Mi encuentro inicial, mejor dicho
nuestro (de Javier y mío), con las personas del grupo retro-ciclista de la
Vacamora fue completamente casual hace unos pocos años. Motivados por una cita
que plantearon en Roubaix, nos presentamos allí, casi como participantes
externos en una “movida” organizada por y para miembros del club, aunque, por
alguna extraña circunstancia del momento, hipotéticamente abierta a cualquiera.
El caso es que inmediatamente hicimos muy buenas migas. Tan buenas, que tiempo
después compartimos con algunos de ellos una parte específicamente pirenaica de
su peregrinación ciclista a Santiago de Compostela. Con aquello los lazos de
amistad se vieron aún más reforzados. Javier tuvo otro breve encuentro con
ellos más adelante, pero ambos, con diferentes ritmos de frecuencia, hemos
mantenido contacto escrito con Gaetano (su representante más dinámico). Y ha
sido gracias al sostenimiento de esta amistad en la distancia, por lo que esta
temporada fuimos invitados a participar en su gran actividad viajera del año:
“Vacamora Grande Guerra 1917-2017”; o lo que es lo mismo, un viaje ciclista de
una semana de duración por las fronteras del nordeste de Italia, diseñado y
organizado de forma que, simultáneamente, se celebrara una especie de homenaje
a los recuerdos de hechos y personas relevantes de la época de la I Guerra
Mundial, en la zona indicada.
Mi aproximación al viaje fue
francamente atropellada. Nada más colgar los patines a mi regreso de Alemania,
tuve poco más de 24 horas para aterrizar, estar en casa, dormir, cumplir con un
deber laboral inexcusable y tomar otro avión rumbo a Bérgamo, donde Javier,
procedente de un envidiable periplo de ascensiones a puertos alpinos franceses,
me recogía con su coche (con mi bicicleta y maleta a bordo). Trompetas aparte,
la compañía aérea se retrasó bastante, así que ese día nos acostamos tarde, en
un alojamiento a orillas de lago Lecco.
Pese a ello al día siguiente
madrugamos, desayunamos y nos pusimos en marcha con el coche para eludir dos
amenazantes túneles que se presentaban en nuestro recorrido previsto. Una
especie de aperitivo previo al “paquete Vacamora”. Aparcamos enseguida a
orillas del afamado lago Como que, así, de primeras, ya resultaba atractivo y
daba muestras de hacer honor a su reputación de paraje muy especial. Empezamos
a pedalear por la estrecha carretera de su orilla en dirección a Bellagio. No
había mucho tráfico, lo cual era de agradecer ya que eso nos permitió ir
adaptándonos al peculiar trato que los conductores italianos dan a los
ciclistas, que básicamente se resume en: no te amenazan ni te rozan si vas en
fila india, pero te rebasan en cualquier situación, eso sí, poniendo en riesgo
a los vehículos que vienen de frente, los cuales, por cierto, asumen que han de
dejar sitio, invadiendo sin aspavientos ni dudas su correspondiente cuneta.
Cosas de las culturas de circulación de cada país. El caso es que por mi parte,
en unos 800km recorridos en bicicleta, tan sólo me he sentido invadido por el
tráfico rodado en una ocasión. Nuestra idea para esa mañana era cumplir con un
menú degustación enteramente relacionado con el Giro de Normandía. Los
kilómetros de ribera del lago nos bastaron para hacernos una idea de lo que
puede ser uno de los recorridos cicloturistas más clásicos y admirados en
Italia: la vuelta al lago Como. Sin embargo, enseguida tomamos un desvió en
ascensión repentina con la idea de coronar la capilla de Madonna di Gishallio.
Al poco de empezar el ascenso empecé a creer que iba francamente mal. Suponía
que el kilometraje acumulado patinando los días anteriores no iba a ser capaz
de subsanar mi casi total falta de práctica ciclista de la temporada. Pero el
caso es que el esperado alcance y adelantamiento de Javier no se llegó a dar, y
lo que en realidad pasaba, según él mismo me explicó, es que el perfil medio de
los 3 o 4 primeros kilómetros de ese ascenso, son al 11%. Conclusión: pues no
iba mal, sino todo lo contrario. Una vez superado el agresivo comienzo, la
carretera va suavizando y descubriendo unas vistas preciosas con el lago al
fondo.
El
majestuoso lago Como visto desde las carreteras que ascienden por una de sus
riberas.
Llegados a la capilla, la cual se
ha acabado convirtiendo, por efecto de la tradición, en la patrona de los ciclistas,
la visita era obligada. Se trata de un pequeño templo con un coqueto exterior,
aderezado por varias estatuas de bronce que personalmente fueron muy de mi
agrado. Allí están esculpidos los bustos de Coppi, Bartali, Binda y un par de
figuras completas con sus respectivas bicicletas componiendo una escena de
victoria y derrota. Por dentro la cosa cambia completamente, la capilla se
muestra abigarrada de objetos ciclistas de todas las épocas. Hay maillots,
bicicletas, banderines… de todo. Demasiado sobrecargado para mi gusto y en una,
quizás incluso esotérica, relación de culto pagano-deportivo y
espiritual-religioso, que no va demasiado con mi modo de pensar. En cualquier
caso un “santuario”, en la doble acepción de la palabra: de fe y de ciclismo. Y
en lo que respecta al segundo asunto, una parada obligada para todo verdadero
apasionado incondicional de las leyendas de este deporte. A pocos metros de la
capilla, separado por un parquecito con barandilla que se asoma a las
sugerentes vistas del lago, se encuentra un museo ciclista de gran interés,
alojado en un edificio de diseño muy contemporáneo en el que curvas y
materiales se encargan de aprovechar la luz y darle un aire abierto y
atractivo.
Busto de
Bartali delante de la capilla de Madonna del Ghisallo.
La
reproducción de Coppi ante la fachada.
Cuando la responsable del mismo
vio llegar a dos ciclistas vestidos de Anquetil y de Roger de Vlaeminck, con
sendas bicicletas clásicas en la mano, no dudó en abordarnos y entusiasmarse
aún más al conocer nuestra procedencia española. Tal es así que nos animó a
aplazar la visita al museo, para invitarnos a tomar un “expresso” con ella.
Resultó sociable, simpática y habladora. Un buen momento de calidad humana.
Para mí el museo resulta más interesante que la capilla. Tiene una buena y
suficiente colección de bicicletas de interés, mucha decoración fotográfica,
gran cantidad de maillots, información, etc. Y todo ello, claro está, centrado
principalmente en el ciclismo italiano, lo cual compensa lo que estoy acostumbrado
a visitar por aquí o por tierras galas. Tomamos unas cuantas fotos,
intercambiamos mucha información con su responsable y recorrimos a gusto todas
sus estancias. Además de ojear parte de su oferta de libros.
Una vista
interior del museo del ciclismo.
Bicileta de
Fiorenzo Magni en Giro de 1953.
Bicicleta de
Gino Bartali en el Tour de Francia de 1948.
De nuevo en ruta, pedaleamos un
trayecto por pueblos de ladera, con una carretera agradable que alternaba
tramos llanos con algunos toboganes. Un buen calentamiento antes de girar en un
cruce a la búsqueda del terrible muro de Sormoano. A la cumbre se puede acceder
por dos itinerarios desde ese lado. Uno más largo y mucho más suave, y otro, el
famoso, corto y directísimo. Tengo que decir que si a Javier le debo el que me
obligara hace tiempo a ducharme en las míticas, auténticas y originales duchas
de los grandes ases en Roubaix, esta vez fui yo quién se encaminó directo a por
el muro, haciendo caso omiso a su propuesta de utilizar la alternativa. El muro
es una sucesión de porcentajes brutales escalonados en los que los supuestos
descansos son en realidad porcentajes muy duros. La carretera es una cinta de
asfalto estrecha pero de excelente calidad. Su color negro hace destacar todas
las pintadas rotuladas que la decoran, constituyendo una especie de obra de
arte que fue encargada hace unos años para decorarla. Hay “puntos clave”
pintados con círculos concéntricos, auténticas leyendas y, en cualquier caso,
casi la totalidad de la ascensión tiene numerado, uno a uno, cada metro de
desnivel que se asciende. Yo lo tenía claro: ya que estaba allí, lo ascendería,
aún a sabiendas de que probablemente la mayor parte del recorrido la haría
caminando, teniendo en cuenta que llevaba un 42x28, lo cual, para cuando la
cosa se ponía más allá del 25%, era a todas luces insuficiente. Y visto mi
empeño, Javier no lo dudó y me siguió. Efectivamente caminé algo, pero
muchísimo menos de lo que inicialmente pensaba. Pedaleé relativamente bien
hasta que en el metro 614 me tomé un descanso, pero al rato volví a los pedales
durante bastante tiempo. Tras unas durísimas curvas opté por un segundo
desmonte (aún más breve) y desde allí ya no me bajé hasta el final. Aunque
Javier gozaba de triple plato, también optó por caminar algún rato. En
realidad, tal y como me comentó después, “se avanzaba casi más rápido andando
que pedaleando”. El caso es que la experiencia fue estupenda, emotiva y,
probablemente, irrepetible. Por si acaso, allí dejamos nuestro esfuerzo, tras
el cual, nos premiamos con una estupenda cerveza en un bar de montaña, en una
terraza con vistas.
Algo así
como: “Delante 50 y 42. detrás 24, 17, 19, 23, 26, es una subida que se puede
hacer con el 42X26. El primer tramo es durísimo y se deberá superar de firme,
porque viene después de una curva cerrada. Serán difíciles esos 2 kilómetros
que hay que subir, ya que muestran curvas cerradas con pendientes de miedo.
Será dificilísimo el último Repecho”. Bartali (Traducción libre e inexacta,
pero en pleno esfuerzo, cualquiera pilla el mensaje).
Javier
solventando los últimos metros del muro.
Arriba
cambia el semblante. Aquí poso con mi bicicleta Vipch.
El día era espléndido, así que
nos permitimos un ligero descenso para visitar una pradería cercana, antes de
dar media vuelta, ascenderlo en sentido contrario y regresar del alto por la
alternativa que desechamos al ascender. Ya no paramos en nuestra marcha
regresando a la ribera del lago, utilizando parte del recorrido de venida y otros
tramos diferentes que nos permitieron alcanzar la orilla unos cuantos
kilómetros más cerca del coche. Una vez allí, la actividad ciclista se cerró de
forma insuperable, con un baño en el lago y un pic-nic en su playa de
guijarros. Libres del sudor, nos cambiamos de ropa y nos pusimos en ruta con el
coche hacia Schio, centro de operaciones del clan de la Vacamora. El trayecto
de casi 300km se hizo largo porque sufrimos algo de atasco en la autopista,
pero era tanto lo que podíamos seguir paladeando de esos aproximadamente 60km
de ciclismo histórico recorrido, que creo que a ninguno de los dos nos importó
demasiado.
Una vez instalados en un hotel de
la localidad, nos encontramos con Gaetano y su hermano Giorgio, y dejamos
preparadas nuestras bicicletas y nuestro equipaje en el camión-hotel, antes de
irnos a cenar con algunos otros amigos (también participantes) para celebrar el
cumpleaños de nuestro viejo amigo Alvaro. Unos macarrones caseros especiales y
muy contundentes, y pato de segundo. Había que coger fuerzas para el día
siguiente.
1ª etapa: Trieste – Gorizia, 78 km.
Por la mañana pronto nos vinieron
a buscar en un coche para llevarnos a un aparcamiento grande en una plaza del
cercano Thiene. Aquel era el punto de reunión de todo el grupo. Llegó gente en
coches, el camión-hotel, la furgoneta de asistencia, etc. Tuvimos una agradable
reunión en la terraza de la heladería de la mujer de Nicola (alma mater en la
sombra de todo este tinglado). Nos invitaron a tartas y bebidas refrescantes,
se sucedieron presentaciones y breves discursos (el del alcalde incluido). Un
cura bendijo la expedición. Y acto seguido, Nicola dio paso a la ceremonial
presentación y entrega del maillot. Se trataba de un precioso modelo de punto,
con solapas y bolsillos delanteros, inspirado en los primeros años cuarenta.
Era de azul “italiano”, con escudo del viaje, otro de la casa Saboya de la
época y venía personalizado con el nombre de cada participante, su bandera de
origen en la manga, y un número por él elegido. Un auténtico detalle de
concepto y calidad. Además, se nos entregó un carnet de ruta que debería ser
sellado tres veces al día, protegido dentro de una funda de plástico, una
chuleta plastificada con el itinerario, los teléfonos más importantes y un
dorsal personalizado para la bicicleta. Estilo y diseño italianos a raudales. Habían
aparecido algunas bicicletas interesantes como la restaurada “Torpado” de
Alvaro o la inmaculada (a estrenar) “Gios” de Cristian, por supuesto la siempre
fiel “Sussi” de Nicola, además de tres Zanin. Hay que decir que había bastantes
bicicletas modernas, de carbono o aluminio, esto se explica porque sus reglas
permiten que gente que tenga ciertas dificultades de rendimiento, o especialmente
si avalan edad avanzada, puedan tomar parte en sus eventos con bicicletas
modernas. Por nuestra parte nos presentamos con una Razesa setentera (Javier) y
mi Vipch de los ochenta en color dorado “cromovelato”.
Empezamos el viaje subiéndonos en
un microbús y pasando media mañana en un viaje bastante largo hacia el este. En
una explanada solitaria, a unos 9 km de Trieste, paramos para cambiarnos de
ropa, preparar nuestras bicicletas, reunirnos con nuestra asistencia (el
camión, la furgoneta y una autocaravana en la que viajaban Cecilia e Ilaria,
esposa e hija, respectivamente, de Diego). El trayecto hacia Trieste fue algo
caótico. Un grupo de veinte ciclistas de distinta procedencia que se reúnen por
primera vez, es difícil que muestren en la carretera un comportamiento
compacto, así que el grupo se estiró y se rompió, y algunos hicimos lo que
pudimos para no perder la estela de los que sabían el camino. Primero vino un
llaneo apresurado (los comienzos en bicicleta, por alguna extraña razón,
siempre resultan precipitados), seguido de un largo descenso, cada vez más
urbano, hasta el centro de Trieste. Allí nos detuvimos ante la presencia del
tercer buque escuela de la Armada italiana, amarrado frente a la plaza de la
Unità d’Italia. Nos hicimos fotos y cruzamos hacia la amplia, elegante y
luminosa plaza, donde nos reunimos con el alcalde la ciudad, que nos explicó la
vinculación histórica de la urbe con la Gran Guerra y nos acompañó en un breve
paseo, hasta que enfilamos el camino hacia la catedral de San Giusto, donde
sellamos nuestra primera credencial. Fuimos saliendo de la ciudad por la costa.
El día era muy soleado y la luz del mar nos bañaba de color y calidez
veraniegos. La carretera costera era muy agradable, aunque presentaba demasiado
tráfico. Un intento de visita al castillo de Miramare resultó frustrado, por lo
que seguimos bordeando la costa en un grupo en el que se producían tirones, que
desencadenaban rupturas ante la prisa aparente de algunos de los de cabeza y la
falta de atención suficiente de otros de en medio. Tras remontar un poco de
altura y separarnos de la línea de costa, llegamos al descomunal Sacrario
Redipuglia, un mausoleo que en su día mandó edificar Mussolini para albergar
los restos de soldados fallecidos en la I Guerra Mundial. Nos lo explicaron al
detalle, exploramos una trinchera allí situada, y lo visitamos con respeto,
sobrecogidos ante la cifra de los 87.000 seres humanos que allí se encuentran
enterrados. Javier es un apasionado de toda la historia bélica, y en especial
de la referente a la Gran Guerra. Yo confieso que no es un asunto que me motive
demasiado, pero tengo que reconocer que el lugar me impresionó por sus
dimensiones físicas y las cifras de su contenido.
En Trieste,
casi todo el grupo reunido, enfundados en el maillot corporativo del viaje.
Piazza Unità
d’Italia, Trieste.
Trieste
visto desde la carretera costera por la que proseguimos nuestra ruta.
Detalle del
imponente Sacrario Redipuglia.
De vuelta al pedaleo, en un
momento dado, adelantando a un grupo que se descolgaba, logré alcanzar a los de
cabeza. Era la primera vez que veía el avance desde tales posiciones. Los de
delante en aquellos momentos pedaleaban en paralelo detrás de un sidecar
antiguo Ural de un amigo del grupo. Venía de perlas porque el viento pegaba de
cara. Pero al cabo del rato uno rebasó al motorista, luego otro, y finalmente
alguien más y la cabeza se volvió a disolver, demostrando cierta feliz
indisciplina que, salvo en momentos muy concretos, caracterizaría nuestra
marcha a lo largo de las seis etapas del viaje. Yo me quedé en el grupito de la
moto y por detrás venían (no a la vista) sucesivos grupos igualmente reducidos.
En un hotel a la entrada de Gorizia esperaba ya instalado nuestro camión y la
caravana. El viaje estaba organizado de forma que Diego pernoctaba con su
familia, ocho ciclistas varones (incluidos Javier y yo) en el camión, y el
resto se hospedaba en los hoteles seleccionados en el itinerario. De todas
formas, camión y caravana, siempre eran aparcados en las instalaciones
exteriores de los hoteles, de modo que la convivencia no se viera truncada. Así
mismo, todas las bicicletas se guardaban por la noche en locales dispuestos por
los establecimientos visitados. Un plan francamente bien organizado. En aquella
primera velada se sucedieron la ducha, un rato para tomar notas y una magnífica
cena grupal en la terraza cubierta del hotel. El viaje empezaba a tomar
verdadero cuerpo.
2ª Etapa: Gorizia – Casarsa della Delizia, 175 km.
Cada mañana, por lo general, mis
compañeros de camión madrugaban bastante más de lo necesario. De víspera se nos
indicaba la hora de salida y a partir de ahí calculábamos. Nosotros
desayunábamos siempre en la mesa exterior del camión. Aquella mañana llovía de
forma casi imperceptible y el cielo estaba encapotado. La etapa anterior todos
habíamos ido uniformados con la “maglia” del evento, pero hoy, que había
libertad al respecto, me decanté por mi Delmer Bikes naranja y negro. Desde el
principio se rodó a un ritmo más calmado, algo debían haber hablado entre sí
los principales responsables. La mañana fue resultando muy ágil y en seguida
empezamos a acumular bastantes kilómetros de aquella larga etapa. Pasamos por
una Gorizia italiana algo fantasmal e inmediatamente cruzamos la frontera hacia
Eslovenia. El paisaje fue haciéndose cada vez más bonito. Progresábamos por el
lecho de un valle muy verde, jalonado por montañas que cada vez se hacían más
evidentes y elevadas y junto a un río cuyo color azulado progresaba en tonos
más pastel y luminosos, casi como si de una irreal pintura naïf se tratara.
Abundaban los bosques y las cumbres se hacían más escarpadas. A ratos llovía
mucho, por lo que parte de la mañana transcurría con ese típico juego de quita
y pon con el impermeable, aunque finalmente se tuviera que quedar puesto la
mayor parte del tiempo. La última vez que me quedé a solas para ponérmelo (con
la furgoneta custodiándome detrás), debí aplicarme unos pocos kilómetros en
plan de CRI para alcanzar a Cristian que ese día había asumido la
responsabilidad de cerrar el grupo y vigilar posibles descarriados. Ambos,
inmediatamente nos unimos al grupo.
Más tarde el tiempo mejoró y
disfrutamos de pueblos y paradas muy bonitos. En Eslovenia el tráfico resultaba
mucho más relajado y fue bajando notablemente de intensidad. En un momento dado
un grupo se quedó cortado, con Gaetano y Alvaro dentro del mismo. Opté por
ponerme en cabeza y lo fui acercando de nuevo. Una vez logrado, volvía a la
retaguardia para disfrutar del panorama con calma e incluso hacer algunas fotos
en marcha. Ese modo de actuar lo repetí varias veces durante bastantes
kilómetros y la verdad es que me resultó muy entretenido. Gaetano, habitual en
él, me felicitó las maniobras y atenciones en varias ocasiones. En esa dinámica
hubo un momento en el que me encargué de relevos muy largos y cuando llegamos a
una parada de reagrupamiento puede percibir que hubo cierta bronca dirigida
hacia los de cabeza. Alvaro, con quien compartí muchos kilómetros en Pirineos
años antes, se me acercó para decirme que “cómo siempre, era un auténtico
señor”. Se lo agradecí, aunque no tiene mérito, sino simplemente se corresponde
con la personal forma que tengo de entender los viajes grupales en bicicleta. De
todas forma, el tema de las discusiones en aquel grupo era más una cuestión de
elocuencia teatral típica del carácter latino, ya que a los pocos minutos de
surgir, se diluían y olvidaban completamente.
Tras otro rato de pedaleo
maravilloso llegamos a Kobarid (en italiano Caporeto), famoso por haber sido
escenario de la probablemente más lamentable derrota sufrida por el ejército
italiano a lo largo de su historia. Allí visitamos un puente que nos ofreció
unas vistas espectaculares sobre el luminoso río azul turquesa. También visitamos
un pequeño museo sobre la Gran Guerra en el entorno local. Me resultó muy
interesante porque mostraba mapas con la evolución cambiante de las fronteras
y, sobre todo, un amplio reportaje fotográfico sobre la vida militar en las
cumbres, especialmente en condiciones invernales, con una carga de nieve
notable. Él o los fotógrafos de la época, desde luego, dominaban francamente
bien su oficio, pues las placas conservaban muy buena calidad. Tras el museo,
ascendimos un duro muro para alcanzar un mausoleo con más tumbas y unas
excelentes vistas sobre el valle. E inmediatamente después nos acercamos al
camión para disfrutar de un fuerte avituallamiento.
Inolvidables
kilómetros por Eslovenia. Tras la rueda de Alvaro.
Paisaje con
el mausoleo de Kobarid. Detrás las cumbres en las que se desarrollaron acciones
militares estratégicas entre la nieve.
Gino,
Javier, Gaetano y un servidor. Por ahí esparcidas algunas bicicletas de
interés: a la izquierda asoma la impecable Gios de Cristian, y a la derecha
aparecen la Sussi de Nicola, una elegante Olmo de Giovanni y mi Vipch.
La Zanin de
Gaetano. Una preciosidad con importante carga de apego emocional para su dueño.
Hermosísimo
curso fluvial que nos acompañó durante bastantes kilómetros.
Hasta ese momento la mañana había
ido muy bien en la relación tiempo transcurrido/kms completados. Pero el
“timing” se fue descontrolando a lo largo del resto de la jornada. Salimos algo
tarde, surgieron algunas dudas sobre la ruta y, en Udine, dimos más vueltas de
la cuenta, tanto para entrar como para salir de la ciudad. Por cierto, el
centro de la localidad es muy bonito.
Tiempo después paramos en una
sobria iglesia dedicada al recuerdo militar de la campaña italiana en Rusia
durante la II Guerra Mundial. El templo en sí es frío y poco atractivo, aunque
muestra unos enormes bajo-relieves muy ilustrativos. La parada fue larga e
incluyó varias explicaciones. A mí, y creo que a unas cuantas personas más, se
nos hizo demasiado duradera, además de llevarnos mucho tiempo, en un momento en
el que ya sufríamos déficit del mismo. A esas alturas un par de ciclistas ya habían
optado por subirse al furgón de apoyo. Uno por fatiga y el otro por avería. Se
libraron de una tarde marcada por un tráfico denso y algo amenazante, que
discurría por una ruta sin ningún atractivo. Sin embargo, la misma nos condujo
hasta Palmanova, una peculiar localidad turística que, vista desde el cielo,
presenta una planta urbana con exacta forma de estrella de nueve puntas. Es una
ciudad fortificada que empezó a construirse en 1593 con prioritarios objetivos
de defensa. Su plaza central es amplísima y en ella nos detuvimos a
refrescarnos con unas jarras de cerveza.
Vista
parcial de la amplísima plaza central de Palmanova.
Aún nos quedaban 40km para llegar
al destino y los recorrimos en gran grupo, en fila india y pendientes del
abundante tráfico de tarde. Al final el grupo de partió y me coloqué delante de
la 2ª mitad, tirando de la misma y regulando para no perder unidades. Un día
más me encuentré muy bien de fuerzas y lo achaqué a la reciente acumulación de
kilometraje patinando en Alemania. De hecho, poco a poco fuimos cazando e
incorporando gente que se iba descolgando de la mitad delantera. Así seguimos
hasta que a la entrada de la ciudad de destino, nos detetuvimos al ver a unos
que habían pinchado. Al rato, por detrás, se nos incorporaron Cristian, Javier
y alguno más que se habían quedado rezagados ante unas dudas surgidas sobre una
hipotética ausencia de un participante. El esfuerzo final me gustó, y de paso,
me propició el agradecimiento de algunos de los beneficiados. En cuanto a la
jornada ciclista en sí, me había resultado fantástica por la mañana aunque
perdiendo el encanto por la tarde. Sin embargo, tal y como los días siguientes
se encargarían de demostrar, el viaje se guardaba aún sus principales tesoros,
aquello no había hecho más que empezar. La rutina de final de la jornada se
impuso con celeridad: guardabicis, ducha y diario, seguidos de una cena
extremadamente copiosa y sabrosísima, con Gino y Gaetano en la mesa y dando
cuenta de dos botellas de excelente vino blanco frío.
3ª etapa: Casarsa della Delizia – Bassano del Grappa, 145 km.
Esa mañana, pese a haber estado
listos con tiempo de sobra, Javier y yo nos despistamos dando presión a mis
ruedas y, cuando quisimos levantar la cabeza, ya no quedaba nadie. Salimos a
toda prisa y logramos verlos al fondo de una larga recta. Me puse a pedalear
con fuerza y logramos alcanzar y sobrepasar a Antonio, que se nos unió hasta
dar caza al grupo. ¡Vaya calentamiento láctico para empezar la jornada!. Allí
nos quedamos, en la zaga, descansando a lo largo de tramos rectos con tráfico y
un paisaje anodino. Afortunadamente, al cabo del tiempo las rectas se fueron
estrechando, el tráfico empezó a desaparecer y el paisaje se hizo más rural y
atractivo.
Hoy prácticamente todos volvíamos
a vestir el maillot azul por motivos institucionales. Realizamos un corto pero
duro ascenso a una iglesia. En esta etapa decidí apretar en todos los ascensos
porque me apetecía, me sentía bien y quería mantenerme en forma. Muy cerca del
alto alcanzamos un cementerio en el que se encuentra la tumba de Ottavio
Bottecchia, mítico ciclista que fue el primer italiano en alzarse con el
triunfo en el Tour de Francia.
Sepultura de
Ottavio Bottecchia y familia.
[Ottavio Bottecchia, fue uno de
los más grandes ciclistas de la historia de Italia. En el año 1923 logró quedar
segundo en el Tour de Francia, el cual ganaría consecutivamente en 1924 y 1925,
erigiéndose como el primer ciclista italiano de la historia en conseguirlo.
Llegó a correr en España en alguna ocasión, como por ejemplo en la III Vuelta
al País Vasco de 1926. Su fallecimiento siempre estuvo envuelto en un halo de
misterio. Se le encontró con la cara destrozada junto a un muro y las
especulaciones se han ido sucediendo, barajando muy diferentes posibilidades:
accidente en bicicleta (totalmente descartado), agresión de un vecino por
asuntos de propiedad de productos de la tierra, venganza de un marido
deshonrado o asesinato por parte de un grupo de fascistas. Lejos de querer
plasmar aquí una micro-biografía, si interesa reseñar algunos detalles que
nuestro acompañante Cristian, buen conocedor de la vida del mítico ciclista,
nos comentó junto a su sepultura. Por lo visto Bottecchia, antes de triunfar
como ciclista, era lo que solemos denominar como “un muerto de hambre”. Durante
mucho tiempo, con frecuencia ascendía a las montañas que se ven desde el
cementerio, para ir a buscar piedras con las que iba levantando su casa.
Aquello le proporcionó una fuerza fuera de lo común a pesar de su ligereza.
Además de sus méritos ciclistas, fue honrado con la medalla de bronce al mérito
militar tras la I Guerra Mundial por ejercer como observador en bicicleta, funciones
por las que fue capturado hasta en dos ocasiones, que acabaron con sendas fugas
por su parte. La segunda, además, incluso ayudando a algunos heridos a
escaparse].
Descendidos del cementerio,
visitamos un monumento en honor al propio Bottecchia, lugar en el que nos
habíamos citado con varios ciclistas representantes del Club Vittorio Veneto,
los cuales nos acompañarían durante todo nuestro deambular por su municipio.
Entre ellos destacaba la afinada figura de Renatto Longo, un hombre de 80 años
de edad que fue cinco veces Campeón del Mundo de ciclo-cross y otras once de
Italia. El campeón sigue fino, con una planta y un aspecto envidiables, y una
cercanía y simpatía naturales dignas de mención.
Con mi
bicicleta ante el monumento en honor a Bottecchia.
De izquierda
a derecha: José, Gino, Renatto Longo, Gaetano y Javier. Detrás, sonriendo,
Cristian.
Todos juntos entramos pedaleando
en la ciudad de Vittorio Veneto, un casco urbano elegante, caracterizado por
amplias calles con mucha abundancia de villas unifamiliares de empaque. Fuimos
recibidos en el ayuntamiento por parte de su alcalde y varios concejales.
Recepción oficial, intercambio de regalos y un posterior refrigerio en una
terraza de la plaza. Al despedirnos, dimos una vuelta por el barrio antiguo de
la ciudad, una joya de casas concentradas de estilo veneciano. Después, los
cicloturistas nos guiaron por algunas carreteras estrechas hasta embocarnos en
la ruta a seguir, justo antes de despedirse.
Un rincón
del casco más antiguo de Vittorio Veneto.
La ruta transcurría por
carreteras estrechas y sin tráfico, tomando algunos desvíos hasta acceder a una
zona de viñedos en la que pronto nos reunimos con el camión para comer. De
nuevo en marcha, nos vimos algo descoordinados y hubo bastantes pequeñas paradas
que nos fueron robando mucho tiempo. Lo mejor es que el paisaje se había ido
haciendo más variado, con profusión de colinas boscosas, laderas cultivadas con
viñas y preciosas carreteras solitarias que serpenteaban entre recodos y
rincones. En aquel romántico laberinto de cruces estuvimos un rato perdidos
buscando un monumento dedicado al militar Francesco Baracca, muerto en
accidente aéreo. Resulta que uno de sus emblemas de familia era un “cavallino
rampante” que, por amistad, cedió a un piloto de carreras de coches amigo suyo
llamado Enzo Ferrari…
En medio de aquel sube y baja,
con el grupo mermado por algunas ausencias que a los no implicados en la
organización se nos escapaban, incluso nos detuvimos a admirar una enorme
locomotora de vapor y a tomar una breve cerveza. En un descenso moderado en el
que acompañaba a un rezagado, nuestro compañero francés Toni sufrió un pinchazo
que me encargué de arreglar con Gaetano. Pronto llegó un fuerte ascenso de 3km
hasta la hermosísima localidad de Asolo. Es un lugar con solera, encaramado en
un alto que domina todas las tierras bajas circundantes. Allí nos encontramos
una pequeña exposición de fotos de Pinarello, ciclista y constructor nacido en
la región. Una prueba más de que el Veneto es una de las regiones de Italia
(sino la que más) en las que más arraigo tiene el deporte del ciclismo. También
allí, en un agradable bar a la sombra de una coqueta placita, nos tomamos otra
caña, antes de dar una vuelta en bicicleta por la plaza principal y el centro
histórico de Asolo.
Bárbara en
pleno último esfuerzo en Asolo.
Nicola
corona sonriente la ascensión.
Por aquellos territorios, Lucca,
un nuevo acompañante, era quien ejercía las funciones de guía del pelotón. El
final de la etapa resultó precioso, manejando el manillar entre viñedos, con
muchas curvas, giros de noventa grados, y una cuidada selección de
carreterillas rurales. Las lomas iban relajando sus perfiles y el contraluz de
la tarde daba color a la “grupetta”, que rodaba encantado con sensación de
disfrutar de un escondido paraíso. Y así, sin novedades, alcanzamos el destino
de Bassano del Grappa. Una ciudad fascinante que recorrimos apeados de las
bicicletas, dado el bullicio de personas que paseaban por sus calles y plazas,
o se acodaban en las paredes de los bares, disfrutando de una especie de
aperitivo de tarde. El ambiente era llamativo, el más evidente que
encontraríamos a lo largo de toda nuestra estancia en Italia. Mucha gente
joven, parejas, turistas, etc. Todos ellos conquistando las calles con manifiesta
motivación ociosa y de pasarlo bien. Aunque el peculiar “Ponte Vecchio” sea
quizás el atributo más característico del lugar, toda la ciudad resulta
atractiva. Nos tomamos una de esas características bebidas autóctonas, en un
bar histórico del puente. Allí, precisamente, nos encontramos con caras nuevas
que se incorporarían al viaje parcialmente, o como en el caso de un matrimonio
alemán (Bettina y Thomas), hasta el final. Despachada la copa, cruzamos el
puente y pedaleamos junto al río y por un callejón, unos 2 km hasta el punto en
el que hotel y camión nos esperaban. De hecho, ese último trayecto lo llegamos
a repetir dos veces más aquel mismo día. Una, ya duchados y vestidos de
paisano, para regresar al centro para cenar todos en un buen restaurante; y
otra, con el frontal encendido, en plena noche, para volver a dormir después de
la cena.
El pelotón
disfruta tranquilo de los últimos kilómetros de la etapa.
Vista del
Ponte Vecchio de Bassano del Grappa.
4ª Etapa: Bassano del Grappa – Asiago, 136 km.
¡El cuarto día fue una inmersión
total en el núcleo del ciclismo italiano de siempre!. La “partenza” se adelantó
con respecto a los días anteriores, quedando establecida en las 7,30 de la
mañana. Un rodeo por los alrededores de Bassano del Grappa hizo las veces de
calentamiento, y, de inmediato, iniciamos el ascenso del Monte Grappa, “Cima
Coppi” y una montaña “sagrada” para la nación italiana, tanto desde una
perspectiva ciclista, como histórica y bélica. La inicié en cabeza con Antonio,
Thomas y Javier, aunque este último, enseguida optó por un ritmo más moderado.
Los primeros 4 km son francamente duros, aunque gozan de la sombra que ofrece
una ladera boscosa sobre la cual la carretera dibuja unas cuantas horquillas.
Antonio, un hombre fuerte sobre la bicicleta, nos fue regulando un ritmo apto
para que lo pudiéramos seguir. Si veía que se pasaba, ralentizaba un poco, si
nos veía bien, apretaba. Se le notaba con ganas de rodar en trío. Había
bastante tráfico de coches turísticos y motos. Era un típico día de domingo, en
un destino tremendamente popular, por lo que la densidad de vehículos fue
aumentando a lo largo de toda la mañana. Los 11 km de la primera parte se hacen
trabajosos, aunque todos ellos disfrutan de la mencionada sombra, y, a medida que
se elevan, van ofreciendo excelentes vistas sobre las llanuras circundantes. Antes
del primer alto principal hay un leve descenso en el que a Thomas se le cayó el
bidón y yo me detuve a esperarlo. Al final, los tres coronamos juntos y felices,
en el apalabrado punto de encuentro en el que nos hicimos algunas fotos y nos
tomamos un café. Hablando de todo un poco salió a relucir la edad de Antonio:
¡Setenta!, impresionantes: su aspecto y su rendimiento sobre la bicicleta.
Tras la
primera parte de la ascensión al Monte Grappa poso con Thomas, el mando Alpino
y Antonio.
Mauricio y
Giovanni coronan amigablemente la primera ascensión.
Poco a poco iban llegando los
demás. Lo hacían en diferentes agrupamientos en función de las preferencias de
cada cual, de ritmo o de compañía. El día era de nuevo generoso en sol y calor,
aunque a medida que ganamos altitud, la brisa facilitaba que la temperatura fuera
perfectamente llevadera. Partimos de nuevo, primero descendiendo un rato, y
después iniciando la segunda parte del largo ascenso a la montaña (unos 26 km
en total). Aquella segunda parte la iniciamos con dos acompañantes extra que,
en diferentes momentos, se nos acabaron quedando detrás. La vegetación arbórea
desapareció, y en su lugar la pirámide de la cumbre y sus collados adyacentes mostraban
laderas tapizadas de verdes pastos de montaña. Los paisajes resultaban muy
abiertos y la ascensión se volvía a endurecer bastante en algunos tramos. En un
momento dado, Antonio, que nos había vuelto a plantear un ritmo adecuado al
trío, nos avisó de que apenas quedaba un kilómetro de ascensión. Mientras yo
interpretaba el comentario como una señal de ánimo y compañerismo, Thomas dio
un acelerón y se marchó él solito hacia adelante, mientras Antonio se me quedaba
mirando con cara de emoticono interrogante. Se ve que los tres íbamos pensando
en diferentes “juegos”. En cualquier caso, arriba, enseguida, los tres nos
volvimos a reunir, rodeados por un ambiente plagado de ciclistas, moteros y
demás turistas sobre ruedas. A destacar una excursión de Vespas cuidadísimas y
preciosas, con algunas unidades verdaderamente originales en su acabado. La
cumbre del Monte Grappa es un espacio militar custodiado por un destacamento de
Alpinos. Precisamente, el joven que ostenta el “mando en plaza”, era un
ciclista que nos había acompañado en algunos momentos de la ascensión y que
ejerció de anfitrión para todo nuestro grupo. Nos dispuso un garaje para
guardar las bicicletas, nos preparó un comedor aparte en el refugio hostelero
de la cumbre y nos hizo una breve visita guiada al mausoleo de soldados
fallecidos que hay construido sobre el punto más elevado de la montaña. Arriba
hacía frío. Estábamos a 1775m de altura. Mientras esperábamos a todos para
comer, hubo que ponerse el cortavientos y sentarse al sol protegidos del
viento. Mientras devorábamos la pasta, ya todos juntos, en las paredes de aquel
típico comedor de refugio de montaña podíamos ver unos posters que mostraban
imágenes, información y perfil de cada una de las ¡10 ascensiones! ciclistas
que ofrece esta montaña. Esta mítica Cima Coppi. Nosotros no ascendimos ni la
más dura ni la más suave, sino una especialmente clásica y que aporta un buen
equilibrio de dureza y longitud. En lo personal yo había anticipado mi
particular homenaje luciendo para la ocasión una “maglia” rosa de punto, de los
años 40-50. Arriesgado pero emotivo.
“Casa armada
(cuartel) del Grappa y Refugio Bassano.
Con Javier,
con el Sacrario del Grappa al fondo, así como el último tramo de carretera de
ascensión.
Detalle de
algunas vistas desde la cumbre, se aprecian algunos de los trazados de
ascensión diferentes a los empleados por nosotros para subir y bajar.
Ocupamos
hasta cuatro mesas en el comedor del refugio. Aquí aparecen dos de ellas.
Una imagen
imposible: nuestras bicicletas reposan respetuosamente a los pies del Sacrario
en el Grappa. Normalmente no se permite el acceso allí en bicicleta, en este
caso entendieron que se trataba de una ocasión especial, avalada por el
homenaje que todo nuestro itinerario estaba forjando.
El descenso por otra vertiente
fue larguísimo y muy precavido porque Antonio se lo tomó con muchísima calma, y
Thomas y yo “respetamos” su planteamiento. Fue un descenso con muchos tramos de
pedaleo, por lo que acabó acumulando bastantes kilómetros. De todas formas,
considero que toda precaución era buena porque el comentado tráfico turístico
proliferaba por las diferentes carreteras y en el caso de algunas motos,
mostraba evidentes tintes “cañeros”, por lo que tener margen para ceñirse a la
cuneta propia al salir de las curvas ciegas, era un claro plus de seguridad.
Una vez abajo, nos detuvimos para reagruparnos completamente. El calor volvía a
resultar excesivo, ya perdida la altitud. Continuamos todos por algunas
carreteras de enlace, con terreno variado y cada vez con menos tráfico, hasta
finalmente poder olvidarnos de él. Nos detuvimos para visitar un fuerte que
tuvo una utilidad efímera en una guerra en la que el fuego enemigo de gran
calibre no le dio ninguna oportunidad práctica. Un rápido descenso de “paellas”
anchas y de asfalto nuevo nos dejó junto al camión para un avituallamiento
previo al ascenso de un segundo “puerto” de unos 7-8 km hasta Enego. Un hermoso
pueblo abalconado hacia el valle, que nos daba la bienvenida al Altiplano. Para
aquella subida cambié de compañía y decidí ascenderlo con Javier, a quién
apenas había visto en carretera durante el día. Escalamos juntos y solos, sin
descanso, y a un ritmo vivo, pero llevadero. La ascensión, marcada por una
sucesión de horquillas, era muy bonita y a la sombra del arbolado. Una
excelente carretera, de pavimento prácticamente nuevo en sus primeros kilómetros.
Alcanzado el casco urbano, tras
repostar agua fresca en una fuente, y asomarnos a un mirador, Diego nos propuso
ir avanzando con él y con Mauricio. Quedaban 25 km, era tarde y aún faltaba
gente por llegar, así que aceptamos con la condición de que se diera expreso
aviso a Gaetano. La verdad es que el tramo final lo acometimos bastante
“vacíos” de fuerza, pero fue un auténtico disfrute porque la carretera resultó
maravillosa y solitaria, ascendiendo, descendiendo y serpenteando entre los
pliegues del paisaje del Altiplano, pero sin bajar de él. Cruzamos una garganta
espectacular por su estrechez y profundidad. Lo hicimos por medio de un
viaducto de más de 170m de altura. El trayecto nos exigió un duro ascenso
inicial de 4km, seguido de un semi-descenso, un nuevo repecho y otro
semi-descenso de esos en los que avanzas mucho al poder pedalear con todo el
desarrollo metido. Aquello se convirtió en uno de los mejores tramos ciclistas
de mi vida. Uno de esos que se te quedan grabados en la memoria, en las retinas
y hasta en las sensaciones corporales. Diego nos guiaba con perfecto
conocimiento de la ruta y un ojo atento a los posibles síntomas de fatiga de
Mauricio. Éste demostró ser un ciclista como la copa de un pino. A sus 74 años,
se dosificaba con sabiduría en las ascensiones, mostraba gran oficio cogiendo
rueda en los llanos y trazaba con elegancia, velocidad y eficacia todas las
curvas de los descensos. Había que ir verdaderamente concentrado para no perder
de vista su rueda en tales ocasiones. El paisaje era de fábula. Colinas
elevadas con bosques alpinos salpicadas por pequeños pueblos con casas que bien
podrían corresponder a algún territorio Suizo o Austriaco.
Luz de
tarde, Javier y Mauricio superan la última pendiente antes de alcanzar el final
de la dura jornada.
Ya en el destino, después de
guardar las bicicletas y ducharnos, Javier y yo nos premiamos con sendas
cervezas muy especiales. La cena consistió en un menú de especialidades
Cimbras. La cultura Cimbra tiene procedencia germana (bávara y tirolesa),
aunque algunas leyendas localizan sus raíces previas en Dinamarca. Los hechos
parecen confirmar que durante la Baja Edad Media, parte de este pueblo emigró
al Altiplano ahora italiano, instalándose en él, y conservando, desde entonces,
gran parte de su acervo cultural (lengua y gastronomía entre otros). La cena
volvió a resultar estupenda una vez más, y yo aproveché los postres para hablar
en público al grupo, y hacer un breve discurso de entrega de mi tercer libro
del blog a Gaetano. Ese en el que hay un capítulo dedicado a la marca de
bicicletas Vipch (la que llevaba en el viaje), y otros dos que narran mi
convivencia con los miembros del grupo Vacamora (Roubaix y los Pirineos). La
velada se prolongó con buena charla, y unas cuantas risas con el matrimonio
alemán.
5ª Etapa: Asiago – Rovereto, 122 km (+ 10).
Con respecto al último tercio del
viaje, algo en mi interior me decía que quizás, pasadas las hermosísimas etapas
centrales del mismo, los recorridos pudieran experimentar un cambio hacia una
normalidad consistente en la inclusión de un porcentaje aumentado de tramos sin
atractivo, con tráfico y que sirvieran de enlace hacia el destino final. ¡Me
equivocaba rotundamente!, las dos últimas etapas no solo no desmerecieron con
respecto a las anteriores, sino que siguieron sorprendiéndonos con trayectos
inigualables y dignos de recuerdo para siempre. El anteúltimo día amaneció
claro y despejado, aunque frío a causa de la los 1000m aproximados de altura.
Asiago es una ciudad pequeña que durante décadas ha crecido como centro
turístico para la práctica de los deportes de invierno. Eso es algo que se nota
en su paisaje, su estilo y su arquitectura. Sin embargo, para los tiempos que
corren, su cota se va quedando corta y aunque las nevadas invernales siguen
dándose, parece que lo hacen con menor frecuencia e intensidad. Pese a ello, en
plena temporada veraniega la localidad se mostraba llena de vida, sugerente y
con la apariencia de que dispone de suficientes atractivos y recursos
alternativos como para seguir adelante con su desarrollo.
Lo primero que hicimos fue un descenso
muy breve para alcanzar la entrada de un museo militar que estaba cerrado, y
fotografiar una locomotora muy especial: la verdadera Vaca Mora que da nombre
al club de nuestros amigos. La máquina reposa junto al edificio del museo, que
no es otro inmueble que el que fuera estación de destino de dicho ferrocarril.
El trazado del mismo se puede estudiar a ratos sobre el terreno y consistía en
un ascenso de gran desnivel entre las llanuras cercanas a Schio (sur) y Asiago,
basándose, evidentemente, en el sistema de cremallera.
Parte del
grupo posamos junto a la auténtica Vaca Mora: Giovanni, Mauricio, Nicola,
Bettina, Gaetano, José y Javier.
Volviendo a la bicicleta, el sol
ya brillaba con intensidad y la mañana fue discurriendo durante una ascensión
muy suave de unos 15kms que nos llevaban por un lecho de praderas verdes,
decoradas aquí y allá con bosquecillos de abetos. El alto marcaba varias
fronteras: la cambiante oscilación territorial entre Italia y Austría de épocas
pasadas, y la actual separación administrativa entre las regiones de Veneto y
Trentino Alto Adigio. Las abundantes vacas pastando nos hicieron recordar los
sabrosos quesos que estábamos disfrutando a lo largo de aquellos días. Y por
aquí y por allá, algunos cables y pilonas nos demostraban que aquello era un
territorio colonizado por numerosas y pequeñas estaciones de esquí. Hicimos un
par de paradas de reagrupamiento y mantuvimos un ritmo muy asequible, que en
esta ocasión disfruté ubicado por la zona delantera. No rodábamos en gran pelotón,
sino en un rosario de unidades o pequeños grupos configurados sobre la marcha.
En un momento dado, el horizonte me descubrió una evidente visión de los
Dolomitas. El conjunto del paisaje resultaba realmente hermoso, aunque más
familiar (alpino) con respecto a lo que estoy acostumbrado a visitar en muchos
de mis viajes de esquí o ciclismo. Efecto reforzado por el tipo de
construcciones.
Mauricio
disfrutando de los maravillosos kilómetros matinales.
Antonio
saluda y Nicola sonríe.
Toni,
Bettina y Gaetano cruzando pacíficamente fronteras que en el pasado fueron
escenario de cruentas pugnas bélicas.
Al final, surgió un repunte con
algo más de pendiente que ascendí a buen ritmo con Diego. Le pregunté si podía
iniciar el descenso para evitar aglomeraciones y me contestó que sí. Fueron
unos pocos kilómetros muy agradables y de poca pendiente que requerían algo de
pedaleo a favor. En poco tiempo se llegaba a Luserna, una localidad de montaña
que bien podría parecer ubicada en cualquier país alpino. Allí me encontré con
Cristian y Thomas que se habían adelantado en alguna de las paradas anteriores.
Al llegar Mauricio, los tres decidieron proseguir y me apunté, pero a Thomas le
sonó el teléfono y se despidió de nosotros, imagino que para esperar a su
mujer. Nosotros primero descendimos un poco, para luego volver a ascender, de
forma que llegamos a otro pueblo en el que Cristian nos propuso visitar el
fuerte Belvedere. Lo hicimos por fuera, retratándonos en su móvil y disfrutando
de unas vistas aéreas muy amplias. Luego empleamos un rato en preguntar a
varios transeúntes para cerciorarnos de dónde estábamos exactamente e iniciar
el regreso a la ruta oficial. Todo ello con constante contacto telefónico con
Gaetano, por parte de nuestro temporal guía Cristian. Rehicimos unos 5 kms del
camino tomado, esta vez en descenso y ascenso, para tomar un desvío por una
estrecha carretera de montaña que algunos llaman Kaiserjagerstrasse, y que se
descubre como un puerto de gran entidad, que en su sentido de descenso resulta
vertiginoso por su trazado, pendiente, longitud, apariencia aérea, angostura,
etc. Una verdadera pasada para los amantes de las fuertes sensaciones. Muchas
de las horquillas resultaban cerradísimas. Se intercalaban pequeños túneles.
Disfruté mucho del descenso porque, al ser únicamente tres, lo pudimos trazar
con soltura, cierta velocidad y mucha alegría, deteniéndonos una única vez para
admirar y fotografiar la espectacular vista de un gran lago en el valle. Al
grupo lo encontramos en un cruce poco antes del pié del puerto. A él se habían
agregado un ciclista y su nieto. El primero nos haría de guía y anfitrión por
el territorio próximo al lago.
Espectacular
vista de Caldonazzo y su lago, desde mitad del vertiginoso descenso de
Kaiserjagerstrasse.
Con algunas interrupciones,
bordeamos el lago utilizando mayormente una red de carriles-bici que nos
llevaron a un prado a la sombra en el que nos esperaban camión, caravana y
furgoneta, con todas las mesas desplegadas con manteles y hermosos centros de
flores silvestres, obra, sin ninguna duda, de la inspiración y el cariño de
Cecilia. Giorgio nos había cocinado un excelente plato de macarrones con
trucha, y el vino Riesling de la rivera del Rhin fue un generoso aporte de la
pareja alemana. También hubo pasteles, café y muchos otros detalles.
Nuestro
hotel-móvil nos espera para comer con las mesas dispuestas. Giorgio, de
espaldas, última la deliciosa pasta con trucha.
La vuelta al sillín se me hizo
especialmente dura después del banquete, además de que el calor a esa hora
resultaba casi insoportable. Pero menos de un kilómetro después ya estábamos
parando para visitar el museo de mojones de carretera de nuestro amigo local.
Los tiene plantados en un parque pequeño, son de diferente procedencia y cada
uno está dedicado a algún ciclista famoso. Además, en un garaje cercano, tiene
una interesante colección de bicicletas. Algunas de mucha edad, otras
procedentes de ilustres propietarios deportivos y alguna que otra joya desde mi
particular punto de vista o preferencia.
Preciosa e
impecable Legnano que colgaba junto (y sobre) otras muchas interesantes
bicicletas de diferentes épocas y expropietarios ilustres.
De nuevo en ruta se sucedieron algunas
conexiones algo incómodas pero que tuvieron el mérito de evitarnos carreteras,
y nos topamos con un salvaje descenso a Trento. El calificativo viene dado por
su longitud y la desorganizada forma en que lo acometimos como grupo. En la
histórica ciudad visitamos la fortaleza. Es un conjunto arquitectónico bastante
imponente en su exterior y sorprendentemente colorido en su interior, gracias a
unos vistosos frescos que adornan sus techos arqueados. La visita se centró en
la historia del alzamiento, captura y ejecución de Cesare Battisti, en 1916,
por parte del gobierno del imperio Austro-Húngaro. Todo un culebrón político
profusamente documentado a base de fotografías de la época. Impactante. Entretanto,
el calor seguía resultando terrible y sofocante.
Detalle de
la decoración de los techos de la fortaleza de Trento.
Para esas horas nos faltaban 25
km para alcanzar nuestro destino. Resultaron muy sencillos porque todos ellos
consistieron en un espacioso carril-bici separado completamente de las
carreteras y paralelo a un río. La única pega era que lo recorrimos con un
constante y notorio viento de cara. Personalmente fui remontando unidades hasta
coger rueda al grupo de cabeza constituido por Antonio, Diego, Cristian y
Thomas, que llevaban protegidas a las chicas (Bárbara y Bettina) y a un siempre
atento Mauricio. Javier venía tras de mí. Así resolvimos algunos kilómetros,
hasta que las chicas se empezaron a quedar atrás. Una primer vez ejercí de
enlace, quedándome a tirar del segundo grupo hasta empalmar con el primero,
pero la unión del colectivo duró poco y finalmente opté por quedarme chupando
rueda de los de delante. Así avanzamos otro puñado de kilómetros, hasta que un
incauto cicloturista nos adelantó y los miembros más “competitivos” de nuestro
grupo decidieron darlo todo para seguirlo. Ante tal panorama de carrera
improvisada, no tuve la menor duda de lo que debía hacer: dejarlos marchar y
quedarme con Javier y Bettina, para acabar la jornada a ritmo tranquilo y sin
riesgos extra. Llegando a Rovereto me pasé de largo y tuvimos que preguntar y
probar un poco hasta dar con el hotel de destino. Su aspecto no era tan
atractivo como los anteriores pero, a cambio, tenía una excelente piscina, algo
por lo que habíamos suspirado a lo largo de tan calurosa etapa. Unos largos, un
descanso y listos para cenar. La cena fue normal, una más en la que reponer
fuerzas y charlar con quien te tocara estar sentado. Pero mí se me hizo larga
porque me caía de sueño.
6ª Etapa: Rovereto – Thiene, 90 km.
Ese día evitamos, por aclamación
popular del pelotón, una corta y dura ascensión de ida y vuelta para visitar la
Campana dei Caduti. Había ganas de finalizar el viaje, cansancio generalizado y
aún nos quedaba una etapa con una dificultad significativa. Último desayuno en
la mesa del camión, y otro nuevo día soleado por delante. Para cerrar el ciclo,
se había acordado que todos volviéramos a vestir el maillot azul del viaje.
Cuando empezamos a pedalear yo tenía una idea incierta de lo que nos esperaba.
Nadie había sido demasiado concreto en su descripción y, para colmo, las
diferentes versiones variaban bastante entre sí. Mis piernas parecían frescas.
Completamente recuperadas de la etapa anterior, que en realidad, había sido la
única de todo el viaje en las que las había sentido algo fatigadas. La jornada comenzaba
con ascenso inmediato a través de una frondosa sombra, alternando tramos duros,
moderados, llanos y bajaditas. Y así sucesivamente durante bastantes
kilómetros. Me encontraba a gusto y rodaba por delante con Thomas, y ambos nos
veíamos obligados a detenernos cada cierto tiempo, ante sucesivas disyuntivas
en el recorrido. En un pequeño pueblo aprovechamos la ventaja para tomarnos un
café con Antonio, mientras esperamos al reagrupamiento. El panorama me recuerdó
mucho a Liébana. El ascenso recorría la media ladera de un valle que en el
horizonte de la vertiente opuesta nos muestra un precioso ejemplo de los
“Piccoli Dolomiti”, en forma de macizo rocoso muy afilado. La tónica descrita
nos ocupó gran parte de la mañana. Parte de la altitud que íbamos ganando se perdía
parcialmente con unos pocos kilómetros de descenso intermedio. En un desvío
abandonamos la carretera principal para tomar otra más estrecha que discurría
por un fresco y tupido hayedo, al final del cual apareció Camposilvano, donde
repostamos agua en una fuente fresquísima. El siguiente tramo de ascensión nos
hizo conectar de nuevo con la carreta anterior, junto a un bar en el que
paramos para tomar algo ante otro reagrupamiento general. Luego llegó un descenso
corto hasta un nuevo desvío que tomamos a la derecha para acceder al Ossario de
M. Pasubio, un nuevo monumento de recuerdo bélico. Tiene unas vistas excelentes
sobre toda la llanura italiana que queda situada al sur. Está situado a unos
1000 m de altura. Allí, la brisa resultaba agradable y podíamos ver Schio muy
cerca. La resistencia militar aferrada a estas últimas estribaciones montañosas
fue imprescindible y desesperada ya que de otro modo el enemigo hubiera
alcanzado la extensa llanura, exenta de accidentes geográficos que detuvieran
su avance.
Los Piccoli
Dolomiti se dejan ver por encima del frondoso valle.
Tras aquella parada dio comienzo
el verdadero espectáculo ciclista de la jornada. Primero un ascenso muy
empinado de firme rugoso y dibujado en forma de zetas hasta un puente tibetano.
Aunque Thomas lo enfiló por delante, lo fui alcanzando y al final acabó por
apearse de la bicicleta. Yo me encontraba a gusto subiendo y continué hasta el
espectacular puente en el que esperé haciendo fotos a los que iban llegando. El
paraje es muy bonito y el paso por el puente resulta emocionante. Lo hicimos
con la bicicleta en la mano. Inicialmente pensaba que era una mera visita de
ida y vuelta, pero resultó que no, que era una parte de un recorrido
francamente abrupto y singular. Tras el puente, vi que Antonio cargaba con la
bicicleta y empezaba a ascender por una senda montaña arriba. Así pues Javier y
yo empezamos a hacer lo mismo, en mi caso con la bicicleta al hombro, como si
de un tramo de ciclo-cross se tratara. El sendero zigzageaba con fuerte
pendiente hasta llegar a otro tramo de carretera. Al parecer, se trataba de una
misma carretera de montaña que se vio cortada hace tiempo por un derrumbe. La
segunda parte tenía tramos de piedras sueltas cada cierto tiempo. Seguía
ascendiendo y la recorrí con Antonio, porque Javier se había parado a descansar
un poco. Encontramos incluso una curva muy difícil, cerrada, y con todo su
lecho de piedras gruesas, con un escalón en medio. La superamos sin más, aunque
fuera mucho más propia de BTT. ¡Unas pinceladas de “Strada Bianca” radical para
aderezar el final del viaje!.
Diego
alcanza la cota del puente tibetano en pleno esfuerzo.
El largo y
espectacular puente tibetano.
Antonio y yo coronamos encantados,
y juntos alcanzamos la máxima altura y hasta me permití hacer algunas fotos,
antes de descender brevemente hasta el paraje del Rifugio Campogrosso. Es un
idílico lugar tapizado en pastos, con un sugerente refugio hostelero de aire
alpino y con excelentes vistas a la rocosa y abrupta sierra que pudimos ver por
la mañana. Saludamos a unas personas que allí nos esperaban y nos hicimos
algunas fotos mientras esperábamos al resto del grupo. El momento era ideal:
una etapa espectacular, cuyas principales dificultades ya habían sido
superadas; un lugar inmejorable; una espaciosa terraza orientada hacia unas
vistas espléndidas; y una comida autóctona deliciosa. Lamentablemente se dio un
suceso que me amargó el momento, así como las dos o tres horas siguientes,
hasta que tuve conocimiento de su resolución. Prefiero no comentarle porque
considero que entra dentro de parcelas de carácter privado y atañen a otras
personas. Afortunadamente, el asunto se solucionó sin dramas y sin daño alguno,
gracias a lo cual, puedo continuar con el relato.
Llegando al
refugio de Campogrosso, un paraje maravilloso y de atmósfera montañera.
Posando
contento con mi amigo Antonio.
Tras la comida, iniciamos un
largo y delicado descenso en dirección a las llanuras. Era estrecho,
pronunciado y plagado de curvas cerradas. Muy bonito y entretenido. La bajada
nos dejó en Recoaro, donde estuvimos esperando un buen rato la solución de
algunos problemas organizativos. Aproveché el momento para un recado, y los que
estábamos allí visitamos otro museo local relacionado con la dinámica del
frente en las montañas, que resultaba muy explícita al ser narrada con una
proyección de esquemas sobre una maqueta 3D de la zona. Además de aquello, el
lugar tenía una interesante colección de objetos del frente, incluida
indumentaria y complementos militares de alta montaña invernal de la época.
Acto seguido nos ofrecieron una recepción en un local municipal en el que nos
sirvieron frutas y refrescos. Con todo el grupo reunido de nuevo, ascendimos el
Passo Xon, un puerto empinado de pocos kilómetros y trazado agradable. Su
descenso se hizo muy veloz, así como algunos kilómetros llanos de enlace en los
que me vi detrás de tres italianos (Antonio, Doménico y Giovanni) que
pedaleaban a tope con casi todo el desarrollo metido. Total que, en muy poco
tiempo nos encontramos en Schio, donde fuimos a conocer el pequeño pero
entrañable taller-tienda de Zanin.
[Nuestro amigo Gaetano es usuario
fijo de bicicletas Zanin. De hecho, hace tiempo que por él conocimos su
existencia. En el viaje a Roubaix llevaba una Zanin roja, y el resto de veces
lo he visto con una elegante Zanin azul celeste. Esta última con unos racores
de dirección diferentes… En esta ocasión, además, Gino también llevaba una
Zanin de color blanco, y el propio Gaetano había prestado a Toni (uno de los
franceses) otra verde esmeralda. Esta última parecía un buen ejemplo de los
últimos intentos del acero por mantenerse en el mundillo del ciclismo
profesional, ya que estaba construida con aquellas tuberías de sección ovalada
que se presentaban torsionadas 90º sobre su eje longitudinal, para poder
mantener la rigidez, a pesar de tener una paredes más finas. La familiaridad de
Gaetano con la firma Zanin proviene de que ambos llevan gran parte de su vida
en Schio. Aunque el negocio lo regenta ahora su nieto, fue fundado por un
prestigioso mecánico del pelotón profesional de los setenta, que previamente fue
ciclista a finales de los años treinta. La pasión y las virtudes de Zanin no
fue la construcción de bicicletas, sino muy especialmente la mecánica de las
mismas. En su taller se exhibe un ejemplar montado con triple plato. Es muy
probable que fuera uno de los primeros triples platos que se hayan colocado en
una bicicleta. Sea ese detalle exacto o no, cuando menos, no se trataba de un
grupo comercial (porque en su época no se fabricaban) sino de un mecanizado,
diseño y montaje, resuelto por él mismo. Durante muchos años Zanin estuvo
trabajando como mecánico de equipos ciclistas profesionales. Así conoció a su
yerno, a quién pudimos saludar en el taller. Para Zanin, la vida de las
carreras le permitió vivir la Vuelta a España, y establecer una gran amistad
con Julio Jiménez, de quién conservan algunos recuerdos firmados, fotografías y
objetos ciclistas personales. El local es pequeño y sus paredes interiores
están forradas de fotografías de toda la vida de Zanin. En ellas pueden
reconocerse muchos personajes ilustres de la historia del ciclismo, así como
experiencias vitales que darían para escribir un libro diferente y jugoso,
desde la perspectiva de un histórico mecánico que, lamentablemente, ya no se
encuentra en este mundo material. Es probable que los momentos más
“prestigiosos” de Zanin como mecánico fueran las temporadas en las que ejerció
como mecánico de los equipos Bianchi (de Gimondi entre otros) y Molteni (para
el mismísimo Eddy Merckx). De aquella época su familia conserva unos tesoros
que únicamente muestran ante personas de verdadera confianza. Y tal fue el caso
para nosotros gracias a Gaetano. Se trata de las agendas anuales que Zanin
rellenaba cada temporada. En ellas pegaba recortes de la época, dibujaba los
esquemas de las medidas de las bicicletas de cada corredor, llevaba cuenta de
todo el material preparado para cada gran vuelta, lo desgastado, lo averiado…
resultados, anécdotas… ¡todo!. Un diario-archivo personal de riquísimo interés,
atractiva presencia y personalísimo estilo].
Un maillot
de Campeón de España (1964) , enmarcado, dedicado (1972) y regalado por Julio
Jiménez a Zanin.
52º Giro de
Italia (1969): Giuseppe Zanin, Silvano Ciampi y Julio Jiménez. “A mi gran amigo
mecánico Zanin en recuerdo de los días pasados en su casa, con afecto”. JJ.
En primer
término la bicicleta en que Zanin montó su propio sistema de triple plato. Como
fondo, bicicletas y recuerdos gráficos se hacinan, pugnando por hacerse un
hueco en tan modesto local.
Una joya:
una de las agendas de Zanin, del año 1975, militando en el Molteni. Abierta por
una página en la que el mecánico había dibujado el esquema de medidas de la
bicicleta de Eddy Merckx. En el borde de la izquierda de la fotografía, se
intuye la portada de su agenda del año anterior, en ese caso bajo la disciplina
del Bianchi.
Tras la visita a “Zanin”,
concluimos con un tramo neutralizado que, despacio y a través de carriles-bici
y vías secundarias, nos llevó a todos juntos desde Schio hasta Thiene. Para
cerrar el gran viaje en la misma plaza y heladería en la que habíamos empezado
una semana antes. Allí hubo recibimientos de familiares y allegados, abrazos,
felicitaciones mutuas y más tarde emotivas despedidas tras tantos días de
estrecha y rutera convivencia. Algunos, incluso lo prolongamos con una cena más
reducida. Todavía en el desayuno siguiente nos despedimos de Bettina y Thomas,
y aprovechamos el día para conocer a la familia de Gaetano, comer con los
franceses y hacer algo de turismo por el Altiplano.
El grupo completo antes de la salida (hubo gente que se fue incorporando durante el viaje, igual que algunos se despidieron durante el mismo, pero el grueso principal permaneció casi al completo). (Imagen: Dall'igna).
La experiencia resultó muy
intensa. Tanto desde un punto de vista ciclista, como puramente viajero,
histórico y cultural. Pero además estuvo cargada de intensidad emocional y
relacional. Conocimos gente nueva y nos reencontramos con amigos a los que las
circunstancias hacen que tan sólo podamos ver cada cierto tiempo. Lo que pasa
es que el esfuerzo, la carretera, los puertos, los peligros, el cansancio, la
solidaridad, los momentos de compartir, los paisajes sobrecogedores y tantas
cosas más, son catalizadores de las relaciones humanas y favorecen que el
tiempo pasado bajo tan variadas circunstancias genere un poso social mutuo que
parece quedarse adherido con fuerza en nuestros sentimientos. Tantos días,
tales personas y tantas vivencias ocuparían mucho más espacio escrito para ser
contadas con el respeto que se merecen, pero no dispongo de él en este formato.
Este capítulo, que aún así resulta extenso, es casi un telegrama de todo lo que
pude vivir allí. Hay un último detalle que me gustaría añadir, una pizca de
aprendizaje de la vida que me traje de allí: siempre me he preguntado hasta qué
edad podré seguir practicando el ciclismo que me gusta, el de recorridos
variados, tirando a largos y por lo general abruptos y exigentes. Sin
planteármelo con exactitud, vaticinaba que sería cuestión de algunos años o
quizá una década. No sé lo que me deparará el destino en este sentido, pero en
este viaje he convivido con un buen número de ciclistas (varios hombres y una
mujer) que superando los setenta años de edad, se han desenvuelto con
solvencia, clase, eficacia, salud, garantías y disfrute. Todo un ejemplo a
seguir.
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