Tras el confinamiento decretado a causa de la pandemia de la COVID-19, había ganas de viaje. Pero no para “arrejuntarse”, hombro con hombro, sudando y salivando a grito “pelao” en fiestas tumultuosas de verano. Todo lo contrario. Ganas de explorar grandes espacios abiertos y despoblados, en los que encontrar poca gente, a ser posible local y siendo respetuosos al máximo con su salud. Evitándoles problemas. Sin “invadirlos”. Y recordando que entre la escasa población que queda en muchas de las comarcas rurales más olvidadas de la Península Ibérica, parte importante de ella es gente mayor.
Y nos decidimos por la bicicleta de montaña como medio y por las Montañas Vacías como destino. En realidad no se trata de ningún topónimo, sino de un proyecto de ruta elaborado con mucho trabajo, primor estético y desinteresada labor, por gente anónima de Teruel. El proyecto toma la forma de una excelente y atractiva página web, dotada de mucha información y una generosa área de descargas, a través de la cual cualquiera puede hacerse con los necesarios tracks de esta ruta de 680 km. No voy a entrar en descripciones del sitio. Es tan bueno, que lo mejor es visitarlo directamente: montanasvacias.com.
El proyecto, que además es solidario, hace referencia a un espacio natural enorme que su autoría califica como la Laponia Española, haciendo suya (bienintencionadamente) la comparación establecida por Paco Cerdá en su libro “Los últimos. Voces de la Laponia española”. Y es que viajar por aquel territorio es sumergirse en una naturaleza muy vacía, pero con muchas conexiones literarias posibles. La primera, la inevitable, es la de Sergio del Molino: “La España Vacía”, sobre la que no insistiré aquí, por estar ya muy manido su uso (lo cual no evita que siga recomendando su lectura ya que me parece un libro magnífico). Su éxito fue tal que, rápidamente, en los últimos procesos electorales de ámbito nacional, aquellos que fueron tan consecutivos, políticos y periodistas se apuntaron al carro de la España Vacía para arañar minúsculas cuotas de votos y audiencia. Hicieron varias cosas al respecto. Primera, simular que atendían a la población afectada por la despoblación. Segunda, apropiarse el concepto y, casi, el original descubrimiento del fenómeno subrayado por el autor de “La España Vacía”, para lo cual optaron por cambiar ligeramente el nombre, enunciándolo de otro modo. Y hasta en eso fueron torpes. Tratando de acuñarlo como España Vaciada. Tercero, hasta invitaron a Sergio del Molino a alguna de las tertulias televisivas de alguna noche electoral. Supongo que al autor todo ese torbellino mediático le supondría algún incremento de ventas, pero la verdad es que su presencia allí, a mí, me defraudó bastante. Me pareció que estaba como pez fuera del agua, intentando participar en un debate que no era el suyo, rodeado de tiburones periodísticos “de partido”. Una lástima, porque el autor es bueno, y no solo escribiendo, sino que también charlando en las distancias cortas, tal y como he podido comprobar en alguna presentación de sus libros.
Volviendo al proyecto de las Montañas Vacías. En la web se presenta como un gran itinerario pensado para ser cubierto sobre bicicleta de montaña o de tipo “gravel”. Aunque el concepto de bicicleta de montaña se ha ido expandiendo mucho y, con ello, especializando a tope, abarcando un incremental número de categorías que van desde el descenso puro hasta el Rally, Marathon, etc. Quien más quien menos, casi toda la gente se hace una idea bastante aproximada de lo que puede suponer viajar con una bicicleta estándar de BTT por un recorrido apto o recomendado para ello. Pero con el concepto “gravel” no ocurre igual. Es un constructo de moda, de tendencia comercial, que se acuña en inglés para tratar de vender bicicletas de ciclo-cross de última generación a gente que no pretende hacer ciclo-cross ni lo ha hecho nunca. El resultado es una bicicleta bastante versátil que está cerca de la de carretera, pero en plan sólido y resistente. Gravel significa grava, y se supone que ese es el tipo de terreno ideal para esta, supuestamente novedosa, categoría de bicicletas. Es decir, carreteras sin asfaltar (pero carreteras) o pistas de muy buena calidad para poder rodar por ellas con ruedas relativamente finas. Algo muy parecido a las “strade bianche” de la Toscana.
Teniendo en cuenta lo anterior, cuando estudiamos la propuesta del recorrido completo de “Montañas Vacías” supusimos que sería un trazado bastante rápido y asequible. En el sentido de poder permitir rodar bastante, relativamente rápido, a pesar de acometerlo con bicicletas de montaña. Y menos mal que optamos por ellas, pues lo que por allí nos fuimos encontrando, distaba mucho (al menos desde nuestro punto de vista, el de unos ciclistas ya maduritos pero con muchos años de experiencia en BTT, carretera, cicloturismo de alforjas y ciclismo retro) de resultar un terreno adecuado para las mencionadas bicicletas “gravel”. Esto no quiere decir que pongamos en duda que haya gente que lo pueda cubrir con garantías sobre tales monturas, pero sí que, para la mayor parte de sus actuales usuarios, elegir dicha opción puede acabar siendo un error. En nuestro particular tránsito por allí nos topamos con dos viajeros que habían elegido ese tipo de bicicletas, y ambos habían sufrido consecuencias y habían optado por abandonar la ruta original.
De todas formas, también nosotros la abandonamos a pesar de haber acudido con bicicletas de montaña. Es algo que iré explicando a medida que vaya relatando nuestro viaje. En nuestro caso optamos por diseñar el itinerario en un formato de ocho etapas que oscilaban entre kilometrajes de 105 a 60 km diarios (varias de la primera distancia y dos de la segunda). Dentro de las posibilidades, optamos por reservar alojamientos anticipadamente, de forma que pudiéramos viajar con menos carga, ducharnos cada día, poder cenar caliente y descansar más cómodos. En contra nuestra teníamos el viajar en una época francamente dura para aquel territorio: julio, en pleno y sofocante verano. Nuestra edad no es disculpa, y nivel de entrenamiento llevábamos el que había… adecuado en todo, pese al confinamiento, excepto en una cosa, la falta de jornadas de larga duración. De lo que nos daríamos cuenta enseguida es de que, sin duda, a pesar de nuestro planteamiento, llevábamos demasiado peso. Algunos desniveles del recorrido exigen llevar muy poco ¡lo menos posible!. Total que Fernando, Jesús y yo nos plantamos en una “pick-up” en Teruel, donde pernoctamos para iniciar ruta al día siguiente.
Día 1: Teruel – Orea.
Tras desayunar, pedaleamos hasta la plaza del Torico para iniciar el viaje desde el punto exacto de partida. Un poco de callejeo antiguo en descenso, algún desvío y enseguida tomamos unas pistas de tierra que, poco a poco, nos permitieron alejarnos de la ciudad e ir ganando altura de forma muy progresiva. Gran parte del kilometraje inicial resulta de gran belleza porque se introduce en un terreno muy erosionado que dibuja una especie de laberinto de pequeños cañones entrelazados, trazados sobre una tierra muy roja. Hay por allí también restos de posiciones bélicas de la Guerra Civil que, en lo que respecta a Teruel, fue muy cruenta y cambiante. Los kilómetros seguían y aquellos parajes fueron dando paso a las primeras grandes extensiones de bosques de pinos. Ello suponía una ventaja evidente: el regalo de la sombra, que en verano resulta fundamental. No tuvimos demoras y pasamos junto a una gran charca y hasta pudimos ver algún corzo deambulando por allí. Aquella primera mañana hicimos una breve parada para comer algo de fruta, antes de dar cuenta de un territorio bastante árido y pelado de vegetación. Fácil de progresar por él, solitario y no especialmente reseñable.
Alcanzamos Albarracín de la hora de comer, cuando el sol pegaba realmente fuerte. Como conocíamos la localidad de algún viaje anterior, nos limitamos a comer y beber a la sombra, antes de continuar. Estábamos a mitad de camino de nuestra primera etapa y habíamos empleado ya bastante tiempo en ello. Por eso se nos llegó a pasar por la cabeza recurrir a la carretera para alcanzar el destino, pero lo desestimamos y seguimos files al track, lo cual nos obligó a tener que remontar la durísima ascensión de la ladera sobre la que se asienta Albarracín, hasta ascender a mucha más altura que sus espectaculares murallas. Aquello fue una especie de calvario. Tuvimos que detenernos varias veces para recuperar el aliento y decidimos replantearnos la etapa. Uno descendería directamente para procurase un taxi hasta el destino. Los otros dos continuaríamos ascendiendo hasta que aquello empezase a bajar, para encontrar la carretera y continuar por ella hasta Orea. La continuación se nos hizo bastante extenuante pese a que había tramos de descanso, pero es que nos costaba recuperar (al menos a mí) tras cada nuevo esfuerzo ascendente. Finalmente empezamos a bajar por una rápida pista de piedras de cierto calibre para alcanzar la carretera, bastante cerca de Albarracín. Y es que en esta parte del recorrido, el trazado plantea dos grandes y sufridos bucles que ascienden a, y descienden de, un territorio de cerros muy descarnado, alargando mucho el avance hacia el noroeste. Al final esperamos en la carretera y cuando nuestro compañero pasó con el taxi-furgoneta, no dudamos en aprovechar el porte y plantarnos en Orea. El alojamiento allí resultó muy agradable. Especialmente porque el hostal disponía de un porche rebosante de vegetación trepadora que le daba una sombra y un frescor paradisíacos. La parte final de la tarde la dedicamos a visitar Orea, sus lujosas casas de segunda residencia, su núcleo principal, un bar del pueblo, etc. Después vino una cena suculenta y la cama.
La Laponia Española o la Serranía Celtibérica son expresiones que aparecen en la presentación de Montañas Vacías. Aunque me parece que ninguna de las dos fue acuñada por él, Paco Cerdá las emplea en su magnífico y entretenido libro “Los últimos. Voces de la Laponia Española”. El texto logra dar una visión general del fenómeno de despoblación de un buen pedazo de península española, pero además colecciona un entretenido ramillete de historias personales arraigadas en puntos muy concretos de la variopinta geografía aludida. Para ello busca historias de vida y territorio concretas en cada una de las provincias que conforman ese espacio imaginario de la Serranía Celtibérica. Directamente relacionado con el trazado de Montañas Vacías está el caso de Checa, donde surge una historia de rusos bastante curiosa. Y, en cualquier caso, tiene los capítulos dedicados a Teruel, Guadalajara, Valencia (con atención concreta al Rincón de Ademuz) y Cuenca.
Día 2: Orea – Peralejos de las Truchas.
Como Orea está ligeramente fuera de la ruta “oficial” (no encontramos alojamiento en Orihuela del Tremedal), y tras los sufrimientos experimentados durante la jornada anterior, para el segundo día diseñamos una etapa que se separaría parcialmente del track previsto en algunos tramos. Lo primero fue tomar una carretera secundaria por la que pedaleamos hasta Griegos. Una ruta agradable y muy tranquila por la que continuamos hasta Guadalaviar. Desde allí empezamos a ascender un puerto, a mitad del cual tomamos una pista (de nuevo en track oficial) por la que continuamos ascendiendo un rato hasta alcanzar unas llanuras de pradería en las que pudimos rodar bastante deprisa, mientras disfrutábamos de un paraje muy solitario y agradable. Y así viajamos, en dirección preferentemente sur, hasta alcanzar el punto en el que formalmente han decidido situar el nacimiento del río Tajo. El lugar presenta una modesta surgencia que enseguida es canalizada. Una especie de caballero barbudo, armado con una espada y coronado por una estrella de nieve, parece representar al río, y otras pequeñas estatuas evocan las provincias de Guadalajara (un caballero con armadura), Teruel (un toro) y Cuenca (una copa).
Desde allí el track nos llevó un rato por la carretera, ahora en dirección norte, siguiendo el curso del Tajo. Iríamos cosiendo el límite provincial entre Teruel y Guadalajara hasta acabar finalmente en la provincia castellano manchega. Después nos encaminó por una pista muy rápida y agradable. Todo ello en componente de ligero descenso, por lo que pudimos ir avanzando bastante deprisa. Nos internamos con el río por los bosques hasta que en un puente nos vimos separados de él. La verdad es que iba bastante seco y escuálido, sin presentar claras opciones de baño. Pero el recorrido era bonito y solitario. Abandonado el curso del río, se fueron sucediendo varios ascensos, algunos de ellos bastante duros. Por delante teníamos la duda de si seguir el track propuesto (con algún desnivel final nada tentador), hacerlo hasta Checa para rematar por carretera, o incluso tirar directos hacia Peralejos de las Truchas siguiendo el GR que por allí transita. No sé si acertamos o no, pero la tercera alternativa fue la elegida, y nos supuso, sinceramente, una jornada agotadora. El GR era totalmente ciclable inicialmente, pero cada vez presentaba una mayor frecuencia de ascensos muy empinados. El agua nos fue escaseando y el calor aumentando. Íbamos ganando altitud, y cada vez que creíamos alcanzar una loma definitiva, se sucedía otra más. Aquello fue acabando con nuestras fuerzas e incluso, en determinado momento, el GR se volvió poco practicable para las bicicletas, así que optamos por una alternativa propuesta por nuestro GPS. Poco después de una ermita, acometimos un descenso pedregoso y salvaje que nos hizo perder cientos de metros por una ladera muy escarpada, hasta alcanzar el lecho de un río llamado Seco, en cuyas gélidas aguas pudimos darnos un chapuzón, y en las que nos arriesgamos a repostar.
Habiendo logrado descender un poco nuestra temperatura corporal, volvimos a encontrar el GR, el cual seguimos a ratos, alternándolo con la ruta del GPS. Continuaron los ascensos. No fueron demasiado duros, pero si persistentes. A esas alturas de la tarde íbamos francamente tocados, hasta que finalmente pudimos descender hasta Perajejos, a tiempo para encontrar abierta la tienda y poder beber leche desnatada para recuperar, bebidas frías para refrescarnos y yogures “bio” para contrarrestar la ¿quién sabe si? No potabilidad del río cruzado.
En Casa Pura estuvimos muy bien alojados. Tenía un patio muy fresco y agradable, servían las cervezas bien frías, eran muy amables y nos dieron estupendamente bien de cenar. Y todo ello a un precio de lo más económico. Es una sincera recomendación alojarse allí. Habíamos hecho cerca de 100 km ese día y nos pasamos el resto de la tarde y la noche bebiendo litros y litros de líquidos. Resultaba evidente que tras las dos primeras jornadas de pedaleo estábamos algo deshidratados y muy castigados. Así pues, volvimos a deliberar y a replantearnos la estrategia. La etapa siguiente, a la vista del perfil y de nuestro estado, sería de “descanso”, la realizaríamos directamente por carretera, recortándola completamente. Se quedaría en 27 km.
Aunque no llegamos a visitar Zaorejas, Peralejos de las Truchas ya tiene algo que ver con la obra maestra “El río que nos lleva”, de José Luis Sampedro. De hecho, a la entrada del pueblo hay erigida una infografía que hace referencia al autor y a su novela. El texto es una recomendación segura para cualquier aficionado a la lectura, imprescindible para cualquier apasionado a los viajes fluviales, y obligada para todo viajero que recorra, aunque sea parcialmente, el Alto Tajo. Andar por allí, a ratos algo perdidos, fatigados, sudorosos, resecos y acabando encontrándonos con algunos vecinos locales, nos trajo (por lo menos a mí) nítidos recuerdos de la novela.
Día 3: Peralejos de las Truchas – Beteta.
Lo de los 27 km fue real, pero no lo del descanso. Y es que como no había prisa empezamos a pedalear bastante tarde y nos desplazamos a unas de las peores horas del día (el mediodía). Al principio todo fue bien, mientras seguimos el curso del Tajo, porque la ruta no presentaba apenas desniveles y el río llevaba ya cierto empaque y buenas pozas para el baño. Sin embargo no las aprovechamos y empezamos a subir un puerto de varios kilómetros, con algunos de ellos inclinados de forma persistente al 13% de pendiente. El paisaje durante el ascenso era realmente precioso, con sectores encañonados, alternándose con laderas boscosas y escarpes rocosos de improbable equilibrio. La ascensión resultó especialmente dura por el calor y cada cual la solventó a su propio ritmo, en solitario y sobreviviendo. Resultaba evidente que no estábamos recuperados de los días anteriores. Arriba el paisaje se abrió mucho más, parecía más seco, más árido y mostrando mucho más horizonte. Descendimos hasta la gasolinera de Beteta y acordamos iniciar las gestiones necesarias para encontrar el modo de poder recuperar nuestro coche en Teruel. Si lo lográbamos, nuestro planteamiento de viaje cambiaría completamente. Nos convertiríamos en una especie de proscritos del mundo “gravel-alternativo-posmoderno” y… ¡estaríamos encantados de hacerlo a tiempo!. No se trata aquí de defender nuestra postura, y menos aún de enumerar nuestro currículo de experiencias viajero-deportivas, pero si hay algo que la edad y la gran cantidad de aventuras emprendidas nos ha enseñado es que la clave del éxito vital y feliz es acertar con el planteamiento ante cada circunstancia, y disfrutar a tope.
Las gestiones fueron saliendo y, entretanto, nos sentamos a comer almuerzo casero local. Después nos instalamos en un coqueto apartamento rural, nos duchamos, y dos de nosotros nos fuimos en taxi comarcal hasta Teruel para recuperar el coche. La ida nos sirvió para informarnos bien sobre muchas cuestiones de interés sobre aquellas comarcas ya conquenses. Las lagunas, la proliferación de manantiales de agua mineral, las antiguas minas romanas o los cultivos de cebada, lavanda, espliego, etc. También sobre la despoblación y las contadas alternativas de supervivencia económica en los pueblos. Al regreso, ya sin nuestro conductor informante, nos centramos más en el paisaje, el cual, en especial a lo largo de segunda parte del trayecto, resultó fascinante, rico en barrancos, formaciones rocosas originales, poblados bosques perennes y cursos fluviales montaraces. Francamente bonito.
Aquella tarde definimos nuestra estrategia definitiva de proceder: cada día nos desplazaríamos en el coche desde un alojamiento hasta el siguiente. Antes de hacerlo, en medio o después, según los casos, elegiríamos alguna ruta circular interesante propuesta por “wikiloc” para BTT y la haríamos sin el peso del equipaje.
Repetimos restaurante para cenar y fue todo un acierto degustar la cocina más local. Ajoarriero; morteruelo (una especie de paté suculento, poco batido y muy sabroso); hartatunos (como una tortilla de patata sin huevo, ligada con pan y sazonada con bastante pimentón); zarajos (callos de cordero presentados cual chuletillas a la plancha, con palos de sarmiento en lugar de los huesos); croquetas de setas locales, etc. Un verdadero viaje gastronómico por la Cuenca interior. Todo muy bueno. Uno de esos detalles imprescindibles que aderezan los viajes cuando quien los lleva a cabo pretende adentrarse más allá del puro escenario geográfico.
La velada la cerramos con un agradable paseo nocturno, “a la fresca”, por las calles de Beteta. Es un pueblo más grande de lo que inicialmente parece. Bien plantado sobre la superficie de un cerro, dominado por unas ruinas de castillo y urbanizado con un sistema de calles de retícula bastante paralela. Presenta alguna antigua puerta de piedra de entrada al núcleo más antiguo, un edificio público hermosamente restaurado y una fuente… digamos… algo discordante con el entorno.
Aquel día fue cuando nos enteramos que los ciclistas Thomas de Gendt y Tim Wellens habían elegido la ruta de Montañas Vacías para su habitual cierre de temporada en plan cicloturista en 2019. Evidentemente sus prestaciones no son comparables a las de cualquier modesto viajero en bicicleta. Ni en rendimiento ni en habilidad, pero, a juzgar por algunas escenas disponibles en la red, la aventura les supuso esfuerzos considerables y algún que otro “tropezón”. Creo que tampoco la llegaron a realizar completa y es que la ruta, tal y como no me canso de repetir, es ambiciosa y requiere tiempo. Lo chocante del asunto es que cuando se acercaba el momento de nuestro viaje, e incluso en alguna que otra comunicación con amigos durante el mismo a través del teléfono, cuando la gente caía en la cuenta de qué ruta íbamos a intentar hacer, enseguida hubo quien nos dijo algo así como “ah sí, esa de bikepacking que se hace en gravel”, o “la que hicieron Thomas de Gendt y su compañero”. Por supuesto ninguno de los interlocutores la había hecho, probablemente tampoco sabía por dónde iba, ni, seguramente, se pongan a ello jamás, pero la terminología de la mercadotecnia de tendencia, la que sustituye al ciclismo con alforjas y demás expresiones por sugerentes términos anglosajones, es poderosa emulando experiencias a través del universo virtual. Y las historias de influencia a través de las redes sociales parecen hacer viajar a los personajes populares sin que sus seguidores lleguen a conocer realmente los lugares por los que pasan y, menos aún, a sus gentes. En cualquier caso, me alegro por Thomas y por Tim, seguro que se lo pasaron tan bien como nosotros, cada cual configurando su experiencia sobre la marcha. No olvidemos que todo viaje es un proceso.
Quién también pasó por allí, en concreto por Beteta, aunque en coche, fue Alfonso Armada. Así lo cuenta en su libro “Por carreteras secundarias”. Se trata de un viaje perdiéndose por lugares poco mediáticos a lo largo de toda la geografía nacional. Durante el mismo, Armada interpreta el país a su manera, descubre sitios y establece constantes anclajes culturales con los lugares por los que pasa. Además, conoce gente, en algunos casos personas muy curiosas o singulares. Por otra parte, don Alfonso no se corta, y cuando critica, se muestra hasta cáustico. En su relato hace parada en Beteta, se detiene en Tragacete y visita (desilusionado) los nacimientos de los ríos Cuervo y Tajo.
Día 4: Beteta – Laguna del Marquesado.
Aquella mañana salimos con el coche directos hacia el aparcamiento del Nacimiento del río Cuervo. Desde allí iniciamos una ruta circular que no acertamos a seguir de forma correcta, y tras “discutir” un buen rato con el GPS decidimos improvisar. Pasamos por un puñado de barrios y ascendimos una pista de bastante desnivel por en medio de un bosque hasta alcanzar unas antenas desde las que pudimos contemplar algo de paisaje, antes de descender pronto hasta una carretera que nos devolvió (demasiado rápidamente) hasta el punto de partida. Así que nos acercamos lo que pudimos hasta el nacimiento del río Cuervo, y continuamos visitándolo caminando cuando empezaron a aparecer escaleras. El lugar es bonito pero tiene un par de inconvenientes para nuestro gusto: está excesivamente “civilizado”, lo cual le quita algo de encanto; y, probablemente derivado de lo anterior, presenta demasiadas restricciones (básicamente, que no dejan que te des un chapuzón). Aun así tiene hermosas cascadas, pozas transparentes y recovecos rocosos agradables en una especie de circo glaciar boscoso.
Desde allí nos fuimos a comer a un bar muy modesto y servicial en Vega del Codorno, donde nos presentaron unas acelgas con arroz de chuparse los dedos. Tras el café con hielo volvimos al coche y nos desplazamos hasta Tragacete para acercarnos al nacimiento del río Júcar. De nuevo con las bicicletas, fuimos remontando el curso del arroyo, incluso rodando sobre él en ocasiones, acabando enfilando un estrecho y asilvestrado pasillo rocoso en el que desmontamos para seguir a pié. Llegamos a un punto en el que, bajo una sólida roca, aseguran que está la fuente original, pero continuamos algunos minutos sendero arriba para internarnos por un paraje mixto de bosque, roca y pradería que parecía estar trasladado e injertado allí desde las Montañas Rocosas. Aquello resultó una excursión de lo más agradable. Una bienvenida sorpresa que completaba la jornada. En el caso del Júcar, allí la fama es menor, y probablemente gracias a ello, apenas hay equipamientos añadidos, lo cual lo hace, quizás, más atractivo.
De nuevo en carretera, nuestras habituales tertulias sobre la vida y el carácter de Paul Dirac, la física cuántica, los rezos sánscritos iniciales de las sesiones de yoga, la estupidez y el descaro moral y ético de la clase política actual, la conveniencia o no de implantar sistemas expertos en la medicina actual o la utilidad del “machine learning” nos ensimismaron tanto que nos pasamos un desvío y seguimos por la ruta equivocada, río Júcar abajo, durante varios kilómetros. Aquello, lejos de representar una pérdida de tiempo, nos descubrió una cuenca fascinante, repleta de cañones, riscos, bosques, extraplomos y un constante juego entre el “plateau” general de la Meseta y los valles marcados por los cauces del río y sus afluentes. Más o menos fue en Uña donde nos dimos cuenta del error y dimos la vuelta, por lo que, por dos veces circulamos por la ribera del embalse de la Toba.
Un tramo de carretera mucho más secundario y estrecho nos condujo por la Laguna del Marquesado y nos permitió llegar hasta Huerta del Marquesado, nuestro destino. Allí nos alojamos en una cabaña prefabricada colocada en un reseco terruño en lo alto del pueblo. Un recinto que contiene dos cabañas muy cómodas y excelentemente equipadas. Son resultado de una iniciativa que se nos antojó digna de aplauso, del trabajo de una pareja emprendedora que parece buscar como ampliar el medio de sustento de la familia, aferrándose a su lugar de residencia. También con carácter animoso y excelente talente hostelero, dimos con el propietario del bar-restaurante Bora-Bora, un oasis de frescura, descanso y buen ambiente, en plena Serranía de Cuenca. Aunque apenas funciona los dos meses principales del verano, el servicio que allí da es muy de agradecer. Allí nos refrescamos por la tarde, cenamos, desayunamos al día siguiente, e incluso comimos antes de seguir viaje tras nuestra ruta de bicicleta matinal.
La noche de pernocta recorrimos el pueblo paseando. Como tantos otros de los que fuimos descubriendo en Cuenca, está lleno de casas muy bien arregladas y actualizadas con gusto, cuidado y, no cabe duda, dinero. Son casas de aspecto serrano, de montaña, acondicionadas para durar y combatir el frío invernal. Pero, por otro lado, tal y como ocurre con otras muchos pueblos de la Serranía de Cuenca, el agua fluye allí por todas partes. A aquellas alturas del viaje ya no era una sorpresa que tantos ríos de importancia nacieran tan cerca unos de otros. Aquellas montañas atraen el agua en forma de nieve, la filtran y la reparten. Y al parecer lo hacen con generosidad. Los lechos de los valles albergan muchas huertas y las casas también resultan veraniegas porque acogen mucha vegetación. Trepadora, de tiestos o maceteros, arbustiva, etc.
En Laguna del Marquesado tuvimos nuestro primer encuentro con ciclistas reales (no virtuales como los profesionales antes mencionados). Eran dos chavales con cara de cansados y ademanes de resignación. Uno de ellos llevaba una bicicleta de montaña y el otro una de “gravel” con el “kit completo de bolsas” que tan de moda está ahora en Internet. Entablamos conversación con ellos y nos contaron sus penas por encima. También ellos se habían “estrellado” con el recorrido, con el cálculo infravalorado de su dureza y con la incapacidad de encontrar suministros durante amplios espacios del trayecto. Por tanto, igual que nosotros, habían recurrido a introducir variantes, atajos y recortes en su ruta, adaptándose a sus necesidades, y en aquel momento ya estaban planificando su vía de escape, a ejecutar en dos etapas. La “gravel” iba ya castigada: había roto su desviador delantero y una de sus ruedas “tubeless” perdía aire. Lo dicho, todo viaje es un proceso.
Día 5: Laguna del Marquesado – Torre Baja.
Aquella mañana salimos directamente en bicicleta para completar una ruta circular de casi 50 km. Fue una ruta sencilla, con poco desnivel y un trazado muy rodador. Todo un contraste con respecto a los demás días, pero no por ello menos agradable. Aunque tuvo tramos de carreteras estrechas y solitarias, gran parte de la misma discurrió por pistas de enlace entre pequeños pueblos y zonas de cultivo. El agua fue una constante en la misma. Acequias, campos regados por inundación y cunetas tan repletas de vegetación que parecían jardines botánicos asilvestrados, plagados de flores de una enorme diversidad de especies. La ruta nos llevó hacia el norte (Laguna del Marquesado), después cambió de valle hacia el este por Zafrilla, antes de dirigirse hacia el sur. Desde el punto de vista urbano, habría que señalar nuestra parada en Cañete, pueblo grande y apretado, dominado por una soberbia ruina con aspecto de castillo bereber, que integra tanto lo artificial con lo natural que uno duda de su realidad edificada hasta que se encuentra bastante cerca de la localidad. Desde allí sufrimos un tramo de ascensión por una carretera algo sofocante y poco agradable, pero, enseguida, a partir de Campillos-Sierra, conectamos con unos buenos tramos de pistas rápidas y entretenidas que nos devolvieron directamente a Huerta del Marquesado. Allí aprovechamos el lavadero para asearnos y cambiarnos de ropa y, después de comer, nos pusimos en marcha en coche.
Viajamos directamente hacia el este. Hacia levante. De hecho, entramos en la provincia de Valencia. A medida que lo fuimos haciendo, la altitud fue descendiendo, la temperatura aumentando y el paisaje perdiendo, claramente, serranía. Llegados a Torre Baja y tras instalarnos en un hostal discreto, y ante un pueblo sin aparente atractivo, decidimos reconocer los alrededores empezando por Ademuz.
La localidad llama mucho la atención al irse uno acercando a ella porque se encuentra encaramada en una ladera a la sombra, configurando una especie de enjambre de construcciones variopintas que van aparentando cada vez menos solidez a medida que ganan altura. Las capas finales de inmuebles presentan un aspecto tosco, aparentemente inestable y en algunos casos incluso ruinoso y abandonado. Tras una compra inicial, desoyendo los consejos de la ferretera local, iniciamos la ascensión hacia las ruinas superiores a pié. Hubo que superar rampas peatonales muy inclinadas, bastantes escaleras laberínticas, algunas callejuelas y preguntar por dónde seguir varias veces. Al parecer no había duda al respecto, en caso de incertidumbre, continuar por cualquier camino que siguiera subiendo. La cosa iba mejor de lo esperado porque todo el callejero estaba en sombra. Hubo un momento de cierta tensión cuando un perro de raza peligrosa, suelto y de aspecto bien cuidado (en ocasiones característico de los trapicheros juveniles locales de muchos lugares de nuestra geografía), se encaró con nosotros con afán perseguidor y agresivo. La verdad es que mostramos temple, le recibimos con aires de gravedad y sin pánico, y se dio media vuelta. Así que pudimos coronar el cerro con calma y obtener unas vistas que merecieron la pena. Tanto sobre la localidad en su conjunto, como sobre los valles y el paisaje general. La excursión había merecido la pena.
Bajando fuimos compartiendo nuestras sensaciones: el lugar no tenía el buen aspecto de los pueblos de la serranía. El urbanismo era complejo y bastante destartalado. La imagen (percepción subjetiva) desprendía niveles de renta muy bajos y probable conflicto social. El atractivo estaba en la atmósfera y configuración urbana de casba. Quizás procedente de un largo pasado de asentamiento musulmán, ahora tímidamente re-actualizado por los actuales procesos de emigración. El caso es que aquella visita supuso un fuerte contraste con la “vaciada” tónica del resto del viaje.
Dije que no hablaría de “La España Vacía” y pienso cumplirlo. Sin embargo, eso no me impide citar otra obra de Sergio del Molino: “Lugares fuera de sitio”. En ella dedica un capítulo al Rincón de Ademuz.
“Que es árabe y queda a desmano de todo, está claro. Es un buen lugar para huir. No está de camino a ninguna parte, casi nadie sabe ubicarlo ni qué es y pocos sospechan que se trata de un vergel feraz regado por el río Turia, que en ese primer tramo de bajada a Valencia se desliza entre hoces y cañones elegantes y coquetos. Un pequeño oasis ibérico que los árabes cubrieron de frutos y resguardaron de la aridez aterradora de las llanuras de Teruel”.
Torre Baja le sirve para recordar algunas referencias a la Guerra Civil considerándolo como la ubicación más probable del “principio del fin” del ejército republicano. También nos habla del maquis y su persistencia en algunos de los territorios recorridos por la ruta de Montañas Vacías. Pero, sobre todo, del Molino se extiende (con mucha sorna) en la crítica a un nacionalismo valenciano que se empeña en considerar a los valencianos del Rincón de Ademuz, como “otros valencianos” muy de segunda clase.
Como no encontramos establecimiento abierto donde cenar, nos trasladamos en el coche hasta el cercano Caistelfabib. La estampa inicial es llamativa. Un “sky-line” medieval algo acrobático que ensambla terreno rocoso con edificación antigua. La carretera asciende presentado una localidad igualmente encaramada y que parece mirar de frente y desafiante a Ademuz, hasta que unos túneles permiten basar bajo una gran peña sobre la que está edificada una iglesia que ejerce de atrevido vértice del pueblo sobre el amplio valle. Por detrás, por la “cara B” del lugar, aparece el resto del pueblo, así como el pendiente y estrecho ascenso hacia su primera plaza. Estaba ya anocheciendo y no había donde cenar, pero unos vecinos del lugar nos dirigieron hacia el Área Recreativa de las afueras.
El concepto de Área Recreativa de estos lugares, tal y como ocurre en muchas zonas rurales de toda nuestra España interior, tiene en verano mucha más importancia de la que parece. Resulta que la mayoría de ellas tienen piscinas, y por eso, durante cualquier verano normal, acaban convertidos en centros neurálgicos de la vida social local, porque es allí donde la gente (toda menos los más viejos) acude para bañarse, tumbarse, encontrarse, jugar, pasar el día, etc. Por eso hay allí chiringuito que ejerce de bar, cafetería, restaurante desenfadado y, en ocasiones, hasta pub. El problema de este verano es que, a causa de la pandemia, al menos a lo largo de nuestra ruta de viaje, las piscinas estaban sin agua, y por ello, estos establecimientos, bastante solitarios. En aquella ocasión fuimos los únicos clientes a aquellas horas. Aun así, nos dieron de cenar y disfrutamos de una agradable velada nocturna al aire libre. Sin embargo, tuvimos la empatía suficiente como para comprender el drama que este cierre de piscinas (probablemente cientos de ellas en nuestro país) estará suponiendo para miles de niños, adolescentes, familias, etc. Una lástima.
Al visitar Caistelfabib me resultó inevitable acordarme de uno de mis escritores favoritos: James A. Michener. En su libro de viajes “Iberia”, relata su experiencia visitando muchas áreas de nuestro país. Fue publicado en español en 1978, aunque creo que lo escribió diez años antes. Su interés por viajar por España lo perseguía desde que navegó rodeando la península, enrolado como oficial de derrota en un mercante que, procedente de Glasgow, desembarcó en Castellón de la Plana. Aprovechando unos días de permiso se cogió un tren y se fue a visitar Teruel. Pasó muy buenos ratos allí, en el que fue su primer gran contacto con nuestro país. Por eso, cuando escribió “Iberia” regresó a Teruel y le dedicó un capítulo de la extensa obra. Y el capítulo no comienza en Teruel, sino perdido por una carretera que le lleva a toparse de frente con la mole de roca y viviendas de Caistelfabib, lugar que le impresionó mucho y en el que tuvo el gusto de relacionarse con un matrimonio que regentaba un bar.
Jesús y yo posando con las ruinas del castillo detrás (Imagen: Fernando).
Día 6: Torre Baja – La Puebla de Valverde.
Al desayunar vimos que se marchaba un ciclista que había coincidido con nosotros en el hostal. Iba sólo, se acercaba más a nuestra edad y rodaba sobre una “gravel”. Le pregunté qué viaje estaba haciendo y me respondió que Montañas Vacías. Cuando le expliqué que nosotros también, pero que habíamos optado por recurrir al coche y alterar todo el programa inicial, pareció relajarse y me confesó que él también. Que no lo había encontrado demasiado apropiado para su bicicleta y que estaba enlazando muchos trechos por las carreteras secundarias más próximas a la ruta original.
Aquella mañana salimos directamente a pedalear desde el hostal. Empezamos llaneando por una pista que seguía el curso del Turia hacia el norte, pero enseguida cruzamos la carretera, abandonamos el río e iniciamos una larga ascensión por una pista forestal que se adentraba en un poblado bosque. Una ardilla nos dio la bienvenida. Habría que hacer un homenaje al anónimo ingeniero que había trazado la pista porque dibujaba una sucesión de curvas y revueltas que iban abrazando el terreno de forma que la pendiente se mantenía perfectamente constante. Sin agresivos repuntes. Una inclinación que, simultáneamente, nos iba haciendo ganar altura pero permitiendo un pedaleo relativamente fluido. En definitiva, una situación muy eficaz para ir ganando altitud por centenas de metros en poco tiempo. A medida que nos íbamos acercando a las zonas más elevadas del cordal, el bosque iba clareando y proliferaban los grupos de almendros. Las almendras y turrones son productos típicos de aquellos pueblos, por lo que las plantaciones de almendros surgen por aquí y por allá, dando variedad al paisaje. Una vez arriba, un amplio panorama se abrió ante nosotros y pudimos tener una visión clara de dónde nos encontrábamos, así como de las localidades más cercanas. Esta comarca no estaba tan despoblada como muchas otras a lo largo del viaje.
Empezamos a descender con velocidad hacia el valle (digamos hacia el oeste, aproximadamente, aunque con muchos cambios de dirección) y lo que inicialmente era una pista pendiente pero sencilla, pronto se convirtió en una carreterilla muy estrecha con curvas muy variadas y cerradas. Un ejercicio muy divertido de velocidad de trazadas. Así hasta que llegamos a El Cuervo, un pequeño pueblo bañado por río Ebrón. Seguimos el curso del río hacia arriba (norte) a través de una nueva pista de tierra y piedras finas, vadeándolo a pedales en algún tramo, y pedaleando junto al agua, las huertas y algunos paredones naturales de roca, hasta alcanzar una zona de pic-nic en la que la pista moría para continuar como camino. Aproximadamente en los llamados estrechos del Ebrón. Allí nos dimos media vuelta y regresamos a El Cuervo para hacer una paradita y tomarnos un café con hielo.
Luego vino un corto tramo de carretera, con algunas buenas vistas sobre el amplio valle cultivado, hasta llegar a Castielfabib. Allí subimos con las bicicletas hasta el recodo exterior más elevado de su iglesia fortificada. Más panorámicas y nuevas fotos antes de continuar atravesando los dos túneles por los que la carretera pasa bajo la población. La calzada nos llevaba hacia Ademuz pero, poco antes de llegar allí, tomamos una pista hacia la izquierda por la que descendimos hacia Torre Baja y hacia el Turia, cerrando el circuito en el hostal de partida, tras haber contemplado al final algún cultivo de lavanda. Tras colocar las bicicletas en la caja de la “pick-up” aprovechamos una represa en el río para bañarnos en una poza, lavar de paso la ropa ciclista y asearnos.
Allí nos encontramos con otro cicloturista. Estaba dormitando sobre un banco, tenía ropa tendida alrededor y una bicicleta de montaña con carga muy voluminosa. Nos preguntó y le respondimos. Más de lo mismo. Era joven. Viajaba con otros tres amigos con los que se encontraría allí. Se había separado por problemas mecánicos, optando por atajar por carretera. También habían encontrado bastantes dificultades y también habían sorteado algunos pasajes. En todas partes parecían cocer habas (que además éramos muy contadas).
Comimos en el área recreativa de Torre Baja. También “seca” en su piscina y desangelada de gente, aunque nos trataron muy bien y estuvimos muy a gusto. A los cafés, se desató un turbón de viento arremolinado que empezó a poner en peligro la integridad de las mesas, sombrillas y personas, por lo que acabamos refugiados dentro. Poco después emprendimos nuestra nueva etapa motorizada en dirección al noreste para salir de Valencia y regresar a Teruel, casi en el preciso lugar en el que tomamos un desvío hacia la derecha encaminándonos por una modesta, estrecha y asilvestrada carretera de montaña que, a medida que iba avanzando (y lo hizo durante muchos kilómetros) nos iba dejando más pasmados por su belleza, su laborioso trazado y su soledad absoluta. La ruta iba ganando mucha altura. Tras un leve y moderado paso por territorios algo más bajos y modestamente habitados, volvíamos a adentrarnos en montañas vacías. En elevaciones evidentes y en espacios sin gente, deshabitados y, aunque bellos, quizás algo inhóspitos. La ruta pasaba por un único y solitario pueblo con apariencia de poblado fantasma: Riodeva. Quizás el ennegrecimiento tormentoso del cielo y las chispas que empezaban a caer por allí, acrecentaban la impresión. La carretera nos pareció fascinante. Digna de haber sido recorrida en bicicleta (sin peso) o de regresar a ella en el futuro en moto. Dos de nosotros somos moteros viajeros desde hace décadas. Ya anduvimos una vez por los Montes Universales, El Maestrazgo, la Sierra de Gúdar y la de Albarracín hace bastantes años. Pero visto lo visto, la hermosura y la enorme extensión de los territorios que comprenden el proyecto “Montañas Vacías”, no descartamos regresar en el futuro sobre nuestras monturas motorizadas. Aparte de las pistas y senderos, hay por allí toda una red de carreteras perdidas que merecen la pena. De hecho, hubo momentos en los que añoramos un poco nuestras motos. Pero es algo que nos pasa habitualmente: echar de menos los esquís al contemplar nuevas montañas, o las piraguas al pasar junto a aguas apeteciblemente navegables, etc. Es lo que tiene la diversidad de aficiones. El caso es que, aun habiéndola recorrido en coche, aquella carretera nos dejó enamorados.
Por ella alcanzamos Camarena de la Sierra, un pueblo claramente montaraz. Desde allí se puede ascender por carretera hasta la estación de esquí de Javalambre. Hay dos opciones: la TE-34 o, más al este, la TE-V-6006 hasta llegar a un cruce y girar hacia la derecha completamente. Nosotros escogimos la segunda variante para echar un vistazo a la estación de esquí. Pese a lo desapacible del clima, nos gustó el panorama y decidimos que fuese allí nuestra despedida ciclista al día siguiente.
Poco tiempo después aparcamos junto a la iglesia de La Puebla de Valverde. Es un pueblo elegante, urbanizado en torno a una calle principal que además es cumbrera longitudinal de la localidad. Encontramos dos pórticos de entrada al casco más antiguo. Las casas están muy arregladas, pero la mayoría estaban cerradas, señal de ser segunda (o tercera) vivienda. Y, o bien no había empezado la temporada veraniega, o sus propietarios estaban optando por la playa. La jornada finalizó con un paseo, buena cena y otro deambular nocturno antes de acostarnos.
Subiendo a la iglesia fortificada (Imagen: Jesús).
Día 7: La Puebla de Valverde.
Llovía y granizaba mientras desayunábamos. Pero, a esas alturas de viaje, nada nos alteraba, habiéndonos convertido en una expertos adaptativos capaces de improvisar ante cualquier situación de cambio de planes. Además, confiábamos en las previsiones meteorológicas que auguraban una ventana de buen tiempo a lo largo de la mañana. Y, efectivamente, al despedirnos del alojamiento ya había escampado y pudimos salir pedaleando con nuestras bicicletas. Tomamos la carretera del día anterior y enseguida nos vimos ascendiendo hacia la estación de esquí de Javalambre. Se trata de una ascensión muy larga (más de veinte kilómetros) pero sin tramos de pendiente excesiva. Resulta muy fácil encontrar desarrollos adecuados para ir regulando el esfuerzo sin cebarse, pudiendo “mover” bien las piernas. El cielo amenazaba a ratos, aunque sin llegar a golpear. La temperatura era ideal, aunque se sudaba mucho por el notable aumento de humedad. Muy al estilo de nuestras tierras cantábricas. Progresamos sin problemas hasta el cruce de la víspera y continuamos hacia nuestro objetivo. Un poco más adelante cayeron “cuatro gotas”, pero todo quedó en un amago y, poco a poco, el sol fue haciéndose algo más presente. El puerto gana la mayor parte de su altura en sus tramos inferior y medio. Arriba, sin embargo, lo que hace es llanear o subir timidamente, dirigiéndose hacia las lejanas lomas que representan el techo del sistema. La sensación allí, cuando todavía te quedan varios kilómetros para alcanzar el lugar, no es que la cumbre esté más alta, sino bastante alejada.
Primero llegamos al edificio blanco y con aspecto de nave espacial que ejerce funciones de punto de venta y servicios del complejo invernal. Alrededor hay ya varios remontes mecánicos. A partir de allí la carretera se convierte en una pista de piedras y tierra que continúa ascendiendo hacia otro sector de pistas ligeramente más elevado. Aun hay que continuar pedaleando bastante rato. La pista alcanza unos edificios de cubiertas afiladas que se agrupan en torno a una antena descomunal. Y muy cerca de allí, donde acaba la pista, se encuentra el mojón de cumbre del Pico Javalambre, a 2019 m de altura. Desde allí el panorama es muy extenso a 360 grados vista. El territorio es montañoso pero de aspecto muy romo, con laderas muy suaves por todos lados y sin bosques, ni apenas formaciones rocosas en las mayores alturas.
Para regresar nos decantamos por seguir el track de Montañas Vacías, concretamente el final del tramo MV4. Eso nos garantizaría un descenso “off-road” y una especie de despedida del que había sido detonante de nuestro viaje. ¡Fue un acierto! Gracias a ello disfrutamos de un larguísimo descenso, con apenas unas brevísimas ascensiones intercaladas en muy pocos puntos, y un lecho de rodadura asequible, a pesar de estar formado por piedras de grosor medio en algunos puntos. Era una pista con tramos largos de rectas y muchas curvas extraordinariamente abiertas. Un trazado que iba “ganando” mucho territorio.
Al final, la pista conectó con la vía verde de Ojos Negros. Para mí fue un recuerdo algo entrañable porque la recorrí hace ya muchos años con mi familia, cuando mis hijos eran pequeños y una de ellos viajaba en carrito. Entonces tuvimos que superar algunas dificultades porque andaban construyendo la autopista y el trazado estaba cortado o destruido en algunos puntos, pero, pese a ello, lo pudimos superar y alcanzar tramos mucho más civilizados descendiendo hacia Valencia. Pero ahora el asunto era distinto, el trazado estaba en perfecto estado, y un viaducto nos acercó a la zona de estaciones de servicio cercanas a La Puebla de Valverde, y hasta nuestro coche, para poder volver a casa, eso sí, por decisión compartida, un día antes de lo previsto.
Llegando a la estación de Javalambre (Imagen: Jesús).
Esto se acaba: viaducto de la vía verde de ojos Negros.
Nuestro balance es magnífico. Nos lo pasmos genial, disfrutamos mucho y tuvimos una profunda sensación de vacaciones. El territorio no nos defraudó en absoluto, se lo recomendamos a la gente. El proyecto “Montañas Vacías” nos parece una iniciativa fantástica que, ojalá, encuentre réplica en muchos otros territorios. Como no somos personas interesadas en retos, récords o logros “cuantitativos”, no sentimos ninguna frustración por no haber seguido el plan previsto inicialmente. Ello, seguramente, nos haya hecho perdernos algunas cosas, pero nos ha aportado muchas otras. Desde nuestro modesto punto de vista (y únicamente habiendo cubierto algunos tramos del recorrido estrictamente definido por sus autores), desaconsejamos la utilización de bicicletas de tipo “gravel” (salvo para ciclistas muy expertos en su uso). Igualmente, recomendamos disponer de mucho tiempo para poder dividir el viaje en muchas etapas no excesivamente largas. De esa manera, además de asegurar el poder acabarlas, quedará tiempo para conocer la comarca y poder relacionarse con sus (escasas) gentes. El verano es duro para para rodar por allí, pero se puede. Probablemente es mucho peor el exceso de peso.
Y para despedir esta crónica, larga como el recorrido al que hace referencia, no queda más que felicitar el trabajo, la dedicación, el espíritu y la generosidad de los autores del Montañas Vacías. Mil gracias, ¡buen trabajo!.
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