El ser humano patina sobre hielo
desde hace milenios. Al menos eso es lo que sugieren diversos estudios
prehistóricos que han encontrado restos en los que quijadas de equinos estaban
preparadas como para ser utilizadas, a modo de cuchillas, con las que
deslizarse sobre el hielo. Y de eso, dicen, hace ya 20.000 años. Paleolítico
Superior. El hombre de Cro-Magnon, nada menos. Son asuntos aquellos que me
quedan muy alejados, y además, por los que no me gusta moverme porque ni
entiendo, ni he sido nunca capaz de recordar las fechas y los periodos
prehistóricos con un mínimo de solvencia básica. Pero de lo que no tengo duda
alguna es de que los patines han sido para los humanos uno de los primeros
medios de locomoción y progresión desarrollados por su ingenio. Y de los que
sacó partido de forma muy temprana. De hecho, bastante tiempo antes que de la
rueda. Pero más allá del mero interés de traslado, o de movilidad en entornos
cubiertos de hielo, la atracción que las personas, por lo general, han sentido
siempre hacia los patines, ha tenido desde muy pronto un fuerte componente de
placer. Los humanos de todas las edades, género y condición, parece que siempre
han mostrado una evidente afición a deslizarse por las superficies lisas y
resbaladizas (especialmente el hielo), para moverse de forma creativa
improvisando evoluciones espaciales, para interactuar unos con otros, sentir
velocidad, deslizamiento, etc. Lógicamente, este fenómeno humano aparentemente
universal, antiguamente solo podía darse en las regiones de climas lo bastante fríos
como para que los diferentes espejos de agua naturales: lagos, canales, cursos
fluviales tranquilos, etc. se congelasen y permanecieran en tal estado por un
periodo de tiempo suficientemente prolongado como para crear hábito, para que
la gente idease formas de aprovecharlo o disfrutarlo, y eso, año tras año, de
forma repetida. En Europa, tales procesos fueron comunes en la mayor parte de
las naciones del norte, tanto las escandinavas, como Rusia, Polonia, Alemania…
y desde luego en los Países Bajos. Precisamente la pintura flamenca se ha hecho
muy frecuentemente eco de las costumbres populares relacionadas con el patinaje
sobre hielo.
Pero lo que me gustaría plantear
en este texto, es el cómo y el porqué, en determinado momento, surge la
utilización de las ruedas como elemento fundamental para lograr que el patinaje
pueda tener continuidad cuando el hielo no está presente. Para mí la clave está
en que a lo largo de la historia ha habido una gran afición permanente a
patinar, inicialmente sobre hielo, y posteriormente, con su llegada, al
experimentado sobre ruedas. Sin embargo, la afición no siempre basta para
lograr cambios radicales, avances importantes y saltos cualitativos
significativos. Para realmente revolucionar algún asunto, en este caso la
actividad del patinaje, hace falta aún mayor nivel de motivación, lo que me
atrevo a calificar como de pasión. La de aquí, será una historia de patinadores
apasionados (la mayoría de ellos) que, de una forma o de otra, intentaron
buscar la manera de ingeniárselas para buscar un medio a través del cual poder
seguir practicando su pasión, sin tener que conformarse con las limitaciones
impuestas por el calendario, el clima o el entorno. Los hechos nos demuestran que
todo ello no fue tarea fácil y que la solución no vendría por el mero aporte de
ingentes cantidades de pasión (confieso que no creo que sea ésta una cualidad
humana cuantificable, pero es una forma de hablar). Para dar con la solución
hacía falta algo más: el ingenio. Así pues, el proceso evolutivo de la historia
de la invención de los patines sobre ruedas, lo que nos regala, cuando menos,
es todo un catálogo de personajes que, cada uno a su manera (algunas de ellas
verdaderamente peculiares), integraban en su personalidad altas dosis de pasión
e ingenio.
Me permito reventar parte del
final anticipando que, en contra de lo que muchos neófitos en esto del patinaje
pudieran pensar, o incluso la mayor parte de la población no practicante o que
únicamente se haya calzado unos patines de crío, la historia de los patines
sobre ruedas comienza y se desarrolla inicialmente en formato de “en línea”,
con las ruedas unas detrás de otras. Los “quads”, o patines de ruedas
emparejadas, que para muchos de nosotros han representado siempre el modelo
convencional, fueron una invención posterior, que aparece en 1863 y,
precisamente, con la que pienso finalizar este asunto que me traigo entre
manos. A mí esto de que los primeros patines de la historia (bastantes modelos
sucesivos) fueran “en línea”, reconozco que me cogió por sorpresa. Pero
confieso que ello se ha podido deber a pura pereza mental. A un pensar que las
cosas debieron de ser de una determinada manera desde un principio, cuando en
realidad, a poco que uno se pare a pensarlo, lo de los “quads” no tiene lógica
ninguna. Una vez conocida la historia, encuentro totalmente coherente que los
primeros intentos de solución fueran configurados “en línea”, porque no cabe la
menor duda de que dicha disposición es la que más se asemeja a la de unos
patines de hielo con cuchilla.
Tal y como acabo de comentar, la
presencia de patinadores sobre los hielos de los paisajes representados en los
lienzos o tablas de los artistas, es una característica habitual, y casi
podríamos calificar de específica, de la pintura de autores holandeses y
belgas. Hasta en las alegóricas y alucinantes composiciones del Bosco, surgen
por aquí o por allá algunos que otros seres desplazándose por el caótico
universo de acción que el genio plasmaba en sus pinturas. No es extraño por lo
tanto que los primeros grandes inventores de los patines de ruedas surgieran
allí. ¡Vamos adelante con un repaso!. Y precisamente ha sido un belga, Sam
Nieswizski[1],
un verdadero apasionado del patinaje sobre hielo y sobre ruedas, quién a través
de su libro “Rollermania”, me ha servido de “guionista” de base para el
siguiente recorrido.
Detalles
sobre patines en el “Jardín de las Delicias” (El Bosco). (Imagen: 20minutos.es).
Sam
Nieswizski, junto a parte de su colección. (Imagen: rollerenlinea.com).
No se tiene certeza de quién pudo
ser la primera persona en crear unos patines con ruedas con los que poder
deslizarse por tierra firme. Así pues, a día de hoy tal honor recae sobre el
próximo protagonista. Sin embargo, hay pistas, no del todo validadas con rigor
histórico, del debut de un holandés anónimo a principios del S. XVIII. Pero lo
dicho, oficialmente, quien ostenta el reconocimiento de haber sido el inventor
de los patines sobre ruedas, fue el belga John Joseph Merlin, nacido en Lieja
en 1735. Nuestro protagonista debió de ser un cerebro de lo más clarividente,
un genio polifacético que asombró, casi constantemente, a sus conciudadanos y
amigos. Todos sus historiadores aseguran que fue un prodigio de la mecánica. Su
“descubridor” fue el Conde de Fuentes, embajador español en Inglaterra, que fue
quién lo sacó de París, para llevárselo a Londres en 1760. Merlin enseguida se
hizo hueco entre la sociedad local, trabando amistad con personajes destacados
de la cultura y las ciencias, como por ejemplo el músico Johann Christian Bach
(uno de los 20 hijos de JS Bach), el pintor Thomas Gainsborough (quién le pagó
un encargo mediante un retrato), Samuel Johnson u Horace Walpole. Aunque aquí
nos interese lo de los patines, permitámonos antes repasar algunos de los
espectaculares ingenios con los que Merlin sorprendió a la sociedad[2][3][4].
Retrato de
Merlin por Thomas Gainsborough. (Imagen: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Jean_Joseph_Merlin_(1735-1803)_Painting_by_Thomas_Gainsborough.jpg).
- Un carro equipado con un sistema, instalado en la rueda izquierda, que cumplía las funciones de contador de distancia recorrida y mostraba el resultado en un dial colocado a un lado del vehículo. Lo denominaba “way wise” o también “su carruaje mecánico sin rival”. Según parece, le encantaba pasearse en su coche los sábados o domingos atravesando Hyde Park. Para tirar de él empleaba a su caballo favorito, que lo acompañó nada menos que treinta años “y para prevenir cualquier explotación de este animal, tras su muerte, ordenó… que lo dispararan, lo cual fue hecho en cumplimiento”. Él mismo informaba de las distancias recorridas a las personas con las que se encontraba. El coche había sido pintado por encargo, con “varias figuras emblemáticas de Merlin, el legendario mago británico”. El equipamiento del carruaje lo completaba un látigo mecánico activado por una cuerda de la que se tiraba con la mano.
- Un horno con mecanismo giratorio para la carne (patentado en 1773).
- Un sistema de comunicación para con el servicio, por medio de una campana accionada por un mando con una lista anexa de tareas. La lista tenía su correspondiente duplicado en la planta baja, de modo que cuando sonaba la campana, el indicador movilizado en la lista superior ya había transmitido idéntica selección en el inferior y el sirviente sabía, sin necesidad de subir las escaleras, que es lo que deseaba el patrón.
- Una silla de ruedas autopropulsada por acciones giratorias de los brazos y que fue empleada en Ackermann’s Repository en 1811.
- Una mesa de té giratoria que, accionada por pedales, facilitaba dar servicio hasta a doce tazas.
- Una bomba secadora para ropa, pensada para barcos, hospitales o residencias.
- Un carrusel de caballos de madera para divertimento social, en el que las personas podían montarse para disfrutar de una “cabalgada aérea”, a la vista de la concurrencia.
- Una máquina que, una vez dada cuerda, podía jugar a “pares e impares” durante cuatro horas.
- Un juego de cartas para ciegos (una especie de precursor del braille).
- Una prótesis para personas con muñones, gracias a la cual podían ser capaces de utilizar cuchillo y tenedor, sujetar riendas, “e incluso escribir con gran libertad”.
- Una báscula personal.
- Muchos delicados y complejos relojes, varios de los cuales pasaron directamente a ser expuestos en un museo.
- Escalas de medición con micrómetro para medir pesos, tamaños y dureza de las guineas de oro y sus divisiones de media guinea y un cuarto.
- Una máquina de movimiento perpetuo (en colaboración con James Cox) que se cargaba sola automáticamente a través de energía extraída de los cambios de presión atmosférica. El movimiento del mercurio de un barómetro hacía desplazarse a un muelle oscilante ubicado dentro de un tubo. Por lo tanto, para aportar la cantidad de energía requerida, se utilizaba un barómetro de mercurio de Fortin, que contenía nada menos que 68 kg de aquel metal.
Y desde luego instrumentos musicales, a cuya fabricación
dedicó mucho tiempo y trabajo. Y a juzgar por sus solicitudes y colaboraciones
con músicos prestigiosos, debía de ser muy bueno, pues sus ejemplares inundaron
la escena londinense. De hecho, él era clavecinista y violinista. Entre
sus invenciones musicales hay que incluir un organillo, la patente de un
clavecín compuesto y la invención de un clavicordio con acción de piano en el
que JC Bach ejecutaba algunas de sus interpretaciones más radicales. No hay que
olvidar que entre las innumerables piezas compuestas por su padre para teclado se
encontraban las “Variaciones Golberg” o “El Clavecín bien temperado”, ambas
complejas y precisas composiciones con importante fundamento de teoría musical
e incluso matemático. Pero además de innovar, sus instrumentos de cuerda convencionales
estaban considerados entre los mejores.
Pese a todo ello, quizás las
creaciones que más impresionaron al público de la época fueron sus autómatas.
Incluso llegó a fundar el Museo de mecánica de Merlin para exhibir sus máquinas
y que fue realmente popular durante años. Precisamente su visita, siendo niño,
impactó hasta fascinar al mismísimo Charles Babbage (considerado el “padre de
la computación”) quién, según sus propias palabras, quedó tan impresionado ante
la contemplación de una pareja de detalladísimos autómatas, que su vida quedaría
marcada e inspirada desde entonces. Tal fue así, que ya de adulto, Babbage consiguió
adquirir aquellas dos maquinarias para su propia admiración, disfrute y
reverencia personal.
Pero el autómata más famoso de
Merlin, quizá porque actualmente sigue estando exhibido y en funcionamiento
diario, es su cisne del Bowes Museum (Barnard Castle, Teesdale, County Durham,
Inglaterra). Se trata de una pieza de tamaño natural elaborada como un
mecanismo de relojería que incluye una caja de música. El cisne reposa sobre un
curso acuático hecho de rodillos de cristales y rodeado por hojas vegetales plateadas.
En el “agua” “nadan” pequeños peces también plateados. Cuando el mecanismo
tiene cuerda, suena la música y los rollos de cristal rotan dando la impresión
de que es agua en movimiento. El cisne gira su cuello de lado a lado y se
acicala a sí mismo. Al cabo de un rato, se fija en los peces y caza uno con su
pico. Y así, al levantar la cabeza de nuevo, acaba la ejecución, después de
medio minuto de duración. Este trabajo también lo llevó a cabo en colaboración
con James Cox (destacado
“showman”, joyero y orfebre), para quién empezó trabajando en 1776 y para quien
llegaría a ser “jefe mecánico”, antes de que se separaran[5].
El funcionamiento del autómata cisne de Merlin.
El sujeto tenía fama de ser tan excéntrico como algunos de sus inventos. Se divertía apareciendo disfrazado en todo tipo de lugares. Variaba de caracterizaciones a menudo: Vulcano forjando sus propias flechas con fuego y forja incluidos; de camarero con cristalería a cuestas; etc. De hecho, resultaba tan divertido que hasta en ocasiones fue empleado por el Príncipe de Gales, el Margrave of Anspach, el Marqués de Rockingham y algunos otros nobles británicos. Con frecuencia utilizaba uno de curandero, que incluía una silla en la que “trataba” a sus inocentes “pacientes”, los cuales recibían una descarga eléctrica al sentarse. Pero entre sus anécdotas más memorables está una que le ocurrió utilizando, precisamente, aquellos primeros patines sobre ruedas (y sin frenos) que él mismo inventó (en 1760) para desplazarse por la ciudad. Se cree que ocurrió en febrero de 1771. Había quedado con la cantante y empresaria de ópera Teresa Cornelys (que organizaba fiestas en Carlisle House, en Soho Square) para asistir a una “mascarada” que ella estaba ofreciendo. Merlin se calzó los patines y empezó sus evoluciones mientras tocaba el violín simultáneamente. Desafortunadamente, acabó arremetiendo contra un enorme y carísimo espejo que terminó hecho añicos. Tan espectacular entrada aparece descrita en “Concert Room and Orchestra Anecdotes” (Thomas Busby in 1805):
“Una de sus
ingeniosas novedades fue un par de patines diseñados para avanzar sobre ruedas.
Equipado con ellos y con un violín, se mezcló con el abigarrado grupo de una de
las mascaradas de Mrs. Cowley en Carlisle House; no habiendo previsto el modo
de reducir su velocidad o controlar su dirección, se abalanzó contra un espejo
de más de quinientas libras de valor, reduciéndolo a átomos, rompiendo su
propio instrumento e hiriéndose él mismo severamente”.
Sin duda un personaje muy completo, polifacético, brillante
y cómico, además de un patinador histórico: de sala y de “street”.
Dibujo sobre
los patines de Van Lede y grabado cuya nota informativa explica que: “Se trata de un Suizo que patina
de la Haya a Scheveningen (unos 6 km), frente a miles de espectadores.
Probablemente utilizando los patines inventados por Van Lede”. (Imagen:
clubpatinbcn.cat).
Otro prematuro creador fue M. Petibled. Poco puedo contar sobre él, salvo que en su caso también se trataba de un mecánico parisino. Sobre su aportación a la historia del patinaje hay que destacar que en 1819 se le otorgó la primera patente de la historia concedida a unos patines de ruedas. Los suyos incorporaban tres ruedas “en línea” que sustituían la hoja de acero de unos de hielo. En realidad su invención fue el resultado de una inspiración sugerida por la bicicleta Draisiana y su original modo de disponer las ruedas. De hecho, estos patines surgían dos años después de la llegada de Draisianas a Francia. Su inventor los utilizó por los bulevares de París, aunque en el propio texto de su patente recomienda hacerlo en espacios mejor preparados: “descripción de patines para realizar en interior, todo aquello que pueden hacer los patinadores sobre hielo con unos ordinarios”.[7]
Modelo de
patines de Petibled. (Imagen: gpidesign.com)
Coetáneo del anterior fue John
Spence, un zapatero escocés que se mostraba fascinado por todo lo que fueran
ruedas y palancas. Desde pequeño intentó evitar dedicarse a las labores de
zapatería, pese a que se mostró precozmente hábil en las mismas. Su pasión eran
las ruedas y los engranajes. Mo paró de emigrar y ofrecerse hasta conseguir
trabajo en Glasgow engrasando y manteniendo una gran máquina, pero necesitaba
más. Tiempo después, diseñó una tejedora, y más tarde un vehículo de cuatro
ruedas capaz de transportar a tres personas a costa de la propulsión proporcionada
por dos de ellas accionando unas palancas con sus brazos. Su principal pega era
la falta de formación, lo que limitaba sus posibilidades conceptuales, basando
el trabajo de sus inventos en la intuición. También él (como Merlin) diseñó una
máquina de movimiento perpetuo. Aquello fue el gran sueño de su vida durante un
tiempo. Aparentemente se basada en la acción que dos imanes ejercían sobre una
pieza de metal que, atada a un haz de algodón, se acercaba alternativamente a
uno y otro, pero sin llegar jamás a tocar ninguno de los dos. Su presentación
supuso un gran revuelo de atención pública. La máquina fue admirada por importantes
estudiosos y científicos. Y hasta algún experto en frenología analizó e
investigó al inventor, que por cierto, no dejaba examinar a la propia máquina.
Ante aquella postura, el artefacto fue custodiado para la atención pública,
hasta que finalmente se detuvo al cabo de un mes, ya que ni al propio Spence le
permitieron “ajustar o cargar” el muelle en el que realmente se basaba su
modelo. Ante el frustrante descubrimiento, todo su prestigio se fue al garete y
el repudio fue generalizado. Tras el revuelo generado, él se dedicó a trabajar
en el diseño de velocípedos de tipo draisiana. Con uno de sus modelos hizo un
viaje entre Edimburgo y Glasgow. Con aquello por fin hizo algo de dinero. Con
su venta, exhibiciones y hasta clases de montar, en una propiedad que alquiló
para tal efecto. Más tarde diseñó una casa portátil desmontable con la que
viajó y en la que vivió durante dos años (allí nació uno de sus hijos). En ella,
su mujer mantenía un puesto de fruta que vendía bastante gracias a la gran
cantidad de curiosos que se acercaban para admirar la vivienda. Finalmente se
la vendió a algún interesado. Pero toda esa trayectoria no le resultó lo suficientemente
lucrativa como para poder abandonar su oficio de zapatero definitivamente, sino
tan sólo durante ciertas etapas de su vida. Los dos grandes inventos a los que
consagró el final de su vida fueron: una cosechadora y unos patines de ruedas. La
cosechadora funcionaba gracias a la acción simultánea, pero diferente, de dos
caballos, y el aparato integraba funciones de corte, apilado y otras tareas del
proceso de la siega. En cuanto a los patines, eran, básicamente, unos de hielo
con unas ruedas montadas sobre las cuchillas. Con ellos, uno de sus hijos, que
parece ser que atesoraba cierta pericia como patinador, lograba desplazarse a
una velocidad de ocho millas por hora. Realmente aquel hombre no alcanzó mucha
fama a lo largo de su peculiar y azarosa vida. Y podría decirse que, en gran
medida, y por muy diversas circunstancias, su talento no pudo ser del todo
provechoso para la sociedad[8].
Ingenio dotes y osadía, no parecieron faltarle, aunque quizás sí algo de
cultura y formación.
Quien sí que alcanzó bastante popularidad
fue Robert John Tyers, un mercader de frutas de Picadilly, que en 1823, diseñó
¡y patentó! unos “aparatos para ser fijados
a las botas… con el propósito de viajar o disfrutar”. Aquellos patines podemos
considerarlos como muy sofisticados para la época, y contaban con cinco ruedas
de latón o fundición, colocadas en línea. Recibieron el nombre de “Volitos”, y
fueron fabricados hasta 1839. Su inventor demostraba su uso en la pista de
tenis de Windmill Street[9].
Personalmente su aspecto me sugiere un parecido muy cercano a los patines en
línea modernos, al menos al conjunto de las ruedas y sus soportes o guías.
También el tamaño, las proporciones e incluso las piezas colocadas detrás. A la
vez, el diseño emula igualmente, con gran talento, la forma de unos patines de
cuchillas para hielo. En definitiva, considero que fue un intento bastante
trabajado y sorprendentemente adelantado para la época.
Ilustración
de la época con “volitos” como protagonistas. (Imagen: mikerendell.com).
Dos o tres años después, el vienés August Löhner diseñó otros patines, aunque con una novedosa disposición de las ruedas. Cada patín disponía de tres ruedas. Dos colocadas pareadas detrás y otra sola delante. Como novedad añadida, la delantera únicamente podía girar en un sentido, gracias a un sistema pensado para evitar resbalones hacia atrás. Su autor también obtuvo la correspondiente patente por ellos.
Entretanto, Jean Garcin era un
famoso patinador sobre hielo que escribió el primer libro en francés sobre la
materia “La Vrai Patineur, ou Principies sur l’art de patiner avec Grâce”
(1813). Para paliar la reducida temporada sobre hielo ideó unos patines para poder
ser utilizados el resto del año. Tenían un aspecto muy ortopédico, pero supo
propagar tanta fama que, hasta nuestros días, ha llegado a ser considerado, en
ocasiones, como el primer inventor de patines de ruedas. Cabe señalar que antes
de su invención ejerció como importador de Draisianas. Parece ser pues que la
comentada influencia que aquellas primitivas bicicletas ejercieron sobre los
patines pioneros fue evidente en varios de los casos mostrados. A su modelo los
bautizó con el nombre de “Cingars”, aunque no pudo producirlos comercialmente
hasta 1839 a causa de la prevalencia de la patente de Petibled.
Documento de patente “Patines por M.
Garcin”. (Imagen: regis-bonnefon.chez-alice.fr).
El tiempo siguió transcurriendo y se sucedieron más intentos. Uno de ellos fue el del charcutero parisino Louis Legrand, creador de otro tipo de patines para todo el año. Imitaban estéticamente a los de hielo, con unas cuchillas postizas, y eran de dos ruedas en línea, aunque dobles en el caso de aquellos pares destinados para las damas y los debutantes. Cuando el Teatro de la Nation montó en 1849 la ópera “El profeta” (de Meyerbeer), sus responsables pidieron a Legrand unos cuantos patines, así como asesoramiento para la enseñanza de su uso a los bailarines, pues en la obra hay una pieza inspirada en un ballet de patinadores. Pese a que su aspecto es mucho más simple que algunos otros, debieron funcionar bastante bien, pues aún se seguían utilizando en 1876.
Esquema
gráfico de los patines de Legrand. La imitación a los de hielo es notoria.
(Imagen: regis-bonnefon.chez-alice.fr).
La versión de
mayor estabilidad con doble rueda. (Imagen: mediaskates).
La evolución de los patines experimenta un punto de inflexión evidente en 1863 con la creación del primer diseño de “quads”. Aquel hecho, que no va a ser tratado aquí, implica la desaparición de nuevos intentos de fabricación de patines sobre ruedas en formato “en línea”. Los cuales no volverán a aparecer hasta la recuperación definitiva del concepto ya en los años ochenta (con algún conato previo). De toda esta “primera edad del desarrollo de los patines sobre ruedas”, podemos extraer una serie de conclusiones que, a modo de denominadores comunes, explican toda aquella dinámica creativa, tanto desde el punto de vista de sus causas, como de las soluciones aportadas:
- Muchos de los primeros inventores de patines sobre ruedas eran patinadores sobre hielo (aunque lo fueran de modo aficionado) que buscaban alguna solución para poder patinar fuera de la temporada invernal.
- También en muchos casos se da una evidente combinación de pasiones. Tanto por la mecánica como por un gran dominio (y disfrute) del patinaje.
- Varios de ellos fueron tachados de excéntricos empeñados en el desarrollo de trabajos utópicos y de difícil rentabilidad lucrativa.
- Todos ellos fueron creadores europeos inspirados que abrieron una vía que posteriormente alcanzaría enorme éxito entre los ingenieros y fabricantes norteamericanos.
- La invención de la bicicleta Draisiana pudo tener una gran influencia sobre todas aquellas tentativas, ya que fue la primera vez en la historia en la que un objeto presentaba una disposición de ruedas alineadas. Tal solución, unida al aspecto presentado por las finas cuchillas longitudinales de los patines para el hielo, parece que pudieron decantar el ingenio hacia la solución “en línea”.
Pero si hay algo que llama la
atención de toda esta historia es quizás el hecho de que de repente, en un
lapso de tiempo relativamente breve, surgen sucesivos intentos de diseño y
fabricación de patines sobre ruedas. Probablemente tal fenómeno no tendría
lógica alguna si no tuviéramos en cuenta un componente asociado que entra
dentro de lo sociológico. Tras la irrupción de los patines sobre ruedas en el
mundo del teatro, los bailarines pronto se fijaron en sus posibilidades. El
primer espectáculo sobre ruedas celebrado en Francia se presentó en Burdeos en
1823: “Nathalie ou la Laitière suisse”. Se trataba de un ballet-pantomima, con
música de Gyrowetz y Carafa. También Paul Taglioni (coreógrafo y bailarín) la
estrenó más tarde en París. Lo hizo en el Teatro de la Puerta de San Martin, sede
que demostraría una evidente vocación por los espectáculos sobre ruedas. Por
ejemplo, en 1827 se representa “La nieve”,
ballet-pantomima de Coray y Chautagne con música de Piccinni, con la vedette
Mazurier (bailarín, mimo, acróbata y actor) como principal protagonista. Mucho
tiempo después, en 1860, ese mismo teatro programó “Le Pied de mouton” de
Martainville (director y patinador del ballet de Lyon, que se encargó
personalmente de montar la coreografía e introducir en ella el patinaje).
En 1848, un tal Constant patinaba
a diario con maestría alrededor del Obelisco de la plaza de la Concordia, y fue
allí cuando pudo ser observado por Meyerbeer mientras componía su ópera “el
Profeta”. De aquella visión, el músico sacó la inspiración que le llevó a
introducir un ballet de patinadores en su obra. El 16 de abril de 1849 aquel fragmento
de la ópera fue especialmente aplaudido en el Teatro de la nación (nombre
temporal de la Ópera de París a raíz de la revolución de 1848; nueva oleada de
las revueltas que se sucedieron en Europa, y especialmente en París, también
conocidas como “La primavera de los pueblos”). El éxito llevó posteriormente la
obra al Covent Garden londinense y más tarde a Nueva Orleans.
Ante la irrupción del patinaje en
el entorno cultural o el mundo del espectáculo, no es de extrañar que dicho
fenómeno provocase cierto eco en forma de nuevos hábitos sociales. Y así
empezaron a surgir las primeras salas de patinaje. Primero buscaban las escasas
y raras superficies lisas que pudieran encontrarse en las ciudades. En París,
por ejemplo, en las nuevas losas colocadas entre las columnas del Palais Royal
(finales del Siglo XVIII). Después, con los patines de Petibled, por los
bulevares (hacia 1820). Por su parte, en Inglaterra, ya en 1823, Tyers abrió
una escuela de patinaje sobre aquella pista de tenis abandonada en la calle
Windmill, al norte del centro de Londres. Y al año siguiente en Burdeos, tras
el éxito de público de “la Lechera”, Robillon fundaba otra escuela. El efecto
se fue propagando poco a poco y, cuatro años más tarde Garcin construye, en la
dársena de la Villette, un gimnasio con una pista especialmente preparada a
base de losas muy juntas. Se hace llamar la “Escuela de cingar”, y en 1830 se
traslada al “Nuevo Tivoli”, entre las calles de Clichy y de Blanche. Más tarde,
en 1849, Constant funda otro pequeño gimnasio en Passy, con pavimento de losas
y asfalto. En el daba también clases de patinaje, aunque fracasó en sus
intentos de captar público suficiente.
Varios de los modelos propuestos
en aquella primitiva época del nacimiento de los patines sobre ruedas
pretendían emular a los de hielo en aspectos que iban más allá del mero hecho
de poder patinar. La estética tenía su importancia, y por ello son numerosos
los ejemplos de aquellos que presentaban acoples o piezas que, por delante y por
detrás del conjunto del patín, imitaban a las puntas levantadas o las colas de
unas inexistentes pero emuladas cuchillas. De lo que se trataba era de poder
prolongar en placer completo del patinaje sobre hielo. Un placer estético,
motriz, perceptivo y relacional. El patinaje sobre hielo se asociaba al paisaje
invernal, a determinados parajes con instalaciones anejas para el disfrute, el
servicio complementario y la vida social. Además de la búsqueda proporcionada
por las sensaciones intrínsecas al patinaje, la velocidad y el dominio de las
trayectorias y del movimiento, la vestimenta tenía su interés, así como la estrecha
relación con la música y con las relaciones establecidas a través del patinaje.
Patinar permitía generar momentos de cierta intimidad y compenetración en
pareja. También reunirse de forma diferente, quizá más desinhibida y en un
ambiente ocioso, en ocasiones musical, con ciertas connotaciones artísticas o
estéticas. También allí, casi con total seguridad, surgían, se alimentaban o
frustraban, otro tipo de pasiones, aunque quizá aquellos inventores pioneros no
las hubieran tenido tan en cuenta.
De todo este repaso sobre los creadores
o inventores de patines sobre ruedas, desde el primero de ellos, hasta la
aparición de los “quads” en 1863, he extraído una reflexión que me gustaría
compartir aquí. Casi todos los hechos narrados, aquellos que han llegado hasta
nuestros días, han sido generosos en anécdotas y descripciones de situaciones
de marcado carácter público: exhibiciones improvisadas, “soirées”,
demostraciones multitudinarias, actuaciones en escena, paseos inauditos por las
vías más concurridas de las grandes urbes, etc. Lo que quiero subrayar es que
las primeras apariciones de los patines sobre ruedas, muestran un extraño
equilibrio oscilante entre lo privado (la idea, la persona, el invento…) y lo
público (la muestra, la conquista de las calles, cierto exhibicionismo…).
Probablemente no sea todo ello casual, sino otro síntoma más del cambio transcendental
que aquella Europa estaba experimentando en plena metamorfosis social,
política, pública, filosófica, etc. ¡El paso del “Ancien Régime” a la época
moderna!. Richard Sennett trata de explicar aquel proceso en su elaborado
ensayo titulado “El declive del hombre público” (Anagrama, 2011). El brillante
pensador norteamericano ilustra toda su fundamentación explicando con detalle
la evolución manifestada en las costumbres, la vestimenta, las actividades
públicas, las normas sociales, la etiqueta y, con profusión de fundamentos, en
el teatro. Sobre esto último, las transformaciones surgidas en el ámbito de la
comedia y el drama (en el teatro en general), el autor reflexiona con
profundidad, analizando muchas claves y vinculando el mundo de la escena con los
cambios históricos generales. Sennett disecciona con precisión y amplio apoyo
bibliográfico lo que va ocurriendo en la calle, de forma cotidiana, en algunas
de las principales capitales europeas a lo largo de los siglos XVIII y XIX
(para más tarde abordar el XX), y es precisamente en ese escenario
espacio-temporal, en el que se ubican todos y cada uno de los protagonistas
aquí mencionados, atreviéndose, valientemente, a mostrarse en la escena pública
aún a riesgo de quedar como lunáticos. Justamente por ello me parece aún más
valiosa su osadía. Me gusta imaginarme a Merlin, a Constant, a Petibled o a aquel
suizo anónimo que se calzó los patines en La Haya, saliendo a rodar a la calle
o a los salones más concurridos, para lucir sus patines, su libertad de
movimientos y su personalidad. Estoy seguro de que cada cual a su modo y en su
medida correspondiente, aderezaron y enriquecieron con simpático y vistoso
aliño, la vida de los demás. Si nos esforzamos en un ejercicio de imaginación
que nos haga capaces de visualizar tales acciones y valorarlas en su justa
medida, contextualizándolas en aquellas fechas y estados generales del
pensamiento civil, parece evidente deducir que hacían falta enormes dosis de
pasión (tanto por el patinaje y como por ejercitar el ingenio) para dar tal
paso. O mejor dicho, para lanzarse en pos del deslizamiento.
[1]
NIESWIZSKI, Sam: “Rollermania”. Gallimard, 1991.
[2]
John H. Lienhard:
“Engines of our ingenuity”. Nº 630: John Joseph Merlin.
[3] Mike
Rendell: “Georgian Gentlemen. The musings of Richard Kall 1729-1801”. John
Joseph Merlin, Part One.
[4] Geri
Walton: “Unique histories from the 18th and the 19th
centuries”. John Joseph Merlin - Inventor.
[6] “Diccionario
Biográfico de los Países Bajos”. Acerca de este capítulo / artículo. Autores
sobre Maximilian Louis van Lede [P. 224] Ver Immerzeel Lev. y el trabajo.
der Holl. y VI. Kunstsch. D. II. bl. 163.
[7] Tony Hadland &Hans-Erhard Lessing: “Bicycle
Design: An Illustrated History”. The Mit Press. 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario