José Luís probando una de nuestras primeras bicicletas de montaña
(una MBK. En Alto Campoo, allá por el año 89-90.
Hace unos días vendimos una casa familiar. Su estado era
lamentable, con parte de las cubiertas caídas, el interior semiderruido, y todo
el conjunto abandonado a su suerte desde 1950. He de decir que no era culpa
nuestra, porque el inmueble pertenecía a un familiar cercano que se limitaba a
no perder la propiedad, pensando en traspasarla en herencia, tal como le fue
legada, aunque sin mantenerla. La casa data del año 1900 y resultaba
interesante porque en su día fue la tienda y almacén comercial de un pueblo del
curso alto del río Besaya. Se ubicaba en el barrio de la Venta Nueva, y no
descarto suponer que precisamente el apelativo de Venta Nueva le viniera dado
al barrio por las funciones de la propiedad. Aún conserva el mostrador y un
mueble de estanterías que estamos restaurando para la casa familiar del mismo
pueblo (esa sí que la conservamos y cuidamos como sede de eventos y
esparcimientos rurales). La venta ha sido debida a la necesidad. No una
necesidad desesperada por la ruina económica, sino otra relacionada con la
ruina estructural. Era un inmueble muy grande, costoso de rehabilitar y
desatendido a causa de que en la familia disfrutamos de otras opciones
habitables por la zona. Total, que la mejor opción era intentar vender antes
que asumir gastos o perder la propiedad derribando. Para nosotros siempre fue
“la tienda”, y aunque realmente nunca la disfrutamos o utilizamos, las
posibilidades de la misma eran enormes, ya que el almacén anejo daba para poder
acondicionar un salón de reunión enorme, un taller para trabajar con amplitud
en restauraciones y un piso superior donde quizás poder exponer una larga
colección de bicicletas, eso por no hablar de las imaginativas posibilidades
que se me iban ocurriendo para su patio-jardín amurallado, que con terreno en
dos terrazas descendentes hacia al río hubiera dado juego para un coqueto
jardín minimalista, una salita de invernadero y alguna cosa más. En esa casa
nació mi padre, y la casualidad, o algunos designios no interpretados, han
hecho que nos hayamos desprendido de ella a lo largo de los días en los que él
ha fallecido.
No pretendo aquí escribir un panegírico. Necesitaría el espacio
de un amplio libro para ello, y además, tengo claro que mi capacidad redactora
no estaría jamás a la altura del mérito de mi padre. Tampoco busco realizar un
ejercicio de duelo que me sirva como catarsis o excusa de desahogo. No lo
necesito, hemos sido muy afortunados en este proceso final, ya que pese a la
lógica tristeza del hecho, su guión y proceso han sido ideales, lo que cualquiera
de su amplia lista de hijos y nietos (además de mi madre) hubiéramos deseado de
antemano. Me ha dado tiempo de sobra para despedirme de él. Viéndole a menudo,
pudiéndole ayudar, homenajeándole con un documental que monté para él y hasta
mimándole en la cama durante sus últimas horas. Tal es así, que siento que me
he quedado en paz y disfruto con intensidad de sus recuerdos, de todos ellos,
desde los primeros a los últimos.
Sin embargo su partida sí que me ha hecho reflexionar
bastante sobre el sentido de la vida de las personas y el significado de
eternidad que el ser humano siempre ha tratado de desear, buscar o
racionalizar. Le pese a quien le pese, la humanidad siempre ha tenido, y sigue
teniendo un fuerte componente de espiritualidad. A lo largo de los siglos se ha
venido manifestando conformando una amplísima diversidad de religiones. Incluso
ahora, en la época de la postmodernidad, en la que el agnosticismo, ateísmo,
racionalismo, laicismo y demás posicionamientos ante las cuestiones espirituales,
son mayoría, aparecen corrientes en las que los humanos buscan oportunidades
para dar rienda suelta a sus necesidades de trascendencia vital, de sentido
cósmico y de continuidad extracorpórea o inmaterial. Las tendencias “New Age”,
el repentino posicionamiento de lo “emocional” en muchos órdenes de la vida, el
éxito comercial de los productos narrativos con altas dosis de magia,
simbolismo o eternidad (tanto en cine como en literatura); esas y otras muchas
manifestaciones sociológicas parecen justificar que para muchas personas, no
basta con lo terrenal ni con la apabullante oferta material de la sociedad de
consumo, para llenar sus vidas, ni para dotarlas de un significado suficiente.
Mi padre en ese sentido lo tuvo fácil. Supo maridar sin
fisuras su evidente mentalidad técnica y científica de ingeniero, con un
profundo sentimiento religioso (católico), ferviente y arraigado que le
acompañaría a lo largo de toda su vida, sin impedirle, por otro lado,
sorprendernos con claras y originales muestras de liberalidad de pensamiento (estaba
seducido por la innovación, tanto por la técnica como por la humanista). Por
todo ello, a medida que se aproximaba su hora, se le podía ver tranquilo, casi
hasta impaciente, mostrando una especie de aura de deber cumplido, de ciclo
vital aprovechado, de satisfacción de artesano de la vida, quién acabada su
obra, tan sólo espera descansar y no ensimismarse o alargar la misma con
retoques innecesarios. Estaba convencido de que después de esta vida, vendría
otra. Y aunque sea difícil imaginarlo, una mucho mejor. De otro nivel, otra
dimensión. Algo clave en los fundamentos del cristianismo.
Pero dejando aparte las creencias de mi padre, tal y como he
señalado, estos días he tenido muchos momentos de reflexión personal y me ha
dado por encontrar (que no buscar) diferentes formas en las que entiendo que mi
padre va a ser eterno. Comenzaré por una perspectiva biológica. Todos llevamos
mucho de nuestro padre en nuestros genes: aspectos de su forma de ser, muchos
atributos fisiológicos, características físicas, etc. Un ejemplo de ello es el
enorme parecido de uno de mis hermanos con él (como dos gotas de agua). La
“carga” genética de mi padre proviene de la herencia, de la transmisión de
todos sus antepasados. Él fue una acertada integración y combinación de la
misma que lleva camino de perdurar y eternizarse a través de sus seis hijos y
los sucesivos descendientes de los mismos (en la actualidad ya 14), enriquecida
en este caso por la de mi madre. La evolución del ser humano se basa en este
sistema de transmisión y de supervivencia temporal de los orígenes genéticos.
En su caso, la difusión ha sido extensiva, lo cual nos permite aventurar que al
menos, a medio plazo, mi padre, muchas de sus características y esencia
biológica, van a estar presentes en este mundo de forma extendida y
amplificada.
Desde una perspectiva de constructivismo humano, su legado
se me antoja tanto o más potente que el anterior. Siempre alegó que sus
inversiones (temporales y dinerarias) se empleaban en la educación de sus
hijos, familiar y académica. Por tal motivo, la educación que nos inculcó actualmente
regula, ordena, cuida y sostiene territorios públicos, bosques, ríos y
montañas; está pendiente de la salud de las personas; educa a su vez a
sucesivas promociones estudiantiles y mantiene una intensa actividad social,
comercial y deportiva con miles de personas. Trataré de explicarme mejor.
Ignoro lo que sucederá en otros casos, pero en el nuestro, tanto mis hermanos
como yo, somos un “producto educativo” que, sin quitar mérito a otros agentes
participantes en el proceso, se fundamenta profundamente en muchos de los
principios (¡y detalles!) de lo que fue mi padre en vida. Lo cual significa que
a día de hoy, en nuestra forma de actuar, de relacionarnos, de comportarnos, de
trabajar, de crear y de educar a nuestros hijos, mi padre sigue plenamente
“vigente”. Del éxito que consigamos en aquello último, dependerá que esa
vigencia siga viva en futuras generaciones. Y todo ello se plasma ahora mismo
en nuestras familias y desempeños profesionales.
Una de las cualidades que lo caracterizaban era una
extraordinaria habilidad manual e ingenio práctico para los mecanismos y el
tratamiento de materiales como la madera, el metal, etc. De pequeño se fabricó
sus propios juguetes y a lo largo de toda su vida no paró de acometer
“chapuzas” que solía resolver con eficacia, ingenio y gran calidad de acabado.
Frutos de todo ello permanecen funcionando a día de hoy por las diferentes
casas familiares e incluso en algunos objetos emblemáticos. Esa capacidad
“fabricante o reparadora” tuvo su lógico paralelismo en el ámbito de su
desempeño laboral, lo cual ha hecho que algunas instalaciones industriales,
mecanismos, etc. se mantengan aún funcionando o rindiendo. Como todo lo
material, este legado no será tan duradero como algunos de los otros
mencionados, pero ya que existe, no está de más recordarlo. A veces, las cosas,
cuando las tocas, las ves o las hueles, hacen más presente a su creador,
reformador o reparador, que los recuerdos racionales.
Y hablando de recuerdos, ha llegado la hora de incluirlos en
este inventario de permanencia de mi padre. Empecemos diciendo que, a juzgar
por la respuesta mostrada por la gente durante su enfermedad, actos fúnebres y
jornadas posteriores, no me cabe la menor duda de que va a ser recordado por
muchísimas personas. Esto significa que su vida o detalles de la misma, van a
perdurar en sus mentes y memoria. El almacén de anécdotas, historias,
situaciones… parece inagotable. Cuando nos encontramos con alguien que lo
conoció puede fácilmente sorprendernos con algún relato completamente
desconocido para nosotros, de modo que, aún presencialmente desparecido, su
vida nos sigue aportando contenido, en ocasiones completamente nuevo. Los
recuerdos son un fenómeno curioso y complejo para el ser humano. Personalmente
siempre han tenido mucha fuerza e importancia a lo largo de mi vida. Son uno de
los “sistemas de referencia” que más estabilidad me dan, me “recuerdo” a mí
mismo muy apegado a ellos desde siempre, aunque de forma natural y sin pretenderlo.
Ahora además, se van convirtiendo poco a poco en un componente fundamental e
importante de mi vida, un patrimonio rico y basto que me gusta cultivar, cuidar
y ampliar. Quizás me esté volviendo viejo, pero el caso es que desde hace
algunos años, dedico parte de mi tiempo a indagar, a preguntar, a escuchar,
leer y buscar recuerdos relacionados con mi vida. No sólo familiares, también
laborales, institucionales, deportivos, etc. No creo que sea ni nostalgia ni
retiro, si alguien duda de mi capacidad
para entretenerme, abordar retos nuevos, o embarcarme en aventuras de
toda índole no tiene más que repasar el blog desde el principio o conocerme un
poco más en otros muchos ámbitos. Más bien lo achaco a que tras disfrutar toda
la vida de su utilización, la madurez me está ayudando a revalorizarlos,
considerándolos como un elemento clave de la riqueza de mi existencia humana.
Los recuerdos hacen que todas las experiencias y vidas anteriores, de las
diferentes personas que he conocido, me han precedido o han participado en la
configuración de mi existencia, se integren de forma consiente en la percepción
y conocimiento que tengo de la misma. Sin duda mi padre ha sido una de las más
influyentes, por lo que se hace presente en una enorme cantidad de ellos y con
especial intensidad. En ocasiones olvidamos que la humanidad ha basado parte de
su progresión, desarrollo o evolución, en los recuerdos. Estos han conformado
el bloque preferente de su cuerpo de sabiduría. Ya fuera a través de la
transmisión narrativa oral o escrita, los mitos, las leyendas, las tradiciones…
los archivos, las publicaciones… los informativos, los datos… el ser humano
siempre anda pendiente de vincular el pasado con el presente, de no olvidar, de
recordar. Lo que se recuerda perdura, se mantiene y actúa como influencia. Esto
es algo que se da tanto a nivel colectivo (de civilización, cultura o
sociedad), como individual (de la persona). Y ello parece pues demostrar, una
vez más, aunque de otro modo, que mi padre, por la intensidad de recuerdos
generados a lo largo de su vida en otros, y por la cantidad de gente sobre la
que los impregnó, va a trascender durante largo tiempo.
Para alejarme un poco de tanto pensamiento abstracto, quiero
cerrar esta entrada con algunos recuerdos ciclistas concretos. De mi padre, y
de una tía a la que jamás llegué a ver montada en bicicleta. Empezaré por una
anécdota de ella. Aida era una de los ocho descendientes de mi abuela materna.
En aquel entonces, años de postguerra, y en el entorno rural de la cuenca alta
del mencionado río Besaya, la economía familiar se basaba en un aprovechamiento
minucioso, acompasado con los cambios estacionales y diverso, de las diferentes
posibilidades que río, campo, montaña, bosques y ganado podían ofrecer. Lo
mismo se mantenían colmenas que se recogían avellanas silvestres, se pescaba
alguna trucha y se criaban vacas u ovejas para producir leche o comer carne. En
cualquier familia, y más en una tan numerosa como aquella, a los menores les
tocaba trabajar y colaborar a tope, independientemente de que tuvieran que
dedicarse a estudiar. En tales circunstancias mi tía Aida era una gran usuaria
de la bicicleta. Debía de moverse bastante por la comarca, y tanto
desplazamiento lo solucionaba caminando (en el caso del monte), a caballo o en
carro (cuando requería transportar carga) o en bicicleta si implicaba ir por la
carretera. En cierta ocasión se dirigía a Molledo (pueblo en el que Miguel
Delibes ubica alguna de sus historias “ciclistas” y muchas narraciones de su
infancia), con 15 kg de quesos de oveja en el trasportín, con la intención de
venderlos por encargo de mi abuela. Aprovechando el desnivel a favor
proporcionado por la serpenteante carretera de las Hoces (la antigua),
pedaleaba a bastante velocidad. El peso suplementario, la pendiente y la
motivación extra proporcionada por el temor a que los “maquis”, con Juanín a la
cabeza, la interceptasen, favorecían un descenso rápido y ligero. Tanto, que a
la altura de la presa del Parbayón, se saltó un control de la Guardia Civil. ¡Tiempos
aquellos en los que una bicicleta de paseo lanzada resultaba un vehículo eficaz
para incluso huir de la policía! El caso es que tal y como reza el dicho, “la
policía no es tonta…” Y en Molledo ya estaba otro pequeño destacamento
esperándola con la barrera del ferrocarril bajada. Allí tuvo que convencerlos
de que no había visto el “alto” emitido por sus compañeros, y de que los quesos
que transportaba eran de oveja. Por aquel entonces estaba prohibido elaborar
queso con leche de vaca (cuestión de la necesidad y el racionamiento). El
asunto no pasó a mayores, aunque no evitó una posterior visita de la
“benemérita” a la casa de mis abuelos para asegurarse de que se cumplían las
ordenanzas en lo relativo a la elaboración de los quesos.
Con respecto a mi padre, no sólo fue un pertinaz usuario de
bicicleta en su juventud y primera etapa adulta, sino que sentía cierta
debilidad por su concepto y un gran respeto y reverencia por su eficacia
técnica y versatilidad. Aunque de mayor nunca volvió a tener ninguna, siempre
se mantuvo atento a la evolución de las nuestras y a las anécdotas que de su
disfrute pudieran surgir. También mantuvo cierto interés por las Grandes
Vueltas, algo destacable para una persona que, salvo en sus últimos años de
vida, vivió siempre al margen de acontecimientos deportivos ajenos. Finalizados
sus estudios de ingeniería, pasó una temporada en Rotterdam (una especie de
primitivo Erasmus), donde siempre cuenta que lo alojaron en una pensión en la
que disfrutaba de cama, baño, comidas y bicicleta. Durante años y años nos
ilustró sobre el inteligente y cívico uso que de dicha máquina hacía aquella
sociedad tan avanzada. En cualquier caso, fiel a su austeridad natural,
convencida y permanente, en realidad sólo llegó a poseer una bicicleta en toda
su vida (lamentablemente desaparecida hace ya muchos años). Se la compraron
cuando tenía 13 o 14 años. Más como un medio de transporte y autonomía personal
que como un juguete o entretenimiento deportivo. Fue una buena compra, con
criterio casi empresarial, una inversión de futuro por parte de mis abuelos. Se
trataba de una GAC negra (en 1943 aproximadamente), de caballero, con frenos de
varillas y ¡cambio de tres coronas! (18
– 20 -25). Con esa bici disfrutó de sus correrías juveniles (pescar y bañarse
en el río), realizó cientos de recados por la comarca y mantuvo un largo
noviazgo con mi madre, que vivía en un pueblo vecino. Uno de los mayores retos
era cuando tenía que subir a Aguayo, por una carretera que en aquel entonces no
estaba asfaltada. Se trata de un ascenso de unos 3 kilómetros, con una
pendiente sostenida que resulta bastante dura, incluso cuando ahora la realizas
con bicicleta de corredor. Nada imposible para un joven motivado… creo que ya
sé de dónde le vino su proverbial fuerza en las piernas que le permitió
disfrutar del esquí alpino hasta los 82 años. Siendo ya padre de familia y
viviendo en Los Corrales de Buelna, siguió utilizando la bicicleta para ir a
trabajar, en plan paseo urbano, hasta que con el paso de los años, la
chavalería procedente de su propia prole y otros allegados se encargaron de
hacerla desaparecer.
En definitiva recuerdos, experiencias pasadas que la
tradición familiar revive de vez en cuando, haciendo circular las imágenes y
acciones de mi padre entre los presentes, de manera que formen parte de sus
vidas actuales, sobrevivan al tiempo y aporten, aunque de modo modesto, alguna
influencia sobre el devenir de todos nosotros.
José, me maravilla tu capacidad de encontrar tiempo para escribir y hacerlo tan bien. No sabía yo esta anécdota de la tía Aida.
ResponderEliminarMuchas gracias
Gracias a ti por sacar tiempo para leer mis entradas. La verdad es que me gusta cada vez más escribir, y poder combinarlo con aficiones, viajes, reflexiones, etc. La anécdota me la contó la propia protagonista en la última visita que la hicimos con los niños, poco antes de que falleciera.
ResponderEliminarUn abrazo.