Coincidiendo año jubilar en el
destino de Santo Toribio de Liébana, este año me había propuesto realizar una o
dos peregrinaciones. La prioritaria sería caminando, y si se terciaba la
ocasión, una segunda opción en bicicleta. El caso es que apurando al límite mis
vacaciones estivales, me puse en marcha para la caminata, diseñando un
itinerario muy personal, en tres etapas. Ser peregrino en pleno siglo XXI,
tercer milenio, aferrándose a itinerarios y motivaciones originales que
proceden del primero, provoca, a poco que el protagonista quiera poner un poco
de reflexión de su parte, algunas paradojas conceptuales llamativas. De eso, y
de mi propia experiencia peregrina, es de lo que va este relato.
Etapa I, Galizano (Ribamontán al Mar) – El Ventorrillo (Pesquera).
Domingo. 19 km.
Mi credencial ya iba sellada. Me
estamparon el distintivo en el mismo lugar donde la recogí unos pocos días
antes de mi partida. La iglesia del Cristo de Santander, un hermoso y sobrio
templo anejo a la catedral de Santander. Para mí era importante adquirir allí
la credencial, ya que fue en ese escenario, precisamente, donde me casé. De
todas formas, por pura iniciativa personal, al salir de casa, yo mismo grabé un
segundo sello en mi hogar. Una planta de cardo escocés sin leyenda. Tal tampón
lo guardo con mimo, pues fue un regalo que desde hace tiempo me trajeron de
Gran Bretaña, con la intención de rememorar un ambiente escocés, y que desde
entonces utilizo como sello formal representativo del Clan Pagüenzo, entidad de
la que daré cuenta un poco más adelante.
Mi capricho era peregrinar
saliendo andando desde casa. Y así lo hice, madrugando, en una primera jornada
completamente nublada y con amenaza de lluvia. Desde pequeños, mis hijos
siempre han medido la evolución temporal del verano (o lo que es lo mismo, de
sus vacaciones escolares) en función del crecimiento de las plantaciones de
maíz que cubren algunos de los campos de nuestra mies costera. Que mi viaje era
terminal, desde un punto de vista vacacional, lo demostraba claramente la
altura alcanzada por todos los maizales que bordeé durante los primeros
kilómetros de mi peregrinaje. Había optado por comenzar por un maravilloso
sendero costero que se toma enseguida, a pocos metros de mi casa. Un escenario
que frecuento normalmente cuando elijo correr como medio de entrenamiento. La
jornada se mostraba muy nublada y muy tranquila. Y a esas horas, aparentando
ser un escenario completamente opuesto al de cualquier destino turístico
costero español. En poco tiempo alcancé la parte superior de los acantilados
que conforman la playa de Langre. En mi opinión, una de las más bellas de la
región de Cantabria, mérito francamente difícil de conseguir. Superada la
playa, el sendero permitía contemplar, desde arriba, las denominadas “pozas”.
Se trata de un espacio de costa cubierto de agua pero semi-protegido por una
hilera de arrecifes que logran que, en condiciones de mar suficientemente
tranquila, y mareas bajas o medias, a lo largo de más de un kilómetro, se forme
una especie de piscina natural en la que bucear es un placer. Algo más
adelante, alcancé la playa de los Tranquilos. Es una pequeña pareja de calas,
situadas frente a la Isla de Santa Marina. Allí he pasado muchas tardes
apurando puestas de sol disfrutando de la playa. Aunque ahora la frecuento
menos, hace años, su vista formaba parte de mi liturgia familiar desde finales
de la primavera hasta inicios del otoño. Allí, mi itinerario entraba en
contacto con la arena de la orilla. Pocos metros después se sucedía un sube y
baja dunar, hasta alcanzar la playa de Loredo. Inicialmente la recorrí sobre un
lecho de tarima, pretendiendo avanzar por las estructuras construidas para
disfrutar del ecosistema de dunas. Sin embargo, tal montaje está bastante
deteriorado a causa de los sucesivos golpes de mar recibidos a lo largo de los
últimos años, así que finalmente opté por descalzarme y, con los pies desnudos,
progresar por la orilla de la kilométrica playa, hasta alcanzar Somo.
Las pozas,
con una pleamar de gran coeficiente, vistas desde la placa en memoria a los
pescadores.
Detalle de
un extremo estrecho de las pozas, visto desde lo alto del acantilado. La orilla
en un lecho de enormes rocas.
Las dos
calas de los tranquilos. Al fondo un segmento de la larga playa de Loredo.
Playa de
Loredo. Huella de gaviotas por doquier. En el horizonte brumoso Santander y la
isla de Mouro.
Y precisamente allí, recibí un
primer impacto de iconografía sociológica. Por Somo paso cientos de veces al
año. Es donde está mi médico, mi cartero, muchos conocidos, alguno de los
comercios que frecuento, así como la lancha que nos comunica con el centro de
Santander. Jamás en toda mi vida, ni desde los más de 25 años que resido en el
Ayuntamiento de Ribamontán al Mar, nadie me había saludando con la frase “buen
Camino”. Y eso fue lo que me dijo un paseante cuando me crucé con él por el
paseo marítimo. Por un lado me hizo cierta ilusión, pero por otro, no pude evitar
pensar que tal muestra de empatía obedecía a una asociación de ideas marcada
por cierta inercia clasificatoria: el paisano se cruzó con un sujeto (yo) con
calzado senderista, mochila y a una hora aún temprana, y no pudo evitar
presuponer que se trataba de un peregrino, vaya usted a saber de dónde,
esforzándose a lo largo del Camino de Santiago del Norte. El asunto no tiene la
menor importancia, pero si ciertas dosis de sorna. Primero, sí, yo era un
peregrino, pero no de Santiago sino Lebaniego. Segundo, empadronado en el
lugar, y a punto de darme la vuelta porque se me habían olvidado unas llaves en
casa (afortunadamente conseguí, mediante una llamada telefónica, que me las
acercaran). Y tercero, comprendo aquella actitud porque tal sendero, está
viendo incrementar su utilización año tras año por peregrinos que, vivida la
experiencia del Camino de Santiago, buscar replicarla en tantas sucesivas
diferentes opciones como les sea posible.
En el embarcadero de Somo tomé,
¡como tantas veces en mi vida!, la lancha hacia Santander, para de esta forma
cruzar la Bahía. Desde la lancha observé el arco sur, la cordillera, el Puntal
y el frontal de la ciudad, intentando ir profundizando, poquito a poco, en el
viaje y en mí mismo. Este último detalle resulta importante ya que se trataba
de un viaje en solitario. Me consta que hay mucha gente que es incapaz de
viajar a solas. No sé si es que no se aguantan a sí mismos, se tienen miedo o
necesitan siempre de los demás. Igual es que yo soy un asocial, pero lo que me
ocurre es más bien lo contrario. En ocasiones me apetece lograr la tranquilidad
y el sosiego que da el no tener que estar permanentemente en compañía, y en
esta ocasión, lo confieso, “necesitaba” una experiencia viajera personal.
Desde la
popa de la lancha mirando a Peña Cabarga. ¡Qué duelo aquel de entonces entre
Froome y Juanjo Cobo!
Cuando uno se planta en el muelle
de Santander y mira hacia el sur, salvo que esté completamente nublado, puede
observar la Cordillera. Si está muy despejado casi completamente, y si no, al
menos algo de ella. Y allí estaba yo, con la peregrinación iniciada por un
itinerario de diseño personal. En esto de las peregrinaciones, recientemente, abunda
una corriente con la que me siento muy en desacuerdo. Son muchos los
organismos, instituciones y asociaciones que se están empeñando en diseñar
itinerarios con vocación de erigirse en “oficiales”. Me parece un aberrante
capricho del S. XXI que va en contra de la realidad medieval, en la que los
viajeros partían de donde podían y circulaban por donde les recomendaban, o por
donde las circunstancias les sugerían (avisos de bandoleros, dificultades
sobrevenidas, lugares de acogida cambiantes, etc.). Por poner un ejemplo diré
que hay una asociación en mi región que siempre ha tratado de que los
peregrinos que cruzan mi ayuntamiento lo hagan por un carril-bici anexo a una
recta de carretera que, además de no tener ningún interés, es seguro que no
existía hasta hace pocos años. A cambio, el sendero de la costa constituye una
alternativa que, para quién la recorre, se convierte en uno de los tramos más
atractivos que recuerda de todo el Camino del Norte. De igual forma,
improvisando una propuesta turística de ánimo lucrativo, nuestro Gobierno
Regional propone un supuesto Camino Lebaniego oficial. Para mí, que me
considero buen conocedor de la región, tanto a nivel de de carreteras, como de
sendas, ríos y montañas, la opción recomendada, no me parece muy afortunada,
por lo que, en lo referente a mí disfrute, opté por una configuración
radicalmente distinta. Y uno de los ejes conceptuales que aderezarían mi ruta
era una especie de homenaje a nuestro escritor costumbrista José María de
Pereda. Especialmente a través de su novela “Peñas Arriba”. De tal forma que
nada más desembarcar en la ciudad, encaminé mis pasos hacia un monumento
erigido en su honor. Aprovecho aquí para insertar una cita de la mencionada obra,
la cual, de alguna forma, refuerza un poquitín mi capricho de partir de
Galizano (de mi casa):
“Días después, y desde una de las alturas que dominan la ciudad, un
santanderino práctico en ello me nombraba, señalándolos con el dedo, cada picacho
y cada monte de la grandiosa cordillera que empieza en Oriente en cabo Quintres
y Galizano (la cola del enorme reptil), y acaba al Occidente metiendo entre las
nubes los Picos de Europa (su cabeza)”.[1]
Detalle superior
del monumento a Pereda en Santander. En la cumbre el escritor. Ascendiendo
entre las peñas: Chisco caminando con albarcas y el señorito Marcelo a caballo.
Poco más o menos, ¡mi Camino
estaba descrito!. Y del clasicismo literario di un brinco hacia la modernidad
artística y cambié de rumbo hacia el contiguo Centro Botín, edificio
recientemente inaugurado sobre la orilla de la bahía, en pleno centro de la
ciudad. Vaya por delante, y esto, tal como están las cosas, constituye en sí
mismo una valentía, declarar que dicho edificio me encanta. Lo digo porque su
levantamiento ha estado, desde el principio, envuelto de mucha polémica. Algunos
lo han criticado por cuestiones ideológicas (fuera de lugar), otros por criterios
urbanísticos y arquitectónicos (siempre opinables), demasiados por postureo,
bastantes por inercia e ignorancia y otros por gusto (sobre eso si que no hay
nada escrito). Pero a todos ellos hay que añadir a los discutidores, que en el
caso de Santander, son legión. Y si no prueben ustedes y experimenten, envíen
una breve misiva al periódico local en plan de “las palas se inventaron en mi
pueblo”, “el Racing es un cáncer a extirpar de la región”, “en el interior se
come mejor que en la costa”, “desde Santander a Madrid ¿se sube o se baja?” o
“este verano ha hecho muy malo”, y verán el juego que les va a dar, con
cantidad de personas desocupadas y pendencieras entrando al trapo con sus
opiniones y argumentos. Hay temas que llegan a convertirse casi en históricos.
Que conste en que entre los detractores que conozco tengo tres buenos amigos:
un ciclista retro, un arquitecto con gusto y una librera con mucha cultura. Sin
embargo, qué quieren que les diga, a mi el edificio me encanta. Y eso que aún
no lo he visitado por dentro; y las ocasiones previas en las que he recorrido
algún otro edificio de Renzo Piano, su interior me ha resultado tan acertado o
más que su exterior.
Una perspectiva
del centro Botín.
Mi tercer sello sí que tuvo
perfil oficial pues me lo estamparon en la oficina de turismo de Santander. Y
de allí me encaminé directamente hacia la estación de tren para tomar un
cercanías hasta Bárcena de Pié de Concha, localidad a partir de la cual, el
resto de viaje, superada esta transición, transcurriría completamente a pié. El
tren escogido representa, en mi opinión, uno de los referentes de lo que viene
siendo, históricamente, un problema regional e incluso nacional: “los accesos a
(y desde) la Meseta”. Por resumirlo: el río Besaya lo resolvió de forma
natural, los primeros pobladores como pudieron, los romanos con una calzada,
después vino el Camino Real (con su activo comercio de harinas), más tarde el
tren y finalmente las carreteras (versión I, versión II a finales del S. XX y
versión III con la autovía del S. XXI). Las razones de la elección de Bárcena
como punto de partida para el resto de la peregrinación habían sido varias. En
parte porque hacerlo así proporcionaba al recorrido varias vinculaciones
personales de tipo sentimental, relacionadas con mi familia. También por cierto
interés histórico, y desde luego, por permitirme diseñar un itinerario de
carácter más montaraz y alejado de la civilización actual, facilitándome
deambular por una ruta con muy pocos tramos de asfalto. Cuando el tren me dejó
en la estación estaba lloviendo. Y así se mantendría el tiempo durante todo el
“segundo sector” de aquella mi primera etapa. No lo hacía de forma torrencial o
exagerada, sino más bien con alternancia de intensidad, con momentos de casi
total escampado intercalados con otros más copiosos pero tolerables. Me equipé,
a mí y a mi mochila, con sendas prendas impermeables y recorrí la población
cruzándome con una inesperada cantidad de gente que lo hacía en sentido
contrario. Al llegar a unas calles canalizadas
con un sistema portátil de vallas altas, me di cuenta de que acababan de
celebrar un encierro con motivo de sus fiestas. Entre el bullicio, por allí
rondaban aún algunos críos pequeños conduciendo toritos de ensayo sobre una
rueda y jugando a embestir los diminutos capotes de sus amigos.
Curioso
detalle que descubrí en una fachada particular en Bárcena de Pie de Concha:
Santiago Apóstol de peregrino.
Enseguida proseguí por la Calzada
Romana. Me parecía todo un privilegio poder avanzar por una vía de comunicación
anterior a la época medieval, algo de lo que seguro que se aprovecharon, cuando
las ocasiones lo propiciaban, miles de peregrinos de diferentes épocas en
nuestro continente. En este caso es una vía bastante abrupta que salva notable
desnivel a costa de cierta pendiente. A causa de la sombra y humedad que le
proporciona la cobertura vegetal de la que disfruta, siempre suele estar húmeda
y musgosa. Y más aún en momentos de lluvia como aquel. Por eso, siempre
recomiendo recorrerla ascendiendo, aunque suponga mayor sacrificio. Pues se
evitan fáciles resbalones y sorpresivas caídas. Su firme es estrecho y muy
irregular, está construida a base de cantos rodados de muy diferentes tamaños,
intercalados con grandes piedras en forma de losas sin trabajo de cantería. Las
juntas entre las “piezas”, están tapizadas de hierba o musgo, y los avellanos
protegen bastante de la lluvia o del sol, según los casos. En muchas de las
piedras pueden apreciarse con claridad los surcos provocados por el paso de una
innumerable cantidad de ruedas de carros a lo largo de la historia. Sin
embargo, aquel medio día no me topé absolutamente con nadie en todo su
recorrido. A medio camino alcancé Mediaconcha, una aldea en la que creo que no
vive nadie pero con una fuente en perfecto funcionamiento y en la que aproveché
para beber. Un poco más tarde, tan histórico y singular tramo llegaba a su fin
y a la coronación de la cota más elevada de la etapa, al pasar junto a la
iglesia de San Roque en Somaconcha.
El
resbaladizo lecho de la calzada romana.
Toda la segunda etapa, desde que
me bajara del tren, estaba discurriendo por la cuenca del río Besaya, y en
aquel momento únicamente quedaba descender, poco a poco, hasta el pueblo de
Pesquera. En realidad bordeé su centro para pasar por su iglesia, que está
ubicada en una zona algo elevada. Visité por fuera el edificio (ya que estaba
cerrado) aprovechando para recordar algunas de las razones que me vinculan a
él: la boda de mis padres; la milagrosa fortuna de la que gozó mi abuela Eloisa
cuando, en cierta ocasión, le pasó rozando la cabeza el desprendido badajo de
la campana; y la siempre eterna y cómica duda del colectivo familiar sobre a
qué hora es cada año la misa de las doce, con la que comenzamos nuestra
populosa celebración con motivo de las fiestas del pueblo cada 15 de agosto.
Desde hace poco tiempo (aunque ya son 23 años; el tiempo resulta relativo
cuando lo comparamos con otros parámetros, como en nuestro caso es la tradición
familiar), tal reunión coincide además con una entretenida Feria del Queso que
ha alcanzado cierta popularidad.
Tras dar cuenta de un par de
emparedados, a cubierto, en un portalón de la iglesia, seguí camino
descendiendo hasta el barrio del Ventorrillo, donde tengo una modesta casita al
borde del río, muy cerca de la “Bolera de los 20 Chavales”. La bolera tiene mi
misma edad, fue inaugurada en 1963 y su nombre hace referencia a los 20
jovencitos con los que contaba el pueblo en plena época de progresiva
despoblación. Y uno de aquellos veinte, casualmente, era mi primo Eduardo.
Histórica
foto de los 20 chavales con su responsable. Mi primo Eduardo es el de gafas en
el centro de la imagen.
En “casa” me instalé, me preparé
un café y me tomé un “malta”, destilado al que soy aficionado y del que nunca
falta un mínimo acopio en nuestra casita. Resulta un buen “reconstituyente”,
especialmente en jornadas invernales en las que la nieve, en ocasiones, hace
acto de presencia. La tarde la pasé leyendo ya que entre mis “penitencias” de
peregrinación, estaba la de acarrear un “códice” en mi mochila. Aunque el volumen
en cuestión[2] no es
realmente un códice, si que presenta algunos rasgos comunes con ese tipo de
libros que fueron especialidad del monje Beato de Liébana. Se trata de un
ejemplar de tapa dura, con letra de inspiración medieval y páginas gruesas y
satinadas sobre las que se han impreso abundantes y buenas ilustraciones a
color copiadas de varios “beatos” famosos. Mi lectura (la he pesado por mera
curiosidad) suponía una carga de un kilo y ciento y pico gramos. Y junto a un
cuaderno de notas, un bolígrafo y varios mapas de escala detallada, constituían
mi “spricptorium” nómada particular durante el viaje. Se trata de una novela
rara. El autor utiliza su conocimiento bibliográfico sobre Beato de Liébana y
algunos de los personajes con los que se relacionó en su vida (Carlomagno,
Alcunio de York, el Obispo Eterio, etc.), para componer un escenario dramático
bastante fiel a lo que por la historia se sabe del momento y el lugar
descritos: monasterio de San Martín de Torieno, en Liébana, en el año 799. El
libro ilustra sobre la vida en el cenobio. Detalla los trabajos amanuenses allí
desarrollados. Explica el contexto histórico con la corte cristiana peninsular
concentrada en las comarcas del norte, protegida de la extendida invasión árabe
gracias a la Cordillera Cantábrica. Durante el relato, se incide mucho (a veces
de forma demasiado reiterada) sobre la pugna sostenida por Beato en su lucha
contra la herejía adopcionista encabezada por Elipando en Toledo y seguida por
el obispo de Urgel. Beato mantiene excelentes relaciones con la corte, primero
ubicada en Cangas de Onís y luego trasladada a Pravia, y muy en especial con el
prestigioso monasterio de San Martín de Tours. A través de sus escritos logra
desmantelar la subversión, y ese proceso, es una de las tramas de la novela.
A la hora de cenar me acerqué al
Mesón del barrio. Fue una sabia decisión pues allí puede compartir una buena
mesa con seis parientes que aún permanecían en el pueblo apurando sus
vacaciones, y con el cura de la zona. Fue un momento agradable, y como la
velada se alargó un poco, aproveché la ocasión para estampar un selló más, el
del Mesón, como punto de partida del día siguiente. Hay que destacar que las tres
etapas centrales de mi viaje ofrecen mínimas posibilidades de sellado por
tratarse de zonas muy montaraces y con pocos ¡y pequeños! núcleos rurales.
Etapa II, El Ventorrillo (Pesquera) – Soto (Campoo). Lunes. 27,13 km.
Como había descendido al río, por
la mañana pronto me tocaba remontar de nuevo hacía el cordal divisorio de las
cuencas del Besaya y del Saja. Esta vez sí que atravesé el casco principal de
Pesquera, así que pasé por delante del renovado edificio que en su día fue la
escuela que fundara Fernández de los Ríos (asunto al que me referí en algún
capítulo anterior). Aún por carretera, llegué enseguida a Rioseco, y allí me
encontré con el último ser humano que vería en esta cuenca, y en unas cuantas
horas. Era una persona mayor, vestida con apariencia de aldeano de siempre y se
encontraba trajinando con el ganado. Aquello hubiera pasado desapercibido para
mí, como una repetición más de una estampa tantas veces vista a lo largo de mi
vida y que, afortunadamente, aún sigue algo vigente por aquellos alrededores,
si no hubiera sido por un detalle que me pareció una demostración real, específica,
palpable y rural de que la globalización nos afecta a todos, personas de
cualquier condición y contexto, en aspectos muy diferentes de nuestras vidas.
No sé si el hombre llevaba móvil o no, tableta seguro que no, ni tampoco una de
esas espantosas gorras juveniles de rapero que tanta gente se pone ahora.
Sospecho que tampoco estaba tatuado, aunque eso no lo puedo saber, y su
sobriedad en el vestir no me destacó marca de ropa alguna. Sin embargo, su
perro, el compañero fiel que la mayoría de los hombres de campo llevan consigo
en esos menesteres, era un auténtico Border Collie, una raza que, demostrada su
valía para el pastoreo y difundido su conocimiento al resto de paisajes
campestres del globo, se ha convertido en un factor común en muchos entornos
rurales de diferentes culturas y lenguas maternas. Eso sí que es globalización.
La renovada
escuela de Pesquera, reconvertida en centro cívico multiusos.
El ascenso, ya por pista, pradera
y cambera, fue templado, por lo temprano de la hora y por que el cielo estaba
parcialmente cubierto. Yo disfrutaba caminando de un entorno natural que me es
muy cercano y familiar, y al que me gusta acercarme en todas y cada una de las
cuatro estaciones del año para disfrutarlo con diferentes encantos. Finalmente
alcancé un paraje denominado Collado de Pagüenzo. Se trata de un hermoso paso
herboso, de 1067m de altura, que separa las anteriormente citadas aguas. El
lugar tiene especial significado para mí porque es paso obligado para muchas de
las excursiones que, caminando, en bicicleta de montaña o con esquís,
acostumbro a hacer por la zona. Tal es así, que cuando hace ya casi un cuarto
de siglo fundé un grupo clandestino de aficionados al whisky de malta (que sigue
funcionando actualmente y goza de excelente salud), lo puse el nombre de Clan
Pagüenzo. Desde ese punto, el camino me llevaría inicialmente por la vertiente
occidental (Saja), pero enseguida retomaría el cordal y se mantendría por la
oriental (Besaya), hasta poco a poco superar otro cordal más bajo y casi
perpendicular a mi ladera, pasando así, de forma sutil y casi imperceptible, de
la cuenca del Besaya a la del Ebro. Por cierto que a lo largo de esta etapa fue
cuando mayor presencia de ganado suelto de montaña pude contemplar. Cientos de
reses. Muchísimos caballos y gran cantidad de vacas de muy diversas razas, con
destacada presencia de hermosos ejemplares de tudancas. Aquello corroboraba un
hecho que ya venía percibiendo en anteriores visitas al campo y que la prensa
venía atestiguando desde hace tiempo: una recuperación notoria y progresiva de
la cabaña de nuestra más conocida raza autóctona. Buenas noticias.
El paisaje
matinal por los alrededores de Pesquera.
Vegetación
silvestre de montaña. Decoración multicolor.
El collado
Pagüenzo, mirando desde la vertiente del Besaya hacia la del Saja.
Hermosa
tudanca junto al camino.
A lo largo de la mañana continué
avanzando por una pista de ladera que siempre se mantenía oscilando en torno a
los 1000m de altura. Ante la ruta, a lo lejos, hizo su aparición el embalse del
Ebro, y el recorrido fue virando, poco a poco, en dirección oeste,
introduciéndose de forma muy progresiva en el valle de Campoo. Así llegué a una
sucesión de pequeños pueblos que ya forman parte de dicho valle: Aradillos,
Fontecha y Camino. Entre ellos, me iba entreteniendo comiendo sabrosas moras y
agrias endrinas. Ambas las había en cantidades industriales. El calor apretaba
bastante y me encontré con alguna que otra persona local. Por allí los campos
estaban muy amarillos, consecuencia de la sequía vivida este año, aparte de que
ese valle presenta un clima algo diferenciado con respecto al de la mayoría de aquellos
cuyos ríos descienden hacia la costa norte.
Cambio de
cuenca, al fondo el embalse del Ebro.
Por tales andurriales ya podía
considerarme ubicado en “territorio Peñas Arriba”. En concreto, coincidiendo
con una de las primeras partes de la novela en la que se describe un viaje en
el que el espolique Chisco, con la ayuda de cabalgadura, guía al protagonista,
Marcelo Ruíz de Bejos, desde la estación de tren de Reinosa hasta Tablanca
(Tudanca), población perteneciente a la comarca de Promisiones (Polaciones). Justamente
un área al que yo, en esos momentos, me encaminaba. Mis pasos y los de la
ficción costumbrista coincidirían durante casi dos etapas completas. Tal
paralelismo me ha parecido siempre una justificación más que suficiente (a
pesar de que tampoco es que haga falta alguna) para elegir este trazado como
una excelente alternativa cargada de significados, a la hora de decidir por
dónde peregrinar hacia Santo Toribio. Y en esa línea de pensamiento, dejo caer
aquí mismo una curiosa cita extraída de la novela:
“[…] por parte de mi abuela paterna, que solo aportó al matrimonio unas
gargantillas y unas arrancadas de coral, dos relicarios de plata con una
astilla de la Vera-Cruz y un hueso de Santa Felícitas, respectivamente, […]”.
La Vera-Cruz es el mismo Lignum
Crucis, cuyo pedazo más grande se custodia y reverencia en el actual monasterio
de Santo Toribio de Liébana, que no es otro que la evolución de aquel San
Martín de Torieno (más tarde Turieno). Y ya que estamos con coincidencias,
tengo que añadir que esta segunda etapa, que en esta ocasión comenzó en El
Ventorrillo, surca parte del terreno comunal de Santiurde de Reinosa, pueblo
del que he partido en ocasiones anteriores y que fue el hogar de mi abuelo
paterno: Toribio.
Mi camino continuaba ya en una
suave sucesión de vaguadas las cuales me acabaron permitiendo llegar a Argüeso.
Y como iba muy bien de tiempo, aproveché la ocasión para acercarme a su
castillo y conseguir allí un segundo sello de etapa para mi credencial.
Cantabria no es territorio de castillos, hay poquísimos, así que, como ya lo
había visitado con anterioridad, me entretuve más en leer algunos paneles
informativos y en disfrutar de su patio y exteriores, que en recorrerlo por
dentro. Recojo aquí parte de la información encontrada:
“El primer documento en que se menciona el castillo data de 1410 y se
trata de una orden de la reina Catalina de Lancaster, siendo tutora de Juan II
de Castilla, en la que se ordena al ‘alcaide del castillo y la fortaleza de
Argüeso’ que lo entregue a Doña Leonor de la Vega, su propietaria.
Procedía Leonor del linaje de la Vega, cuyo solar original radicó al
borde del río Besaya, en el núcleo donde surgiría la actual Torrelavega, y que
alcanzará relevante promoción y cargos importantes en la Castilla del siglo
XIV. Los Garci Lasso de la Vega gestarán un señorío en torno a Argüeso.
Leonor de la Vega habitó el castillo al menos temporalmente,
defendiéndolo por querellas de herencias, contra Manrique de Lara. De su
segundo matrimonio con el Almirante Diego Hurtado de Mendoza nacerá el futuro
Marqués de Santillana, también señor de Argüeso”.
Portón de
entrada al patio del castillo de Argüeso.
Aprovechando un banco al pié de
las murallas, me tomé un pequeño refrigerio, antes de continuar mi camino, que,
a través de pistas y senderos, me llevó por la localidad de La Serna, y acabó
dejándome en un punto de la carretera de Palombera. Viendo que era una buena hora
para comer, me acerqué hasta Espinilla, y en un restaurante de toda la vida, en
el que acostumbro a parar cuando surge la ocasión, me pedí un “desayuno”
(huevos con patatas y chorizo, vaso de vino y pan). Como allí no había sello,
me acerqué a una tienda de artesanía en la que hace muchos años adquirí una
olla ferroviaria, y allí sí que me lo pudieron estampar. Después me tomé un
café y caminé hasta Soto para alojarme. Cogí la ducha con gusto, y más aún el
poderme desprender de mis zapatos de montaña, tras seis horas de marcha
prácticamente ininterrumpida. Soto está a tiro de piedra de Proaño. Allí hay
una torre medieval que forma parte de un conjunto con vivienda en el que habitó
el conocido erudito Ángel de los Ríos, también apodado como El Sordo de Proaño.
A él se hace igualmente referencia en la novela de Pereda, mutando la
denominación del lugar hacia el nombre de Provendaño. No me hacía falta la
visita, ya que conozco la torre y la casa, pues son propiedad de un pariente del
Sordo, que fue amigo de mis padres: Jesús Martín, padre de seis hijos varones
con los que, cuando éramos críos y adolescentes, mis hermanos y yo, pasamos
algunos buenos ratos juntos. Y aunque hoy en día ya hace décadas que no he vuelto
a ver a nadie de esa familia, siempre recordaré a Jesús Martín por muchos
detalles, pero especialmente por haber sido el principal responsable de que mi
padre retomara la práctica del esquí cuando estaba formando su familia. Gracias
a ello surgió la fuerte vinculación que desde niño he tenido con la nieve.
Segunda
generación en la nieve. Delante “Jesusito” (hijo de Jesús Martín), detrás mi
hermana Mila y mi hermano Juan. (Década de los sesenta).
Soto, al igual que Proaño, es un
pueblecito asentado a las faldas del pico Ligüardi (Cueto Ropero, 1975m). Se
trata de una montaña a la que tengo un especial cariño porque cada temporada
invernal me regala una o más ascensiones, con un tramo de bosque maravilloso, y
un larguísimo descenso francamente bonito. Una excursión de esquí modesta, pero
una de mis favoritas.
El resto de la jornada lo pasé
descansando y leyendo de nuevo mi “códice” particular. Aproveché para regresar
a su lectura, para sumergirme en el
primer milenio, mientras fuera se puso a diluviar. Me sentí a gusto desde la
galería de mi habitación, y más tarde, en el patio acristalado. El grueso
principal del texto es una especie de “meta lectura” del Apocalipsis de San
Juan. Según parece, Beato era un entusiasta del Apocalipsis, y a él dedicó gran
parte de sus estudios. De hecho, elaboró un códice titulado “Comentario al
Apocalipsis de San Juan”. En él (hasta tres versiones progresivamente
mejoradas), el monje no sólo copiaba los textos de San Juan, sino que los
enriquecía con sus propias explicaciones e interpretaciones, y los completaba
con elaboradísimas ilustraciones policromadas, fruto del trabajo de los monjes
que laboraban en el Scriptorium del monasterio. Tal fue el éxito del volumen,
que la mayor parte de los libros de similares características fueron, desde
entonces, denominados Beatos. El autor de la novela, lo que hace durante la
mayor parte de la misma, es “comentar”, detalladamente, el Comentario de Beato
sobre el Apocalipsis. Para mi gusto, la parte central de la narración resulta
algo pesada. Disfruté mucho más del contenido de contextualización y de las
descripciones y anécdotas de la vida monacal, tanto al principio como al final
del texto.
Mi jornada terminó con una buena
cena y un rato de conversación con los dueños de la posada rural.
Etapa III, Soto (Campoo) – Pejanda (Polaciones). Martes. 29 km.
Mi desayuno fue agradable. De
barra de precioso salón hostelero antiguo, y a solas con la pareja dueña del
alojamiento. Me indicaron el mejor camino de inicio y recordamos un encuentro
casual que tuvimos haría unos 10 años atrás. Tras las lluvias vespertinas y
nocturnas, el día había amanecido fresco y despejado. Me sonreía la suerte.
Tras cruzar el pequeño pueblo de Soto, abandoné de inmediato el asfalto y tomé,
inicialmente, una pista que ascendía suavemente pero sin descanso. El ambiente
era de agradable luz matinal, tenue pero cálida desde un punto de vista
cromático, aunque la temperatura era fresca. Al avanzar me tuve que desprender
del forro polar y disfruté de un par de horas de temperatura ideal para caminar
cuesta arriba. La luz se volvía cada vez más bonita, iluminando un paisaje
precioso de todo el valle de Campoo, que iba tomando forma a mis espaldas.
Deliciosa
mañana en el valle de Campoo. Mirando hacia atrás.
Y mirando
hacia adelante.
Contrastes
de luz aún en Campoo.
Enseguida, la pista desaparecía
entre los pastos, y acaso a ratos, se convertía en sendero. Aunque llevaba un
GPS a mano, apenas me hizo falta consultarlo porque había algunas señales
desperdigadas por ahí indicando el recorrido. Entretanto, el Ligüardi iba
imponiendo su presencia a medida que me adentraba en sus laderas. El sendero
continuaba bordeando un bosque sin parar de ganar altura. Todo el tramo resultó
una verdadera maravilla. Aún seguía los pasos de Chisco el de “Peñas Arriba, y
el sendero acabó encontrándose con el que procede de Proaño (Provendaño). Desde
ese punto, además de hacerse ambos uno solo, el trazado se empinaba algo más,
ganaba aún más altitud y llegaba a una especie de circo muy acogedor y tapizado
de un pasto muy corto y agradable, en lo que es la cabecera de la cuenca de un
arroyo afluente del jovencísimo Ebro. Allí apareció una cabaña y se produjo un
cambio de ladera hacia la derecha (el norte). El ascenso se empinaba aún más y,
dibujando algunas zetas, me llevó hasta el collado de Rumaceo (1701m), punto
más elevado de todo mi viaje.
Un pequeño
circo de pastos balo el Ligüardi.
El paraje se presentaba idílico,
con una clara vista de Peña Sagra y los Picos de Europa por delante. Allí me
despedía del Ebro y de Campoo, y me reencontraba, temporalmente, con las
fuentes del Saja. Su descenso era fuerte y sin camino, hasta dar con un trazado
pedregoso que finalmente conectaba con la pista principal que une valle con
valle. Pude disfrutar de un buen rato de caminata llana, pero pronto apareció
una cuesta breve hasta la zona de la Casita del Campanario. Desde allí, otro
fuerte descenso que, tras tres horas de marcha sin descansos, empezaba a
dejarse notar en mis pies. Durante aquella bajada, a mi derecha surgía,
evidente, la cabeza del curso de montaña que conforma la parte inicial del río
Saja. Los característicos riscos que lo enmarcan no dejaban lugar a dudas. Tras
el descenso, crucé el arroyo, y sin transiciones, acometí otro fuerte ascenso
hacia el último collado del día. El camino transcurría primero entre arbustos
plagados de florecillas de colores, aunque pronto entre pastos de altura
salpicados de grandes bloques de roca. Una zona hermosísima en la que el
trazado marcado da un evidente rodeo que, con iniciativa y facilidad, podría
haber acortado, habiendo trazado una línea diagonal de ladera con una cabaña
entre las peñas, como referencia.
El valle que
se intuye bajo los riscos es una de las cabeceras del río Saja.
Ganado
pastando libre en la montaña. Muchas tudancas.
Durante todo aquel pasaje, a mi
izquierda me estuvo acompañando la Sierra del Cordel al completo. Es una
sucesión de picos que configuran uno de los dos cordales que acotan Alto
Campoo. Salvo el Ligüardi, que es la cima que lo inicia desde el este, el resto
de cotas (Cordel, Iján, Cueto de la Horcada, Bóveda y Cornón) superan los 2000m
de altitud. Es uno de mis escenarios más habituales para la práctica del esquí
de montaña durante el invierno. Un terreno que considero parte de mi hogar.
Alcanzada ya la divisoria de aguas entre los valles del Saja y del Nansa, ya eran
sobre todo el Cornón y Peña Labra los que me vigilaban. Había alcanzado el
cordal a una altura ligeramente superior al verdadero punto de paso del collado
de Sejos, así que caminé por la valla que lo delimita y me encontré con dos ciclistas
de BTT con los que charlé amigablemente sobre nuestros respectivos itinerarios.
Me preguntaron por los menhires y les expliqué cómo encontrarlos retrocediendo
un poquito. Eran un punto de paso importe para mí. Descendí algunos pasos más
hasta el collado de Sejos (1510m) y desde allí caminé hasta los Menhires.
Entre un vallado de madera, que
poco a poco va dando muestras de ir sufriendo la rudeza del clima en aquel
expuesto y elevado paraje, hay dispuestas cinco grandes piedras longilíneas y
quizás hasta ligeramente cónicas. Algunas de ellas muestran surcos grabados con
aspecto decorativo. Todo el conjunto constituye el denominado Cromlech de
Sejos. Su colocación da que pensar, no parece natural, sino más bien responder
a indescifrables motivaciones humanas. Están tumbadas, pero es fácil imaginar
que pudieron estar anteriormente “pinadas”, tal y como ocurre con muchas otras
muestras similares de la cultura ancestral de las tribus de origen celta. El
paraje no parece casual, es un lugar de aspecto bastante mágico, con un
atardecer poderoso cuando el día está despejado y unas vistas francamente
espectaculares, que alternan cumbres, valles y extensiones lejanas. Por si
fuera poco, cerca, a la vista, surge la destacada presencia de Peña Sagra,
característica cumbre cuya denominación se corresponde con importantes sucesos
de la historia de Cantabria. Los estudios datan el origen de los menhires entre
2500 y 1500 años AC, y su descubridor, en torno al año 1850 fue, nada más y
nada menos que… Ángel de los Ríos (El Sordo de Proaño). Este enclave, comunión
entre una naturaleza de gran atractivo y los restos de unos antepasados
regionales tan alejados en el tiempo, me despierta siempre en peculiar
sentimiento de nostalgia, respeto, admiración y satisfacción, difícil de
definir o expresar. Me gusta regresar allí de vez en cuando, años después de mi
último paso por el lugar. Y es justamente allí, quizás, donde me tocaba
despedirme (imaginativamente) de Marcelo Ruiz de Bejos y su guía. En realidad
no sé muy bien situar cual sería el punto más lógico en el que mi ruta y la
suya de ficción se separan, pero este podría ser uno de los dos escenarios que
barajo. La otra opción podría ser, horas más tarde, en algún otro punto (varios
cercanos entre sí serían lógicos) ya bastante más abajo, en el seno de la parte
alta del valle de Polaciones.
Uno de los
menhires grabados de Sejos, con la sierra del Cordel al fondo.
A los pocos minutos regresé al
collado, me despedí de la cuenca del Saja y saludé a la del Nansa. Aquello
estaba precioso en un día muy soleado. Los Picos de Europa se contemplaban
mucho más cerca, Liébana se distinguía ya bien y Peña Sagra quedaba
prácticamente al alcance de la mano. Saqué un par de sándwiches y una ración de
compota y me los fui comiendo mientras caminaba cuesta abajo. Estaba posponiendo
mi descanso y llevaba prácticamente unas 5 horas sin parar. Este tramo de
interminable descenso es el que más me había preocupado a la hora de proyectar
el viaje, y tal aprensión se fue manifestando, poco a poco, en un cada vez más
molesto dolor de pies. La belleza del entorno no lograba aliviarme. Los pies me
molestaban cada vez más, con dolores agudos de planta y dedos. Eran unos 8 km
de bajada por pista de piedras, y por mucho que intentara frenar el paso o
minimizar el continuo impacto contra el firme, acababa resentido. No era un
problema de ampollas, sino de fatiga ante el golpeo continuado. Una larga
penitencia que formaba parte ineludible del Camino o del Peregrinaje. Una
especie de Purgatorio en la Tierra.
A lo largo de la jornada no había
habido sellos. En mi alojamiento de partida no lo habían encontrado, y durante
el camino no había cruzado civilización. Por fin alcancé el primer pueblo:
Uznaño. Y aunque tampoco allí podría obtener sello alguno, al menos sí que me
senté en el río para poner un rato mis pies a remojo en un agua limpia,
cristalina y heladora. En aquella aldea, al igual que luego comprobaría más
tarde en otros núcleos de casas de Polaciones, me llamó la atención la cantidad
de pilas de leña que pude ver. Enormes cantidades de troncos perfectamente
ordenados y colocados en lugares protegidos del exterior o interior de las
casas.
Aliviando
mis pies en el agua fría.
Para mí la leña es importante
pues me parece un buen indicador de vida. Acumular leña lleva necesariamente
asociado un esfuerzo que bien puede acarrear una carga económica o de trabajo
físico en su localización, corta y apilado. Nadie acumula leña por deporte o
por afición. Si la atiendes, es porque la necesitas y la usas en invierno. Y
por lo que vi por allí, había bastantes hogares que la necesitan en invierno.
Es decir, que vive gente en aquellos pueblos. Bastante, o al menos suficiente
gente. Que en Liébana o en Campoo podemos ver leña porque vive gente no es
novedad, son comarcas menos aisladas y más turísticas, pero en Polaciones es
diferente, ya que es una de las zonas más “profundas” de la región, sin
localidades, ni siguiera medianas, cerca. Con un clima bastante duro y húmedo y
unas vías de comunicación francamente abruptas. Así pues, que la gente siga
aferrada a la vida allí, me causa gran alegría y satisfacción. Entre las
últimas lecturas de las que he disfrutado sobre el fenómeno de la despoblación
rural española, destaco un ensayo de estilo periodístico de Paco Cerdá[3].
Y aunque en muchos aspectos, el territorio cántabro de interior, de media y
alta montaña, se puede parecer a algunos de los rincones que se describen en su
libro, el resultado actual de población, afortunadamente para mi región,
muestra un panorama completamente diferente. No sé si esta situación
sobrevivirá. Recientemente he escuchado dos voces de prestigio, una de carácter
cultural y otra económico, que se empeñan en animarnos a que dirijamos nuestros
pasos hacia una concentración urbana que además planifique la conversión de
Santander en un gran núcleo de población cada vez más vinculado, y
funcionalmente asociado, al Gran Bilbao. Me han de disculpar sendas
personalidades, ni lo veo, ni lo quiero ver. Además de que los argumentos
culturales y económicos son discutibles y matizables, existen otros muchos que
habría que colocar en la balanza, y los estilos de vida y las preferencias
personales tienen también su importancia. No sé si ellos tienen o no jardín,
perro, les gusta recolectar frutos silvestres o caracoles. Pero sin necesidad
de tener que irme a vivir a un monte aislado, confieso que una de las cosas que
más detestaría de mi vida cotidiana sería vivir en un bloque de pisos, y no
digamos tener que pertenecer a una comunidad de vecinos (me refiero a la figura
administrativa).
Mis pasos, algo más aliviados,
transitaban ya por una carretera asfaltada solitaria, de esas en las que los
chiquillos saben que pueden jugar tranquilamente a la pelota, sufriendo muchas
menos interrupciones por el paso de los inexistentes vehículos, que en
cualquier partido con arbitraje reglado. Enseguida llegué a Puente Pumar. Si
Uznayo me pareció muy bonito, dentro de un estilo de autenticidad rústica, este
otro parece más grande y contiene varias casonas que le dan un aire de mayor
abolengo. A parte de la rectoría que actualmente mantiene y conserva la
Fundación Botín, algunas otras casonas no se quedan muy atrás en su elegancia
señorial. Es pues también una localidad agradable, pero que tampoco tiene bar.
Aquí tengo que explicar que la
ruta elegida presenta una opción sin asfalto que va desde Uznaño a Lombraña, y
desde allí hacia Pejanda (mi destino de etapa), sin embargo, yo no la he
seguido nunca. Otras veces, desde Puente Pumar opto por una senda de ribera
hacia Pejanda, pero en esta ocasión preferí continuar medio kilómetro más por
la carretera, para pasar por La Laguna, porque iba muy bien de tiempo y porque
así podría conseguir un sello, una cerveza y un rato de descanso en un bar. Y
ya puestos, de paso, encontré el periódico disponible y me despaché un plato de
jamón que me supo a gloria.
Esa nueva parada le vino
estupendamente a mis pies, algo de lo que me percaté a lo largo de los últimos
2,5 km de etapa que transcurrieron por la solitaria carretera general del
puerto de Piedrasluengas. Haber optado por este pequeño rodeo “civilizado” me
aportó otro detalle más: el localizar el punto exacto de salida de una ruta de
senderismo que tengo ganas de hacer algún día, “la senda del potro”. En Pejanda
me alojé en la fonda de siempre. Primero me tomé un café en el bar, mientras
veía la Vuelta en la tele con los parroquianos del momento. Más tarde me
instalé en la habitación, me duché y me puse a trabajar en mis notas, mis mapas
y la continuación de la lectura sobre Beato. La mensajería instantánea del
móvil se mantuvo bastante activa, y aunque no me molestó, me hizo reflexionar
sobre cómo, tan aparentemente inocente sistema de comunicación, logra
dificultar de modo evidente una desconexión eficaz de la vida cotidiana. Poco
antes de cenar eché un vistazo a varias revistas disponibles de temática rural,
publicadas por entidades de diferentes comarcas cercanas: Polaciones, Liébana,
Cantabria rural, Montaña Palentina… Sus artículos parecían corroborar esa real
resistencia a la despoblación que hace unas líneas comentaba. Daban cuenta de
actividades, vida, vecindad e iniciativas.
Me senté a cenar en una mesa
individual del comedor, cerca de la única que tenía gente. En una disposición
alargada charlaban siete personas que, para mi sorpresa, resultaron ser también
peregrinos. Cuatro adultos, dos mujeres y dos hombres, de edades que rondaban
la mía (por encima y por debajo), eran hermanos. El marido de una de ellas,
cuñado de las otras tres, ejercía de chófer del grupo, transportando sus bultos
en cada etapa. Además viajaban dos jóvenes más: la hija de uno de los hermanos
(el que ejercía el rol de guía del grupo) y el hijo del otro hermano varón. Me
resultó inevitable enterarme de varios detalles sobre su viaje, así que al
finalizar mi cena me acerqué a su mesa para presentarme y entablar un poco de
conversación. Su ruta era muy similar a la mía, aunque más larga. Habían
partido de Liérganes y estaban realizando todo el trayecto completo andando
hasta Santo Toribio. La distribución de sus seis etapas había sido la
siguiente: Liérganes-Puente Viesgo, Puente Viesgo-Bárcena de Pié de Concha
(desde aquí, salvo una pernocta diferente, todo lo demás igual),
Bárcena-Argüeso, Argüeso-Pejanda, Pejanda-Cahecho y Cahecho-Sto. Toribio.
Cerré la jornada comprándome un
gran mapa de escala 1:20.000 sobre la comarca de Polaciones, y tomándome un
Pacharán en el bar mientras charlaba con el guía de mi nuevo grupo de
conocidos. La tarde se había ido cerrando sin tregua, extendiendo un cada vez
más denso banco de niebla sobre el valle, aunque sin que la temperatura hubiera
descendido.
Etapa IV, Pejanda (Polaciones) – Cahecho (Liébana). Miércoles. 20,12
km.
Amaneció nublado pero sin niebla.
Se trataba nubes altas. Durante el desayuno coincidí con el grupo aunque, tras
despedirnos y desearnos buen camino, yo salí antes, con un bocadillo de encargo
preparado. Unos dolores que me habían aparecido a lo largo de la jornada
anterior parecieron difuminarse una vez que un primer trecho me sirvió de
calentamiento. Ascendí la carretera que sube hasta San Mamés y me fijé en lo
bonito que estaba un pueblo del que parecían habérseme borrado los anteriores
recuerdos. Tiene casas y casonas muy bonitas y todo él parece prácticamente
restaurado con criterio. Un nuevo síntoma de freno a la despoblación que
debería sumar a los ya detectados, a la maquinaría agrícola moderna que también
había visto aparcada por ahí el día anterior y al notable ambiente local que
pude observar en los dos bares visitados. ¡Me alegré mucho!
No llovía, fallaba la previsión,
los cielos altos me permitían disfrutar de la vista del paisaje y, a mi
espalda, el valle del Nansa parecía un cesto que hubiera recogido algunas finas
nubes de niebla que se agarraban a las laderas. Una estampa francamente bella.
Fui avanzando tranquilo y a medida que iba ascendiendo, el Cornón de Peña Sagra
se iba imponiendo a mi izquierda. Tenía que superar su falda suroeste a cierta
altura para poder cambiar de cuenca hidrográfica. El tiempo y el recorrido se
me iba pasando más rápido que otras veces, supongo que cuestión de las
percepciones con las que uno se levanta cada mañana, así como del devenir de
los escenarios vividos. Había nueva señalización, y la fui siguiendo por una
pista hasta remontar a una especie de collado (1495m) en el que había una
portilla. Allí moría la pista y continuaba un sendero estrecho y ligeramente
accidentado, que estaba suficientemente señalizado y bastante limpio de maleza.
Gracias a él pude evitar tener que ascender hasta el collado de las
Invernaillas y pelearme un rato para encontrar un paso entre la abundancia de
escobas. Al poco rato llegué a la coqueta braña del tejo. La verja anterior
representa el sutil cambio del Nansa al Deva, algo que se nota mucho más por el
paisaje que por el accidente geográfico. De repente aparecen múltiples valles
diminutos, salpicados de colinas y lomas redondeadas, todas ellas tapizadas por
densos bosques de robles. Alrededor, en la distancia, se divisan cientos de
cumbres de amplísima variedad de alturas diferentes, y al fondo, de frente, los
imponentes Picos de Europa, que se presentan en tres planos consecutivos que se
corresponden con los tres macizos del conjunto: Oriental, Central y Occidental.
Más o menos en aquel momento, el cielo se fue abriendo a buen ritmo y empezó a
subir la temperatura. Pensé con satisfacción que ya no llovería y que además ya
había pasado el cordal. De hecho, al igual que ya había hecho el día anterior,
me puse el sombrero para protegerme del sol. El sendero subía y bajaba por la
ladera, cruzaba arroyos y presentaba zonas de barro y muchas piedras, por lo
que me llevó su tiempo alcanzar la preciosa campa elevada que domina el valle
del río Bullón (afluente del Deva). Como era pronto para comer, decidí seguir,
y encontrando los enlaces correctos (en las campas los rastros de los caminos
suelen desaparecer) di fácilmente con la pista que enseguida me llevó a la
ermita de Nuestra Señora de la Luz. El templo está completamente restaurado y
dispone, además, de un nueva plaza empedrada con un altar exterior. Al lado,
una curiosidad, hay una bolera. Mi ruta continuó con una larga marcha por una pista
que recorría la ladera de la sierra de Peña Sagra. De esa manera me iba
adentrando hacia el corazón de Liébana. Iba descendiendo, aunque en algunos
recodos aparecían cortos pero abruptos toboganes ascendentes. A ratos
atravesaba tramos de bosques de robles. Otras veces disfrutaba de buenas
vistas. El final se hizo duro por la fuerte pendiente de bajada, Luriezo se
hizo desear.
Indescriptible
panorámica matinal a mi espalda.
Autorretrato.
Atrás en la esquina superior izquierda Peña Labra.
Los tres macizos
de los Picos de Europa en planos casi superpuestos. Oriental a la derecha,
occidental a la izquierda.
Autorretrato
con árbol veterano de fondo.
Ermita de
Nuestra Señora de la Luz.
Bebiendo por
el camino.
Indicaciones
informativas bastante nuevas en Liébana.
En dirección
a Luriezo.
Es un pueblo típico lebaniego
conservado con total naturalidad, ya que salvo un albergue que se suele
mantener de incógnito, allí no hay establecimiento abierto al público alguno.
Es un pueblo ajeno al turismo y con vecinos fijos de todo el año. Un pueblo, en
cualquier caso, encantador. Por eso, aunque no hiciera falta, decidí recorrerlo
(pese a su fuerte pendiente), recrear mis recuerdos (por dos veces había sido
usuario de su albergue) y sentarme en un poyo de un callejo, para comerme el
sabroso bocadillo de hogaza de pan, tomate y bonito que me habían preparado en
Pejanda. Mis pies lo volvieron a agradecer.
Una casita
en Luriezo.
Detalle de
sus calles. El pajar cargado de reservas para el invierno.
Hasta Cahecho me esperaba un
breve tramo de carretera. Aunque el pueblo vecino era similar, curiosamente
ahora se ha convertido en un enclave de evidente vocación turística. Aunque sus
nuevos edificios han sido escrupulosamente respetuosos con el estilo local,
gran parte de la aldea son ahora alojamientos rurales de muy diferentes tipos
de oferta, posadas, restaurantes o apartamentos. Allí me fui directo al que
había reservado. Estuve un poco de palique con la dueña, pedí una cerveza y me
instalé en un cenador exterior para hacer mis deberes del día ante un panorama
paisajístico envidiable. Pese a sentir algunos dolores puntuales muy
localizados, ya tenía la seguridad de ser capaz de completar el Camino y estaba
contento por ello. Después se sucedieron la ducha y la etapa de la Vuelta en la
televisión. Fuera, de forma repentina e inesperada, se había puesto a jarrear,
y la lluvia no cedería ya hasta algún momento durante la noche. Yo me instalé
en el paradisíaco balcón esquinero de mi habitación y estuve leyendo hasta
acabar el libro. Solo después, salí a pasear bajo el agua para tomarme un vino
local en una taberna, y un poco más tarde hacer una visita de cortesía a “mis”
peregrinos, en su posada. La cena resultó doblemente casera: de menú y de
compañía. Fuera seguía lloviendo y yo me fui pronto a la cama para encontrarme
con un sueño profundo.
El “códice” me ha vuelto a gustar
al final, tanto como al principio, y mucho más que su tramo central. En sus
últimos capítulos se hace referencia al importante y personal papel que Beato
tuvo a la hora de dar relevancia a la figura del Apostol Santiago. Fue él quien
promovió el que su persona representara la unidad del pueblo cristiano hispano
y lo movilizase y cohesionase ante la amenaza musulmana. Él ahondó en el papel
evangelizador que Santiago había desarrollado a través del norte de la
península y por lo tanto, de alguna manera, fue una de las personas que cimentó
el que con el tiempo se instaurase el fenómeno del Camino de Santiago. Así
pues, a medida que uno escarba en la historia, se encuentra con más y más
motivos o circunstancias que justifican, al menos desde un punto de vista
conceptual, que peregrinar a Santo Toribio tenga sentido.
Etapa V, Cahecho (Liébana) – Santo Toribio de Liébana. Jueves. 11 km.
En mi último desayuno hubo fruta.
En zumo y en piezas. Empezó bien el día. Además, una vez más, no solo no
llovía, sino que el día se presentaba muy esperanzador en cuanto al clima. En
poco tiempo, una niebla matinal fue dando paso a un panorama de nubes rotas,
luego a claros y finalmente a una mañana soleada. Mis dolores habían
desaparecido, lo que sugería que mi cuerpo finalmente se había adaptado del
todo a las largas marchas por la montaña, justo el día que terminaba el viaje.
Además, el suelo empapado se notaba más cómodo, con mayor capacidad de
amortiguamiento. Iba recordando bastante bien el trayecto, primero llaneando
por el cordal y luego descendiendo por el bosque, rodeado de robles o abetos en
diferentes tramos. En algunos recodos surgen algunos ejemplares centenarios, y
en concreto uno, dada la dimensión de su tronco, podría incluso ser milenario.
El descenso se iba endureciendo a medida que la pendiente se acentuaba, pero
mis pies lo aguantaban bien.
La pista llegaba hasta Ojedo,
allí, mi itinerario desembocaba finalmente en el trazado “oficial”, algo que se
hizo evidente porque en aquel momento ya pude ver un peregrino caminando unos
cientos de metros por delante de mí, y otro por detrás. Al entrar en Potes hice
algunas fotos y me estamparon varios sellos en la oficina del peregrino (en la
civilización sobran lugares en los que sellar; burocracia peregrina, síntoma
del carácter que progresivamente va envolviendo a este fenómeno). Al menos uno
de ellos representaba a una entidad bastante interesante: el Centro de Estudios
Lebaniegos. Casi saliendo de Potes me detuve a ver una estatua que me gusta
mucho. Se trata de un homenaje al médico rural, y consiste en un galeno jinete,
que cabalga a lomos de un equino, cuesta arriba y protegiéndose de una ventisca
imaginaria. Una hermosa evocación de todos aquellos viajeros por trabajo que,
para dar servicio a sus pacientes, se veían obligados a emprender complicados
trayectos de montaña.
Potes: Torre
del Infantado.
Homenaje al
médico rural.
Nada más salir del núcleo urbano,
aparece un carril coloreado que poco después ofrece un firme de tierra
blanquecina y que permite a los peregrinos caminar sin compartir la calzada con
los coches. Es algo que se agradece, ya que por allí suele haber bastante
tráfico. El ascenso hasta el monasterio es corto, por lo que alcancé mi destino
sin grandes esfuerzos y con tiempo suficiente para hacer algunas gestiones
previas al comienzo de la misa del peregrino. Primero me sellaron y cumplimentaron
la credencial, lo cual me dio derecho a la Lebaniega (un diploma de
certificación; un recuerdo al fin y al cabo). La encargada era una mujer que me
sonaba y a la que acabé identificando. Se interesó mucho por la alternativa que
había elegido para mi viaje. Después, atravesando la Puerta del Perdón, la cual
únicamente se abre durante los años jubilares, me acerqué a una capilla lateral
de la iglesia en la que se celebraba una breve ceremonia de recepción a los
peregrinos. En realidad caminantes apenas éramos un puñado, el grueso principal
de los asistentes (entre 100 y 200) eran gente que había llegado en coche y,
sobre todo, grupos de mayores que viajaban de excursión en autobuses.
La hoja de
la Puerta del Perdón.
Allí nos explicaron bastantes
cosas sobre la reliquia que justificó que en siglo XVI el Papa declarase
destino de peregrinación jubilar a Santo Toribio de Liébana. Se trata del
Lignum Crucis o Vera Cruz, el pedazo más grande del mundo de todos los trozos
conservados de la cruz de Cristo. Su identificación proviene de la sucesiva
transmisión de tradiciones y relatos, pero hace ya algunos años, se tomó una
muestra para investigar la madera y se comprobó que se trata de una especie
común en Palestina, cuyo pedazo tiene más de 2000 años de antigüedad. El trozo
original lo trajo Toribio de Astorga desde Tierra Santa, depositándolo en su
diócesis leonesa. Eso fue en el siglo VIII. Pocos años después, ante el riesgo
que representaba la invasión musulmana, la reliquia, junto con los propios
restos de Toribio, fueron trasladados a San Martín de Turieno (actual Santo
Toribio de Liébana), monasterio fundado por Toribio el Monje (otro Toribio
diferente) a comienzos del siglo V. Ante la afluencia de peregrinos, y la
costumbre de muchos de ellos de querer llevarse algún cachito con ellos, en el
siglo XVII, los monjes decidieron cortar la pieza y dividirla en dos trozos
para crear una cruz. La madera está colocada dentro de otra cruz ornamental de
plata y hueca, y el “estuche protector” dispone de una pequeña ventana al pié
para que los peregrinos puedan adorar, tocar o besar la madera. Comentan que el
trozo expuesto corresponde al hueco del clavo del brazo izquierdo de la cruz de
la crucifixión.
Durante la misa, con la iglesia
llena a pesar de ser un día laborable (aunque aún en verano), se percibía algo
de jaleo en forma de murmullos, charla entre susurros, disparos fotográficos,
diverso deambular y móviles reclamando a sus dueños contestación. Una atmósfera
en la que el componente turístico se deja ver, quizás cada vez más, pugnando
contra el religioso, el cultural, el místico o el meramente tradicional. La
cultura de coches, autocares y motores, superaba allí, con creces, a la del
calzado de larga caminata. Durante la ceremonia pude ver llegar a “mis
compañeros” de ruta. Pero una vez finalizada la misa, no me entretuve por allí
y bajé a Potes caminando.
La iglesia y
parte del conjunto de Santo Toribio de Liébana.
Finalizado el Camino, me cambié
de ropa, me calcé unas sandalias y dejé mi mochila en una taquilla de la
estación de autobuses. Me dediqué a dar un vuelta por Potes, a recorrer su
casco más antiguo, a fisgar ciertos libros interesantes e incluso a comprarme
alguno. Me fui a comer a un restaurante muy típico de los de siempre. Y tuve
suerte, porque estaba en un punto de equilibrio ideal entre ambiente animado de
gente, y servicio inmediato, sentado y sin esperas. Me pedí una buena ensalada
y una deliciosa tabla de quesucos de la zona. El café lo tomé en una terraza
mientras leía el periódico, pues tenía tiempo hasta la hora del autobús de
línea para volver a casa. Aún así me sobraba tiempo por lo que me instalé en el
bar que hace las funciones de estación de autobuses. Allí se habían reunido
unos pocos peregrinos que habían finalizado ese día la ruta oficial. Primero
les escuché un buen rato de forma anónima, y más tarde me sumé a su tertulia.
Fue interesante y saqué algunas conclusiones.
Hoy en día se ha creado un tipo
de personas que podríamos calificar como consumidores de peregrinaciones
oficiales. Gente que ha encontrado en esta práctica de viaje una modalidad que
le llena de satisfacción. Da la impresión de que para muchos de ellos el
fundamento que hay detrás de la consideración de una ruta como peregrinación no
es demasiado relevante, lo importante parece ser que la ruta este
“oficialmente” considerada como tal, promocionada y dotada de determinados
servicios. Cada cual valora de distinta manera los diferentes atributos que
caracterizan a las rutas que se ofertan, las cuales, por cierto, van en aumento
por todas partes. Para algunos es importante la iconografía personal, la
concha, su vestimenta, el bastón de peregrino, etc. Para otros la credencial y
los sellos. Para casi todos la disponibilidad de una buena red de albergues,
sospecho que tanto por cuestiones de precio, como por la posibilidad que dan de
coincidir y establecer relación con otros peregrinos. Y también para la mayoría
el que el recorrido esté bien señalizado. No son, por lo general, peregrinos
con afición a la interpretación cartográfica de los mapas, al uso de la brújula
o del altímetro. Más que de mapa, muchos parecen de folleto. La gran mayoría se
aferran al concepto de oficialidad de la ruta, algo que me sorprende
enormemente pues por lo que yo sé históricamente no existían (en la mayoría de
los casos) rutas oficiales marcadas, sino a lo sumo, lugares de paso frecuente,
y desde luego innumerables alternativas. Cuando se les pregunta por el Camino
que están haciendo, evalúan sin tapujos la calidad de los servicios que éste
ofrece, lo que evidentemente quiere decir que lo consideran como una especie de
“instalación”, espacio o “infraestructura” contemporánea para su ocio activo,
vacación o viaje moderno. Aunque mi reflexión pueda parecer crítica no pretende
serlo en absoluto. Millones de personas no pueden estar equivocadas. Sospecho
que el que se ha quedado obsoleto en su concepción de peregrinación soy yo. De
hecho, como ya expliqué hace tiempo, el fenómeno del turismo de peregrinos se
ha convertido en un filón, razón por la cual se va replicando constantemente en
diferentes lugares que buscan obtener algo de éxito en esa misma línea. Lo que
no acabo de ver es dónde podría quedar situada una difusa línea que separe una
adecuada dotación de servicios al peregrino (hostelería específica, respuesta
burocrática e informativa, señalización, accesibilidad, etc.) de una
urbanización total de cada Camino. Creo que nadie sabría dar la solución porque
unos pedirían más modernización en unas cosas y otros en otras. Uno de los
peregrinos de la estación de autobuses me dio una pista clara. Cuánto más
fáciles y asequibles sean los caminos, y más cercanos a nuestras localidades,
más público conseguirán. De hecho si nos paramos a pensarlo despacio, al final,
cada Camino se habrá ido transformando a lo largo de su historia. Es de suponer
que los peregrinos del siglo XVII no lo harían con los atrasos de los del XII. Aunque
visto desde esa perspectiva, ahora todos deberíamos hacerlo en coche por la
carretera.
Otro asunto interesante es el de
vivir el proceso desde dentro o estar fuera. Me explico, los que recorren un
trazado oficial son muchos más. Son la mayoría, y transitan todos por los
mismos lugares, realizan etapas parecidas y coinciden en muchos lugares, además
de alojarse en el sistema de albergues concreto. Como consecuencia se van
conociendo, se van saludando y cada vez comparten más vivencias comunes.
Quienes van por otro sitio, por trazados raros o apenas frecuentados, se
mantienen fuera de ese proceso y cuando lo rozan, no se sienten parte de él,
porque no conocen a sus protagonistas pero a la vez ven que ellos si se conocen
entre sí. Por ejemplo, en este viaje yo no puede experimentar una mínima
sensación de camaradería peregrina (tampoco la iba buscando) hasta que me
encontré con aquel grupo. Y desde luego, cuando di con los peregrinos de la
estación, me sentí completamente fuera de su proceso, de su experiencia y, casi
casi, de su Camino. No estaba en absoluto integrado en su “movida”. Hubo
momentos de conversación (y eran personas que se habían ido conociendo durante
su peregrinación) en los que me recordaban la típica reunión de gente que ha
hecho la mili juntos y tu no, o como cuando te invitan a una cena de empresa en
la que tu no trabajas. Curiosamente, nadie comentó nada de lugares visitados,
de la historia del Camino o del destino, etc. la mayoría de la conversación
giraba en torno a peripecias de las etapas, calidad de los albergues, errores
de señalización, etc.
De todas formas, aproveché la
ocasión para preguntarles por el trayecto, por su veredicto. Y todos
coincidieron en afirmar que paisajes aparte, les había parecido un “Camino” (yo
lo interpreto como “producto-servicio”) muy improvisado, pobre en servicios,
mal diseñado, mal equilibrado en el reparto de las etapas (“con una
excesivamente dura”), mal señalizado y con un porcentaje excesivo de asfalto en
su recorrido. Que tome nota quien la tenga que tomar, si es que alguna parte
interesada llega a leer esto.
Mi viaje de peregrinación fue una
experiencia estupenda. Algo muy coincidente con lo que había imaginado
previamente. No me arrepiento nada de haber optado por mi configuración, y
menos aún por no haber elegido la propuesta oficial. Además, aquella tertulia
final vino a apuntalar algo más mi sensación de que no soy un buen candidato
para convertirse en un peregrino actual. A pesar de que quizás me quede fuera
de lugar y obsoleto, creo que mi vocación peregrina se asemeja mucho más a la
de los milenios anteriores.
Bonito viaje. ¡si señor!
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