miércoles, 15 de febrero de 2017

3. PASIÓN E INGENIO ALINEADOS

El ser humano patina sobre hielo desde hace milenios. Al menos eso es lo que sugieren diversos estudios prehistóricos que han encontrado restos en los que quijadas de equinos estaban preparadas como para ser utilizadas, a modo de cuchillas, con las que deslizarse sobre el hielo. Y de eso, dicen, hace ya 20.000 años. Paleolítico Superior. El hombre de Cro-Magnon, nada menos. Son asuntos aquellos que me quedan muy alejados, y además, por los que no me gusta moverme porque ni entiendo, ni he sido nunca capaz de recordar las fechas y los periodos prehistóricos con un mínimo de solvencia básica. Pero de lo que no tengo duda alguna es de que los patines han sido para los humanos uno de los primeros medios de locomoción y progresión desarrollados por su ingenio. Y de los que sacó partido de forma muy temprana. De hecho, bastante tiempo antes que de la rueda. Pero más allá del mero interés de traslado, o de movilidad en entornos cubiertos de hielo, la atracción que las personas, por lo general, han sentido siempre hacia los patines, ha tenido desde muy pronto un fuerte componente de placer. Los humanos de todas las edades, género y condición, parece que siempre han mostrado una evidente afición a deslizarse por las superficies lisas y resbaladizas (especialmente el hielo), para moverse de forma creativa improvisando evoluciones espaciales, para interactuar unos con otros, sentir velocidad, deslizamiento, etc. Lógicamente, este fenómeno humano aparentemente universal, antiguamente solo podía darse en las regiones de climas lo bastante fríos como para que los diferentes espejos de agua naturales: lagos, canales, cursos fluviales tranquilos, etc. se congelasen y permanecieran en tal estado por un periodo de tiempo suficientemente prolongado como para crear hábito, para que la gente idease formas de aprovecharlo o disfrutarlo, y eso, año tras año, de forma repetida. En Europa, tales procesos fueron comunes en la mayor parte de las naciones del norte, tanto las escandinavas, como Rusia, Polonia, Alemania… y desde luego en los Países Bajos. Precisamente la pintura flamenca se ha hecho muy frecuentemente eco de las costumbres populares relacionadas con el patinaje sobre hielo.

Pero lo que me gustaría plantear en este texto, es el cómo y el porqué, en determinado momento, surge la utilización de las ruedas como elemento fundamental para lograr que el patinaje pueda tener continuidad cuando el hielo no está presente. Para mí la clave está en que a lo largo de la historia ha habido una gran afición permanente a patinar, inicialmente sobre hielo, y posteriormente, con su llegada, al experimentado sobre ruedas. Sin embargo, la afición no siempre basta para lograr cambios radicales, avances importantes y saltos cualitativos significativos. Para realmente revolucionar algún asunto, en este caso la actividad del patinaje, hace falta aún mayor nivel de motivación, lo que me atrevo a calificar como de pasión. La de aquí, será una historia de patinadores apasionados (la mayoría de ellos) que, de una forma o de otra, intentaron buscar la manera de ingeniárselas para buscar un medio a través del cual poder seguir practicando su pasión, sin tener que conformarse con las limitaciones impuestas por el calendario, el clima o el entorno. Los hechos nos demuestran que todo ello no fue tarea fácil y que la solución no vendría por el mero aporte de ingentes cantidades de pasión (confieso que no creo que sea ésta una cualidad humana cuantificable, pero es una forma de hablar). Para dar con la solución hacía falta algo más: el ingenio. Así pues, el proceso evolutivo de la historia de la invención de los patines sobre ruedas, lo que nos regala, cuando menos, es todo un catálogo de personajes que, cada uno a su manera (algunas de ellas verdaderamente peculiares), integraban en su personalidad altas dosis de pasión e ingenio.

Me permito reventar parte del final anticipando que, en contra de lo que muchos neófitos en esto del patinaje pudieran pensar, o incluso la mayor parte de la población no practicante o que únicamente se haya calzado unos patines de crío, la historia de los patines sobre ruedas comienza y se desarrolla inicialmente en formato de “en línea”, con las ruedas unas detrás de otras. Los “quads”, o patines de ruedas emparejadas, que para muchos de nosotros han representado siempre el modelo convencional, fueron una invención posterior, que aparece en 1863 y, precisamente, con la que pienso finalizar este asunto que me traigo entre manos. A mí esto de que los primeros patines de la historia (bastantes modelos sucesivos) fueran “en línea”, reconozco que me cogió por sorpresa. Pero confieso que ello se ha podido deber a pura pereza mental. A un pensar que las cosas debieron de ser de una determinada manera desde un principio, cuando en realidad, a poco que uno se pare a pensarlo, lo de los “quads” no tiene lógica ninguna. Una vez conocida la historia, encuentro totalmente coherente que los primeros intentos de solución fueran configurados “en línea”, porque no cabe la menor duda de que dicha disposición es la que más se asemeja a la de unos patines de hielo con cuchilla.
Tal y como acabo de comentar, la presencia de patinadores sobre los hielos de los paisajes representados en los lienzos o tablas de los artistas, es una característica habitual, y casi podríamos calificar de específica, de la pintura de autores holandeses y belgas. Hasta en las alegóricas y alucinantes composiciones del Bosco, surgen por aquí o por allá algunos que otros seres desplazándose por el caótico universo de acción que el genio plasmaba en sus pinturas. No es extraño por lo tanto que los primeros grandes inventores de los patines de ruedas surgieran allí. ¡Vamos adelante con un repaso!. Y precisamente ha sido un belga, Sam Nieswizski[1], un verdadero apasionado del patinaje sobre hielo y sobre ruedas, quién a través de su libro “Rollermania”, me ha servido de “guionista” de base para el siguiente recorrido.

 

Detalles sobre patines en el “Jardín de las Delicias” (El Bosco). (Imagen: 20minutos.es).

 

Sam Nieswizski, junto a parte de su colección. (Imagen: rollerenlinea.com).

No se tiene certeza de quién pudo ser la primera persona en crear unos patines con ruedas con los que poder deslizarse por tierra firme. Así pues, a día de hoy tal honor recae sobre el próximo protagonista. Sin embargo, hay pistas, no del todo validadas con rigor histórico, del debut de un holandés anónimo a principios del S. XVIII. Pero lo dicho, oficialmente, quien ostenta el reconocimiento de haber sido el inventor de los patines sobre ruedas, fue el belga John Joseph Merlin, nacido en Lieja en 1735. Nuestro protagonista debió de ser un cerebro de lo más clarividente, un genio polifacético que asombró, casi constantemente, a sus conciudadanos y amigos. Todos sus historiadores aseguran que fue un prodigio de la mecánica. Su “descubridor” fue el Conde de Fuentes, embajador español en Inglaterra, que fue quién lo sacó de París, para llevárselo a Londres en 1760. Merlin enseguida se hizo hueco entre la sociedad local, trabando amistad con personajes destacados de la cultura y las ciencias, como por ejemplo el músico Johann Christian Bach (uno de los 20 hijos de JS Bach), el pintor Thomas Gainsborough (quién le pagó un encargo mediante un retrato), Samuel Johnson u Horace Walpole. Aunque aquí nos interese lo de los patines, permitámonos antes repasar algunos de los espectaculares ingenios con los que Merlin sorprendió a la sociedad[2][3][4].

 

Retrato de Merlin por Thomas Gainsborough. (Imagen: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Jean_Joseph_Merlin_(1735-1803)_Painting_by_Thomas_Gainsborough.jpg).


  • Un carro equipado con un sistema, instalado en la rueda izquierda, que cumplía las funciones de contador de distancia recorrida y mostraba el resultado en un dial colocado a un lado del vehículo. Lo denominaba “way wise” o también “su carruaje mecánico sin rival”. Según parece, le encantaba pasearse en su coche los sábados o domingos atravesando Hyde Park. Para tirar de él empleaba a su caballo favorito, que lo acompañó nada menos que treinta años “y para prevenir cualquier explotación de este animal, tras su muerte, ordenó… que lo dispararan, lo cual fue hecho en cumplimiento”. Él mismo informaba de las distancias recorridas a las personas con las que se encontraba. El coche había sido pintado por encargo, con “varias figuras emblemáticas de Merlin, el legendario mago británico”. El equipamiento del carruaje lo completaba un látigo mecánico activado por una cuerda de la que se tiraba con la mano.
  • Un horno con mecanismo giratorio para la carne (patentado en 1773).
  • Un sistema de comunicación para con el servicio, por medio de una campana accionada por un mando con una lista anexa de tareas. La lista tenía su correspondiente duplicado en la planta baja, de modo que cuando sonaba la campana, el indicador movilizado en la lista superior ya había transmitido idéntica selección en el inferior y el sirviente sabía, sin necesidad de subir las escaleras, que es lo que deseaba el patrón.
  • Una silla de ruedas autopropulsada por acciones giratorias de los brazos y que fue empleada en Ackermann’s Repository en 1811.
  • Una mesa de té giratoria que, accionada por pedales, facilitaba dar servicio hasta a doce tazas.
  • Una bomba secadora para ropa, pensada para barcos, hospitales o residencias.
  • Un carrusel de caballos de madera para divertimento social, en el que las personas podían montarse para disfrutar de una “cabalgada aérea”, a la vista de la concurrencia.
  • Una máquina que, una vez dada cuerda, podía jugar a “pares e impares” durante cuatro horas.
  • Un juego de cartas para ciegos (una especie de precursor del braille).
  • Una prótesis para personas con muñones, gracias a la cual podían ser capaces de utilizar cuchillo y tenedor, sujetar riendas, “e incluso escribir con gran libertad”.
  • Una báscula personal.
  • Muchos delicados y complejos relojes, varios de los cuales pasaron directamente a ser expuestos en un museo.
  • Escalas de medición con micrómetro para medir pesos, tamaños y dureza de las guineas de oro y sus divisiones de media guinea y un cuarto.
  • Una máquina de movimiento perpetuo (en colaboración con James Cox) que se cargaba sola automáticamente a través de energía extraída de los cambios de presión atmosférica. El movimiento del mercurio de un barómetro hacía desplazarse a un muelle oscilante ubicado dentro de un tubo. Por lo tanto, para aportar la cantidad de energía requerida, se utilizaba un barómetro de mercurio de Fortin, que contenía nada menos que 68 kg de aquel metal.

Y desde luego instrumentos musicales, a cuya fabricación dedicó mucho tiempo y trabajo. Y a juzgar por sus solicitudes y colaboraciones con músicos prestigiosos, debía de ser muy bueno, pues sus ejemplares inundaron la escena londinense. De hecho, él era clavecinista y violinista. Entre sus invenciones musicales hay que incluir un organillo, la patente de un clavecín compuesto y la invención de un clavicordio con acción de piano en el que JC Bach ejecutaba algunas de sus interpretaciones más radicales. No hay que olvidar que entre las innumerables piezas compuestas por su padre para teclado se encontraban las “Variaciones Golberg” o “El Clavecín bien temperado”, ambas complejas y precisas composiciones con importante fundamento de teoría musical e incluso matemático. Pero además de innovar, sus instrumentos de cuerda convencionales estaban considerados entre los mejores.

Pese a todo ello, quizás las creaciones que más impresionaron al público de la época fueron sus autómatas. Incluso llegó a fundar el Museo de mecánica de Merlin para exhibir sus máquinas y que fue realmente popular durante años. Precisamente su visita, siendo niño, impactó hasta fascinar al mismísimo Charles Babbage (considerado el “padre de la computación”) quién, según sus propias palabras, quedó tan impresionado ante la contemplación de una pareja de detalladísimos autómatas, que su vida quedaría marcada e inspirada desde entonces. Tal fue así, que ya de adulto, Babbage consiguió adquirir aquellas dos maquinarias para su propia admiración, disfrute y reverencia personal.

Pero el autómata más famoso de Merlin, quizá porque actualmente sigue estando exhibido y en funcionamiento diario, es su cisne del Bowes Museum (Barnard Castle, Teesdale, County Durham, Inglaterra). Se trata de una pieza de tamaño natural elaborada como un mecanismo de relojería que incluye una caja de música. El cisne reposa sobre un curso acuático hecho de rodillos de cristales y rodeado por hojas vegetales plateadas. En el “agua” “nadan” pequeños peces también plateados. Cuando el mecanismo tiene cuerda, suena la música y los rollos de cristal rotan dando la impresión de que es agua en movimiento. El cisne gira su cuello de lado a lado y se acicala a sí mismo. Al cabo de un rato, se fija en los peces y caza uno con su pico. Y así, al levantar la cabeza de nuevo, acaba la ejecución, después de medio minuto de duración. Este trabajo también lo llevó a cabo en colaboración con James Cox (destacado “showman”, joyero y orfebre), para quién empezó trabajando en 1776 y para quien llegaría a ser “jefe mecánico”, antes de que se separaran[5].


 El funcionamiento del autómata cisne de Merlin.

El sujeto tenía fama de ser tan excéntrico como algunos de sus inventos. Se divertía apareciendo disfrazado en todo tipo de lugares. Variaba de caracterizaciones a menudo: Vulcano forjando sus propias flechas con fuego y forja incluidos; de camarero con cristalería a cuestas; etc. De hecho, resultaba tan divertido que hasta en ocasiones fue empleado por el Príncipe de Gales, el Margrave of Anspach, el Marqués de Rockingham y algunos otros nobles británicos. Con frecuencia utilizaba uno de curandero, que incluía una silla en la que “trataba” a sus inocentes “pacientes”, los cuales recibían una descarga eléctrica al sentarse. Pero entre sus anécdotas más memorables está una que le ocurrió utilizando, precisamente, aquellos primeros patines sobre ruedas (y sin frenos) que él mismo inventó (en 1760) para desplazarse por la ciudad. Se cree que ocurrió en febrero de 1771. Había quedado con la cantante y empresaria de ópera Teresa Cornelys (que organizaba fiestas en Carlisle House, en Soho Square) para asistir a una “mascarada” que ella estaba ofreciendo. Merlin se calzó los patines y empezó sus evoluciones mientras tocaba el violín simultáneamente. Desafortunadamente, acabó arremetiendo contra un enorme y carísimo espejo que terminó hecho añicos. Tan espectacular entrada aparece descrita en “Concert Room and Orchestra Anecdotes” (Thomas Busby in 1805):
 
“Una de sus ingeniosas novedades fue un par de patines diseñados para avanzar sobre ruedas. Equipado con ellos y con un violín, se mezcló con el abigarrado grupo de una de las mascaradas de Mrs. Cowley en Carlisle House; no habiendo previsto el modo de reducir su velocidad o controlar su dirección, se abalanzó contra un espejo de más de quinientas libras de valor, reduciéndolo a átomos, rompiendo su propio instrumento e hiriéndose él mismo severamente”.
 
Sin duda un personaje muy completo, polifacético, brillante y cómico, además de un patinador histórico: de sala y de “street”.

Igualmente belga, aunque nacido en Brujas y también afincado en Francia, era el escultor Maximilian Lodewikj van Lede. Así mismo, él fabricó, en 1789, otros patines de ruedas. Y aunque pueda resultar chocante, también se generó fama de excéntrico. Y probablemente, la motivación para inventarse unos patines de ruedas provenía de haberse aficionado a patinar sobre los canales helados de su tierra natal. Su formación como escultor se desarrolló inicialmente en su tierra, en la universidad de No Toeglegd (Teekenkunst) y las escuelas de Louis Lessuwe y Pieter Peppers. En Francia siguió formándose con reconocidos maestros (Suvée y Monot) hasta hacerse un nombre y obtener el favor (y los encargos) de la corona y la nobleza. Realizó bustos y estatuas de gran tamaño y porte, tanto en mármol como en bronce. Huyó de Francia en 1789 a causa de la Revolución y tras haber conseguido una buena indemnización por pérdidas de obras de arte. Posteriormente trabajó tanto en Brujas como en Londres, dedicado a elaborar adornos, figuras y arabescos de chimenea, piezas de joyería, relojes y similares. También allí consiguió alcanzar prestigio y favores de clientela aristocrática, antes de retirarse finalmente a Brujas[6]. En este caso estamos ante un creador de perfil más artístico que tecnológico. Su biografía destaca especialmente su dilatada formación escultórica, sin ser alguien que se dedicara realmente inventar objetos con vocación práctica.

 

Dibujo sobre los patines de Van Lede y grabado cuya nota informativa  explica que: “Se trata de un Suizo que patina de la Haya a Scheveningen (unos 6 km), frente a miles de espectadores. Probablemente utilizando los patines inventados por Van Lede”. (Imagen: clubpatinbcn.cat).

Otro prematuro creador fue M. Petibled. Poco puedo contar sobre él, salvo que en su caso también se trataba de un mecánico parisino. Sobre su aportación a la historia del patinaje hay que destacar que en 1819 se le otorgó la primera patente de la historia concedida a unos patines de ruedas. Los suyos incorporaban tres ruedas “en línea” que sustituían la hoja de acero de unos de hielo. En realidad su invención fue el resultado de una inspiración sugerida por la bicicleta Draisiana y su original modo de disponer las ruedas. De hecho, estos patines surgían dos años después de la llegada de Draisianas a Francia. Su inventor los utilizó por los bulevares de París, aunque en el propio texto de su patente recomienda hacerlo en espacios mejor preparados: “descripción de patines para realizar en interior, todo aquello que pueden hacer los patinadores sobre hielo con unos ordinarios”.[7]

 

Modelo de patines de Petibled. (Imagen: gpidesign.com)

Coetáneo del anterior fue John Spence, un zapatero escocés que se mostraba fascinado por todo lo que fueran ruedas y palancas. Desde pequeño intentó evitar dedicarse a las labores de zapatería, pese a que se mostró precozmente hábil en las mismas. Su pasión eran las ruedas y los engranajes. Mo paró de emigrar y ofrecerse hasta conseguir trabajo en Glasgow engrasando y manteniendo una gran máquina, pero necesitaba más. Tiempo después, diseñó una tejedora, y más tarde un vehículo de cuatro ruedas capaz de transportar a tres personas a costa de la propulsión proporcionada por dos de ellas accionando unas palancas con sus brazos. Su principal pega era la falta de formación, lo que limitaba sus posibilidades conceptuales, basando el trabajo de sus inventos en la intuición. También él (como Merlin) diseñó una máquina de movimiento perpetuo. Aquello fue el gran sueño de su vida durante un tiempo. Aparentemente se basada en la acción que dos imanes ejercían sobre una pieza de metal que, atada a un haz de algodón, se acercaba alternativamente a uno y otro, pero sin llegar jamás a tocar ninguno de los dos. Su presentación supuso un gran revuelo de atención pública. La máquina fue admirada por importantes estudiosos y científicos. Y hasta algún experto en frenología analizó e investigó al inventor, que por cierto, no dejaba examinar a la propia máquina. Ante aquella postura, el artefacto fue custodiado para la atención pública, hasta que finalmente se detuvo al cabo de un mes, ya que ni al propio Spence le permitieron “ajustar o cargar” el muelle en el que realmente se basaba su modelo. Ante el frustrante descubrimiento, todo su prestigio se fue al garete y el repudio fue generalizado. Tras el revuelo generado, él se dedicó a trabajar en el diseño de velocípedos de tipo draisiana. Con uno de sus modelos hizo un viaje entre Edimburgo y Glasgow. Con aquello por fin hizo algo de dinero. Con su venta, exhibiciones y hasta clases de montar, en una propiedad que alquiló para tal efecto. Más tarde diseñó una casa portátil desmontable con la que viajó y en la que vivió durante dos años (allí nació uno de sus hijos). En ella, su mujer mantenía un puesto de fruta que vendía bastante gracias a la gran cantidad de curiosos que se acercaban para admirar la vivienda. Finalmente se la vendió a algún interesado. Pero toda esa trayectoria no le resultó lo suficientemente lucrativa como para poder abandonar su oficio de zapatero definitivamente, sino tan sólo durante ciertas etapas de su vida. Los dos grandes inventos a los que consagró el final de su vida fueron: una cosechadora y unos patines de ruedas. La cosechadora funcionaba gracias a la acción simultánea, pero diferente, de dos caballos, y el aparato integraba funciones de corte, apilado y otras tareas del proceso de la siega. En cuanto a los patines, eran, básicamente, unos de hielo con unas ruedas montadas sobre las cuchillas. Con ellos, uno de sus hijos, que parece ser que atesoraba cierta pericia como patinador, lograba desplazarse a una velocidad de ocho millas por hora. Realmente aquel hombre no alcanzó mucha fama a lo largo de su peculiar y azarosa vida. Y podría decirse que, en gran medida, y por muy diversas circunstancias, su talento no pudo ser del todo provechoso para la sociedad[8]. Ingenio dotes y osadía, no parecieron faltarle, aunque quizás sí algo de cultura y formación.
 
Quien sí que alcanzó bastante popularidad fue Robert John Tyers, un mercader de frutas de Picadilly, que en 1823, diseñó ¡y patentó! unos “aparatos para ser fijados a las botas… con el propósito de viajar o disfrutar”. Aquellos patines podemos considerarlos como muy sofisticados para la época, y contaban con cinco ruedas de latón o fundición, colocadas en línea. Recibieron el nombre de “Volitos”, y fueron fabricados hasta 1839. Su inventor demostraba su uso en la pista de tenis de Windmill Street[9]. Personalmente su aspecto me sugiere un parecido muy cercano a los patines en línea modernos, al menos al conjunto de las ruedas y sus soportes o guías. También el tamaño, las proporciones e incluso las piezas colocadas detrás. A la vez, el diseño emula igualmente, con gran talento, la forma de unos patines de cuchillas para hielo. En definitiva, considero que fue un intento bastante trabajado y sorprendentemente adelantado para la época.


Gráfico histórico descriptivo del patín “volito” de Tyers. (Imagen: patriciahysell.wordpress.com).



El esquema en una reproducción contemporánea. (Imagen: regis-bonnefon.chez-alice.fr).



Ilustración de la época con “volitos” como protagonistas. (Imagen: mikerendell.com).

Dos o tres años después, el vienés August Löhner diseñó otros patines, aunque con una novedosa disposición de las ruedas. Cada patín disponía de tres ruedas. Dos colocadas pareadas detrás y otra sola delante. Como novedad añadida, la delantera únicamente podía girar en un sentido, gracias a un sistema pensado para evitar resbalones hacia atrás. Su autor también obtuvo la correspondiente patente por ellos.
 
Entretanto, Jean Garcin era un famoso patinador sobre hielo que escribió el primer libro en francés sobre la materia “La Vrai Patineur, ou Principies sur l’art de patiner avec Grâce” (1813). Para paliar la reducida temporada sobre hielo ideó unos patines para poder ser utilizados el resto del año. Tenían un aspecto muy ortopédico, pero supo propagar tanta fama que, hasta nuestros días, ha llegado a ser considerado, en ocasiones, como el primer inventor de patines de ruedas. Cabe señalar que antes de su invención ejerció como importador de Draisianas. Parece ser pues que la comentada influencia que aquellas primitivas bicicletas ejercieron sobre los patines pioneros fue evidente en varios de los casos mostrados. A su modelo los bautizó con el nombre de “Cingars”, aunque no pudo producirlos comercialmente hasta 1839 a causa de la prevalencia de la patente de Petibled.

 

Documento de patente “Patines por M. Garcin”. (Imagen: regis-bonnefon.chez-alice.fr).

El tiempo siguió transcurriendo y se sucedieron más intentos. Uno de ellos fue el del charcutero parisino Louis Legrand, creador de otro tipo de patines para todo el año. Imitaban estéticamente a los de hielo, con unas cuchillas postizas, y eran de dos ruedas en línea, aunque dobles en el caso de aquellos pares destinados para las damas y los debutantes. Cuando el Teatro de la Nation montó en 1849 la ópera “El profeta” (de Meyerbeer), sus responsables pidieron a Legrand unos cuantos patines, así como asesoramiento para la enseñanza de su uso a los bailarines, pues en la obra hay una pieza inspirada en un ballet de patinadores. Pese a que su aspecto es mucho más simple que algunos otros, debieron funcionar bastante bien, pues aún se seguían utilizando en 1876.

 

Esquema gráfico de los patines de Legrand. La imitación a los de hielo es notoria. (Imagen: regis-bonnefon.chez-alice.fr).



La versión estándar de Legrand. (Imagen: mediaskates).

 

La versión de mayor estabilidad con doble rueda. (Imagen: mediaskates).


La evolución de los patines experimenta un punto de inflexión evidente en 1863 con la creación del primer diseño de “quads”. Aquel hecho, que no va a ser tratado aquí, implica la desaparición de nuevos intentos de fabricación de patines sobre ruedas en formato “en línea”. Los cuales no volverán a aparecer hasta la recuperación definitiva del concepto ya en los años ochenta (con algún conato previo). De toda esta “primera edad del desarrollo de los patines sobre ruedas”, podemos extraer una serie de conclusiones que, a modo de denominadores comunes, explican toda aquella dinámica creativa, tanto desde el punto de vista de sus causas, como de las soluciones aportadas:
  • Muchos de los primeros inventores de patines sobre ruedas eran patinadores sobre hielo (aunque lo fueran de modo aficionado) que buscaban alguna solución para poder patinar fuera de la temporada invernal.
  • También en muchos casos se da una evidente combinación de pasiones. Tanto por la mecánica como por un gran dominio (y disfrute) del patinaje.
  • Varios de ellos fueron tachados de excéntricos empeñados en el desarrollo de trabajos utópicos y de difícil rentabilidad lucrativa.
  • Todos ellos fueron creadores europeos inspirados que abrieron una vía que posteriormente alcanzaría enorme éxito entre los ingenieros y fabricantes norteamericanos.
  • La invención de la bicicleta Draisiana pudo tener una gran influencia sobre todas aquellas tentativas, ya que fue la primera vez en la historia en la que un objeto presentaba una disposición de ruedas alineadas. Tal solución, unida al aspecto presentado por las finas cuchillas longitudinales de los patines para el hielo, parece que pudieron decantar el ingenio hacia la solución “en línea”.
Pero si hay algo que llama la atención de toda esta historia es quizás el hecho de que de repente, en un lapso de tiempo relativamente breve, surgen sucesivos intentos de diseño y fabricación de patines sobre ruedas. Probablemente tal fenómeno no tendría lógica alguna si no tuviéramos en cuenta un componente asociado que entra dentro de lo sociológico. Tras la irrupción de los patines sobre ruedas en el mundo del teatro, los bailarines pronto se fijaron en sus posibilidades. El primer espectáculo sobre ruedas celebrado en Francia se presentó en Burdeos en 1823: “Nathalie ou la Laitière suisse”. Se trataba de un ballet-pantomima, con música de Gyrowetz y Carafa. También Paul Taglioni (coreógrafo y bailarín) la estrenó más tarde en París. Lo hizo en el Teatro de la Puerta de San Martin, sede que demostraría una evidente vocación por los espectáculos sobre ruedas. Por ejemplo, en 1827 se representa  “La nieve”, ballet-pantomima de Coray y Chautagne con música de Piccinni, con la vedette Mazurier (bailarín, mimo, acróbata y actor) como principal protagonista. Mucho tiempo después, en 1860, ese mismo teatro programó “Le Pied de mouton” de Martainville (director y patinador del ballet de Lyon, que se encargó personalmente de montar la coreografía e introducir en ella el patinaje).
 
En 1848, un tal Constant patinaba a diario con maestría alrededor del Obelisco de la plaza de la Concordia, y fue allí cuando pudo ser observado por Meyerbeer mientras componía su ópera “el Profeta”. De aquella visión, el músico sacó la inspiración que le llevó a introducir un ballet de patinadores en su obra. El 16 de abril de 1849 aquel fragmento de la ópera fue especialmente aplaudido en el Teatro de la nación (nombre temporal de la Ópera de París a raíz de la revolución de 1848; nueva oleada de las revueltas que se sucedieron en Europa, y especialmente en París, también conocidas como “La primavera de los pueblos”). El éxito llevó posteriormente la obra al Covent Garden londinense y más tarde a Nueva Orleans.
 
Ante la irrupción del patinaje en el entorno cultural o el mundo del espectáculo, no es de extrañar que dicho fenómeno provocase cierto eco en forma de nuevos hábitos sociales. Y así empezaron a surgir las primeras salas de patinaje. Primero buscaban las escasas y raras superficies lisas que pudieran encontrarse en las ciudades. En París, por ejemplo, en las nuevas losas colocadas entre las columnas del Palais Royal (finales del Siglo XVIII). Después, con los patines de Petibled, por los bulevares (hacia 1820). Por su parte, en Inglaterra, ya en 1823, Tyers abrió una escuela de patinaje sobre aquella pista de tenis abandonada en la calle Windmill, al norte del centro de Londres. Y al año siguiente en Burdeos, tras el éxito de público de “la Lechera”, Robillon fundaba otra escuela. El efecto se fue propagando poco a poco y, cuatro años más tarde Garcin construye, en la dársena de la Villette, un gimnasio con una pista especialmente preparada a base de losas muy juntas. Se hace llamar la “Escuela de cingar”, y en 1830 se traslada al “Nuevo Tivoli”, entre las calles de Clichy y de Blanche. Más tarde, en 1849, Constant funda otro pequeño gimnasio en Passy, con pavimento de losas y asfalto. En el daba también clases de patinaje, aunque fracasó en sus intentos de captar público suficiente.
 
Varios de los modelos propuestos en aquella primitiva época del nacimiento de los patines sobre ruedas pretendían emular a los de hielo en aspectos que iban más allá del mero hecho de poder patinar. La estética tenía su importancia, y por ello son numerosos los ejemplos de aquellos que presentaban acoples o piezas que, por delante y por detrás del conjunto del patín, imitaban a las puntas levantadas o las colas de unas inexistentes pero emuladas cuchillas. De lo que se trataba era de poder prolongar en placer completo del patinaje sobre hielo. Un placer estético, motriz, perceptivo y relacional. El patinaje sobre hielo se asociaba al paisaje invernal, a determinados parajes con instalaciones anejas para el disfrute, el servicio complementario y la vida social. Además de la búsqueda proporcionada por las sensaciones intrínsecas al patinaje, la velocidad y el dominio de las trayectorias y del movimiento, la vestimenta tenía su interés, así como la estrecha relación con la música y con las relaciones establecidas a través del patinaje. Patinar permitía generar momentos de cierta intimidad y compenetración en pareja. También reunirse de forma diferente, quizá más desinhibida y en un ambiente ocioso, en ocasiones musical, con ciertas connotaciones artísticas o estéticas. También allí, casi con total seguridad, surgían, se alimentaban o frustraban, otro tipo de pasiones, aunque quizá aquellos inventores pioneros no las hubieran tenido tan en cuenta.
 
De todo este repaso sobre los creadores o inventores de patines sobre ruedas, desde el primero de ellos, hasta la aparición de los “quads” en 1863, he extraído una reflexión que me gustaría compartir aquí. Casi todos los hechos narrados, aquellos que han llegado hasta nuestros días, han sido generosos en anécdotas y descripciones de situaciones de marcado carácter público: exhibiciones improvisadas, “soirées”, demostraciones multitudinarias, actuaciones en escena, paseos inauditos por las vías más concurridas de las grandes urbes, etc. Lo que quiero subrayar es que las primeras apariciones de los patines sobre ruedas, muestran un extraño equilibrio oscilante entre lo privado (la idea, la persona, el invento…) y lo público (la muestra, la conquista de las calles, cierto exhibicionismo…). Probablemente no sea todo ello casual, sino otro síntoma más del cambio transcendental que aquella Europa estaba experimentando en plena metamorfosis social, política, pública, filosófica, etc. ¡El paso del “Ancien Régime” a la época moderna!. Richard Sennett trata de explicar aquel proceso en su elaborado ensayo titulado “El declive del hombre público” (Anagrama, 2011). El brillante pensador norteamericano ilustra toda su fundamentación explicando con detalle la evolución manifestada en las costumbres, la vestimenta, las actividades públicas, las normas sociales, la etiqueta y, con profusión de fundamentos, en el teatro. Sobre esto último, las transformaciones surgidas en el ámbito de la comedia y el drama (en el teatro en general), el autor reflexiona con profundidad, analizando muchas claves y vinculando el mundo de la escena con los cambios históricos generales. Sennett disecciona con precisión y amplio apoyo bibliográfico lo que va ocurriendo en la calle, de forma cotidiana, en algunas de las principales capitales europeas a lo largo de los siglos XVIII y XIX (para más tarde abordar el XX), y es precisamente en ese escenario espacio-temporal, en el que se ubican todos y cada uno de los protagonistas aquí mencionados, atreviéndose, valientemente, a mostrarse en la escena pública aún a riesgo de quedar como lunáticos. Justamente por ello me parece aún más valiosa su osadía. Me gusta imaginarme a Merlin, a Constant, a Petibled o a aquel suizo anónimo que se calzó los patines en La Haya, saliendo a rodar a la calle o a los salones más concurridos, para lucir sus patines, su libertad de movimientos y su personalidad. Estoy seguro de que cada cual a su modo y en su medida correspondiente, aderezaron y enriquecieron con simpático y vistoso aliño, la vida de los demás. Si nos esforzamos en un ejercicio de imaginación que nos haga capaces de visualizar tales acciones y valorarlas en su justa medida, contextualizándolas en aquellas fechas y estados generales del pensamiento civil, parece evidente deducir que hacían falta enormes dosis de pasión (tanto por el patinaje y como por ejercitar el ingenio) para dar tal paso. O mejor dicho, para lanzarse en pos del deslizamiento.


[1] NIESWIZSKI, Sam: “Rollermania”. Gallimard, 1991.
[2] John H. Lienhard: “Engines of our ingenuity”. Nº 630: John Joseph Merlin.
[3] Mike Rendell: “Georgian Gentlemen. The musings of Richard Kall 1729-1801”. John Joseph Merlin, Part One.
[4] Geri Walton: “Unique histories from the 18th and the 19th centuries”. John Joseph Merlin - Inventor.
[6] “Diccionario Biográfico de los Países Bajos”. Acerca de este capítulo / artículo. Autores sobre Maximilian Louis van Lede [P. 224] Ver Immerzeel Lev. y el trabajo. der Holl. y VI. Kunstsch. D. II. bl. 163.
[7] Tony Hadland &Hans-Erhard Lessing: “Bicycle Design: An Illustrated History”. The Mit Press. 2014.

[8] William Chambers & Robert Chambers:Chambers' Edinburgh Journal”, Volumen 7. 1838.

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