormíamos en la Gran Vía bilbaína, pegando la manga (en confianza) en casa de mi hermana. Y en el portal nos reunimos con Roberto, el sábado por la mañana, a quién entregué su bicicleta Gazelle, que yo mismo me había encargado de transportar la tarde anterior hasta Bilbao. En un momento descendimos hasta la entrada principal del Guggenheim, para estar allí puntualmente a las 8,15, que era la hora acordada para reunirnos. Allí esperaban ya Javier y Carlos, y enseguida llegaron Iñaki, el otro Carlos, Manu y Alejo. Momento de reencuentros, saludos, admiración de máquinas, fotografías y detalles o ajustes de último momento. Al rato llegarían Guti, Jesús y Alejandro. A tiempo para un posado coral antes de iniciar la marcha.

 
Iñaki y Alejo (junto a su estupenda Zeus) esperando a la salida. (Imagen: Myriam).

 
Iñaki con evidentes ganas de empezar. (Imagen: Myriam).

 
Roberto posa con su Gazelle, más feliz que unas castañuelas. (Imagen: Myriam).

 

Carlos sonriente a la salida. (Imagen: Myriam).

 
Carlos y Jesús preparados con sus bicicletas. (Imagen: Myriam).


Salir del Bilbao fue de lo más agradable inicialmente, pedaleando por la ribera de la ría, a través del modernísimo entorno que esta ciudad ha conseguido materializar a lo largo de los últimos años, respetando algunos guiños del pasado, integrándolos en una modernidad arquitectónica equilibrada, interesante y nada agobiante. Una difusa mezcla de espacio ciclable y peatonal nos dejaba avanzar relajados y algo esparcidos, hasta enfilar una calle que discurre por el margen suroeste de la ría. Después vendría algo de callejeo menos atractivo, y una zona en la que un tramo no asfaltado, y escondido entre hierbas asilvestradas, acaba desembocando en un carril-bici. Y fue precisamente allí donde, entre un desajuste mecánico por detrás y una espera improvisada por delante, el grupo se dividió en dos y provocó un extravío que nos hizo perder mucho más tiempo del deseable. Reagrupados, gracias a un vete y ven de Javier, accedimos todos a la red de carriles que permiten salir del gran Bilbao con seguridad y tranquilidad.

Bilbao ha reconvertido su esencia. En pocas décadas ha pasado de ser una ciudad verdaderamente desagradable a una metrópoli atractiva, acogedora e interesante. Sin embargo, su salida en bicicleta no es del todo natural, fácil o fluida. La mayor parte del trayecto es atractivo e intuitivo, pero hay algunos cabos sueltos donde las bicicletas pierden el trazado o donde este parece quedar escondido. Sería bueno echar un vistazo al asunto y que las autoridades le pudieran poner remedio, especialmente para sacar mayor y mejor provecho a lo que viene inmediatamente después: un carril-bici espectacular en el que se ha empleado muchísimo dinero. Del mismo destaca un viaducto exclusivo para bicicletas que, protegido de los vientos por mamparas, supera de forma aérea todo el nudo de comunicaciones motorizadas y traslada a los ciclistas hacia el sur, hacia las laderas verdosas, aún colmadas de inmuebles industriales. El vial tiene una única pega: demasiadas huellas de incivilización o vandalismo, probablemente causadas por esas juventudes mal educadas que tanto abundaron por aquellos parajes hace no mucho, y cuyos lodos aún permanecen un poco, estampados en el mobiliario urbano o en las infraestructuras de uso público. Las bestias humanas se asemejan a algunas de las irracionales en que ambas tratan de marcar territorio dejando las huellas de su paso. Las unas pintando o destrozando, las otras orinando.

El carril es agradable y asciende suavemente hasta llegar un alto desde el que se puede descender a Muskiz. Allí lo abandonamos nosotros pasándonos a la carretera, a partir de entonces ya poco transitada y completamente despojada de cualquier ambiente urbano. Nos pusimos más o menos en fila y empezamos a descender, para atravesar después algunas rotondas e iniciar otro ascenso. Y así continuamos, más o menos sucesivamente, hasta cruzar el límite provincial y autonómico y empezar a escalar las rampas de Saltacaballos, que a la postre acabaría convirtiéndose en la dificultad más exigente de la jornada. El ascenso en sí no es demasiado largo. Además presenta un perfil escalonado que va planteando rampas duras, alternadas con algunos descansos. Sin embargo, su final exige apretar con fuerza la pisada sobre los pedales, debido a su 10% de porcentaje. En condiciones normales, con bicicleta convencional, nada del otro mundo, pero desde luego, con el peso, la desmultiplicación y la posición de las pioneras, un esfuerzo considerable. Al menos yo, tuve que retorcerme sobre el cuadro, aferrándome al manillar, hasta alcanzar la cima. Lo bueno es que una vez superado, el ascenso ofrece buenas vistas al mar, una panorámica atractiva de Castro Urdiales y un agradable descenso con curvas. La fatiga no se acumuló únicamente sobre nuestras piernas, los materiales también sufren lo suyo. Y eso es lo que le debió ocurrir a la cinta de la “musette” de Roberto, la cual, tras kilómetros y kilómetros de ciclismo retro acumulado durante varias temporadas, y toneladas de peso acarreado (en forma de toda una variedad de artilugios, enseres y complementos), se rompió repentinamente, sembrando el asfalto con su surtido de artículos de bazar y estando a punto de provocar un accidente colectivo.

 
Guti coronando Saltacaballo.

 
Javier alcanza la cima, al fondo Carlos e Iñaki.

Myriam y Luisa seguían nuestro periplo desde los coches. No agobiando con un acompañamiento cercano y constante, sino esperándonos cada cierto tiempo en algunos puntos por ellas elegidos. Gracias a su mirada dispongo de un buen lote de fotografías. Durante la bajada pudimos contemplar Mioño, con su playa, su centro de equitación y los restos del cargadero minero que cuelgan hacia el mar. Atravesamos Castro sin detenernos y por su calle principal, pues no disponíamos de tiempo para recrearnos en el paseo marítimo, por otro lado bastante caótico e incómodo para la circulación los fines de semana. Tras volver a ascender un poco, deambulamos por la carretera costera hacia Oriñón. En mi opinión es este tramo el de mayor belleza del recorrido, pues ofrece una permanente contemplación del mar Cantábrico, no tiene casi edificación y el tráfico apenas se hace presente. Primero son unas rectas en toboganes, y después una zona de curvas que siguen el dibujo de una línea de costa de lo más abrupta, con una ría incluida. Aquí el grupo iba incomprensiblemente partido en dos, y cuanto más lentos circulábamos los de delante intentando facilitar el reagrupamiento, más parecían alejarse los de atrás. Aparte de una explicación puntual, debida a un desajuste en un cambio de marchas, la circunstancia entra dentro de esos misterios que tantas veces se dan en la sociología rodante de los pelotones, que muchas veces funcionan como entes meta-humanos, siguiendo comportamientos más propios de la dinámica de fluidos; en ocasiones incomprensibles desde la óptica de la conducta humana.

 
Alejandro, Iñaki y Carlos conversando junto al Cantábrico.

Con constante reajuste de orden, emparejamientos, ritmos y demás, pasamos por el Pontarrón de Guriezo. Me encanta pronunciar este nombre, que don Jesús Martín, pariente del Sordo de Proaño y amigo de mis padres, siempre recomendaba a sus hijos que lo utilizaran en determinadas circunstancias: “si os presentáis ante gente desconocida (por ejemplo en la mili) y entráis diciendo que sois del Pontarrón de Guriezo, seguro que a más de uno ya se le quitan las ganas de meterse con vosotros”. No sé si el consejo habrá sido efectivo, o siquiera alguna vez utilizado por cualquiera de sus seis hijos varones, teniendo en cuenta que, aunque proceden ligeramente de Campoo y algunos nacieron en Cantabria, su crianza se desarrolló fundamentalmente en Aranjuez. Pero quién sí que hizo honor a una crianza por aquella zona fue Isidro Nozal, un ciclista valiente, aguerrido y pundonoroso. Tras cruzar la ría en aquel punto, ascendimos las eses que serpentean sucesivamente hasta coronar otro alto, para después volver a lanzarnos pendiente abajo y reagruparnos en un breve llano. Y otra vez para arriba acercándonos a Seña. Y nuevo descenso a Laredo, contemplando su puntal durante la bajada hacia la Puebla Vieja, para esperar en un semáforo y salir de la villa sin pasear por sus playas. El destino era Colindres, y el retraso acumulado finalmente había sido minimizado, de forma que llegamos a su puerto exactamente a la una, hora en la que nos habíamos citado con su alcalde Javier y con Saray, la concejala de deportes.

 
Alejandro enfundado y sobre Peugeot. (Imagen: Myriam).

 
Alejo, debutante y bienvenido con nosotros. (Imagen: Myriam).

 
Manu, con uniforme corporativo. (Imagen: Myriam).

 
José, Jesús y Alejo. (Imagen: Myriam).

El encuentro fue simpático, les divirtió nuestro aspecto, nuestro humor y nuestro talante deportivo-festivo. Allí pasamos un buen rato de charla y fuimos invitados por ellos a unas rabas, unos chopitos y unas cervezas, que la verdad sea dicha, entraron más que bien en nuestros sedientos y hambrientos organismos. Con Javier y Saray tengo yo una amistad estacional que se reaviva cada año con ocasión de los preparativos y ejecución de los cursos de verano de temática deportiva que la Universidad de Cantabria celebra en su ayuntamiento. Con ellos el trabajo es fácil y agradable y de ahí que nos predisponga a que la relación vaya un poco más allá y alcance un estatus de amistad periódica. Colindres fue un punto clave en la celebración del Desafío en 1903. Fundamentalmente porque hasta allí se había adjudicado la responsabilidad de organización del evento a los vascos, mientras que tras el franqueo de la ría del Asón, el asunto les tocaba a los cántabros. Además, la carrera debió ser neutralizada, con la consiguiente toma de tiempos parciales, debido a que el puente de Treto aún se encontraba en fase de construcción y a los ciclistas se les tuvo que trasladar en barcos. Nosotros habíamos pretendido organizar algo similar por dos razones. Primera, por dar mayor fidelidad estética a la rememorativa. Y segundo, porque las circunstancias invitaban a ello, pues precisamente en las fechas actuales el puente vuelve a estar cerrado al tráfico (por primera vez desde entonces). Tanto la alcaldía como algún amigo personal, nos habían ofrecido el poder disponer de embarcaciones para llevar la operación a cabo, pero en el último momento nos dimos cuenta de que el asunto resultaba inviable por otro inconveniente: que en la actualidad no hay punto de atraque posible en la ribera del oeste de la ría, resultando posible el embarque en Colindres, pero no el desembarco en Treto. Así pues, nos limitamos a sacarnos algunas fotos, nos despedimos de nuestros anfitriones y salvamos la ría por un pasillo de andamiajes peatonal que los responsables de la obra de mantenimiento del puente han habilitado para el paso de personas.

 
El grupo posa con Javier y Saray en Colindres. (Imagen: Myriam).

 
El grupo en el puerto pesquero de Colindres. (Imagen: Myriam)

 
Cruzando la ría a través del puente de Treto. (Imagen: Myriam).

El perfil de la segunda parte es mucho más llevadero. Pedaleamos algunos kilómetros tranquilos hasta hacer una paradita en la que la gente pudiera comer algo más. Cada cual en función de sus necesidades, las cuales tenían mucho que ver con la diversidad de programas de acceso: haberse levantado relativamente pronto, haberse dado un madrugón o incluso haber pasado parte de la noche viajando; y la relación que todo ello tuviera con las cenas y desayunos en cada caso (copioso, suficiente, escaso…). Solucionado el asunto, ascenso a Jesús del Monte y bonito tramo de colinas y depresiones hasta Hoznayo. Ascenso al Bosque y descenso a Solares. Ascenso, descenso; ascenso a Heras y descenso a la base de Peña Cabarga… ¡esto es Cantabria oiga!. Y poquito después, abandonamos definitivamente la antigua carretera nacional al entrar en El Astillero.

Aunque inicialmente había previsto entrar a Santander a través de una combinación de carreteras que en su día fueron nacionales y ahora han quedado como vías complementarias, la presencia de mi hermano Guti sirvió para que se ofreciera a guiarnos por un intrincado itinerario que combina tramos de carriles-bici, pistas, calles, aceras, etc. y que nos permitió acceder al punto de destino sin tener que correr riesgos innecesarios o tener que convivir con el tráfico rodado. Considero que esta opción fue más que acertada, aunque al itinerario hay que ponerle dos pegas nada desdeñables. La primera es que se trata de un recorrido difícil de memorizar e imposible de seguir para alguien que no conozca muy bien determinadas zonas. Esto lo hace inoperante para la mayor parte de los usuarios y no digamos para los viajeros o turistas foráneos. Además tiene cortes y discontinuidades que lo hacen tortuoso y poco práctico. Desde luego no es en absoluto una vía eficaz y cómoda que favorezca la utilización de la bicicleta como medio alternativo, añadido o complementario, para la movilidad ciudadana en los accesos a la ciudad desde el este. Aunque actualmente, tanto a nivel municipal como autonómico, se esté empezando a hablar bastante de movilidad sostenible y de movilidad ciclista, la realidad práctica de estos accesos podría sin miramientos ser calificada como de impresentable. La segunda es que el itinerario resulta muy feo en cuanto a paisaje y entorno visual, pues recorre zonas industriales poco cuidadas, espacios de suburbio muy desatendidos o mal urbanizados, además de discurrir por demasiados rincones escondidos, como ocultando este tipo de vías o recursos de movilidad, ubicándolos en zonas descartadas para otros (carreteras, vías de tren, etc.). Como si molestaran o no fueran importantes. El resultado es que una región y ciudad, por lo general muy hermosas, dan una imagen espantosamente fea y desagradable cuando se circula en bicicleta por allí (es difícil hacerlo tan mal, pero lo están logrando). Afortunadamente, al final alcanzamos el Barrio Pesquero, y a través de su carril, llegamos al Paseo de Pereda, y de inmediato, a nuestro destino final: el Café El Suizo, establecimiento en el que a finales del siglo XIX se fundó el primer club ciclista de la provincia.

Finalizado el recorrido nos fotografiamos, dejamos las bicicletas a la vista de los transeúntes (muchos de los cuales no ocultaron su interés por ellas) y nos sentamos en la terraza a tomarnos un ligero refrigerio, mientras nos felicitábamos unos a otros y nos reuníamos por última vez con nuestras “protectoras” seguidoras motorizadas: Luisa y Myriam. Aprovechamos para reconfigurar la organización de los viajes, traslados, duchas, etc. Para que todos pudieran recuperar sus vehículos, adecentarse y acudir a la cena de despedida que se celebró esa misma noche en el Restaurante Casa Enrique de Solares, cuyo dueño (y el propio lugar en sí mismo) tiene notable vinculación con toda esta historia.

 
Sonrisas de satisfacción completada la ruta: Guti, Alejo y Manu. (Imagen: Myriam)

 
Foto final en la fachada del Suizo. (Imagen: Myriam).

La cena no estuvo nada mal. Hubo variedad de comida, buen vino y muchas risas, bromas y conversaciones. En ocasiones grupales, y a ratos en pequeños subconjuntos. Se repartieron los merecidos diplomas, tal como se hizo en aquella primera edición de 1903. Además, asistimos a un emotivo reencuentro entre dos viejos amigos que no se veían desde hacía décadas: Iñaki y Eduardo (al que invité secretamente a presentarse al final de la cena, aunque no tuviera nada que ver con nuestra aventura). Ambos habían sido muy buenos amigos, y compañeros de fatigas y kilometradas, cuando practicaban ciclismo de competición, antes de convertirse poco después en: un excelente ciclista profesional y gran triatleta (pionero) respectivamente.

La Cofradía Velocipédica cumplió pues con su misión y sacó adelante una segunda Rememorativa. Así pues, confiamos en que llegará la tercera, y con ello una más sólida cimentación de este quehacer, que si continuamos asumiendo con tanta ilusión colectiva, podrá acabar convirtiéndose en una bella tradición.

martes, 31 de mayo de 2016

10. PATINANDO EN HOLANDA (SKATE FRESH (refreshed) 2016)



Tras una temporada escribiendo mucho sobre bicicletas, reflexiones e historia, algún amigo me comentaba que ya no publicaba tantos reportajes sobre viajes. Reconozco que así ha sido la mayor parte de la temporada, pero todo acaba llegando, y después de una buena carrerilla de impulso, tomada gracias a mis dos escapadas ciclistas a tierras aragonesas, al final llegó un nuevo viaje al extranjero que, mucho tiempo después, volvía a ofrecerme la posibilidad de disfrutar del patinaje.

Parece ser (no lo puedo asegurar porque francamente no lo recuerdo) que di con la propuesta holandesa del Skate Fresh, por medio de un email que me debió llegar gracias a la cesión que de su lista de contactos hicieron los organizadores de Finline a sus amigos de los Países Bajos. Si realmente fue así, me alegro enormemente de ello, porque de otro modo creo que me hubiera perdido esta experiencia, la cual, sin ningún tipo de duda, ha resultado sensacional.

Para la participación en este viaje de cuatro etapas sobre patines me trasladé completamente sólo, en avión, desde Bilbao. Nadie pudo organizarse para acompañarme y aunque no tengo ningún problema en abordar este tipo de situaciones en solitario, eché de menos a un buen amigo que otras veces me acompaña a patinar, y que me consta que en esta ocasión hubiera disfrutado muchísimo.

Antes de empezar a relatar mi experiencia quiero introducir una cuña ciclista que me vino a la mente nada más pasar unas pocas horas en Holanda y que se mantuvo presente, de forma latente, a lo largo de mi estancia allí. Creo que no volvía a visitar Holanda desde hacía 26 años y pese a que la recuperación general de la bicicleta ha sido excepcional en la mayor parte de los países europeos (España incluida), fue regresar allí, y corroborar que su arraigo social es especial en aquellas tierras Todo el mundo las utiliza con frecuencia y para casi todo, independientemente de su edad, género o condición. Pueden verse en todas su versiones: infantiles, de paseo, cotidianas, deportivas, viajeras… Y muchas de ellas incorporando todo tipo de artilugios o complementos de servicio: maletas de diversos tipos, acoples para el carrito de la compra, remolques, etc. Nada más aterrizar, desde los ventanales de la terminal del aeropuerto, pude ver varias bicicletas de uso público fabricadas en madera y con cadena de transmisión de material sintético. También en otras ocasiones me crucé con personas que rodaban sobre algunas bicicletas de singular diseño, que me eran conocidas a través de libros, revistas o páginas sobre diseño ciclista innovador y que nunca me he encontrado por España. Con todo esto, lo que trato de expresar es que la integración del uso y la cultura de la bicicleta allí, de nuevo, tal como ya lo hizo en los años 80, me ha vuelto a impactar, y me hace recapacitar sobre la utilización que en mis escritos vengo haciendo desde hace tiempo del concepto de “Cultura Ciclista”. Me gusta referirme a la Cultura Ciclista, al hablar de la historia de la bicicleta, su divulgación, su literatura, su expresión artística, etc. Pero al parar la mirada por el panorama cotidiano holandés, uno se da cuenta que la bicicleta forma parte integrante de su cultura de una forma mucho más profunda, así pues creo que el concepto cambia de carácter y debería ser expresado de una forma distintiva, que ahora mismo se me antoja que podría ser “Cultura de la Bicicleta”, algo mucho menos narrativo e histórico, pero mucho más práctico amplio y vinculado al uso de la bicicleta por parte de la población. No sé si me olvidaré de ello pero me propongo mantener tal distinción en adelante, ya sea escribiendo, charlando o debatiendo sobre los asuntos de las dos ruedas no motorizadas (o sí, eléctricamente…).
Pero dejo de lado las bicicletas porque este texto trata sobre patinaje, otra de las grandes pasiones deportivas tradicionales holandesas, que si bien han destacado mucho más, a lo largo de su historia, en su variante sobre el hielo, también encuentran considerable eco en la práctica sobre ruedas dispuestas en línea. Mi presencia allí era para participar en un viaje de varias etapas con objetivo turístico y de reunión internacional. Nada de competición. Se trataba de una cita que venía celebrándose años atrás con la denominación de Skate Fresh, pero que después sufrió un parón de varios años para ser rescatada (refreshed) de nuevo este año. Nada más llegar, me topé, inesperadamente, con dos personas conocidas: Alan y Vincianne, con quienes había coincidido un par de años antes en Finline (Finlandia). Tal coincidencia, sumada a otras que ya me han venido ocurriendo en ocasiones similares, me hace pensar que, en realidad, el mundillo del patinaje de larga distancia (popular o viajero) es un entorno relativamente pequeño, en el que a poco que te muevas, pronto empiezas a conocer a bastantes personas con las que vuelves a coincidir en el futuro. Continuando con esta pre-evaluación sociológica puedo añadir que, al igual que en ocasiones similares, el grupo se caracterizaba por tener una edad media elevada, con poca gente realmente joven, y con una proporción de mujeres y hombres bastante equilibrada y difícil de encontrar en otras de las modalidades deportivas que suelo escoger. Había una presencia mayoritaria de alemanes, bastantes holandeses y belgas, algunos franceses y rusos, dos noruegos, dos ingleses, un suizo y yo. Los grupos siempre tendiendo a comportarse de forma algo más gregaria, aunque con suficientes “agentes libres” como para crear comunidad fácilmente. La organización había optado por un formato de viaje en el que el campamento base se mantenía fijo para facilitar la intendencia, y cada etapa era un recorrido diferente en formato de bucle circular con salida y llegada diaria al mismo punto: nuestro centro de operaciones, que era un camping y albergue en Noorden, ubicado al suroeste de Amsterdam, en una zona bastante habitual para la práctica de actividades al aire libre (de hecho compartimos estancia, aunque completamente separados, con un grupo que cada día realizaba sus rutas en kayaks).
 
Vista `parcial del conjunto de edificios que constituían el albergue de Noorden.

 
Aspecto del barrio y canal en el que empezábamos nuestras excursiones diariamente.

Etapa 1 (82 km)

La dinámica diaria de desayuno y puesta en marcha era holgada, porque cada día, tras el mismo o la cena, a cada grupo que le tocara, le tenía que dar tiempo de sobra para fregar la vajilla utilizada por todos. Tal turno se estructuraba con idéntica distribución de personas que se habían formado los grupos de patinaje desde el principio. A mí me asignaron al grupo B (supuestamente el segundo más rápido, aunque tal atributo no fuera exacto y además integraba más cierta resistencia a mantener intervalos más largos patinando algo ligeros que a alcanzar velocidades elevadas durante los mismos). Inicié la primera etapa dudando si tendría que cambiarme a algún grupo menos ambicioso a lo largo de ese mismo día, pero el caso es que me acoplé sin problemas a su ritmo y dinámica, de forma que permanecí en él durante todo el viaje. El primer día hacía una mañana aún fresca cuando partimos, pero prometiendo calor en un día muy despejado. La ruta sería un amplio bucle hacia el oeste (algo noroeste incluso) que pasaría cerca de Leiden e incluso La Haya, aunque en realidad centrándose en un lago interior prácticamente desecado, todo el área productivo de tulipanes y el parque nacional de las flores de primavera, que apenas se abre a los transeúntes unas semanas al año por esas fechas. Desde el inicio patinamos junto a algunos canales. Superamos varios diques, que en aquel territorio representan, junto con los pasos elevados o inferiores de los cruces de vías de comunicación, las únicas variaciones de relieve existentes mires a donde mires del horizonte circundante, pues todo el territorio es tan perfectamente plano como una mesa de billar. Durante muchos kilómetros estuvimos patinando 4 metros por debajo del nivel del mar. Nuestra guía (Antge) es una mujer entusiasta que habla un buen, fluido y rico castellano, aunque lógicamente nuestro idioma colectivo franco fuera el inglés. Desde el inicio decidí situarme a cola del grupo, posición de la que no me movía salvo si algún otro compañero rompía por detrás la continuidad del “tren”, en cuyo caso lo adelantaba para no dejar de perder las ventajas del rebufo. Disfrutamos de la vista de casitas separadas de nosotros por canales y dotadas cada una de ellas de su puente privado de acceso al jardín. Todo ello muy peculiar y diferente a lo que estoy acostumbrado a ver. También granjas pequeñas cuidadas con esmero, con los animales disfrutando del sol. Cuando llegamos al área de los tulipanes, el espectáculo resultó impactante por ser la época ideal para verlos en pleno esplendor de floración. Tulipanes ¡y lilas! que se encuentran linealmente ordenados en inmensas franjas de colores vivos saturando la superficie mediante rectángulos de flores tupidos y trazados como con tiralíneas.
A medida que avanzaba el día ya era evidente que en los Países Bajos íbamos a gozar, por lo general, de excelentes pavimentos y vías para patinar, con un asfalto suave y rápido, y por lo general, en carriles o carreteras auxiliares protegidos del tráfico motorizado general. Tan sólo al cruzar cascos urbanos nos las tendríamos que ver con aceras de baldosas o calles de ladrillos, pero sin verdaderas dificultades técnicas.

Las comidas de medio día corrían por cuenta de cada cual y para celebrarlas se elegía algún restaurante (siempre muy agradable y asequible) que hubiera por el camino. El primero previsto para todos los grupos resultó estar cerrado, por lo que nosotros nos dirigimos a otro situado en la plaza de un mercado local cuando estaba en plena actividad. Comimos bien en una terraza pero ajenos a los planes de otros grupos, tónica que se repetiría a lo largo de todo el viaje y que me pareció perfecta para ir cohesionando el grupo paulatinamente y evitar reuniones demasiado tumultuosas o reagrupamientos temporales que volvieran a provocar una tendencia al gregarismo de origen (para eso ya estaban las veladas y los desayunos).

La segunda parte de la etapa regresaba por el mencionado parque nacional y el espectáculo de las flores fue aún más impresionante que por la mañana. Al tratarse de temporada alta de visitas y de día festivo en Holanda, compartimos viales con cientos de visitantes que se desplazaban en bicicletas, ya fuera por su cuenta, en familia o en pelotones turísticos guiados. En realidad, pese a las advertencias previas recibidas, no me resultó agobiante, ni me dio sensación de peligro, es más, tenemos que reconocer que los pocos “comportamientos inesperados realizados por los visitantes” que se produjeron, la mayoría de ellos fueron causados por algunos de nuestros patinadores. La verdad es que el civismo que muestra de forma permanente toda aquella gente sobre la bicicleta y los coches me resulta impensable de ser reproducido en mí país, donde la forma inconsciente más habitual no es la de la empatía circulante, sino justo la opuesta: la de intentar aprovecharse de las dudas o calma de los demás. Hay sistemas de cruces, cedas, conexiones y desvíos allí, que aquí constituirían un verdadero peligro. En ese sentido nos queda mucho que madurar. Durante el regreso hicimos una parada corta para tomarnos un helado, ritual que ya se repetiría cada día en nuestro grupo. El resto de la etapa resultó algo más duro por tener que rematarlo patinando en contra del viento, que en Holanda no te da muchas opciones de eludirlo. Contemplamos puentes, veleros, piraguas, barcazas, etc. en una constante integración de vías terrestres y acuáticas que acercan y cruzan de forma poco habitual elementos normalmente separados en otros territorios. El último tramo se me hizo duro y algo más rápido de la cuenta, pero lo aguanté. Al llegar, nos sentamos al sol, la wi-fi casi vuelve loco a mi móvil (era mi cumpleaños) y disfrutamos de una cerveza en la calle mientras veíamos llegar a los sucesivos grupos. La ducha me resultó especialmente agradable y reparadora, antes de volver al sol y al descanso, haciendo tiempo hasta la hora de la cena, la cual resultó sabrosa, aunque un poco pobre en lo social por encontrarme con los grupos demasiado hechos.

 
Decoración (al más puro estilo tradicional holandés), de los patines de nuestro amigo Peter el primer día.

 
Tulipanes silvestres en una cuneta.

 
Espectacular aspecto de los cultivos de tulipanes en plena floración primaveral.

Etapa 2 (74 km).

¡Mucho más calor! En realidad mucho calor, y mejor asfalto inclusive, fueron las tónicas predominantes en la segunda jornada, la cual tuvo momentos inolvidables con cintas de asfalto de gran anchura, curvas, tramos arbolados y canales o ríos durante todo el día. El bucle se dirigía hacia el este y después norte en dirección Amsterdam, para regresar por varias riberas de forma aproximadamente paralela pero más al oeste. Superamos varios puentes de diversos tipos, algunos esperando a que fueran izados y arriados tras el paso de embarcaciones de recreo. También tomamos un transbordador de cable. Por la mañana patinamos por una atractiva zona residencial plagada de casas de gente pudiente de Amsterdam, estratégicamente colocadas junto al río y con tamaños, estilo y aspecto envidiables. Mi grupo, por cuestiones de adelanto de horario, eludió la visita a un casco antiguo poco practicable en patines y siguió adelante para comer algo, más avanzado el recorrido. No fue mala decisión pues volvimos a almorzar a nuestro aire y en otro sitio muy agradable y de nuevo al aire libre.

El grupo había perdido a una pareja alemana. Ella lo abandonó durante la jornada anterior al verse algo sobrepasada al cabo de varios kilómetros, y él debió decidir unírsele por acompañarla para los días sucesivos. Yo seguía generalmente cerrando el “tren” pues Philip solía patinar retrasado y separado de nosotros a cierta distancia, prefiriendo sentirse más libre de movimientos. La conversación fue más animada todo el día y también más grupal e integradora. Con el paso de las horas Philip empezó a sufrir algo de alergia, y su pareja Vincianne una lesión recurrente en un tendón de Aquiles, que finalmente la hizo tener que retirarse al coche. Aprovechando el regreso por un tramo de lo más apetecible para disfrutar del patinaje, Blanka y su pareja, calzados ambos con sus flamantes patines de tres ruedas de 125 mm de diámetro, se tomaron un tiempo de recreo acelerando por delante. Philip se sintió atraído por la propuesta y desde atrás aceleró con intensidad para irlos dando caza poco a poco. La cosa tuvo mal final porque algunas eses más adelante, nos encontramos al belga tirado sobre la hierba que separaba el asfalto del canal y a sus dos compañeros de tramo preocupados a su lado. Por lo visto al ir Blanka delante y no ver ellos un corte lateral del pavimento en el interior de la curva, cayeron al suelo, sin consecuencias para el segundo pero si, y doloridas, para el tercero. A causa de la caída, Antke (nuestra guía) se quedó acompañando al herido en un regreso pausado, mientras que los cinco supervivientes del grupo continuamos por delante hasta llegar al destino, para disfrutar de nuevo del proceso habitual de descalzarnos, liberarnos de las protecciones, ducharnos sin tumultos y esperar con una cerveza al sol la llegada del resto de los grupos. En la cena me divertí mucho al juntarnos unos cuantos “desarraigados”. Como en el chiste: “estaban un noruego, un suizo, dos ingleses y un español…”. El tiempo posterior a la cena fue especialmente agradable, ya que hacía tan buena temperatura que toda la gente salió a la calle, y se montaron bastantes tertulias aquí y allá y pude entablar conversación con bastante gente que había optado por abrir sus grupos e intercambiar relaciones más allá de sus conocidos habituales. De hecho, acabamos jugando tres partidas de Mölkky en la hierba, en la que mi equipo (y yo particularmente) quemamos una traca de la que solamente salimos honrosos ganando la última partida. Aquello fue un buen guiño de hermanamiento con el ritual anual del juego de Mölkky en el Finline.

A toro pasado, puedo decir que si bien cada día tuvo sus momentos más apasionantes y sus detalles específicos de recorrido, creo que fue precisamente la segunda etapa la que más me gustó de todas, aunque no es fácil establecer preferencias entre ellas porque cada una tuvo peculiaridades distintivas y encantos propios. Pero la combinación de paisaje con calidad de recorrido de esta segunda me parecieron inmejorables.

 
Detalle del mercado de productos locales.

 
Frecuente trajín de interacción entre barcos, bicicletas, patines, vehículos y peatones.

 
Philip, Antje y Vincianne cruzan ahora el mismo puente.

 
El grupo gozando de una vía de excelente calidad. Fondo con barco y molino.


Autorretrato con esclusa.


Tres amigos alemanes y miembros permanentes de mi grupo, patinan sobre un puente peatonal.

Etapa 3 (65 km)

Los organizadores acertaron previendo que a estas alturas una porción importante de los participantes pudieran acusar el cansancio acumulado y habían, por ello, planificado un recorrido ligeramente más corto. En esta ocasión el bucle recorrería el este (algo asurado) de la comarca. Empezamos por el campo, entendiendo por ello tierras de pasto sin edificaciones, de esas en las que las parcelas se dividen por canalizaciones de agua, y las vallas de acceso son “verjas” de rejilla en el suelo. Planicies de prados y humedales para el pasto de las vacas lecheras. El grupo se había metamorfoseado bastante, habiendo sido abandonado por la pareja belga y engrosado por un trío de alemanas de cierta edad (no las llamo mayores, sino que las equiparo conmigo), que estaban demostrado, a lo largo de todo el viaje, ser bastante “cañeras” (rápidas, competentes y resistentes). Con la nueva configuración el grupo rodó sensiblemente más rápido y por periodos más largos de patinaje, realizando menos paradas. El clima seguía siendo completamente veraniego, alcanzando de nuevo los 26 grados. El firme quizá bajó un poco en calidad general, aunque conservando unos estándares holandeses irreprochables, desde luego mejores que lo que suelo encontrar yo por casa. Recorrimos una zona de casas bonitas hasta alcanzar un pueblo precioso y muy coqueto, constituido por un conjunto de casas de ladrillo rojo cara vista, de estilo antiguo, construido en siglos pasados como núcleo anejo a un llamativo palacio. En el pueblo tomamos el café de rigor e inmediatamente después nos acercamos hasta el complejo palaciego al que accedimos a través de un foso. Después vinieron algunos tramos largos y rectos hasta que, en las inmediaciones de Utrecht, pudimos disfrutar de un rico catálogo de arquitectura contemporánea, constituido por una variadísima sucesión de casas y edificios modernos e innovadores de verdad. Con una buena muestra de diseño innovador y valiente, y no esas típicas propuestas casi uniformes de casas cúbicas blancas y acristaladas que últimamente constituyen, de modo monótono, las propuestas residenciales en España. Allí había diversidad de formas y materiales, y en algunos casos, originales maneras de integrar lo acuático. De repente accedimos a un parque muy extenso, equipado con una magnífica cinta de asfalto suave y ancho que, a lo largo de un generoso recorrido, variado y trazado con algunas curvas, hace las veces de magnífico espacio de entrenamiento ciclista y de patinaje. Durante algunos kilómetros, el trazado permite acceder a una playa interior y cruza varios postes de control de cronometraje en los que gracias a unos sensores de chips, los usuarios pueden conocer sus tiempos de paso parciales o totales. Junto a la pista encontramos un museo de restos romanos, el cual se ubicaba en un singular edificio que constituía una original propuesta de representación de un campamento militar romano, pero bajo la óptica de una arquitectura rabiosamente contemporánea. Desde luego algo interesante, atractivo y rompedor, y para nada postizo.

La elección improvisada de un lugar para comer volvió a ser acertada (en una nueva terraza). La tarde resultó dura por la digestión, el ritmo aumentado y el calor reinante. Pero fuimos constantes y sin fisuras en el grupo, hasta que llegamos a un cruce discreto y con unas pequeñas granjas rurales, en el que paramos a darnos un baño en el canal. El agua estaba tolerablemente fría y fue una maravilla poder nadar un poco. El último tramo, desde allí hasta el albergue, se hizo muy rápido. Y una vez allí, personalmente me dediqué a solucionar con mi móvil el asunto de la facturación on-line y la obtención de un archivo con mi tarjeta de embarque. Una vez conseguido me pude relajar y disfrutar de una magnífica velada de tarde-noche, con cena de barbacoa, en la que todos lo pasamos fenomenal. La comida era de lo más variada y sabrosa y la sociabilidad del colectivo al completo se disparó aún más que en días anteriores. La única pega de la jornada fue que durante el patinaje, a nivel lingüístico Alan y yo sufrimos cierto “rodillo” alemán, ya que al ser “2 contra 7” en la composición del grupo, éste tendía derivar la mayor parte de las veces, hacia la conversación en dicho idioma, dejándonos a nosotros, algo desubicados. Nada importante, especialmente para dos viajeros deportivos acostumbrados a apuntarnos en viajes internacionales colectivos, sin necesidad de acudir acompañados.

 
Vista principal del palacio.

 
Autorretrato en la zona de las caballerizas.

 
Recreación moderna de un fuerte romano.

 
Transbordador manual a manivela.

 
Granja en el camino.

Etapa 4 (43 km)

La última etapa se caracterizó, un día más, por mucho calor y algo más de viento que en días precedentes. El itinerario se trasladó hacia el oeste, en busca de la que fuera, siglos atrás, la frontera del imperio romano. Al encuentro de nuevos canales y del curso del antiguo río Rhin. Comenzamos recorriendo largos tramos de campos irrigados por zanjas cubiertas de agua, preferentemente con viento lateral. EL bucle encaró varias direcciones y nos ofreció típicas estampas de molinos de viento con función de estaciones de bombeo de agua. La parada del café se realizó en una terraza junto al río, con vistas a un puente levadizo con constante tráfico de embarcaciones de recreo. Blanka y su acompañante nos invitaron queriendo desagraviarnos por adelantado de tenerse que marchar precipitadamente una vez regresáramos al albergue. No era necesario, pero aceptamos el detalle. El idioma alemán se hizo ese día aún más omnipresente, a pesar de que el regreso de Philip al grupo incrementaba la presencia no germana. Pero yo ya andaba con el “chip” del disfrute personal de los lugares, los momentos y el propio patinaje, así que no es algo que me afectase demasiado.

Durante el regreso sufrimos varios tramos contra el viento, lo cual es algo que me favorece por ir atrás, y por reducir la velocidad del grupo. Eso recorta la diferencia de rendimiento de mis ruedas (90 mm de diámetro) frente a la generalidad de más de 100 y los 125 de la pareja germana, que conscientes de su potencial estuvieron tirando generosamente del grupo durante mucho rato todos los días. Antes de llegar, nos tomamos el último helado del viaje en un puesto itinerante italiano. Más tarde llegó la ducha, el empaquetamiento del equipaje, una rápida comida, limpieza colectiva y muchas despedidas durante la larga espera que aún nos quedó por delante a los que nos íbamos vía aeropuerto. Fue ciertamente triste ver como todo el mundo se iba marchando en sus coches (la mayoría eran ciudadanos centro-europeos que vivían en países relativamente cercanos). En cualquier caso, las despedidas fueron emotivas y hay que recalcar que los organizadores se quedaron esperando con nosotros, muy pendientes de que todo fuera bien. Puntualmente llegó el taxi furgoneta que nos habían concertado y que nos llevó hasta el aeropuerto.

 
Precioso molino con dos detalles añadidos: un barco tradicional de doble orza lateral es remolcado y lleva el palo abatido para franquear puentes; dos caballos de raza autóctona esperan.

 
El grupo patina junto a un canal lleno de barcos de recreo.

 
Foto de grupo por el camino.

Quiero destacar una vez más que la organización fue estupenda y la atención prestada por todo el colectivo que estaba detrás de esta experiencia irreprochable, cariñosa, cercana y muy amable. Con gente así da gusto apuntarse a aventuras como esta. Este trato ya lo vine percibiendo con anterioridad con sus precisos correos preparativos y con la cuidadosa gestión de nuestra llegada, que incluyó que nos fueran a buscar al aeropuerto. En ningún momento, ni antes, ni durante, ni después del viaje tuve la mínima sensación de preocupación porque quedara algún cabo suelto o pudiera encontrarme con ninguna dificultad. Respecto a los asistentes, es grato encontrarse de vez en cuando con esta comunidad internacional de patinadores viajeros. La componemos personas que, si bien nos puedan gustar también, a unos más y otros menos, las pruebas de larga de distancia de carácter deportivo, lo que está claro es que perseguimos experiencias viajeras de varios días. Por eso coincidimos muchos ex-participantes de algunas ediciones del Finline, y por ello también, la gran mayoría era gente que viene repitiendo su asistencia al Skate-Fresh desde hace años y que se apunta a iniciativas similares, las cuales casi todos olfateamos a distancia, buscando donde saciar nuestros ímpetus patinadores. Precisamente este encuentro (porque tanto como un viaje, es una especie de encuentro y concentración de aficionados) me ha servido para establecer nuevos lazos y captar chivatazos o referencias atractivas que, probablemente, en el futuro, puedan ampliar mis horizontes en esta modalidad.

 
Foto del grupo (a falta de Philip) finalizada la última etapa del viaje.

Ha sido estupendo volver a viajar. Y hacerlo deportivamente, utilizando la propulsión propia como medio de desplazamiento. Retomar una dinámica cotidiana de puesta en marcha y conquista lenta, pacífica y detallista del paisaje. Aunque no haya sido un plan que pueda considerarse verdaderamente largo en el tiempo, si ha estado cargado de vivencias, de estímulos y de acumulación de sensaciones diferentes y estimulantes. Tras mucho estudio de gabinete para alimentar mis páginas, la primavera ha hecho regresar con fuerza mis viajes. Ha merecido la pena tanta espera, pues de nuevo, en el camino, siempre acabo dándome cuenta que el viaje, como proceso deportivo, me fascina. En este caso los ingredientes sugerían algo bueno, algo muy especial: ¡patinar por Holanda! Tierra (y aguas) de patinadores amantes de la velocidad y la resistencia sobre el hielo, referencia de la movilidad sostenible y de su red viaria alternativa, y llanura, permanente llanura perfecta.