viernes, 20 de junio de 2014

22. RETRO RONDE 2014 (El Tour de Flandes Retro)




Antes de empezar el relato de viaje de este evento, hay que aclarar algo importante. Tan importante que desde mi modesto punto de vista, la propia organización del evento alcanzaría quizás mayores cotas de participación ¡aún! (especialmente internacional) en el mismo, si lo que voy a explicar figurara de forma más explícita en la denominación de la prueba. La Retro Ronde, no es, ni más ni menos, que el Tour de Flandes Retro, hecho del que no te enteras hasta que llevas allí algún tiempo y empiezas a interpretar las referencias y denominaciones de ambos eventos en flamenco. Resulta que el mundialmente conocido Tour de Flandes (una de las clásicas “monumento” más famosas del mundo), en el idioma local se llama “Ronde van Vlaanderem”, y la “nuestra” es precisamente la Ronde Retro (Retro Ronde), en definitiva: el Tour de Flandes Retro, ni más ni menos. Debido a mi lentitud de entendederas y a mis escasísimas dotes políglotas yo he tardado más de un año en enterarme. E igual que a mí le puede pasar a centenares de aficionados. Y teniendo en cuenta que tanto el ciclismo deportivo normal, como el retro, son fenómenos con altas cargas de fetichismo, creo que si para los aficionados no belgas, esto quedara más claro desde el primer momento, habría algunos cuantos más que seguramente pondrían mucho más empeño e interés en acudir a esta fantástica cita ciclista.


Dicho esto, voy a aprovechar para añadir una segunda reflexión que no tiene que ver con la marcha en sí, sino con el devenir de mi temporada de este año. Haciendo balance, entre patines, marchas retro y concentraciones de bicis antiguas, esta temporada llevo ya seis actividades con sus correspondientes desplazamientos. Y contra todo pronóstico, casi al contrario que el año pasado, hasta la Retro Ronde, en todas las anteriores había tenido compañía allegada o conocida, de forma que este viaje iba a ser la primera ocasión de la temporada en la que volvería a reencontrarme con el antiguo hábito de viajar y participar en solitario. Pues de eso nada monada. La ida y vuelta si que las hice a solas, pero desde la primera mañana allí, hasta la alargada despedida del evento, formé parte de un divertidísimo trío de amigos españoles ya asiduos a los eventos clásicos, que nos habíamos encontrado apenas dos semanas antes en La Histórica soriana. Mis compañeros ciclistas en esta ocasión han sido Javier (de San Sebastián) reconocible para muchos por un maillot de Suiza, con quien ya entablé buen contacto en Abejar; y Martín (Burgalés afincado en Madrid) a quién precisamente había conocido también en La Histórica cuando le pedía un autógrafo sobre una foto a Enrique Aja. Su sorpresivo encuentro aquí resultó una de esas casualidades que la vida nos depara y que cual regalo de incalculable valor, enriquece una experiencia ya de por sí atractiva y singular, convirtiéndola en un referente imborrable de la memoria. Desde aquí saludo a mis compañeros de fin de semana y les mando un abrazo público, renovado y sereno, sin el artificio o las dudas que pudieran generar los que nos diéramos allí, aleteados por los efectos de las cervezas belgas.

 Martín, José y Javier.


El viernes de viaje no tiene mucha historia que contar. El vuelo me permitía llegar al aeropuerto de Bilbao con tiempo de sobra. Las esperas, trámites y traslados me resultaron muy aburridos y hasta soporíferos en algunos episodios. En Bruselas me dieron un coche bastante majo, algo mejor de lo que había reservado. Y pese a que con él apenas habré circulado unos 160 km en todo el fin de semana, hubiera disfrutado bastante de su conducción de no ser porque el traslado de ida y vuelta desde el aeropuerto hasta mi destino fue un atasco y retención permanente en la autovía y una lentitud y pesadez de circulación exasperantes por las carreteras locales. Lo de Bruselas (sus circunvalaciones) es un auténtico nudo de autovías que parece haberse convertido en un nodo clave de la red total de comunicaciones europeas por carretera. Hay infinidad de cruces, lazos, puentes, viaductos y bucles. Sin embargo todos ellos llenos de un denso tráfico que provocan una retención constante (más si cabe al inicio y final de un fin de semana veraniego). El problema se agrava y se traslada al resto del país, porque nos encontramos en una nación muy pequeña en cuanto a extensión, pero bastante poblada, en la que además es costumbre y tendencia social en vivir en “el campo” y trabajar en las cercanas ciudades. Así pues el campo está superpoblado y la movilidad cotidiana, basada fundamentalmente en el automóvil, colapsada. Es una pena ya que en este caso, la natural tendencia de la población belga a utilizar la bicicleta como medio de transporte para los trayectos cortos, no alcanza a cubrir las necesidades de desplazamientos medios que la distribución demográfica planteada exige, y acaban sufriendo un tráfico automovilístico tanto o más pesado que en muchas de nuestras ciudades o comarcas.

Tampoco le hacemos ascos a la innovación ciclista.

Pese a todo, y pese a que me hospedaba en un albergue juvenil de campo, separado de cualquier población, el GPS de mi flamante utilitario de tamaño medio me llevó a la primera a mi destino. Allí me encontré con un enorme edificio pensado para campañas o colonias de verano, como único huésped, algo que facilita la comodidad al no tener que compartir habitación. Sin embargo, tanto en los espacios exteriores como en las estancias compartidas, esa tarde-noche había organizado un tremendo fiestón con barbacoas, que acabó en discoteca nocturna. Todos eran personas adultas en edad de desempeño laboral. Es más, daba la impresión de ser una fiesta de final de temporada de alguna empresa. Muchas más mujeres que hombres. Ellos, salvo los más jóvenes, más bien desarreglados o poco formalmente ataviados. Ellas, al contrario, todas con vestidos de fiesta, zapatos o sandalias de tacón y luciendo mucho, bastante o algo, sus diversas piernas con pinta de recién depiladas. Entre la fase de tarde de aquella reunión, y la de noche, me dio tiempo de instalarme y de irme al pueblo más cercano a cenar comida griega en una terraza mientras me entretenía con el deambular de viernes-noche de un vecindario de clase media-baja y apariencia… digamos que ajena a la capital. A mi regreso al albergue el bailongo ya empezaba su apogeo y mi segunda cerveza local me acompañó mientras disfrutaba de una observación “sociológica” (al estilo del “mentalista”) de la reunión, camuflado entre la gente. Aunque ese final estuvo entretenido, el viaje en sí no fue muy agradable entre la vida de aeropuertos, los atascos y todo lo demás. Por si fuera poco, cuando al rato de llegar fui a montar la bicicleta y dejarla preparada para el día siguiente, me encontré con la desagradable sorpresa de que la rueda trasera no entraba en su sitio porque me habían doblado de forma casi imperceptible un tirante del triángulo trasero del cuadro. Cada vez me gusta menos viajar con la bicicleta en avión. Me estresa, se hace incómodo cargar con la bolsa (aunque me voy organizando progresivamente mejor con los carritos y enlaces), en cada aeropuerto su facturación o recogida puede variar… y encima tienes siempre la incertidumbre de ver en qué condiciones te aparece. Creo que no voy a viajar mucho más con ellas. En cualquier caso, cuando te pasa algo así, lo único que hay que hacer es no llevarse un mal trago o desesperarse, es mejor tomárselo con calma, estudiar la situación y optar por la solución que te arregle el viaje. En este caso fue sencilla: una buena posición de agarre, fuerza y tiento para volver a enderezar el tirante a mano. Es lo que tienen las bicicletas de acero, y más mi Razesa que no se inmuta por las heridas de guerra, pues porta en sí misma una estética de historial batallador y difícil trabajo para cualquier antropólogo de la bicicleta que quisiera interpretar su biografía. El caso es que montadas e hinchadas las ruedas, enroscados los pedales y enderezada una maneta del freno. La bici estaba lista y descansó en el coche hasta la jornada siguiente.

El sábado por la mañana llegué con tiempo de sobra a Oudenaarde (pequeña ciudad sede de la Retro Ronde (RR)). Había dispuestos varios aparcamientos cómodos y muy cercanos al centro. Mi trayecto desde el albergue hasta allí era de 15 km, los primeros de los cuales discurrían por unas preciosas carreteras de bosque muy estrechas. Nada más llegar formalicé mi inscripción recogiendo dorsales, carnet de ruta, etc. Volví al coche a cambiarme, probé un poco la bicicleta y me fui al espacio de salida y llegada porque ese sábado había organizada una ruta corta (25 km) para ir a conocer dos de los muros de pavés más famosos de toda Bélgica: el Peterberg y el Koppenberg, ambos habituales momentos clave en el Tour de Flandes. La verdad es que éramos pocos lo que habíamos optado por añadir esta parte del programa a nuestra participación, lo cual significaba que la mayor parte del pelotón del día siguiente serían probablemente ciclistas provenientes de entornos cercanos. El caso es que estando allí preparado me encontré por sorpresa con Javier y nos colocamos en la fila de inicio de la ruta dispuestos a disfrutarla juntos, así como todo el resto del fin de semana. Y así estábamos, dale que te pego a la puesta al día (fue en ese momento cuando me enteré de la que habían liado la víspera anterior nuestros futbolistas, tan laureados, tan endiosados, tan…), cuando el presentador de la RR nos preguntó con el micrófono que de dónde veníamos, y al comentarle que de España nos indicó que lo mismo que aquel ciclista del Mapei colocado cinco metros más adelante. ¡Era Martín! Y la pareja se convirtió en trío, lo cual no vendría mal aquí en Flandes, histórico territorio hostil para los hispanos y más de cara a compartir la vergüenza que, asumida o no por nosotros, nuestros “hiperasalariados” miembros de “la roja”, habían puesto en bandeja para que el resto del pelotón, en especial los numerosísimos holandeses presentes, pudiera cachondearse de nosotros. Menos mal que entre los ciclistas, emocionados con el reverente destino de la ocasión y centrados en la admiración de las máquinas, el fútbol queda completamente arrinconado. Por cierto que dos jóvenes locales, un chico y una chica, me reconocieron un año después de haber coincidido en la In Velo Veritas.


El aperitivo del sábado nos pareció una excelente idea porque sirve de calentamiento en la jornada de descanso previa, y sobre todo, porque nos permitía probar las bicicletas después de un viaje (en el caso de la mía resultaba especialmente conveniente tras el percance detectado). Durante varios kilómetros rodamos tranquilos por un carril bici pegado a un río por el que navegaba alguna barcaza de transporte. Aquello recordaba mucho a su país vecino Holanda. El día era agradable para ir de corto sin pasar mucho calor. El grupo, que era pequeño, iba muy deshilachado, formándose pequeños subgrupos que salpicábamos el recorrido y seguíamos las flechas indicativas de la ruta (buen entrenamiento de la atención para el día siguiente). Tras llanear un buen rato, dejamos la ribera y nos adentramos en una zona de granjas y colinas muy suaves, entre las que se esconden carrerillas muy estrechas y entretenidas. Se suceden las curvas ciegas y, cuando menos te lo esperas, en un ángulo de 90 grados, una indicación te planta delante de un muro de pavés. Bienvenidos al Paterburg, una cuesta recta con mucha o muchísima inclinación según los tramos. Hasta un 20% en el punto máximo. Como te haya pillado sin anticipar el cambio lo llevas crudo. La dificultad se solventa gracias a que la subida es corta, casi todas ellas rondan el kilómetro, ya sea por debajo o por encima, y como se ve que no tienen montañas, los trazados no se andan con chiquitas y suben directos a los altos, sin curvas. Una vez arriba, parada para fotos y un sencillo avituallamiento. La mañana va siendo más y más soleada y tras la primer “Flanders experience” el buen humor se cataliza. El Koppenberg llega poco después. Resulta bastante más duro porque, aunque no te pilla tan de sorpresa (vas aprendiendo a “olerlos”), es bastante más largo y el final engaña y te traiciona con un segundo muro dentro del muro. Por si fuera poco, entre los adoquines ha crecido el verdín y la hierba, lo cual hace pensar lo complicado que tiene que resultar esto en invierno y en mojado, si ya la rueda patina bastante cuando te levantas sobre los pedales con el firme seco. Para empaparnos de espíritu clásico probamos de todo y alternamos subiendo a ratos por el centro de la calzada y en ocasiones por los laterales, mucho menos rugosos, cuando están limpios de maleza. Seguimos el ejemplo de los profesionales en televisión. La visita merece la pena: experimentar estos muros e imaginar después lo que tiene que suponer recorrerlos con más de 100 o 200 km en las piernas, en abril, en ocasiones con clima infernal, a cañón y peleando en una carrera de un día, en la que nadie se reserva para mañana y todos quieren ganar. En el segundo no me pude resistir y para resarcirnos del fútbol, aprovechando que superábamos a la mayoría de los que rodaban en ese momento junto a nosotros, solté unos “venga” y “vamos” que claramente son lenguaje ciclista internacionalmente asumido para los momentos de máxima dureza cuesta arriba. Los coros no se hicieron esperar.

 Martín pedalenado por la ribera.

 Coronando el Peterberg.


La ruta terminaba con un regreso muy breve hasta el punto de partida. Allí nos fuimos a cambiar de ropa y a guardar las bicis, para reunirnos unos minutos después en el mercadillo de ropa y recambios ciclistas. Por cierto bastante variedad y muchos mejores precios que en otros eventos en los que claramente se suben a la parra. Y sino que se le digan a Javier, que entre que viajaba en su propio coche, y le tientan especialmente esas cosas, no se cortó a la hora de comprar. Quién esté libre de pecado que tire la primera piedra, yo me he traído un cortavientos retro de un equipo local de Odenaarde.


Detalle de mi nuevo cortavientos clásico: "Pinturas - empresa registrada
CAMERLINCKX, Oddenaarde".

Del mercado pasamos al CRVV (Centrum Ronde van Vlaanderem), que es un museo sobre la carrera del Tour de Flandes. La visita es entretenida. Primero hay un documental muy vistoso, después una serie de salas con mucha información y casi todo el contenido plasmado en infografías murales. Dominan los datos y el material documental gráfico. En lo que se refiere a bicicletas y material, la cosa se queda bastante más corta. No es un museo espectacular, pero la visita es agradable, ilustrativa y no cansa. En esta ocasión una “divinidad” brilla con luz propia sobre las demás: Fabián Cancellara. No sabemos muy bien si porque los flamencos están rendidos ante el espectáculo de su potencia de pedaleo o porque se trata del más reciente ganador de su prueba y por tanto le homenajean durante el año en curso. En cualquier caso el chaval ha ganado ya tres veces la carrera, y en concreto las dos últimas ediciones de forma consecutiva. Su destacada presencia es obligada, los belgas no parecen pues tan “chauvinistas” como sus vecinos galos. El museo, como casi todos hoy en día, te despide con una tienda, en la que me agencié un par de gorras de las de antes.

Con tanto trajín, ocupación y entretenimiento “religioso” alcanzamos una hora de comer avanzada incluso para el horario español y lo hacemos en un local de comida rápida con vistas a la amplísima plaza central de la ciudad, en la que está vallado el circuito para la celebración de los critériums de la tarde. Comimos bien y disfrutamos de las consabidas Jupiler.

Como el fin de semana ha sido una tertulia permanente entre los tres, cuando salimos a la soleada calle, las primeras eliminatorias del critérium ya se habían celebrado. La tarde estaba organizada con carreras de participación abierta en modalidades de bicicletas de cambios, piñón libre de una única velocidad, piñón fijo y velocípedos. Analizándolas en orden diverso hay que decir que velocípedos únicamente había tres, una anécdota comparado con lo que el año pasado vi en Marmande; poco de piñón fijo, con una resolución de carrera muy temprana que redujo la emoción de la serie; y algo parecido con las de desarrollo único. El verdadero interés estaba en las dos nutridas clasificatorias de bicicletas con cambios, con desenlaces emocionantes hasta el último paso por línea de meta (10 vueltas a un circuito que debía rondar el kilómetro de desarrollo, tenía muchas curvas e incluía pavés urbano en la mayor parte de su trayecto). Para la final pasaban unos cuantos de cada semifinal (unos 10 o 12), conformando un grupo de unos 20 o 25 corredores de todas las edades, pero con oficio. En cada carrera nosotros jugábamos a adivinar ganadores y demostramos tener bastante ojo. Entre nuestros favoritos estaban “Panasonic” y “Fignon”. Cualquiera con tal de que no ganara “Alfa Romeo”, un veterano, excelente rodador, pero que parecía tener “poderes especiales” para su edad, además de llevar demasiada modernidad camuflada en su supuesta bicicleta retro. Finalmente la carrera definitiva la dominaba con bastante solvencia un “Seven-Eleven” hasta que se le aflojó un buje a dos vueltas del final. “Alfa” y “Fignon” pugnaban por la cabeza en la última vuelta, mientras que “Panasonic” iba a su rueda atento a cualquier hueco. En el único tramo no visible desde meta algo pasó, porque “Panasonic” llegó a meta con clara diferencia sobre “Alfa”, mientras que “Fignon” aparecía con una rueda pinchada.



A media tarde tomamos un café en la plaza y después nos instalamos en el animado bar del museo, el cual está totalmente ambientado con motivos ciclistas y lleno de participantes, organizadores y simpatizantes del evento. La mayoría completa o parcialmente ataviados de ciclistas o aficionados de muy diferentes épocas. Las cervezas de diferentes sabores y densidades de color nos fueron refrescando el resto del día. Fue una jornada muy completa y agradable que finalizó con una hamburguesa como cena, antes de regresar al albergue para descansar tranquilo de cara a la jornada clave.

El domingo era el gran día. Una vez preparado desayuné en el albergue rodeado de ciclistas veteranos de una peña moderna que nada tenía que ver con nuestra cita retro. Eso es porque toda la comarca está llena de rutas ciclistas señalizadas que recrean los pasos míticos de las clásicas belgas. De hecho, el museo vende mapas específicos con tales rutas marcadas. Fui con tiempo para intentar aparcar bien, cosa que logré sin problemas pese a que a medio camino me “echaron” de mi ruta habitual con el coche porque había una multitudinaria marcha de caminantes por la zona. El GPS fue recalculando con agilidad para hacerme llegar al destino sin contratiempos. Me tomé un café mientras esperaba a mis compañeros y me acerqué al control de firmas, que para los organizadores aquí es algo tradicional y rutinario (antes de empezar y al finalizar la ruta). Ya con ellos nos hicimos unas fotos posando en un set preparado para ello con un paisaje pintado. El día estaba raro, con temperatura agradable aunque fresca y cielo cubierto. Me cambié de abrigo varias veces e incluso justo al salir nos llovizno casi imperceptiblemente unos minutos. Nada serio, la jornada pronto se mantuvo fiel al pronóstico de buena temperatura y sol.

 El sujeto lleva una bicicleta desmontable que utilizaban
los paracaidistas británicos (la fabricaba BSA).


La ruta comienza con un callejeo masivo por la ciudad. Debíamos de ser unos 800 ciclistas recorriendo tres rutas de longitudes diferentes, aunque coincidentes dos de ellas, al inicio, final y  a lo largo de bastantes tramos intermedios. La nuestra eran 100 km de constantes recortes, desvíos y rodeos pequeños alrededor de Oudenaarde, tal y como hace siempre la prueba profesional. Eso lo diseñan así para acumular kilometraje en un país tan pequeño, para aprovechar las escasas pequeñas ascensiones disponibles y para poder construir recorridos muy exigentes y atractivos de paisaje campestre, evitando ciudades. El rodeo (que sobre el mapa podría recordar un poquito al planteamiento geográfico del Td3), rotaba en el sentido de las agujas del reloj: este, sur, oeste, norte, este. Por las calles íbamos emocionados entre las fachadas belgas de media altura, estrechas, apiladas y en algunos casos con esos recortes escalonados tan característicos en sus aleros. Aunque por otro lado deseando que el pelotón se estirase porque tenías gente por todas partes y no era fácil mantenernos juntos. Eso llegó muy pronto, pues pasada la ribera apareció el primer muro de pavés, selectivo y rompedor. Ya allí nos quitamos mucha gente de alrededor. Además, poco después, los de la ruta larga nos desviábamos, pasando a ser ya bastantes menos y muy esparcidos. Ni que decir tiene que aunque la idea inicial de Martín había sido la de apuntarse a la de 70 km, tras un día entero con nosotros, quedó totalmente persuadido de acometer la de 100. Estoy convencido de que no se arrepiente de nada, ya que la superó con autoridad y de esa manera se “llevó” para siempre en el recuerdo, más “trozo” del Flandes ciclista. Todo el corrido era campo, granjas y poblaciones muy pequeñas. Constaba de 19 cuestas (no se pueden llamar puertos) distinguibles, que acumulaban un total de 1275 m de desnivel, lo cual es francamente poco, aunque algunas de ellas eran de pendiente más que considerable. El recorrido estaba perfectamente señalizado, pero exigía muchísima concentración con el constante encuentro de desvíos y giros en ángulo. Además era fácil seguir la inercia de una carretera estrecha saltándote por ejemplo un camino de tierra que hubiera que tomar. En total se recorrían 8 km de pavés, pero divididos en 18 tramos de los cuales 6 eran en formato de muro (en cuesta). Aunque todo hay que decirlo, estando bien de piernas casi es preferible subir por los adoquines que llanear por ellos y, desde luego,  que descenderlos. Los avituallamientos (cuatro paradas formales, aunque hubo algunos pequeños puestos estratégicos más), fueron  muy básicos comparados con otros eventos vividos, pero siempre enclavados en granjas, patios o caballerizas singulares de enorme atractivo. Muy organizados, con sentido de paso incluido para que los ciclistas no nos molestásemos unos a otros. Se echaron de menos bebidas más clásicas (aunque siempre hubo agua), en vez de esas a base de polvos o siropes rebajados. Sin embargo fue muy agradable poder emular a Bahamontes disfrutando de un helado hacia la parte final y comerse unas fresas exquisitas pasado el ecuador de la prueba.


 Austin Healey

Como Bahamontes

Para mí las partes más bonitas del recorrido fueron el primer y cuarto cuartos. Aunque por en medio, las granjas y el paisaje campestre no desmerecía. La mayor parte del ganado era bovino, casi todo de la raza “azul belga”, que es como si las frisonas hubieran hecho culturismo, echado culo y aclarado su color jaspeándolo con legía. Es ganado de carne y lo reconocí muy pronto porque hace años vivíamos  en una granja que tenía un ejemplar de esa raza. El resto, unas pocas ovejas negras y muchos caballos: ardenés de tiro y magníficos ejemplares de silla. Apenas tuvimos carreteras de tráfico, sólo escasos metros de enlace, lo mismo que los contados cruces con tráfico perceptible. El resto de cruces estaban todos “blindados” por eficaces voluntarios y los carriles, carreterillas, pistas, callejones, etc. prácticamente vacíos. Es más, con lo que más había que tener cuidado era al cruzarse con ciclistas inesperados y ajenos al evento, circulando en sentido contrario. En las paradas nos encontrábamos casi siempre a los mismos. Por ejemplo al “padre” de Martín, con su mismo maillot, sus barbas, su agradable y entusiasta talante “de familia” y algunas décadas más. Entre los complementos retro nos acompañaron algunos vehículos Volkswagen añejos y varios tractores “vintage” no programados pero de aspecto flamante. Se ve que el buen gusto de los granjeros locales incluye valorar y mimar sus tesoros mecánicos.

 Javier en un muro (foto Martín)

 Martín con "su padrastro"


Cerca del final hubo unos tramos de hierba deliciosos. Uno de unos 40 cm de anchura, y otro más abierto. Funcionan porque tienen un lecho estrecho de hormigón para que no se embarren en invierno y la pese a que la vegetación amenaza con comérselos casi enteros, las ruedas pueden rodar con suavidad sobre ellos. Nuestro ritmo fue muy tranquilo y cómodo. En ocasiones nos separábamos algunos metros o entablábamos conversación individualmente con otros ciclistas, pero de vez en cuando nos esperábamos para reagruparnos. Hicimos todo el recorrido juntos, y tuvimos la fortuna (mejor dicho la normalidad) de no pinchar ninguno y tampoco sufrir averías reseñables. Entre los muros ascendidos estuvo el famoso Kwaremont, que resultó bastante menos duro que los dos de la víspera, y la Rampe, cuyo final es una auténtica pared de algunos metros. Se veía bastante gente subiendo andando, especialmente cuando coincidíamos con los participantes de las rutas más cortas.

Mis compañeros.

 Un británico en la "Rampe".


Nos perdimos en dos ocasiones, pero en ambas rectificamos a tiempo volviendo para atrás algunos hectómetros. Prueba de que no fue mucha torpeza, sino que el recorrido se las traía… fue que en ambas ocasiones coincidiéramos en el error con otros participantes. Ya he dicho que el seguimiento del recorrido exigía concentración, aunque no el tener que leer mapa alguno. En nuestro pasaporte estamparon cinco sellos a lo largo del recorrido, incluyendo el de la llegada. Podemos definir la ruta como muy variada, muy entretenida, asequible aunque de cierta exigencia, deliciosa y tremendamente lenta. Por su variedad de firmes, tipos de desvíos y trazados, no resulta apta para ir a buscar hacer medias. Pero eso no lo destaco como pega, al contrario, me parece una garantía de calidad y un generador de buen ambiente entre los participantes. También circulamos por los patios interiores de algunas granjas de aspecto algo más palaciego, e incluso por unas caballerizas de tiro, entre los boxes y los carruajes.

 Pasaporte sellado.


Finalmente llegamos a la meta a media tarde. Allí recibimos una bolsa y se nos invitaba a una cerveza local tostada y a un pequeño bocadillo. Había mucho ambiente y charlestón amenizando el sarao con música y baile. Primero nos separamos para empaquetar nuestras bicis (aproveché para dejarla preparada para el avión en el coche) y cambiarnos de calzado. Después nos sentamos en una mesa en mitad de la zona pública del evento y nos comimos unas ensaladas “take away” y nos bebimos una generosa aportación de Javier traída desde su casa: una botella de López de Haro que estaba estupenda y fue la envidia de los alrededores. El resto de la jornada la vivimos en el ya habitual bar del museo, comentando las anécdotas, haciendo planes, hablando de ciclismo y disfrutando de la satisfacción que genera acabar una de estos retos personales. Probamos diferentes tipos de cervezas, personalmente soy más de rubias, aunque probé un poco de la de cereza de Martín y estaba muy buena. Poco a poco el local se iba quedando más tranquilo y acabamos entablando conversación con un personaje que parecía ser el referente social del ciclismo local y del bar. Era un hombre entrado en edad, muy simpático y festivo, que viaja a ver la Vuelta en ocasiones y que nos trató muy bien. Un amigo suyo nos invitó a una ronda, él posó junto a nosotros en el exterior, en un coche del Molteni. Javier le regaló una de sus botellas y él le correspondió con una ponchera firmada por Johan Museeuw. ¡Otra reliquia más para su colección! (sin contar con el recuerdo secreto que gracias a sus ingeniosos recursos nos traemos todos para casa). Total, que la despedida acabó resultando un poco embriagadora… Desde allí me fui directo a Ronse y me encontré unas ferias y barracas, tomé una hamburguesa pequeña como cena y me marché al, de nuevo solitario albergue, para ducharme, ordenar todo de cara a la vuelta y dormir. El viaje de regreso incluyó un nuevo atasco, un desayuno agradable en el aeropuerto y unos trámites de embarque y desembarque bastante ágiles. Sin contratiempos en la bicicleta.

 Tras la ruta, a punto de dar cuenta del rioja.

Javier con nuestro amigo belga y su nueva "reliquia" (foto: Martín)


La experiencia fue maravillosa. La compañía inesperada resultó un hallazgo estupendo que mejoró notablemente el viaje y que, con toda seguridad, nos ha aportado unas amistades recíprocas que volverán a encontrarse en ocasiones futuras. Sin embargo, el evento tiene suficiente enjundia en sí mismo como para que de haberlo vivido a solas, cualquiera de nosotros, la valoración del mismo no hubiera sufrido depreciación alguna. Si cualquier aficionado quiere respirar, sentir, conocer y experimentar lo que es el ciclismo belga tiene dos posibilidades: o ir de turista a ver el Tour de Flandes profesional, o mejor aún, embarcarse como nosotros y además sudar la ruta y sentir su traqueteo. Rodar por aquí y con este ambiente nos ha trasladado en el tiempo, el espacio y la cultura ciclista, a otros mitos, otras leyendas y otras interpretaciones bastante distantes del ciclismo al que estamos acostumbrados en casa, por muy internacional que nos creamos que es.

Para despedirme quiero hacer una mención especial al pavés. Los tramos adoquinados no son todos iguales, los hay desde llevaderos hasta muy molestos, pasando por un amplio abanico de texturas. Al circular sobre ellos interesa mirar al suelo para ir escogiendo el trazado menos bacheado, sin boquetes y estar atento al aprovechamiento de alguna cuneta más ciclable. Como prueba de su dureza machacona, que afecta más a largo plazo que en el instante preciso, aquí vienen algunos datos experimentales: los tres ciclistas superamos el recorrido bien (nosotros cumplimos con nuestro deber, los futbolistas no); las tres bicicletas aguantaron una prueba especialmente dura para las máquinas, sin averías (el acero tiene sus ventajas, así como los componentes de toda la vida y los amorosos cuidados de sus dueños); no podemos decir los mismo de nuestros relojes (al de Javier se le desprendió la tapa de cristal y el mío, que no era viejo, sino un sólido reloj japonés de acero y automático, vio como se deprendía una pequeña aguja que ha detenido a las demás dejándolo inutilizado); a Javier se le soltó medio calapié, yo perdí el tornillo de una cala y he tenido que apretar todos los demás al regresar (jamás me había pasado antes en estas zapatillas); por si fuera poco, olvidé ponerme los guantes de ciclista (me los dejé en el coche), no me di cuenta de ello hasta la mitad del recorrido porque, salvo en las marchas retro o en Btt, nunca uso guantes, aquí sin embargo, las consecuencias se hicieron notar: un par de ampollas que acabaron en heridas en las bases de mis dos dedos índices.

De despedida, como homenaje a esta prueba con tanta solera, incluyo (con retraso, porque auque lo tenía previsto se me había pasado) un elocuente documental breve sobre la historia del Tour de Flandes.


1 comentario:

  1. Wonderful blog! And I am happy that I found my 'son' in the Retro Ronde.
    La Vie (est) Claire! Respetos! Emile from Breda, los Países Bajos.

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