A lo largo de las historia del
deporte ha habido eventos que han logrado hacerse un hueco de honor en el
imaginario colectivo internacional de deportistas, observadores especializados,
medios de comunicación y público en general. Aunque la tendencia actual de la
prensa deportiva pretende acelerar tal proceso, intentando convertir, de la
noche a la mañana, alguna competición con fuertes intereses económicos detrás, en
algo que adquiera el estatus legendario al que me refiero, en mi opinión hace
falta mucho más: épica, sostenimiento en el tiempo, palmarés, tradiciones
propias asentadas, encanto atemporal, etc. Wimbledon o Roland Garros son dos
ejemplos de este concepto que brillan de un modo diferente al resto de Grand
Slam. El concepto global de los Juegos Olímpicos es otro fenómeno deportivo que
genera mucho más sentimiento que cualquier campeonato del mundo de cualquiera
de las disciplinas que integran. El Tour es el Tour, el Torneo de las
(entonces) “Cinco Naciones” de rugby, el Tourist Trophy de la Isla de Man, el
Maratón de Boston (antes) o de Nueva York (ahora), el Grand National, la
Vasaloppet o la Marcialonga de los esquiadores de fondo, la Iditarod en Alaska,
y así podríamos seguir engrosando una lista que resultaría reconocible para una
amplia mayoría de aficionados al deporte, más allá de los apasionados de una
única disciplina de competición. A lo largo del relativamente breve periodo de
tiempo histórico en el que el deporte moderno se ha desarrollado, se han dado
muchos casos de pruebas míticas que no han sido capaces de sobrevivir como
tales. Sirva la Targa Florio como ejemplo ilustrativo. Pero también han
aparecido otras que, pese a su relativa juventud, se han hecho un importante
hueco en esta especie de ambigú de reputación. El “Dakkar” o el Ironman de
Hawai son dos muestras muy evidentes.
Más allá de los sueños
improbables de victoria que cualquier niño pudiera generar al encontrarse como
espectador directo o indirecto de alguna de estas grandes citas a las que me
refiero, todos, o muchos de nosotros, aficionados normales y corrientes,
reconocemos que seríamos felices con la simple posibilidad de tomar parte en
alguno de estos grandes trofeos de la historia del deporte. El problema es que
la gran mayoría de ellos nos están vetados. Son únicamente asequibles para los
grandes ases del momento. Sin embargo, otros se hacen accesibles, ofrecen algún
tipo de “puerta” de entrada a la participación mundana, y esto, precisamente,
muchas veces ayuda a que tengan aún más tirón. Aunque sea de modo simbólico, no
deja de generar cierto regusto fetichista el hecho de considerarse participante
en la misma competición que disputaron, disputan o disputarán los grandes
campeones de la especialidad.
Personalmente nunca he ejercido
de “coleccionista” de estas experiencias. Al menos no hasta hace poco, cuando
casi de modo de accidental o colateral, me he visto atesorando algunas de forma
directa o simulada. Un ejemplo fue mi doble participación en las 24 horas de le
Mans en patines. Ya sé que no fue lo mismo, que no era en coche, ni el mismo
día de la carrera, pero el escenario y muchos otros atributos, las dotaron de
connotaciones muy-muy cercanas. Tampoco considero una participación pura las
convocatorias “retro” del Tour de Flandes, o de aquella versión de la
París-Roubaix. Ambas entrarían en la categoría de tributos, que están muy bien,
pero no pueden considerarse lo mismo que una participación original sin
cortapisas. Reales, aunque vividas como técnico (que tampoco está nada mal) en
vez de cómo deportista, disfruté de tres ediciones de la Regata de La Concha de
San Sebastián de traineras, y en dos de ellas disputando la gran final de doble
jornada. Y no es que yo buscara o necesitase incluir al menos un evento de
estas características como deportista, lo que ocurre es que da la casualidad de
que hay uno (incuestionable) que además de quedarme cerca de casa, admite
participación y se disputa en una de mis modalidades de práctica favoritas: el
Descenso Internacional del Sella (piragüismo).
Aunque llevo algunas décadas
practicando piragüismo, “mi” desempeño ha sido siempre ajeno y diferente al que
estilan los palistas que compiten. Me he dedicado siempre a utilizar el kayak
como instrumento de ocio, viaje, turismo o expedición. Nunca jamás como
entretenimiento competitivo. De hecho, aún hoy mantengo y confirmo que tal
“visión” de su práctica es la que me llena, la que me atrae, la que más me
apetece y con la que más disfruto. De ello he dado muestras escritas durante en
varios capítulos de mis escritos. Tal es así que no ha sido hasta este año, ya
con más de medio de siglo de vida a mis espaldas, cuando me he visto tomando
parte en alguna prueba competitiva en la que desplazarse en kayak formara parte
del juego (lo del juego, desde mi perspectiva, se amolda muy bien a esta
afirmación). Lo he hecho mediante un par de cuadriatlones y un buen puñado de
regatas de piragüismo de aguas tranquilas. Enseguida repasaré la experiencia en
las segundas, pero antes, quiero explicar un poco cómo llegué a ello.
Tal y como introduje al
principio, la participación en el Descenso del Sella, sin pretensiones de
rendimiento, y al menos una vez en la vida, se me antojaba como una experiencia
bonita, digna de ser “coleccionada”, teniendo en cuenta su accesibilidad. Pero
si había algo que me había retraído de ello hasta ahora, era cierta aprensión
ante el tumulto logístico de traslado, aparcamiento, ubicación, etc.
Masificación generalizada y mi desconocimiento e inexperiencia, me parecían dos
ingredientes cuya mezcla podría resultar desagradable. Así que me decanté por
acercarme a un grupo de personas conocidas con las que además tenía que
reunirme para otros planteamientos concretos al margen. El resultado, tal y
como creo que ya he dejado caer en algunos capítulos anteriores, es que esta
temporada me he visto federado en piragüismo, “re-aprendiendo” a remar, e
incluso participando en varias regatas. Resulta gracioso que, a lo largo del
proceso, lo que representó inicialmente el objetivo principal (participar en el
Sella), poco a poco se fue difuminando, a causa de la intensidad del proceso de
entrenamiento, aprendizaje, convivencia, etc. de la vida de club. Compañeros,
experiencias, transformación técnica y barcos, han sido capaces de casi hacerme
olvidar la pretensión inicial.
De las personas no voy a hablar,
al menos directa o concienzudamente, porque no es un asunto al que acostumbre a
emplearme en este contexto narrativo. De los barcos ya lo hice en el capítulo
titulado “Flota”. Y de las regatas lo haré enseguida. Pero ahora intentaré
explicar lo que denomino como “el choque técnico”. La manera en que yo paleaba
y manejaba el kayak antes de acercarme a este mundo tan novedoso era muy
diferente (y en algunos aspectos casi opuesta) a la que han estado tratando de
inculcarme en el club. Mi objetivo previo era el turismo o la expedición de
larga distancia con prioridad sobre la seguridad y, en ocasiones, acarreo de
carga. Contra aquello, mis prácticas de la temporada han buscado una mejora de
la velocidad de cara a las regatas. Como mis barcos “de casa” no disponen de
timón, me exigían aplicar movimientos de pala “circulares” o de control
propulsivo asimétrico, de modo que el casco fuera dirigido con la misma acción
de paleo. Todos los barcos del club son modelos con timón y la palada pretende
generar, exclusivamente, propulsión. Hasta entonces yo venía utilizando palas
convencionales, en las que los comportamientos de acción-reacción resultaban
más simples. Desde mi primer día de ingreso en los entrenamientos dispuse de
palas cuyos específicos perfiles y labios generan vórtices y efectos en
ocasiones inesperados. El primero de ellos consistente en que si dejaba la pala
entrar en esa zona que tanto utilizaba anteriormente, la que va más hacia popa
que mi propia cadera, la misma tendía a succionarme hacia el agua (y volcarme).
O por ejemplo, que variando el tipo de pala, las reacciones de mi cuerpo y
embarcación a cada palada, podían resultar completamente diferentes o incluso
inversas. Todo un mundo de complejidad. Pero no todo acaba ahí. Al parecer yo
abusaba de esfuerzo de tracción (tirando de brazo y dorsales), cuando resulta
imprescindible (para una palada técnicamente eficiente), trabajar la impulsión
pectoral y abdominal. Y para colmo, hacía más hincapié en lo que peor ejecutaba
técnicamente: traccionar; pues según mi “entrenador” Keko, me salen mucho mejor
los ejercicios técnicos de impulsión. Un galimatías corporal.
Keko es Agustín Calderón, un
palista de pedigrí, fruto de una saga tradicional dentro del piragüismo
español. El se crío en la Bahía santanderina, instruido por su familia y por
los primeros entrenadores nacionales que por entonces había. Pero más tarde,
con la revolución de técnicos deportivos que se generó durante la Transición
(Plan ADO y JJOO de Barcelona 92 de por medio), acabó siendo pulido
técnicamente por especialistas fichados de los antiguos países del Este. En
concreto, según él nos asegura, en el club seguimos la denominada “escuela
húngara”. Pero aviso de que si alguien pretende hacerse una idea mínimamente
aproximada de en qué consiste, o cómo es, deberá abstenerse de fijarse en mí,
porque técnicamente soy nefasto.
Y ahora sí, lo prometido es deuda
y paso inventariar un rápido recuento de las regatas en las que participé antes
de acudir a la cita del Sella:
19 de febrero: Trasona. Empecé a
remar en el club en noviembre, y al poco tiempo ya debuté por primera vez en mi
vida como palista federado en una regata asturiana en el embalse de Trasona, en
las proximidades de Avilés. Aunque estábamos en pleno invierno, el día fue
primaveral e incluso veraniego a ratos. Uno de esos regalos que el clima
cantábrico tiene a bien ofrecernos con cierta frecuencia. Como ocasión de
bautismo quizás aquella no era la regata ideal, ya que al contrario que las que
se celebran en Cantabria, con participación francamente reducida, mi debut en
tierras asturianas, contaba con bastantes más embarcaciones en la línea de
salida. El embarque fue sencillo, aunque a la hora de mi prueba, se levantó
algo de viento, tras una mañana de completa calma chicha. Ante la novedad,
tanto barco calentando me agobiaba por mi falta de costumbre a remar rodeado de
palistas en todas direcciones. Me moví como pude intentando no molestar a
nadie. Y minutos antes de la salida, me arrimé a la orilla para sostenerme sin
riesgos. De hecho, me quedé unos 50 metros detrás de la misma, y únicamente
cuando empezó la prueba, comencé a remar desde aquella posición. Así aprendí
varias cosas: una, que cuando las piraguas parecen estar muy cerca unas de
otras, aún queda mucho margen de maniobra (reducir mi “distancia de seguridad”)
y dos, que la distancia aparente vista desde atrás, es mucho mayor en la
realidad. Otra sorpresa novedosa fue comprobar la cantidad de oleaje de
inestabilidad que se genera durante una salida colectiva. A ella me enfrenté,
procurando más mantenerme a flote que avanzar, lo cual hizo que cubriera todo
el recorrido (creo recordar que tres vueltas) en solitario, a excepción de dos
piraguas a las que alcancé y sobrepasé, pero que finalmente se retiraron antes
de acabar. Al final hubo algunos que me doblaron, y los últimos tramos de mi
recorrido los hice con algo de apuro o vergüenza, pensando que por mi culpa el
plan de la jornada de regatas pudiera estar retrasándose en exceso. Eso sí, al
llegar a la orilla, la mayor parte de mis compañeros de club, estaban allí
esperándome y felicitándome por mi primera regata completada. Fueron 4,8 km (en
realidad significativamente más, ya que cada una de las cuatro boyas de cada
vuelta al circuito cuadrangular, las di exageradamente abiertas por falta de
experiencia de referencias y por temor a molestar a los que pudieran doblarme.
Además, no me sentía seguro para mirar hacia atrás). Remé con la Wild River, barco
que, a la postre, ha resultado mi compañero más habitual de regatas a lo largo
de toda la temporada.
Trasona, la
primera regata de mi vida en piragua. (Imagen: pacodeaviles.es).
26 de febrero: Oriñón. Roto el
hielo competitivo, me decidí a acudir a todas las regatas que me fuera posible.
Sin que ello supusiera abandonar otros planes de interés, u obligaciones y
compromisos personales. Durante el año he dejado de acudir a muchas cercanas,
pero aún así he participado en bastantes más de lo que me hubiera podido
imaginar. La de Oriñón fue una regata típica de la Liga Cántabra. Cinco
kilómetros de recorrido, en (creo que) tres vueltas a un recorrido de ida y
vuelta por la ría. La ría es francamente bonita y se rema desde un arenal
playero que protege de las olas del mar, que rompen, aún así, bastante cerca.
En esa ocasión salí con una piragua de mar, más larga de lo permitido por el
reglamento, pero de bañera convencional: la Denia. Era un barco que aún no
tenía, ni mucho menos, dominado, lo cual acabó pasándome factura. Para empezar
lo pasé bastante mal durante los momentos previos a la salida, intentando
colocarme y esperar algo rezagado, dentro del reducido espacio existente entre
la línea de salida y la desembocadura de la ría. Volví a esperar la salida por
detrás, aunque ya a una distancia de una o dos decenas de metros. Sobreviví al
oleaje de salida milagrosamente y realicé la regata procurando no volcar, lo
cual hizo que mi velocidad de desplazamiento resultase francamente lamentable.
A media regata conseguí habituarme más al barco y creo que remé mejor, pero el
cansancio, el adormecimiento de mi pierna izquierda (un mal que sigo
arrastrando con frecuencia en la mayor parte de las piraguas que uso) y quizás
el exceso de confianza final, hicieron que me despistase un instante y volcara
repentinamente cuando ya tenía la línea de meta a la vista. Antes había tenido
algunos “sustos”, pero me había librado de todos ellos. Un piragüista muy
veterano, a bordo de un K1 que parecía un mondadientes puesto de canto sobre el
agua, me ayudó como apoyo en el agua para que me pudiera volver a subir y,
aunque ya descalificado, completara el recorrido y llegara a tierra por mis
propios medios. Había hecho bastante bueno, y como durante todo el invierno,
llevaba puesto un neopreno completo de tirantes, así que la experiencia no fue
desagradable y no minó en absoluto mis ganas de repetir, aunque eso sí, redujo
mucho mis expectativas de evolución. Visto de forma retrospectiva, quizás
incluso demasiado.
5 de marzo: Puentenansa. De hecho
muy poco tiempo después ya estaba apuntado al Campeonato Regional en el
denominado embalse de Palombera, sobre aguas del río Nansa. El clima en aquella
ocasión sí que tenía un aspecto invernal. No muy crudo, pero si fresco, nublado
y ligeramente amenazante. De nuevo sobre 5 km y creo recordar que también con
tres vueltas a un circuito de ida y vuelta. Llevaba algo de aprensión a
cuestas, y sin embargo, cosas de la vida, aquella es probable que haya
resultado mi mejor regata hasta la fecha. Como la Wild River estaba de nuevo
ocupada (igual que en Oriñón) me tocó salir con una Struer. Aquello me
proporcionó un margen ampliado de seguridad y me animó a salir, aún más cerca
de la línea. Aún así, como siempre, lo hice en último lugar, aunque en esta
ocasión remonté dos barcos que ya solía superar, e incluso con el paso del
tiempo, a otro modesto participante de mi propio club. La sorpresa final fue
verme dando caza a un amigo que lleva ya años remando y lo hace a bordo de un
verdadero K1, al cual sorprendí esprintando al llegar a meta. Aunque no logré
vencerlo, aquello fue una verdadera inyección de moral. En este caso también,
aunque en sentido contrario, probablemente desmedida. De hecho, en sucesivas
regatas, al mencionado amigo no he vuelto a verlo cerca. Su “zona de desempeño”
está bastante más por delante que la mía. Aquella regata me sirvió para
comprobar que cuando remo en un barco en pleno proceso de adaptación al control
de su equilibrio, mi técnica y capacidad propulsiva resultan mucho menores que
cuando las ejecuto sobre una piragua en la que me siento plenamente seguro.
Respecto al paraje, aunque el embalse era corto, me encantó por su estrechez,
lo abrupto de sus orillas y como queda envuelto por montañas bastante
escarpadas.
Disfrutando
en el embalse del Nansa. (Imagen: fotoyos).
26 de marzo: Colindres. Creo que
con ocasión de jornada de liga otra vez, estrené por primera vez el habitual
campo de regatas de Colindres, que va desde el puente de Treto hacia el mar,
pero sin alargarse demasiado, es decir, quedando completamente enmarcado en esa
parte de la ría, muy lejos de Santoña y sus marismas. Fueron 6,2 km. Mucho
mejor para mí que remo tan lento que el incremento de distancia apenas me
afecta. Repetí con la Struer por las mismas causas de reparto de club, lo cual
no me molestó, aunque hubiera preferido la WR por ser ésta un poco más rápida.
Aunque esta regata la tengo algo borrosa en mi memoria, se desarrolló en un día
nublado con algo de ola moderada de ría y en la tónica habitual para mí.
Remonté de nuevo a los dos o tres barcos de siempre, los cuales, cuando no se
retiran, hacen que no se repita mi habitual clasificación de último. Algo que,
ya anticipo aquí, no me afecta en absoluto. Creo recordar que no salí muy
satisfecho del rendimiento personal (como casi siempre en piragüismo, hablo de
la técnica y no de lo condicional-físico), pero sumé una regata más, una nueva
experiencia y una salida casi en línea, además de ciabogas ya habitualmente
ceñido a las boyas.
A punto de
desembarcar finalizada la regata en Colindres. (Imagen: Cantabria Multisport).
15 de abril: Oruña de Piélagos.
Tras varias ausencias, regresé a la actividad “competitiva” en una ría muy
agradecida en la que hace ya más de un cuarto de siglo, acostumbraba a remar de
vez en cuando con aquellas preciosas palas de madera que aún conservo como
objetos decorativos. La ría del Pas es fantástica y larga, desde más arriba de
Puente Arce hasta su desembocadura en Mogro, en el puntal de la playa de Liencres.
Sin embargo, para la competición se establecía un nuevo circuito de ida y
vuelta para las consabidas tres o cuatro vueltas. Aunque eso sí, en esta
ocasión con al menos una evidente curva en el trayecto. Volví a bordo del la
WR, y aún salí un poco retrasado, aunque las sensaciones fueron positivas,
superé a los habituales, e incluso mantuve a la vista, no demasiado lejos, a
gente que ya iba conociendo y que en ocasiones anteriores veía alejarse por
completo. Aunque fueron “solo” 5 km, tuve la grata satisfacción de comprobar
cómo podía mantener ritmos cercanos a personas que me doblaban, porque ellas
iban ya claramente cansadas. Cada uno encuentra consuelo en lo que puede… je,
je.
En la ría
del Pas, una vez más sobre la agradecida Wild River. (Imagen:
fotoyos.blogspot.com).
6 de mayo: Trofeo San Pedro
Regalado en Valladolid. Menuda experiencia en el Pisuerga. Aquello fue una
competición bastante más multitudinaria que a las que me había estado
acostumbrando. Habían llegado clubes procedentes de diversos puntos de Castilla
y León, además de Asturianos. El circuito era un tramo de riveras frondosas, con
giros de doble boya en los extremos de un circuito al que dar tres (de nuevo si
no me falla la memoria) vueltas. El club había enviado un buen despliegue de
representantes en casi todas las categorías. Para mí supuso muchas novedades: barullo de gente,
doblar pruebas y estrenarme en K2. Para empezar participé con la WR en la
prueba de K1 sobre 5 km. El inicio fue un desastre porque había tanta gente (en
el agua, embarcando y desembarcando en el reducido pantalán, y mirando en
tierra) que me puse bastante nervioso y no conseguía, ya sentado en el barco,
desencajar la proa de la piragua de una esquina en la que se me había trabado.
Como la participación era abundante, previendo mayor oleaje de salida, me
retranqueé algo más. Aún así remonté a uno o dos desconocidos (gracias a sus
retiradas posteriores creo que volví a quedar último), aunque llegué a meta con
una más que evidente sensación de retraso. ¿Razón? Estaba claro que esta regata
era de bastante mayor nivel que las habituales en mi tierruca. Pero la lectura
positiva habitual estaba clara: ¡otra regata más completada! Y ya eran cinco de
seis (no cuento aquella de Oriñón en la que me ayudaron a volverme a subir). Una
experiencia estupenda para mi primera temporada. Pero esta, y todas las demás
posibles reflexiones quedaron aplazadas porque tenía el tiempo justo para
desembarcar y montarme en el asiento de atrás de un inestable K2 de
competición, con mi amigo Keko delante. Conmigo intentando acompasar sus gestos
y él “arreglando” mis desequilibrios, estuvimos un rato custodiando, sobre la
marcha, la regata del miembro más joven de nuestra delegación, un crío de muy
pocos años que debutaba en una salida anterior. De ahí, acto seguido, casi sin
tiempo, debimos encontrar un hueco donde colocarnos en la superpoblada línea de
salida de la regata de K2, otros 5 km en los que todas las categorías salían a
la vez: 100 kayaks. Keko decidió colocarnos en un lado, justo pegados al
pantalán. Lo que viví cuando dieron la salida fue una experiencia
indescriptible, casi más propia de “realidad aumentada”, si no fuera porque el
agua que salpicaba mojaba realmente. Las doscientas palas tuvieron un efecto de
“termomix” gigante sobre el río. Se produjeron grandes olas y yo no me enteraba
de nada, atento como estaba a mover los brazos al mismo ritmo que Keko, al que
veía propulsar nuestro barco con potencia y eficacia, y dar de vez en cuando una
palada diferente, coordinada con un golpe de cadera, imagino que para evitar un
inmediato vuelco provocado por mi incompetencia. A medida que el grupo se fue
estirando la situación se despejó algo, aunque por una vez empecé a vivir una
regata con constante presencia cercana de barcos alrededor. Aquello era una
maravilla, habíamos salido bastante bien, cogiendo olas y avanzábamos con
aceptable rendimiento. Para mí una experiencia difícil de igualar: palear en
“simbiosis” con un Diploma Olímpico de la especialidad. Sería como hacer una CRI
en un tándem con un afamado especialista. Sin embargo, aquel estado de nirvana
se vino al traste cuando algún error mío pilló a Keko sin posibilidad de
enmendarlo y… volcamos. Aún así, nadamos hacia la orilla, achicamos, volvimos a
subirnos, remontamos algunos barcos (otros no llegaron a pasarnos) y
finalizamos la regata habiendo pasado (al menos yo) una rato fantástico, por el
que estoy francamente agradecido a mi acompañante.
En el
Pisuerga, finalizada la regata individual, inmediato retorno al pantalán para
cambiar de embarcación. (Imagen: Rosa).
Segunda regata
en Valladolid. En K2 con Keko a proa, cruzamos la línea de llegada. (Imagen:
Rosa).
13 de mayo: Unquera. Y la
temporada continuaba casi sin descanso, pues una semana después me vi en una
nueva ría cantábrica en la última jornada de la liga regional. Fue una regata
tranquila y de poca gente, sobre los consabidos 5 km en pocas vueltas de
circuito de ida y vuelta, sobre una superficie de agua muy apacible. De nuevo con
la WR y con el rendimiento habitual que, a esas alturas, me hacía pensar si no
iba a evolucionar ya más. Disfruté de la regata como práctica deportiva, cumplí
con mi tarea de completarla sin incidentes y sumé una finalización más. El día fue
pasando de húmedo a agradable y aproveché después para comprar una caja de
corbatas para llevar a casa y disfrutarlas entre todos, durante varios
desayunos.
Unquera,
otra regata más. (Imagen: fotoyos.blogspot.com).
27 de mayo: Memorial Ernesto
Goribar (Colindres). Sobre un campo de regatas muy similar regresé a la ría de
Colindres, aunque esta vez para una regata específica de K2 sobre 8 km de
distancia. Me apetecía mucho porque la experiencia del barco doble me gusta
casi más que la del individual. Llevábamos un kayak muy estable, del tipo de
los que eran de competición en la década de los sesenta. Pesado por sus
múltiples arreglos, pero sólido y fiable. Yo iba a proa encargándome del timón,
y detrás el siempre alegre y festivo Pedro. Aunque salimos en mitad del grupo,
el oleaje generado, sumado al existente ese día en la ría, hicieron que la
dirección del kayak (muy lento en las reacciones al gobierno de los pedales, en
este modelo) se me complicase mucho y perdiéramos posiciones por atravesarnos
más de la cuenta por efecto de algunas olas oblicuas. Además, yo no llevaba cubrebañeras
y cada vez que la proa se sumergía en el agua, una olilla de cubierta vertía
algo de agua sobre mi puesto. Nosotros seguimos a lo nuestro, y pese al retraso
inicial, acabamos, poco a poco, dando caza y rebasando a algunas parejas de las
que iban por delante. Pero lo mejor de todo fue comprobar cómo, en la última
vuelta, algunos barcos conocidos, con parejas más expertas y competitivas que
nosotros, veían con temor que a medida que la regata se alargaba, su ventaja se
iba viendo reducida alarmantemente. ¡Lástima de una vuelta más!. Acabamos muy
satisfechos los dos, y lamentándonos por la inexperiencia en la salida.
Con Pedro en
Colindres a bordo del veterano K2. (Imagen: danielduran.tk).
18 de junio: Campeonato regional
de Maratón (Oriñón). Por andar participando en diferentes eventos de otras
modalidades deportivas, no volví a regatear hasta este singular evento. Me
apetecía eso de la larga distancia (16 km con tres cortos porteos intermedios
por la arena), aunque ello supusiera acometerlo por la mañana, tras haber
participado la tarde anterior en el Cuadriatlón de Aguilar de Campoo. El
recorrido era similar al de aquella ya lejana regata de Oriñón, pero alargado
en el interior hasta alcanzar el Pontarrón de Guriezo. Por lo tanto, más bonito
por ser más largo y variado. Fue un día muy soleado y de mucho calor. Sin
embargo, como mis limitaciones técnicas, por el momento, no me permitían
emplear un esfuerzo físico verdaderamente intenso, no tuve necesidad de
avituallarme. Utilicé la WR, salí en segunda línea pero con gente alrededor,
sin ser el último por una vez. Remonté más gente que en otras ocasiones (poco
más), porque la distancia juega a mi favor. En cada vuelta se me dormía la
pierna e iniciaba el porteo cojeando hasta que la sensibilidad regresaba al
miembro, poco antes de volverme a embarcar. Las dos últimas vueltas se
endurecieron mucho porque se levantó un fuerte viento procedente del mar, que
soplaba en contra durante la segunda mitad del regreso y levantaba unas olas
frontales cada vez más acusadas. Esta vez no quedé último (no se retiraron los
pocos de atrás) y salí muy satisfecho y orgulloso de haber tratado de remar
técnicamente bien, incluso con un oleaje más que evidente, que ya no sentí que
me afectara en absoluto con aquel kayak.
En pleno
maratón de Oriñón. Evidentemente no estoy encabezando un grupo, sino que están
a punto de doblarme. (Imagen: fotoyos).
En mitad de
un porteo durante el Campeonato de maratón. (Imagen: fotoyos).
Llegado este punto, creo que es el momento de añadir unas
conclusiones extraídas durante lo que va de mi primera temporada piragüista
“competitiva”. Podrían ser más, pero prefiero no abusar y ceñirme a lo que
considero más importante:
- “Dime en qué barco remas y te diré quién eres”. El kayak no es como la bicicleta, en la que un auténtico globero puede disfrutar, si así lo desea y su poder adquisitivo y escala de valores se lo permiten, de una máquina del máximo nivel de competición. Los barcos, cuanto más rápidos y competitivos, más inestables y difíciles de manejar son. Tanto, que resultan absolutamente imposibles de ser utilizados por personas que no tenga un nivel técnico o de dominio suficiente, que además podemos considerar como alto (de varios años de práctica continuada). Esto establece una escala de progreso al rendimiento del piragüista: la del barco que es capaz de utilizar; la cual debe ser añadida a la de su eficacia técnica (como ocurre con la natación), y a la de su rendimiento físico. Así que cuando alguien como yo (mayor e inexperto) accede a esta modalidad, ha de asumir que estará, durante mucho tiempo (incluso para siempre), en lo más bajo del escalafón, en lo que a cuestiones de rendimiento se refiere. Una vez asumido, la modalidad es muy atractiva, y el ambiente estupendo.
- “El piragüismo federado no es un deporte popular”. El turístico o de ocio sí, pero la participación en competiciones bajo el “paraguas” de lo que hoy en día entendemos como “popular” no existe dentro del piragüismo. Para participar hay que estar federado, y únicamente se federan quienes participan asiduamente. Y lo hacen los que saben, tienen experiencia, o historial practicante. En ese escenario de competición, estamos ante una modalidad bastante minoritaria (no tanto en algunas provincias concretas). Todo ello propicia que cuando alguien (como ha sido mi caso) aparece en una regata, se encuentra con que es el único (o casi), que lleva un barco de aprendizaje, rema mal y es inexperto. Y la consecuencia es que se ve remando solo, en la última posición y alejado notoriamente del conjunto de la prueba. Lo bueno es que nadie le va a llamar la atención por ello, pero uno ha de tener clara y asumida la realidad que le espera. A mí no me ha importado en absoluto, pero hay gente que “deportivamente” no puede vivir situaciones así. La falta de población “popular” se ve acentuada (hablo ahora del caso de Cantabria, aunque sospecho que puede pasar algo parecido en muchos otros lugares) por el estado actual de la pirámide de población practicante. En mi Comunidad Autónoma hay pocas fichas de chavales, menos aún de categorías intermedias y muy pocas de absolutos. La categoría más nutrida, con diferencia abrumadora sobre todas las demás, es la de veteranos, donde además militan los mejores palistas del total. Es decir, es un deporte en claro proceso de envejecimiento (¿avocado a la desaparición?), en el que para colmo, la categoría que a priori pudiera ser considerada como la única con un poco de carácter “popular”, la de veteranos, resulta ser la de mayor rendimiento y competitividad. Curiosísimo. En realidad parte de esto ocurre igualmente con el ciclismo de competición, el cual, debido a su nivel y su exigencia, resulta inaccesible, de hecho, para cualquier practicante normal, por mucho que éste crea que “ande” en bicicleta. Si alguien duda de lo que le digo, que se apunte como independiente a cualquier carrera real de todo lo que antes se denominaba “aficionados”. Va a durar muy poquitos kilómetros. Por eso acabó desarrollándose y creciendo tanto el fenómeno del mal llamado “cicloturismo” (no tengo nada contra él, salvo lo inapropiadamente bautizado que está), en el que se refugian, divierten, entretienen u ocupan, todos aquellos ciclistas ¡aficionados! que desean “jugar” a las carreras ciclistas (ciclismo popular). El mismo fenómeno existe, por supuesto, en el mundo de la carrera a pié, el triatlón, deportes de adversario o equipo, y poco a poco va surgiendo en otras modalidades como la natación máster, etc. Pero, a día de hoy, en el piragüismo, yo no lo he visto.
- Pero por otro lado, yo que soy una persona reacia a federarme, por muchísimas razones sobre las que podría discutir largo y tendido con cualquiera (y con mucho conocimiento de causa sobre el que apoyarme). Tengo que reconocer que, de entre las federaciones que mejor conozco, la de piragüismo me ha proporcionado un verdadero servicio que compensara mi gasto. La oferta de regatas ha sido amplísima. La accesibilidad administrativo-deportiva a las mismas, prácticamente total. La amplitud anual de calendario casi completa. Y la gran mayoría de ellas gratuitas. Así que lo dicho, mi enhorabuena, no me arrepiento de estar federado este año, en vez de ejercer como “popular”.
- Lo del piragüismo de entrenamiento y/o competición me resulta incompatible con la fotografía. O no dispongo de tiempo para detenerme a hacer fotos, o la precariedad de mi equilibrio sobre los barcos que con el paso del tiempo intento ir conquistando me lo desaconseja. Sin embargo, me encuentro con que voy acumulando muchas fotos en las que soy protagonista. Y esto es gracias a la sacrificada labor de varias personas que se empeñan en dar servicio a los demás. Algunas pertenecen a nuestro club (en especial Rosa), pero otras, que responden a los apelativos populares de “fotoyos”, “pacodeaviles”, “danielduran”, "jonas pravia" y probablemente algunos más, acostumbran a presentarse en muchas de las regatas y toman cientos de fotografías a todos los participantes, publicándolas más tarde en sus espacios virtuales. Esto no es algo fácil de encontrar en el resto de disciplinas deportivas que practico. Pero aquí, en la gran familia del piragüismo, estas personas están desarrollando una labor enorme. Mi más sincera enhorabuena y agradecimiento.
El Descenso Internacional del Sella.
Lo chocante de mi temporada es
que, las semanas previas a la gran cita que fue percutora principal de mi motivación
(“El Sella”) fueron las que menos practiqué, ya que me embarqué en sendos
viajes consecutivos sobre patines y en bicicleta. Al volver de ellos, eso sí,
pude salir a remar en cuatro ocasiones, probablemente demasiado pocas, pero era
lo que había, dentro de mi personal forma de vivir el deporte. El evento se
acercaba y yo tenía clarísimo que quería participar en él, al menos una vez en
mi vida, y esta parecía una clara oportunidad. Tal y como se barajaron las
intenciones y posibilidades personales de los miembros de mi club, me tocaba
competir en individual. Iríamos un absoluto (Iván), un veterano 50-60 (yo), un
K2 (Javi y Luís) y un K2 mixto (Aura y Keko). Muy pocos representantes,
comparado con lo que suele ser habitual en el club.
Aquella iba a ser la edición
número 81 del mítico descenso. Las dos primeras, años 1930 y 1931, fueron, en
realidad, excursiones de su fundador Dionisio García de la Huerta con sus
amigos. Ya escribí sobre todo aquello en algún capítulo de otra temporada. La
primera vez que el descenso tomó el carácter de regata fue en 1932 (3ª edición)
con estatus provincial, alcanzando la categoría nacional en 1935 (6ª edición).
La guerra civil y los primeros años de posguerra impidieron su celebración,
hasta que, en 1944 (7ª edición), se retomó su organización, habiendo sido
ininterrumpida desde entonces hasta la actualidad. Fue a partir de su 15ª
edición (1951) cuando la prueba alcanzó el, desde entonces permanente, estatus
internacional. Precisamente este atributo ha propiciado que el comité
organizador, a lo largo de la mayor parte de la historia del evento, haya
tenido que buscar estrategias y demostrar mucho temple para poder mantener la
nacionalidad e internacionalidad, sin perder varias de las características
propias de su esencia, tradición e identidad, las cuales han corrido el riesgo
de desaparecer por causas, caprichos o estándares relacionados con las
administraciones deportivas sobrevenidas (federaciones nacionales e
internacionales, formatos de competiciones posteriores, etc.). Afortunadamente
para todos, “El Sella” sigue fiel a su naturaleza, y estoy seguro que es
precisamente eso, lo que le ha ido convirtiendo en un fenómeno tan singular,
especial, afamado y popular.
La edición de 2017 presentaba dos
características que influían directamente sobre los participantes en general, y
sobre mí en particular. Primera, la participación volvía a alcanzar cifras de
récord, tras algún pasado bache en el que la misma parecía haber bajado de
forma notoria. [La cifra récord de 1800 palistas se alcanzó en 1991. Hasta
entonces se había ido incrementando casi sin descanso, y años después fue
descendiendo. Y de forma evidente en algunas ediciones. Sin embargo, estos
últimos años vuelven a dar la impresión de una nueva y significativa tendencia
de repunte]. Unos 1300 palistas, a bordo de (y esto era lo importante para mí)
¡860 piraguas o canoas! Todas ellas pretendiendo embarcar a la vez… Y aquí
llega la segunda circunstancia, … en un río que presentaba, probablemente, uno
de los menores caudales que se le recuerden. En definitiva, barcos por todas
partes y más rabiones que nunca. Desde luego que para un novato como yo, la
cosa se presentaba de lo más peliagudo. De hecho, Keko lo vio claro y me asignó
una pala más corta y de menor superficie de trabajo, ya que se preveía que el
río iba a estar muy “duro” por la escasez de calado. En cuanto a la piragua: la
fiel Wild River, que además de resistente, era ya un barco que parecía dominar
sobradamente en situaciones complicadas. Un último detalle consistió en
retrasar lo más posible su asiento, para cargar el peso sobre la parte de mayor
flotabilidad del casco.
Mi odisea empezó a las seis de la
lluviosa mañana del primer sábado de agosto. De noche, bajo el aguacero, y con
un traje de agua puesto, conduje mi moto hasta la nave del club, donde esperé,
ya sin esa indumentaria protectora, a
que llegaran mis compañeros en la furgoneta. El viaje de ida lo pasé
dormitando, entre otras porque había descansado poco y mal, tras una barbacoa
de víspera y unos nervios preliminares excesivos. En Llovio nos detuvimos a
tomar algo caliente y para reunirnos con los tripulantes de nuestro K2 foráneo
(Javi y Luís). Su permanente tono de guasa mutua me distrajo bastante de las
preocupaciones sobre lo que se me venía encima, que poco a poco iban siendo
mayores. Keko se las arregló para conseguir que algún conocido se viniera con
nosotros en la furgo para que después nos la bajara, una vez descargadas, en
Arriondas, las piraguas y todo lo necesario. Aunque no paraba de llover y el
ambiente de piragüistas en la cafetería de Llovio era tranquilo, llegó el
momento de subir carretera arriba hasta Arriondas. El nudo de vehículos que
rondaban por allí era considerable. De hecho, descartamos acceder al
aparcamiento de participantes y nos fuimos algo más arriba a uno de pago que
estaba muy despejado. Con el río a la vista, descargamos barcos y palas y nos
cambiamos de ropa. Ya no llovía, pero el día prometía mantenerse completamente
nublado durante toda la jornada. Otros equipos de Cantabria estaban junto al
nuestro. La idea era descender desde allí, en piragua, hasta la salida. Por más
que miraba yo no veía más que un río con apenas agua y lleno de piedras, y con
una amenazante curva de agua rápida un poco más allá. Si ya andaba
preocupadísimo por la cantidad de participantes, ahora añadía el miedo a no ser
ni capaz de llegar a la salida sin volcar. La verdad es que no estaba nervioso,
sino más bien preocupado e incluso algo angustiado. Tal estado no se traducía
pues en un comportamiento alterado, acompañado de los típicos movimientos de
inquietud corporal o una verborrea incrementada. No, me sentía extrañamente
tranquilo, aunque francamente arrepentido de haberme metido, yo solito, en tan
amenazante situación. Por si fuera poco, como a causa de la gran afluencia de
gente, al evento hay que acudir con bastante margen de tiempo, el periodo de
“latencia”, de espera sin apenas nada que hacer, es largo.
El equipo
Cantabria Multisport para el Sella al completo: Iván, Aura, Keko, José, Luís y
Javier. (Imagen: pacodeaviles.es).
Por fin nos pusimos en marcha,
echando los barcos y siguiendo las instrucciones de Keko en el primer “charco”
fluvial que teníamos a nuestros pies. Primero Aura y él, y yo detrás. El primer
rabión diminuto ya sirvió para familiarizarme con el contacto del casco con el
lecho pedregoso del río. Pues vale, si el “jefe” dice que se pasan así y que no
importa, adelante, lección registrada. La curva fue una inyección de adrenalina
con un acelerón que, pese a parecer querer estrellarme contra las rocas y árbol
exteriores, me permitió navegarlas pegado a ellas, pero sin llegar a tocarlas.
Superado eso, otro rabión, y ya a la izquierda se veía el extenso playón de
cantos rodados sobre el que estaban colocados los cepos de metal que se
utilizan para la salida. Yo me arrimé enseguida, pues la buena noticia (al
menos para mí) era que mi dorsal era el 827 de los 860 totales. Eso significaba
que salía muy arriba, con casi todo el mundo por debajo (delante) de mí. Apenas
una treintena larga de piraguas por encima. Es evidente que para cualquiera que
tenga objetivos (declarados o escondidos) de rendimiento, resultado o victoria,
cuanto más atrás se salga peor, pero, excepto para los cabezas de serie, me
temo que tales objetivos no tienen demasiado sentido en el Sella.
Coloqué mi piragua en la ribera y
me acerqué, con la pala en la mano porque me explicaron que no hay que perderla
de vista jamás, a estar con Aura y Keko, que salían unos 100 puestos más abajo.
Juntos nos acercamos al aparcamiento oficial y estuvimos charlando con algunas personas
conocidas. De regreso a nuestros puestos, busqué a una oficial que me dio el
dorsal de kayak, lo pegué y esperé con paciencia, atento a la gran movida que
se veía en el bastante lejano puente. La casualidad quiso que la persona que
salía un puesto antes que yo fuera Paco Calatayud, un conocido de Santander que
lleva toda la vida practicando el piragüismo. Un experto que me dio unos
últimos consejos y con el que estuve bastante entretenido durante la larga
espera. Por allí, zona de veteranos 50-60, me daba la impresión de que
bastantes de los presentes estaban nerviosos y estresados por su
competitividad. Como preparándose para no perder ni una décima de segundo una
vez se diera la salida. Mi intención, evidentemente, era justo la opuesta:
ceder el paso hacia los barcos y esperar a que todo se liberara bastante para
embarcar, dejando incluso que los de detrás pasaran de largo por el agua.
El proceso de la salida es muy
interesante. Las palas se posan en un especie de hebillas de metal y luego son
trabadas con un cepo colectivo para que nadie pueda hacer trampa escapándose
antes. Después hay un emotivo desfile en el puente, por donde pasan algunos
palistas, comparsas y los “tritones”. Precisamente, un grueso importante de
ellos son las personas encargadas de despejar el río de borrachos, apasionados
y público en general, que siempre lo invaden con intenciones dispares. La
verdad es que el trabajo de los “tritones” es clave y eficaz para que los
palistas no tengamos sorpresas desagradables extra. Finalizado el desfile, que
no alcancé a ver porque mi puesto de salida estaba francamente lejos, una
personalidad saluda y hace lectura del pregón-himno del Sella. En esta ocasión tal
honor le correspondió al doble medallista olímpico en Río de Janeiro, Saúl
Cravioto, que a todo correr tuvo que bajar para colocarse en la salida en un K2
en el que le esperaba su padre para participar en el descenso. Dispuso del
tiempo justo que una banda de música, corada por la multitud, tardó en entonar
el “Asturias patria querida”. Para la salida hay un semáforo que desde arriba
no se ve, y suena un cañonazo que tampoco desde arriba se oye. Esto segundo, a
causa del enorme bullicio que llena de sonido todo el escenario.
De hecho, lo que hizo que los que
tan lejos estábamos nos enteráramos de que la prueba había comenzado, fue el
repentino “clonk” emitido por la apertura del cepo. Con similar aparente
mecanismo, la gente a mi alrededor emprendió una desesperada carrera entre los
incómodos cantos hacia sus embarcaciones, y trató de echarse al agua cuanto
antes. Unos directamente, otros cargando con ellas por el playón, para buscar
aguas más propicias o despejadas. ¡No las había! Más de mil personas trataban
de hacer simultáneamente lo mismo. Yo me acerqué caminando con calma a la orilla,
eché el kayak sobre unos 20 cm de calado y esperé a que la zona se despejara
algo. Cuando comprobé que apenas quedaban barcos por venir desde arriba, y que
los que lo hacían eran modelos de mar o de aspecto más bien turístico, me puse
a remar y afronté con soltura un primer rabión. En realidad daba igual, 100
metros más abajo muchos de los acelerados de antes, se habían visto atascados
en un entramado de cascos, pértigas y palistas. Por la izquierda me pareció ver
una chorrera de agua muy estrecha por la que se colaron dos embarcaciones.
Dirigí hacia allí mi proa y salvé el escollo. El panorama había cambiado de
repente: tras haber intentado quedarme de los últimos, me encontraba de nuevo
con hambrientos competidores detrás, y aún ahora, aún más estresados. Pasé el
puente y de sopetón aparecí en el corazón del evento y de la fiesta. Un golpe
de color y de sonido que vibraba ensordecedor y multicolor sobre los taludes de
ambas orillas del cauce. La verdadera vorágine del público del Sella, que
impone, transmite sentimientos y emociona de modo impactante. Lo disfruté, pero
de forma fugaz, porque eludiendo constantes riesgos de contacto, me vi de nuevo
trazando rabiones y esquivando barcos atravesados. La cosa fue bastante bien,
lo malo era que avanzar y superar gente tan sólo suponía un aplazamiento hasta
volver a encontrarte con nuevas barreras en las que las fibras de vidrio,
carbono o kéblar, se entrelazaban con los músculos humanos, formando barricadas
biónicas improvisadas, atravesando un río que, en algunas zonas, apenas dejaba
estrechísimos pasillos poco navegables. Solventé airoso el primer kilómetro
aunque pronto llegó un inesperado “ataque” lateral y por detrás que me volcó.
Afortunadamente, en una zona cercana a un playón al que me desplacé de inmediato,
evitando proas que vinieran desde atrás. Un tritón me ayudó a achicar aunque se
precipitó empujándome de nuevo al curso. Me volví a apear, achiqué del todo y comencé
a remar de nuevo, comprobando que había perdido bastante poco tiempo en
comparación con los nudos gordianos de atrás.
Iván se
busca la vida durante la salida. Se le localiza a la derecha de la foto, el
segundo por encima del rótulo, kayak de casco pardo y cubierta blanca, y él con
camiseta de tirantes blanca sobre otra naranja de manga corta. (Imagen:
danielduran.tk).
Los primeros kilómetros del río
eran especialmente bonitos y no dejaban momento de descanso a la atención, ya
que la densidad de barcos aún era alta y la sucesión de pasos accidentados,
casi permanente. Los remansos eran tan breves que apenas daba el tiempo justo
para mirar al frente, leer la situación (fluvial y humana) y decantarse por
abrirse paso por algún hueco por el que hubiese visto a alguien pasar con
garantías. El casco rozaba, pegaba o golpeaba las piedras en muchas ocasiones,
pero sin sonidos alarmantes. Tan sólo una piedra me dio sensación de haber
podido resultar más agresiva de la cuenta. En ocasiones me detenía algo para
dejar pasar a alguna embarcación doble al entrar a un rabión. Más por
supervivencia que por civismo, ya que enseguida comprobé que la mayoría de los
K2 y C2 que navegaban por esa zona de la prueba, adolecían del control que se
les debía suponer por la edad y aspecto de sus tripulantes.
El río continuaba y mi confianza
iba en aumento. Y con ella el disfrute de la experiencia. La densidad de
palistas bajaba muy lentamente, y en ningún momento realmente llegaba a
sentirme completamente libre del todo. Hubo bastante gente a la que adelantaba,
otra con la que intercambiaba posiciones en función de los avatares del río, y
bastantes barcos (especialmente dobles) que me adelantaban, pero a los que
volvía a superar porque se quedaban embarrancados en algún bajío o volcaban a
causa de algún rabión o choque. Precisamente, en lo relativo al calado, tanto
mi barco como mis decisiones de rumbo funcionaron muy bien, ya que no tuve que
hacer ningún porteo, al contrario que lo que ocurrió, según ellos me comentaron
después, con mis compañeros de club.
En algunos rápidos de
profundidad, de esos que el río presentaba en forma de curva cerrada o codo, la
aprensión se me disparaba un poco. Aún así traté de aplicar las instrucciones
recibidas. A saber, afrontarlos directamente y sin dudas, remándolos sin parar
y aplicando un golpe de contra-timón a mitad de giro. Aquello funcionaba,
aunque la impresión de irme a dar de bruces contra la ribera exterior me
preocupaba. De hecho, en un par de ocasiones, el cambio de timón llegó algo
tarde y acabé los trazados atravesado en el curso, aunque por suerte, con el
espacio o tiempo suficientes como para enfilar de nuevo aguas abajo antes de
ser embestido desde arriba.
Aunque el paisaje del río se
estrecha, presenta mucha vegetación y no facilita los accesos, se veía bastante
público animando y esperando en rincones especialmente interesantes por su
dificultad. Y eso a pesar de que yo me encontraba en la cola del cada vez más
estirado colectivo de deportistas. Con el paso de los kilómetros los requisitos
de habilidad pura se iban espaciando cada vez más, dando lugar a ratos más
abundantes y dilatados en los que poder remar de forma continuada y en aguas
tranquilas. Aún así, debo reconocer que no me empleé en ello con vigor, porque
no sabía calcular la distancia cubierta, ni por tanto, el tiempo de esfuerzo
que me quedaba en cada momento. Entre mis compañeros casi permanentes de
descenso, esos entre los que más o menos te quedas remando durante toda la
segunda mitad del recorrido, abundaban los piragüistas adolescentes que se
habían decantado por barco doble. Remar remaban más rápido que yo, pero por
contra, eran inconstantes (probablemente acostumbrados a pruebas cortas), poco
duchos trazando, y creo que nada acostumbrados a los ríos. También anduve
intercambiando posiciones con otros veteranos, y pude ver por el camino muchos
vuelcos, barcos prácticamente hundidos, palas sueltas, etc.
En un rabión de aspecto sencillo
pero rocas afiladas, un K2 de chavalas se me atravesó delante y me desvió lo
justo para hacerme chocar con una piedra grande evitando colarme por el
estrecho paso elegido. Volqué en tres palmos de agua pero la corriente casi me
llena el barco por completo. Rápidamente lo saqué, achiqué sobre las piedras y
porteé unos 10 metros para ponerme en marcha de inmediato, dejando sobre el
lugar una buena retahíla de exabruptos inconexos de los que no me siento
orgulloso, pero que parecían más una letanía íntima y ambiental que nada
dirigido personalmente hacia nadie. En este sentido, la realidad es que en el
grueso de la prueba, me han contado que hay gente verdaderamente desagradable,
mala persona e indeseable. Tras ese incidente menor, no volví a sufrir ningún
percance a lo largo de todo el descenso. Y por el contrario, esa ya familiar
sensación de certeza y alegría por percatarme de que el logro de acabar el
descenso se iba haciendo más que evidente, me iba invadiendo cada vez más. Se
sucedieron largos tramos de remadas en aguas tranquilas en las que había que
intentar no entrar en bajos de menor calado porque el casco se frenaba mucho y
la necesidad de esfuerzo se multiplicaba. Era muy difícil identificar los
cambios de profundidad y muchas veces me fiaba de las evoluciones de los que me
predecían. En aquellos tramos, la lluvia, ausente durante todo el recorrido, había vuelto a hacer acto de
presencia en forma de sirimiri denso. La falta de caudal hacía que aquellos
largos resultaran trabajosos y que mi pala resultara bienvenida en comparación
con la que normalmente utilizo. En una curva un aficionado ofrecía sidra con
sus pies dentro del río para que no te tuvieras que bajar del barco. Lo eludí,
aunque me lo pensé. Volver a ver a bastantes aficionados en las orillas parecía
anunciar que nos acercábamos a meta.
Atravesando
un tramo tranquilo y con calado. (Imagen: pacodeaviles.es).
El Descenso Internacional del
Sella tiene dos líneas de llegada. Una en Llovio (que lo hacen unos 4km más
corto y suprimen la navegación de la ría) y otra en Ribadesella. Ambas son
oficiales y están asignadas en función de la categoría en la que milites. La
mía y la de nuestro K2 mixto era la de Llovio, la de nuestros absolutos la de
Ribadesella. En otro playón tranquilo una pareja que me animaba me gritó que
apenas quedaba 1km para Llovio. Me alegré y me lo creí, pues la percepción de
tiempo pasado y paisaje me hacían pensar que no debía de faltar mucho para
llegar. Sin embargo, mi memoria echaba en falta algo. Yo había descendido ese
río hacía ya décadas en un par de ocasiones, en embarcaciones turísticas de
“plástico”, y la última gran “emoción” del mismo había sido un rabión breve
pero intenso y con rocas amenazadoras, que hacía de despedida y respondía al
nombre “del diablo” o la presa volada. No es que lo echara de menos
afectivamente, pero no me explicaba no haberlo pasado o no haberme dado cuenta
de ello. Pero ahí estaba, unas piraguas en la línea de superficie y gente
encaramada a las rocas anunciaban su inminente presencia. Percibí muchas dudas
en el entorno y vi por donde pasaba un kayak a derecho, así que notando barcos
detrás y valorando las dudas de los de delante, enfilé con decisión la proa y
enhebré el bote por el paso elegido, saliendo airoso del lance y disfrutándolo
de verdad.
Casi inmediatamente vi aparecer
el puente del ferrocarril sobre el río y el arco de mi meta. Esprinté a un
veterano, casi rebaso a un K2 de chavales y llegué más que satisfecho y
encantado de la experiencia y del logro personal. Nada más cruzar la meta,
desembarqué cómodamente en un playón y posé mi piragua unos metros más arriba.
Enseguida me encontré con Iván, que me resumió su desventura. Había salido muy
bien y con ganas hasta que, en el kilómetro 4, fue “cazado” por el timón,
atravesado en un rápido y recibió varios impactos que abrieron brechas en su
casco. Además volcó en una de las pocas pozas profundas que había. Ahí acabó su
“competición”, aunque tras achicar, al menos pudo remar con calma hasta la meta
de Llovio en vez de tener que subir el maltrecho kayak a la carretera. Entre
sus anécdotas está el haber intervenido para separar a dos palistas engarrados
en una disputa. Juntos, subimos las piraguas hasta la furgoneta, intentamos
localizar a Keko y acabamos esperándolo junto al vehículo. Él y Aura llegaron
ya cambiados, les había ido razonablemente bien y sin percances. Nos vestimos,
devoramos una tortilla de patatas y comentamos nuestros respectivos descensos
hasta que llegó la tripulación de nuestro K2 masculino, también tras una participación
sin incidentes.
Aura y Keko
en pleno descenso. (Imagen: Jonas Pravia).
Javier y
Luís concentrados (y probablemente discutiendo amigablemente). (Imagen: Jonas Pravia).
El resto del día lo dedicamos a
recoger el material y a caminar por la embarrada pista que conducía a la
inmensa carpa de la comida. Mis amigos se entretuvieron mucho saludando y
charlando con mucha gente del piragüismo de toda la vida. También echamos un
rápido vistazo a algunos de los puestos comerciales que jalonaban el pasaje y
aparecían aquí o allá entre el conjunto de tiendas de acampada, furgonetas y
remolques cargados de piraguas. Pocos puestos y no demasiado provistos, la
verdad es que el tiempo no acompañaba mucho para fomentar el mercadillo. Ya en
la carpa nos dieron fabes para comer. Muy tiernas y sabrosas, buena calidad. Un
vaso de tinto y una tarrina de arroz con leche. Todo muy asturiano y se
agradecía de verdad. Comí con Iván, aunque para el café ya nos sentamos con
todos los demás. Charlando y disfrutando de un ambiente amenizado por sucesivas
bandas musicales. Nos demoramos bastante para vuelta, pero finalmente llegaron
algunas despedidas y los cuatro de la furgoneta nos pusimos en marcha para el
regreso por carretera.
El Descenso Internacional del
Sella no solo no me ha defraudado, sino que me ha parecido una de las
experiencias deportivas personales (entre las que considero competiciones
oficiales) más intensas, singulares e indescriptibles de todas las que he
completado en mi vida. Además de todo el bagaje cultural, folclórico e
histórico que lleva consigo, el componente deportivo no sólo está a la altura
de lo demás, sino que, en mi opinión, incluso lo supera, aportando un par de
horas largas de tensión, emociones, situaciones repentinas, un constante flujo
de tomas de decisión, esfuerzo, etc. Por delante hay especialistas y
profesionales que disputan un meritorio resultado, pero la gran mayoría nos vemos
insertados en un flujo vivo e impredecible en el que casi puede pasar de todo,
en un hermosísimo río que se muestra más vivo que nunca, poblado temporalmente
por tantos deportistas ávidos de emociones. Reconozco que hasta el sencillo
acto de ponerme su dorsal ya me hizo emocionarme. También todo el proceso de
espera junto a los cepos, consciente del protocolo que se vivía en aquel puente
tan alejado. Hice mío el “Asturias patria querida” pese a lo bajo que lo
escuché, y desde luego los versos de siempre. Me estremecí con el brutal y
salvaje ánimo colectivo de la recta de salida. Y disfruté con los rápidos y
rabiones, con la supervivencia en el agua, los adelantamientos y la constante
lectura anticipada del cambiante curso del río. ¡Alta intensidad de larga
duración!
No pierdo demasiado el tiempo en
cuestión de resultados. Y menos aún en los de piragüismo por las razones al
principio explicadas. Así que sería absurdo hacerlo en una prueba tan
multitudinaria y dependiente de la fortuna como es esta. Aún así, y aunque
únicamente esté abierta a palistas federados, tengo que admitir que
precisamente en este descenso, es en el único evento de piragüismo en el que he
tenido la sensación de “competir” con una apreciable masa crítica de
deportistas que podríamos calificar como “populares”. Si los datos no son erróneos, en la meta de
Llovio entré en el puesto 242 de las 275 embarcaciones que finalizaron la
prueba oficialmente allí. Es la primera vez que he notado que por detrás de mí
seguía habiendo realmente barcos. En este caso de la misma y diferentes
categorías y tipos que el mío. Entre los veteranos 50-60 llegué en un
modestísimo puesto 35 sobre 40 que finalizaron. Ello indica que siempre hubo
gente detrás también dentro de mi grupo. Y eso, tras algún vuelco, muchos
“cedas el paso” voluntarios y una casi nula intención de disputa. No trato de
justificar que lo hubiera podido hacer mejor, o que soy mejor de lo que creía.
Eso no serían más que tonterías. Lo que pretendo resaltar es que a partir de un
número indeterminado de participantes (que yo sitúo en torno a los 500), sean
éstos populares reales o incluso federados de toda condición, las matemáticas
más abstractas empiezan a interesarse por el fenómeno deportivo y parecen
generar una cola de rezagados en la que siempre habrá alguien por detrás de
aquellos que se ven más lentos. Una especie de último infinitesimal. Algo que
únicamente ocurre en los eventos con cierta proporción de participación
popular. Un fenómeno inexistente en el piragüismo federativo de Cantabria, pero
que surge en el Descenso Internacional del Sella.
Mi objetivo no es perseguir
nuevos eventos deportivos de reconocido prestigio. Este ha sido uno más, pero
por el momento no los colecciono. Si surge algo, bienvenido será. Tampoco sé si
volveré a repetir en el Sella. Me ha encantado la experiencia, pero en una
fecha plantada en mitad del verano me resultará siempre muy difícil prever qué
estaré haciendo en años sucesivos. Lo que si tengo claro es que voy a seguir
remando. Compaginando ambas vertientes, la viajera de siempre y la
“deportivo-competitiva” que he iniciado este año. Ahora mismo ya disfruto de
los imborrables recuerdos de este Descenso Internacional, ya puedo narrar las
anécdotas de mi experiencia y lucir, con una pizca de orgullo, la acertada
camiseta que la organización nos regaló.
“Guarde el público silencio (bis)
y escuche nuestra palabra (bis)
De orden de Don Pelayo
después de medir las aguas,
presidiendo el dios Neptuno
los actos de esta olimpiada,
con las novias, los tritones,
el cañón, los centauros y Pialla...
nuevamente se autoriza, en Arriondas,
la carrera de piraguas.
Y cuando demos los vivas
que el reglamento nos manda,
contesten todos a coro,
enronquezcan las gargantas,
que es fiesta de toda Asturias.
Más si alguno tiene cerca
una chavalina guapa,
que no la pierda de vista
ni deje de vigilarla;
y, si de veras le gusta,
comience ya a enamorarla,
porque es tradición que en Llovio,
al final de esta jornada,
cuando de las siete en punto
resuenen las campanadas,
a las mozas que lo quieran y se dejen,
Don Pelayo da permiso
para poder abrazarlas.
Y si luego, andando el tiempo,
vamos al cura y nos casa,
con los neños que tengamos
vendremos a las Piraguas
con los collares de flores
y las monteras terciadas,
que no hay fiesta más alegre,
ni más movida y galana,
ni con más bello paisaje,
ni esencia más asturiana.
Cantadlo con toda el alma,
que
resuene en todo el valle”.
(Himno de las piraguas).
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