sábado, 15 de agosto de 2020

DESCENSO DEL SIL-MIÑO

El viaje de aproximación en coche fue una especie de embudo vial. Varias horas de autovía desembocaron en una carretera nacional ancha, relativamente rápida y flamantemente señalizada hasta que, de repente, el utilitario y yo nos encontramos enfrentados a una estrechísima y retorcida cinta de asfalto. No soy una persona amante de las fronteras y este viaje ya anunciaba que, a pesar de lo que las convenciones regionales e internacionales se empeñen en asegurar, no iba en absoluto de fronteras. Y si alguien pretendía experimentarlas, lo iba a tener bastante crudo. Adentrarse en la Galicia profunda no había sido un cruce de línea, sino una progresión paulatina.

Y es que a partir de Montefurado, el viaje por el Miño parecía entrar en harina. Allí tomé la comarcal OU-536, toda una experiencia única de conducción que recomiendo a cualquier aficionado al manejo de volantes o manillares. Eso sí, vayan ustedes con mucha atención (el trazado lo requiere), sin prisa, sin vértigo y con cuidado, ya que en el caso de los coches, malamente caben dos al cruzarse, durante la mayor parte del kilometraje de la ruta. En el mío sonaba un disco instrumental muy viejo de Milladoiro, de lo más apropiado para los paisajes por los que me iba internando. La aproximación a mi destino ya estaba resultando fluvial ya que esta carretera va remontando el río Bibey, que está embalsado y encañonado, seguido un poco más adelante por otro embalse de un afluente suyo: el Navea. Ambos, una vez reunidos, tributarios del Sil. La carreterilla subía y bajaba desde el nivel del curso de agua hasta las romas cimas de las montañas circundantes. Descendía para cruzar el agua por las presas y ascendía de nuevo ofreciendo unas panorámicas impresionantes. Tanto, que la adormecida excitación de pensar en montarse en un kayak para navegar por el fondo de los cañones del Sil se vio espoleada de repente, sin todavía haber llegado a mi destino.

Y es que el destino se hizo esperar algunos kilómetros más. Con una infinita sucesión de curvas rodeadas de fronda atlántica, en las que la palanca de cambios no paraba de pasar de segunda a tercera y viceversa, rememorando un estilo de conducción que ya casi no recordaba desde los tiempos de utilización prestada del Mini de mi madre. Aquel final discurrió por la OU-0652 y OU-0605, hasta que alcancé el destino apalabrado de antemano, un albergue escondido en la garganta del río Mao, otro afluente del Sil. Aquella tarde todavía quedaba gente que andaba disfrutando del fin de semana, aunque ya se les notaba de recogida por lo que, los que tenían actitud de quedarse, seguramente serían probables compañeros de mi viaje en kayak. Me instalé y aproveché para darme un paseo fotográfico por una ruta senderista trazada a base de tarimas y pasarelas de madera, colgadas en una de las dos escarpadas riberas del río. El Mao es muy frondoso, bajaba con muy poco agua y ofrecía restos de terrazas en sus flancos. El paseo era francamente bonito, lo disfruté mucho, antes de ponerme a leer al aire libre, mientras esperaba la cena comunitaria con mi grupo de “expedicionarios”.

Aquel albergue fue nuestro campamento base durante dos noches. Allí celebramos dos cenas y dos desayunos. Que estábamos en Galicia quedó claro por muchos detalles, pero, en especial, a través de una presencia femenina: una de las camareras y encargadas del albergue. Aquella joven desprendía un aura especial. A pesar de su mascarilla, unos ojos claros y melancólicos sugerían una ternura maternal que concordaba totalmente con su voz melosa y cantarina, en acusado acento local. Aunque era joven, su conjunto corporal dinámico, no su figura sin más, sino los ademanes de sus movimientos, sus caderas y andares, envueltos en una especie de vestido delantal, hacía que la chica transmitiera mucha feminidad tradicional. Mo me refiero a cuestiones eróticas o sexuales, sino maternales, como si su lenguaje corporal, integrado con su voz, se empeñaran en dejar claro que allí iban a cuidarnos, tratarnos y alimentarnos bien. Y doy fe de que así lo hicieron, aunque conservando lo que ya sería una constante en el viaje: un estilo de incertidumbre característico de Galicia. Basado en muy poca información previa y mucha experiencia a tiempo real. Cada vez que nos sentábamos a la mesa del albergue no sabíamos sí íbamos a comer suficiente o no. Era imposible calcular o dosificar cuánto comer de cada plato, por miedo a quedarse corto o pasarse ante lo que pudiera venir después. El resultado fue evidente (desde una perspectiva gallega): comimos suficiente y bueno ¿cuánto y qué? No hagan ustedes preguntas, por favor, vivan la experiencia por sí mismos.

Todo eso de las comidas iniciales vino muy bien para refrescarnos lo que supone embarcarse en una expedición liderada por Zamora Natural. Con Antonio a la cabeza, cada participante debe relajarse de antemano y olvidar convencionalismos propios de la vida diaria como son los horarios, la planificación precisa, las previsiones, etc. Todo ello no son más que vulgaridades una vez nos metemos en el viaje por el río, durante el cual son el curso fluvial y su contexto los que marcan la pauta, el ritmo y el devenir de las cosas. Su estilo de organización hace del viaje un proceso. Abierto y vivo. Y a quien pretenda tener controlado dicho proceso de antemano, le recomiendo que se busque otro proveedor, aunque, directamente, le recomiendo que no viaje por un río, salvo que sea en formato de crucero donde, ahí sí, todo está escrupulosamente programado. En esta especie de inmersión radical en un “dejarse llevar”, una especie de “El río que nos lleva” contemporáneo y ocioso, hay un mecanismo psicológico que resulta especialmente difícil de desactivar para las personas que, como yo, somos muy pro-activas, algo aventureras y bastante viajeras, me refiero a un desertar de la función de toma de decisiones. La toma de decisiones es un tema estrella en la teoría del emprendimiento, de la gestión directiva, de las competencias deportivas y de la solvencia aventurera. Pues bien, si te embarcas con Zamora Natural deberías concienciarte antes de que, viajando con ellos, podrás prescindir de tan fatigante y estresante trabajo, serán unas auténticas vacaciones en ese sentido. Y fue aquella especie de joven madraza “galega” la primera en “educarnos” en dicha línea. No sé los demás, pero yo, a la mesa, me sentí como un chiquillo bien criado, aunque, probablemente, la doblara la edad.

Pasarela senderista sobre el río Mao.

Etapa 1. El Sil. (21,5 km).

Sobre el clima no creo que hable mucho más, porque fue estable. Lo adelanto, salvo detalles concretos que podrán aparecer en los momentos pertinentes del relato, todos los días fueron iguales: sin nubes, con sol radiante, mucho calor y viento a favor durante la navegación. Por las noches se estaba muy bien al aire libre, se acostaba uno con calor tolerable, con una cobertura de abrigo cerca para poder taparse a partir de alguna hora de madrugada. Al levantarnos podíamos incluso disfrutar de un ligero frescor matinal. Las horas centrales fueron de mucho calor. Llevaderas cuando estábamos en el río, pero abrasadoras si nos alejábamos de sus orillas.

La primera etapa requirió un traslado en furgonetas. Nos embarcamos junto a un pantalán de barcos turísticos en Abeleda. El Sil ya está embalsado en esa zona, la cual representa el tramo más característico y afamado de la Ribera Sacra. Así que desde el principio empezamos a palear rodeados de viñedos, todos ellos encaramados sobre las fuertes pendientes de la cuenca. Por algo lo llaman “enología heroica”, porque la vendimia resulta extenuante, la producción es moderada (especialmente de las variedades de vino blanco; Godella), por cultivar vides autóctonas, y por no poder regar para no desvirtuar el contexto. En definitiva, por tratar de sobrevivir económicamente en los tiempos actuales. Algunas de las parcelas disponen de unos railes muy empinados que sirven para poder descender y ascender unos carros en los que los vendimiadores puedan ir depositando las cajas de uva recolectadas de cada terraza. Comparado con los viñedos que he podido visitar anteriormente en kayak, los del Duero, estos parecen mucho más “primitivos”, irregulares, mucho menos dimensionados pero… encantadores.

En un momento dado, en la margen izquierda del río, a la sombra del arbolado, hicimos una parada en la que, sin bajarnos de las piraguas, disfrutamos de una cata y una charla, concedidas por la dueña de la bodega Rosen do Sil. A la mujer se la notaba apasionada con su labor, defensora de las tradiciones y del legado vitícola heredado de sus antepasados. De su discurso parecía desprenderse cierta influencia formativa francesa, y nos puso en antecedentes con respecto a la elaboración de vino en la Ribera Sacra por parte de los Romanos. Labor continuada posteriormente por órdenes religiosas como la de los benedictinos. Recalcó la función preventiva y sanitaria del vino en aquellas épocas, como sustituto de un agua sin tratar, proclive a la transmisión de enfermedades. Probamos un blanco godella y un tinto mencía. Y, aprovechando que las furgonetas andaban por allí cerca, algunos decidimos comprar algo de vino.

Por la tarde seguimos remando, en constante intercambio de agrupamientos o aislamientos. Nos íbamos conociendo poco a poco. Salvo un grupo de seis personas (montañeros aguerridos) procedentes de Zaragoza (aunque una de ellas fuera donostiarra), y un trío de varones (dos baleares y un madrileño) que venían también juntos, el resto, hasta completar quince, nos habíamos enrolado individualmente, sin conocer a nadie previamente, a excepción de una pareja. Todos menos dos habíamos realizado anteriormente la travesía del Duero con Zamora Natural. El proceso de acercamiento, socialización y crecimiento como grupo fue progresivo y no planteó fricciones o problemas a lo largo del viaje. Buena gente, tolerante, adaptable y cooperadora.

Durante la parte final de la etapa las viñas fueron desapareciendo, “asustadas” por la verticalidad y desnudez de las formaciones rocosas que empezaban a jalonar el cauce del estrecho embalse. Estábamos en los Cañones del Sil. Prueba de su espectacularidad era la aparición de alejadas plataformas instaladas en los riscos más elevados sobre nuestro paso. Eran los llamados miradores de Madrid. Parada habitual de los turistas que visitan este paraje en coche. Más tarde, al regresar en las furgonetas al albergue, pudimos parar en uno de aquellos miradores y contrastar la perspectiva del lugar comparando la visión desde las alturas, con la experimentada a ras de superficie. El río iba dando curvas que cambiaban la orientación de la luz. Los farallones nos daban sombra en alguna de las márgenes y, hacia el final de la remada, pudimos acercarnos hasta puntos en los que arroyos de montaña desaguaban sobre el río formando alguna modesta cascada. Nuestro esfuerzo finalizó en Santo Estevo, junto a otro pantalán turístico. Los últimos kilómetros con evidente viento en contra, aunque nada exagerado. Caía la tarde y el enclave resultaba encantador. Transmitía mucha calma y vaticinaba una apetecible singladura. Aquello no había hecho más que empezar.

Momento de iniciar la primera etapa.


El grupo avanzando por el Sil.


Rocío y Mix en primer plano. Remamos rodeados de viñedos.


En plena Ribera Sacra.


Nuestra especialista conduciendo una cata fluvial.


Panorma desde la bodega.


Los Cañones del Sil desde el agua.

Voy remando por los Cañones (Imagen: Antonio).


Galicia mágica, enigmática y misteriosa.


Arroyo que alimenta al Sil.
Los Cañones del Sil desde el Miradoiro de Cabezoas.

Etapa 2. El Miño. Orense-Presa del embalse de Castrelo. (26 km).

La logística del viaje nos obligaba a trasladar nuestros coches desde el albergue hasta Orense. A partir de aquel momento ya dormiríamos siempre en tiendas de campaña. Los vehículos se quedarían aparcados en Orense hasta el final del viaje, tras el cual, las furgonetas nos devolverían allí. En mi caso el traslado fue individual. Una nueva sesión de conducción territorial por una Galicia escondida y apartada, aunque en este caso, ajeno al concepto fronterizo, y quizás para ir entrando en ambiente, opté por los fados de Nuno da Camara Pereira.

Embarcamos en la Oira Praia de Orense, un poco más abajo de la presa de Velle. La jornada se presentaba divertida porque el río nos iba a deparar el paso por algunos rápidos de intensidad moderada. Hay que tener en cuenta que llevábamos kayaks de mar de más de 5 metros de eslora y con quilla posterior bastante marcada. Embarcaciones muy apropiadas para navegar grandes distancias en línea recta, en aguas tranquilas o con oleaje, pero difíciles de gobernar en flujos de corriente descendente. Los rápidos no presentaban dificultad, pero si generaban emoción, y propiciaron algún que otro vuelco. Como el río bajaba con el caudal algo bajo, aparecieron más secciones de rápidos de las esperadas, lo cual, a la postre, nos fue retrasando bastante, ya que los negociábamos de uno en uno y aprovechábamos para tomarnos fotos unos a otros.

Gran parte del Miño, Orense abajo, presenta termas naturales que han sido acondicionadas como lugares públicos de baño. En este caso había un par de inconvenientes para su disfrute. Por un lado un calor que no invitaba en absoluto a ponerse “a caldo”, y por otro que las restricciones debidas a la COVID-19 habían decretado el cierre de todas las instalaciones. Sin embargo, debajo de una de aquellas instalaciones termales, en las rocas por las que el agua se vertía sobre el río, encontramos una bañera de agua muy caliente, por debajo de la cual se generaban algunos chorros más templados, directamente sobre el río. Aprovechamos para bañarnos allí mismo y disfrutar del contraste del agua fresca con los chorros calientes sobre la espalda.

Tras el relajo llegó el trabajo. Sin olvidar el estilo ambiguo y poco preciso propio del lugar en donde estábamos, se nos indicó que pararíamos a comer pasado el puente, a mano derecha. Y, efectivamente llegó un puente, tras el cual, por la derecha, no había rastro de nada. Pero desde ese puente ya se veía otro más alejado. En aquel momento remaba yo con un valenciano de Badajoz (ya digo que aquí no había fronteras) que se llamaba Eugenio. Hacía largo tiempo que se había pasado cualquier hora convencional para comer. Así que seguimos remando hasta pasar bajo aquel segundo puente, tras el cual, a la derecha, tampoco había señales de nuestro apoyo motorizado. Pero desde allí intuimos un puertito… nada; y después un embarcadero. Y así, siguiendo una especie de juego de pistas falsas, acabamos viendo a lo lejos los dinámicos puntos fosforito de las camisetas de nuestras estimadas Sofía y Beatriz. Así que comimos muy tarde y muy bien en un área recreativa de unas termas cerradas (Barbantes), donde, a falta de serial televisivo de sobremesa, un ejército de señoras locales en bañador nos deleitó con la representación improvisada de una discusión femenina colectiva tradicional de la zona. “Etnografía viajera” para la cual, en algún momento, no hubiera venido mal el apoyo de subtítulos.

 La tarde resultó especialmente agradable, entre otras cosas porque sopló viento de popa. Por la derecha dejamos un complejo hostelero del que salían embarcaciones de remo de banco móvil con algunas chicas entrenando. Tenían balizada una calle de 500 metros en mitad del río. Poco después, un piragüista local pegó la hebra con alguno de nuestro grupo, y se mantuvo el resto de la tarde remando con él hasta nuestro final de etapa. Poco a poco íbamos acumulando kilómetros, y al salir de una curva nos encontramos con un auténtico campo de regatas de varias calles y dos mil metros de longitud. Hubo quién “se probó” a lo largo del mismo. Yo lo que hice fue jugar un sprint final con Dani y echar unas risas.

Pero el día me deparaba una agradable sorpresa más, tanto o más estimulante que los rápidos matinales. Y es que, al encarar el último largo antes del destino (el Parque Náutico de Castrelo), el viento arreció y apuntó casi directamente a favor, generando cierto oleaje constante. El suficiente como para, una vez lanzado el kayak, poder mantener la velocidad a costa de las olas, con apenas algo de palada ligera pero con cierta cadencia (¡qué ambiguo me he vuelto desde mi paso por el Miño!) y alguna palada asimétrica para no perder el rumbo. Total, que me lo pasé bomba “surfeando” el oleaje y viendo acercarse el pantalán de desembarco a más velocidad de lo habitual.

El proceso de porteo (recoger las piraguas, montarlas en los remolques, tomar una cerveza y partir) se demoró bastante, así que llegamos ya de noche al lugar de acampada, una agradable pradería de ribera cerca de Os Chaos (Balneario Arnoia Caldaria, debajo de Ribadavia). Cenamos de buffet en el restaurante de un balneario inmediatamente después de montar las tiendas. Al acostarnos, la noche mostraba un cielo estrellado muy intenso.

Dani


Un descanso entre rápidos.


Javier (Imagen: Antonio).


Carola (Imagen: Antonio).


Rocío (Imagen: Antonio).


Beatriz (Imagen: Antonio).


Carlos (Imagen: Antonio).


Cristina (Imagen: Antonio).


Lorenzo (Imagen: Antonio).


Teresa (Imagen: Antonio).

A punto de pasar bajo el Puente Viejo de Orense. Construido inicialmente por los Romanos, fue reconstruído en el siglo XIII, de ahí sus arcos algo apuntados.


Marian.

Un vuelco sin consecuencias.

Mix y Jaime.

Cefe.

El grupo aproximándose a las termas.

Etapa 3. Os Chaos-Presa de Frieira. (23 km).

Al día siguiente volvimos al buffet para desayunar. Tocaba desmontar campamento y empezar a descargar barcos hacia la orilla. Me puse a ello con Cefe. Es un colega de profesión con el que había coincidido anteriormente en una expedición similar por el Duero portugués, y otra vez más en el cuadriatlón de Cazalegas. Un buen tipo con el que espero no perder el contacto. La remada comenzó río arriba, un paseo previo para “recuperar” parte del río perdido con el porteo motorizado. Jaime (el simpático madrileño, de característico acento y sentido del humor castizo, que pertenecía al trío balear; insisto, no hubo fronteras) aprovechó para hacer unas tomas con su DRON. Aquel día hubo cambio de roles entre nuestros organizadores. Beatriz sustituyó a Antonio como guía en kayak. Resulta que había sido piragüista del mismo club de Zamora en el que mi amigo Keko Calderón estuvo enrolado en su etapa como deportista de élite. Conservaban un buen recuerdo mutuo, tal y como me fue asegurando cada uno de ellos.

Ya río abajo, el paisaje circundante estaba cubierto de pinos, y un potente aroma vegetal que no acabé de identificar nos estuvo acompañando con intensa presencia a lo largo de todo la jornada. El día estaba muy tranquilo y pudimos remar muy a gusto, aunque el calor fue aumentando hasta hacerse excesivo. Nos detuvimos en un pantalán para comer a la sombra de un puente bajo la línea del ferrocarril. Fue un acierto porque además de la sombra, el túnel generaba cierto efecto de corriente de aire. Antes de comer pudimos visitar Filgueira, una aldea que nos dejó varias estampas características. De esas que integran buenas fachadas con ruinas esparcidas. Casitas y casonas. Diminutos huertos aparecidos en cualquier rincón. Lavadero, santoral figurativo y magia escondida… Galicia profunda una vez más. La comida discurrió con mucho cachondeo, bastante charla, buen apetito y mucha vagancia posterior.

La remada vespertina continuó por el serpenteante embalse de Frieira, con la persistencia aromática y los pinos alrededor. La mayoría fuimos intercambiado nuestras posiciones y agrupamientos, para ir charlando y conociéndonos algo mejor. El grupo era diverso, así que cualquier conversación siempre resultaba interesante. Salvo la calma chicha del remonte inicial, disfrutamos todo el día de viento a favor. En las orillas, especialmente cuando nos deteníamos para darnos un baño, veíamos peces. El río da muestras de vida. También hay muchos troncos de árboles secos que se mantienen erguidos. Están blanquecinos por efecto del sol y se agrupan en bosquecillos orilleros fantasmagóricos a través de los cuales, en ocasiones, nos internábamos para jugar con el kayak rompiendo la rutina del avance. La tarde iba virando su color y, pese al calor, se iba haciendo cada vez más agradable visualmente.

Aquel día Mix debía desembarcar antes. Mix es, probablemente, el miembro más carismático de la expedición. Un hombre muy agradable que siempre está de buen humor, que encaja todo con optimismo y positividad, atiende a todo el mundo y ofrece interesantes temas de conversación. Era el único que remaba siempre en la proa del único kayak doble de la flota. Se sentaba allí durante las etapas y en su silla de ruedas cuando desembarcábamos. Esa era, precisamente, la causa de que en la etapa tuviera que bajarse antes, porque el lugar de desembarco final resultaba bastante inaccesible por la maleza, lo resbaladizo del terreno, etc.

El resto desembarcamos algunos kilómetros después. La etapa no resultó dura, quizás la más tranquila  del viaje. El porteo fue complicado y me supo mal no poder ayudar mucho en esa ocasión porque a la hora de desembarcar me tocó hacerlo de los últimos. Ya en terreno estable, junto a la presa, procedimos a cargar todos los kayaks porque nos tocaba un nuevo porteo motorizado. A partir de esta presa, el río ejerce de frontera entre España y Portugal. No debe de tomárselo demasiado en serio cuando a lo largo de los días siguientes algunos de nosotros, prácticamente, no nos dábamos cuenta de cuándo estábamos en un país o en el otro, lo mismo que les pasó a nuestros teléfonos. En los kayak, a partir de allí, pararíamos donde nos conviniera y buscaríamos la sombra donde la hubiese. No habría frontera para nosotros y tampoco parecería haberla para la gente con la que nos encontraríamos.

También a partir de allí los viñedos se apoderan del paisaje circundante. Lo comprobamos mientras nos llevaban por carretera desde la presa de Frieira hasta Melgaço, cuyo camping utilizamos como campamento base por dos noches. Habíamos entrado en la zona del Albariño (en  Portugal) y Rias baixas (actualmente, en Galicia).

Una vez instalados nos dimos una pantagruélica y tardía cena en el pueblo. Bacalao, exquisito y abundante. Y ¿cómo no? Regado con Albariño.

José Saramago, en su “Viaje a Portugal”, recorrió algunos tramos del Miño en el sentido opuesto a como lo hacíamos nosotros. Y llegó también a Melgaço.

“Hasta Melgaço se disfruta de un paisaje agradable, pero que no sobresale particularmente de lo que es común hallar en el Minho. Cualquiera de estos rastrojales serviría como preciosidad paisajística en tierras menos galanas, pero aquí los ojos se vuelven exigentes, no todo los contenta”.

Troncos secos.


Agrupados.


Piedras en una aldea gallega.


"Encuentros en la tercera fase (etapa) I": con nuestra guía Beatriz. Recuerdos para Keko.


"Encuentros en la tercera fase (etapa) II": con Cefe. Recuerdos para Javier.


Literalmente... debajo de un puente. (Imagen: Lorenzo).


Entre los bosques de pinos.

Etapa 4. Melgaço – A Chan Fondevilla.

Sin tener que desmontar el campamento nos trasladamos hasta la base de una empresa de actividades acuáticas en el lado español de la cuenca. Allí nos equiparon con casco, chaleco y traje corto de neopreno. Nos montaron en unos vetustos vehículos para acceder al punto de partida de lo que iba a ser un descenso en la modalidad de rafting. A mí me tocó un veterano Land-Rover conducido por un genuino exponente del carácter autóctono. Era un hombre de edad avanzada (como yo) pero indeterminada (como casi todo por allí). Delgado, fibroso, canoso y tostado por el sol. De semblante serio pero confiable, derrochaba misterio con su presencia. Se le hicieron dos preguntas indagatorias y ofreció dos respuestas dignas del enigmático carácter regional. La primera fue sobre qué tal estaba el río de caudal para la práctica del rafting. La contestación fue rápida y directa: “bien”. Incluso con ampliada documentación: “ni demasiado alto, ni demasiado bajo”. Y en un alarde de generosidad informativa añadió: “buena para el rafting”. Ante tal muestra de derroche informativo, el grupo no tuvo más preguntas hasta que algunos empezamos a hablar sobre los Land-Rover en general y aquel en particular. Y alguien se atrevió a preguntar cuántos años tenía aquel. Como respuesta obtuvimos todo un máster en utilización gallega del lenguaje en el ámbito de la información y los procesos comunicativos: “bastantes”. A partir de ahí, ya sí que no hubo más preguntas.

Tras bajar al río se prepararon las dos balsas neumáticas en las que nos ajustaríamos. Mix con seis compañeros y un patrón de la empresa irían en una, y otros ocho, con otro patrón, en la otra. A mí me tocó en la segunda. Las balsas pueden con tal cantidad de gente, aunque, a la hora de remar, se notaba que hubiera sido mejor con seis (o incluso cuatro palistas por bote), pues con cuatro en cada banda la amplitud de palada se veía reducida y encajonada. De todas formas aquello era lo de menos, ya que durante los remansos aprovechábamos para comentar las incidencias, establecer batallas de agua con los otros botes o intercambiar posiciones entre nosotros. La experiencia fue muy divertida. Esa parte del río hubiera sido intransitable para nosotros en piragua. Y hubiera sido una pena, ya que el curso por allí es francamente bonito y diferenciado. Es muy estrecho porque no está embalsado, y presenta multitud de rocas a los lados y en medio de la corriente. El agua corre alternando remansos placenteros con pequeños saltos que forman rápidos con olas importantes, rebufos y remolinos. El patrón jugaba a disfrutarlos, tanto bajándolos, como aprovechando algunas contracorrientes para volver a aprovecharlos en posiciones diferentes. Además, a lo largo de gran parte del trayecto, las orillas estaban repletas de muros oblicuos, levantados mucho tiempo atrás para canalizar el remonte de la lamprea cuando desova en verano. Buscando el pez la ventaja de la contracorriente orillera, se mete por esos muros, donde los pescadores colocan sus redes con forma de conos sucesivos, de las cuales las lampreas no pueden ya salir. Tan peculiar pez, que recuerda a las anguilas y que no suele despertar reconocimiento estético entre el público general, representa todo un patrimonio cultural y antropológico en la comarca. No sé si me hubiera satisfecho su ingesta o no, pero la verdad es que no tuvimos ocasión de probarlo. ¡Una lástima!.

Nos dimos varios baños voluntarios durante el descenso con las balsas. Incluso en los remansos, la corriente nos iba trasladando placenteramente río abajo. En uno de ellos la gente aprovechó para saltar desde una peña de cierta altura. Ante la llegada del último rápido, los patrones nos propusieron experimentar un vuelco premeditado. Los voluntarios nos sentamos muy agrupados en la popa de una balsa, dejando a Mix con algún que otro compañero en la otra balsa. El asunto consistía en afrontar un rápido de dos grandes badenes consecutivos, intentando acumular el mayor peso posible atrás. Tras el primero muchos pensábamos que la lancha no volcaría. Sin embargo, con la inercia y bamboleo provocados, el segundó generó un efecto potenciado, puso la balsa vertical y todos caímos al agua entre risas y jolgorio. Fue una despedida divertida de la actividad.

Creo que el tramo de río que descendimos mediante el rafting, sería entre Cequeliños pocos kilómetros por debajo de la presa de Frieira, y Barcela. El regreso en los Land-Rover fue ya mucho más corto. Pudimos ducharnos allí mismo, cambiarnos de ropa y regresar a nuestro campamento en Portugal. Ese día celebramos una contundente barbacoa que fue imposible de terminar. Corrió el vino e incluso el Oporto. Después, y con una sobremesa excesivamente calurosa, llegó la siesta para algunos, y el único momento de lectura del que tuve posibilidad en todo el viaje para mí. Más tarde se produjo la dispersión. Diferentes grupos tomaron distintas decisiones para pasar el resto del día, la tarde y la cena. Yo me uní a quienes optaron por ir a bañarse al río. El paseo fue un pelín excesivamente largo para mi gustó, aunque atravesaba los jardines de un regio balneario clásico y los viñedos de albariño de una hermosa quinta, hacía demasiado calor a esas horas. Llegados al río, el grupo sufrió una nueva escisión. Mientras unas decidieron cruzar a España a través de un puente elevado, en busca de una playa mucho más cómoda, otros nos quedamos en la orilla portuguesa, metiéndonos inmediatamente en el agua para refrescarnos. Enseguida reconocimos el lugar como uno de nuestros pasos del rafting matinal. El baño era posible, con precauciones, entre dos rápidos. Había mucha corriente aparente en el remanso, pero la distancia entre ambas orillas (y países) apenas alcanzaba los diez o quince metros. Javier no dejaba de pensar en cruzar a nado. Lo veía factible. Yo también lo veía posible, sin embargo, ante la duda, me parecía oportuno evitar riesgos que comprometieran a terceros. Unos chavales nos sacaron de dudas al tirarse desde la otra orilla, cruzar nadando sin problemas y repetir la misma operación desde la nuestra. Ante tan fácil maniobra, nuestro amigo balear no lo dudó, y poco después lo replicamos Dani y yo. Nadando y cambiando de país en las dos direcciones. Primero la ida y más tarde, tras un salto desde una roca, el regreso. Desde luego que allí, a remojo, en bañador, bajo un largo y generoso puente señalizado con elocuentes símbolos fronterizos, no se sentía frontera alguna. Una prueba más de que, en demasiadas ocasiones, las convenciones y los sistemas organizativos humanos encorsetan nuestras vidas y se alejan del sentimiento y el comportamiento natural de las personas.

El retorno paseando fue ya más llevadero por lo avanzado de la hora. El colectivo seguía disperso y algunos fuimos al pueblo para repetir cena en el restaurante de la noche anterior aunque, en esta ocasión, en plan muy ligero. El día culminó con una noche bastante ventosa.

El grupo al completo antes de iniciar el descenso de la cuarta etapa. (Imagen: Arrepions).

Aquí disfruto en proa. (Imagen: Arrepions).

El resto del grupo en la otra balsa. (Imagen: Arrepions).

Nuestra embarcación. (Imagen: Arrepions).

¡Splash!. (Imagen: Arrepions).

Buscando el vuelco final. (Imagen: Arrepions).

Constante ambiente termal. Esto es en Melgaço.

Etapa 5. (Santa Mariña) As Neves – Amorín. (27 km).

Tras el desayuno vino el consiguiente porteo motorizado, que, por cierto, sería el último. Este tipo de porteos no son la mejor opción en un descenso de varios días, pero, en el caso del Miño no queda otro remedio. En parte debido al tramo de rápidos intermedios, pero, sobre todo, por culpa de las presas existentes, las cuales no disponen de esclusas.

Embarcamos en un área recreativa de fácil acceso y empezamos a remar. El río nos sorprendió gratamente con algo de corriente a favor y hasta algún rápido sencillo. Algunos kilómetros aguas abajo hubo un conato de parada que el grupo no acabó de asumir. Fue a la altura de Monçao. Ante la duda permanecí atrás en la orilla portuguesa, donde Antonio hubiera pretendido una parada con visita a la localidad. Aproveché la ocasión para pedir permiso para hacerlo por mi cuenta, y ante su respuesta afirmativa le sugerí que no haría falta que me esperaran.

Monçao es una típica localidad portuguesa de tamaño relativamente pequeño, enmarcada en una sólida y angulosa fortaleza formada por diferentes secciones amuralladas, algunas de ellas concéntricas. La localidad recibió, en 1261, un fuero de parte de Alfonso III de Borgoña, hijo de Doña Urraca, de quien se cuentan varias historias apócrifas de su paso por mi tierra y los pueblos de mis padres en la cuenca del Besaya. Y fue otra mujer, Deu la Deu Martins, en su día esposa del alcalde de la ciudad, el personaje histórico más relevante de Monçao. Se cuenta que en pleno sitio castellano, cuando la población ya penaba a causa del hambre, mandó cocer unos panes con la escasa harina que quedaba, y con varios de ellos en los brazos ascendió hasta una torre espetando a los castellanos:

“Vosotros, que no podéis conquistarnos por la fuerza de las armas, habéis querido entregarnos por hambre. Nosotros, más humanos y porque, gracias a Dios, estamos bien provistos, al ver que no estáis hartos, os enviamos esta ayuda y os daremos más si lo pedís”. (Wikipedia).

Dicen que ante la supuesta evidencia, los castellanos decidieron abandonar el sitio. Y la verdad es que desde las murallas hay un buen panorama, al menos del Miño y sus proximidades. Me dio tiempo para pasear un rato por alguna de sus murallas, aproximarme a fotografiar un monasterio de fachada encalada y esquinas de sillería, y dar una vuelta en torno a una de las iglesias del casco antiguo. Después, sin perder tiempo, regresar a la piragua y remar con ganas y sin paradas para tratar de unirme al grupo sin provocarle esperas. Tengo que reconocer que, en la persecución, se me planteó una duda ante lo que frontalmente aparentaba ser una isla. No sabía muy bien por donde enfilar mi proa y tiré de intuición, lectura del paisaje y, no sé si llamarlo así, sentido de la experiencia. Opté por el canal izquierdo y acerté. Algo de tiempo después, entre meandro y meandro acerté a vislumbrar las lejanas figuras de los más rezagados del grupo. Finalmente me uní a ellos en el preciso momento en el que desembarcaban bajo la torre de Lapela.

El torreón está completamente restaurado por dentro y se puede visitar. Hay en él algunas infografías luminosas con información histórica, y permite el acceso a su planta superior exterior, desde donde hay un magnífico panorama del Miño. La torre es el único vestigio de una fortaleza más amplia que se erigió como punto estratégico de control de la “Raya” (¡fronteras!). Sin embargo, en diferentes fases de abandono, el conjunto se fue deteriorando y parte del resto de sus paredes fue utilizado en la construcción de algunas casas de la localidad. El pueblo bajo sus pies es modesto, tranquilo y encalado en blanco. Visitamos su único bar para refrescarnos antes de seguir. Aunque la torre se ha quedado prácticamente sola con respecto a otros inmuebles anejos de su misma época o cierta apariencia antigua, no pude evitar acordarme de la novela “La ilustre casa de Ramires”, que, como todo lo que he leído de José María Eça de Queirós, me gustó y divirtió mucho. La torre de la novela es de ficción, aunque era costumbre del autor escribir basándose en enclaves geográficos locales, tornándoles los nombres ligeramente, o desplazándolos algo de sitio. En el caso de la torre de la novela, podría estar situada en algún punto ubicado entre el curso del Duero y del Miño. En ocasiones, durante la lectura, da la impresión que bastante más cercana hacia la costa, mientras que en otras, tratando de imponerse sobre tierras zamoranas. La novela transcurre combinando dos épocas paralelas vividas dentro de una misma familia portuguesa de abolengo. A ratos en plenas escaramuzas medievales, en otros planteando maniobras políticas regionales a finales del siglo XIX.

Volviendo al viaje, al agua y a las palas, nosotros seguimos nuestro camino, río abajo. Comimos, como casi todos los días, en las mesas de camping, dispuestas alrededor de las furgonetas y con un puesto de servicio que nuestros organizadores (Antonio, Sofía y Beatriz) habían adaptado cuidadosamente para cumplir con los protocolos de prevención ante la pandemia. A estas alturas ya se me va olvidando cada vino de acompañamiento al menú. La mayoría de ellos locales, aunque un día fue un buen tinto de Toro. Aquel día, la sombra nos la proporcionaron unos árboles muy altos, y bien poblados de hojas, que daban cobertura a un parque con abundancia de mesas y bancos de sólida piedra. En Galicia no se escatima con la piedra. Creo que, preferentemente, el granito. Al menos a lo largo de toda la cuenca de nuestro viaje. Hay casas construidas con mucha piedra, ruinas en las que la piedra parece permanecer para siempre, bancos y mesas públicas de piedra, y hasta “estacas” de piedra pinadas a modo de cerramientos, o levantadas verticalmente sin más, formando misteriosas hileras, a saber con qué enigmático sentido. No es cosa de preguntar, es Galicia, magia, enigma y misterio por cualquier esquina o rincón. Después de comer, algunos nos fuimos a tomar un café al bar del pueblo. A continuación me bañé durante largo tiempo porque, realmente, hacía muchísimo calor. Incluso tuvimos tiempo de sestear encima de alguna de las mesas. Tras la sobremesa y sobre un cauce cada vez más ancho, afrontamos algunos tramos rectos hasta alcanzar, por la orilla derecha, la localidad de Tuy.

No hubo tiempo para visitarla, y es una pena porque su catedral tiene fama, y la apariencia de la ciudad desde su ribera es atractiva. Había allí pantalanes con algunos barcos de recreo y cierto ambiente callejero. Tuy tiene mucha historia a cuestas, y algunas secciones amuralladas que datan de épocas bien diferentes. Parece ser que nació como un conjunto de castros vinculados a un recinto amurallado algo mayor. Fue invadida por romanos, árabes y normandos a lo largo de diferentes épocas y mantuvo una severa actividad bélica con Portugal como punto fronterizo estratégico. Ahora, que somos (o parecemos) más civilizados, está hermanada con su vecina Valença do Minho constituyendo un proyecto de lo que se denomina eurociudad. Aquí también, como ocurría en Cantabria, los últimos habitantes asediados por los romanos, optaban por envenenarse por métodos vegetales, antes de dejarse capturar como esclavos.

Caía la tarde y el recorrido se hacía entretenido porque saliendo de Tuy ya podíamos ver Valença en la otra orilla. Y de frente, un elegante puente sobre el río. Como cada jornada, a medida que la tarde avanzaba, la luz se hacía más cálida, mientras que la temperatura iba siendo más soportable. El colorido se enriquecía, se hacía menos duro y sin el brutal contraste entre las sombras y las luces que se produce durante las horas centrales del día.

“Falta ya poco para acabar el día. El viajero sigue a lo largo del Miño, pasa por Vila Nova de Cerveira sin pararse, y es una lástima, y por Valença, quiere ganar lo que queda de luz y de aire libre. Ahí está el muro de la terraza del mayorazgo de Pias, con su cruz inclinada, y más allá se toca el río casi con la mano entre un bajo de vides enramadas. Cerca de Monçao, el viajero toma la carretera que lleva a Pinheiros, sólo para ver, por fuera una vez más, como un pobre de pedir, el Palacio de la Brejoeira, con su amplia explanada, tan inaccesible como el Himalaya, con avisos de que la policía vigila ojo avizor la propiedad. Planteada la cuestión en estos términos, y vista la desproporción de fuerzas, el viajero emprende la retirada. Más allá tendrá su premio, cuando al borde de la carretera encuentre un plátano todo amarillo. El sol bajo atraviesa las hojas como un cristal, y entonces, sin temer ataques por la espalda, el viajero se queda contemplando el árbol gratuito, mientras la luz aguanta. Cuando entra en Monçao se encienden las primeras farolas”. (José Saramago).

Lo dicho, en los tramos que coincidimos con el escritor, lo hicimos en sentido opuesto. Él viajaba en coche buscando arte y patrimonio portugués. Nosotros remando, al acecho de aventura natural. Pero coincidimos en más de un aspecto. En la atención a las eventuales sorpresas deparadas por el paisanaje local y, muy especialmente, en la falta de tiempo para poder contemplar y visitar todo. ¡Demasiado Portugal, demasiado Miño y demasiada riqueza para un único viaje que no se detiene!.

Estuvimos remando así bastante tiempo, avanzando durante algunos kilómetros, muy atentos a nuestra orilla derecha, para evitar saltarnos el punto de encuentro con nuestra asistencia. Tras un buen rato de ribera boscosa, encontramos una rampa de hormigón por la que se accedía a una zona de esparcimiento en la que todavía había gente pasando el día. Esperamos a que se fuera desalojando para montar las tiendas de campaña. Una vez instalados nos dimos un buen paseo ascendente hasta llegar a una tapería local en la que habían encargado nuestra cena. Nos instalaron en una larga mesa en un patio. Dos mujeres se encargaron de darnos muy bien de comer. La mayor de ellas parecía ser la dueña del local. Una señora baja y de edad avanzada aunque indefinida. Canosa y de práctico pelo corto. Con cara de muy lista, atenta, observadora y trabajadora. ¿El acento? Muy marcado. La ayudaba otra mujer bastante más joven, de aspecto mucho más contemporáneo en su atuendo colorido y con su melena rizada. Se movía de forma menesterosa entre el fuego cruzado de nuestras solicitudes y las más que probables instrucciones de su jefa de puertas adentro. Fue amable y servicial, y entre una y otra supieron proporcionarnos una cena generosa, variada y entretenida, con mejillones, una excelente tortilla de auténtica patata gallega y bastantes variantes de carne de cerdo. Mención especial merece el vino, un Rias Baixas sin etiqueta, de producción local, del que acabamos comprando algunas botellas para llevarnos a casa. Todo, cena y vino blanco, a precios francamente contenidos.

El paseo de regreso, ya cuesta abajo, sentó bien, se hizo con el grupo completo y el apoyo lumínico de nuestras linternas y frontales.

Un rincón de Monçao.


Viñedos Rias Baixas y el Miño desde la torre de Lapela.


Viñedos de Albariño y el Miño que se dirige hacia el Atlántico.


Hórreos "gallego-portugueses" al pié de la torre.


La torre de Lapela.


Remando por Tuy al caer la tarde.


Observo Valença casi desde Tuy. (Imagen: Cefe).

Etapa 6. Amorin – Desembocadura del Miño. (24 km).

No tocaba recoger campamento porque el equipo de apoyo iba a aprovechar para desinfectarlo todo, así que repetimos el paseo de la víspera para ir a desayunar a la tapería. De regreso, piraguas al agua e inicio de lo que acabó siendo la etapa más dura de todo el viaje. Todo fue bien durante la primera mitad de la mañana. Remamos bastante sin que apenas afectase la marea, con las aguas muy tranquilas y sin viento. Gracias a ello, avanzamos varios kilómetros casi sin descanso, hasta que Beatriz nos sugirió detenernos para reagruparnos y darnos un baño a la altura de O Pazo, bajo el pilar del último puente sobre el río. Ya estábamos finalizando el chapuzón cuando me sorprendió ver la bandera de popa de una motora mostrándose plenamente estirada a causa de un viento que, por primera vez en mucho tiempo, soplaba en dirección opuesta a nuestra marcha. Fue comentarlo un poco entre nosotros y transformarse aquello en una corriente de aire bastante poderosa. Al reiniciar la remada, Beatriz comentó que, en un ligero estrechamiento algo más adelantado, nos fuéramos pasando hacia la orilla portuguesa porque sería en ella donde finalizaría la ruta.

El viento era cada vez más fuerte y no había estrategia de rumbo posible para librarse de él. Me puse en modo “trabajo sin descanso + mente centrada en la tarea” y fui remando tras la estela de tres compañeros que iban por delante, aunque todos bastante separados, cada cual negociando el oleaje y la lucha contra el viento como podía o creía oportuno. La comunicación, entre el viento reinante y las distancias de kayak a kayak, resultaba imposible. Después de bastante esfuerzo y poco avance, alcanzamos ¡por fin! Un recodo con arbolado que marcaba el mencionado estrechamiento. En realidad el río se mantenía bastante ancho, pero es que, a partir de aquel punto, el estuario se iba a ir abriendo progresivamente, separando más y más ambas orillas. Yo seguí a lo mío superando, muy lentamente, una isla fluvial. Las referencias frontales parecían no llegar nunca, y había momentos en los que, al mirar hacia la orilla, daba la impresión de que apenas se avanzaba pese al esfuerzo. Perdí de vista a otros compañeros y continúe remando y ajustando el kayak con las caderas ante el oleaje.

El tiempo corría en contra nuestro. En el horizonte se iban sucediendo pequeños “cabos” que tardaban mucho en ser alcanzados. Y después de cada uno de ellos surgía otro más. Interminable. Hubo momentos en los que se echaba un poco de menos el cubrebañeras, pero no tenía ganas de detenerme y bajarme del kayak para sacarlo del compartimento estanco y ponerlo, porque cualquier parada o maniobra no propulsora implicaba generar bastantes metros de retroceso. En un momento dado, enfilando hacia el “cabo” de turno, distinguí el paso de una de nuestras furgonetas con el remolque. Aquello significaba que no me había pasado y que quizás finalizásemos allí. Así que seguí remando. Al llegar a aquella referencia, que era Caminha, desembarqué en un rampa junto al punto de atraque del ferry que da constante servicio entre aquella localidad y Camposancos. Subí al paseo marítimo y lo recorrí un buen trecho atendiendo para ver si veía aparcada la furgoneta. Tras un rato parecía evidente que aquel no era el destino final, así que me di media vuelta, saqué algunas fotos y me fui a comprar una Coca-cola a un bar del puerto. Me la bebí mientras veía una maniobra de arribada del ferry, y esperaba a que dos compañeros llegaran hasta allí. Eran Carlos y Dani, dispuestos a continuar. Cuando ya estaba de nuevo sentado en la bañera llegó también Lorenzo. Traía noticias: Sofía esperaba en el chiringuito del puntal de arena de la desembocadura final, pero él no tenía intención de continuar, y la furgoneta había iniciado ya una ronda de recogidas en distintos puntos del estuario de desembocadura.

Así que nosotros tres seguimos remando para comprobar, gratamente, que, a medida que nos acercábamos al puntal de arena, el viento iba amainando progresivamente. De hecho, cuando alcanzamos la playa apenas soplaba. Se ve que era un fenómeno más propio del estuario y del río, que del borde marítimo de la costa. Por recomendación de Sofía, remamos bordeando el arenal para salir del todo al Oceáno Atlántico, donde ya no había ni brisa. Desde allí se veía la isla amurallada de Ínsua. Estábamos contentos. Cansados pero satisfechos. Disfrutamos del momento antes de regresar a la parte interior del arenal, desembarcar, dejar los kayaks en un punto accesible y ducharnos en la playa. Más tarde llegó el reencuentro colectivo y una última comida conjunta a base de pollo. La comida se celebró realmente tarde y, entre pitos y flautas, no logramos volver a Orense hasta las diez de la noche. Así que allí las despedidas fueron demasiado cansadas y atropelladas, porque cada cual tenía en la cabeza como resolver sus problemas o cambios de planes para regresar a casa.

Entre islas, afrontando la última etapa.


Un detalle de Caminha.


El ferry entre España y Portugal.


Momento de salida al Atlántico. (Imagen: Sofía).


Posando en el océano con la isla Ínsua a la izquierda. (Imagen: Sofía).

Hacía bastante tiempo que tenía ganas de descender el Miño. Un año estuve tentado de hacerlo por mi cuenta con un amigo. Al final lo descartamos porque a la hora de buscar información nos encontramos con muchas dudas con respecto a sus tramos de rápidos y a sus presas. También llegó a mis manos una publicación del Ministerio de Cultura titulada “Conoce el Miño”. Es una guía de navegación pensada para su descenso en piraguas o canoas. Pertenece a una serie que, en 1988, el ministerio publicó con la fantástica idea de tratar de promocionar los viajes fluviales de aventura. De hecho, en todas ellas figura el eslogan “Deporte para todos”. Lamentablemente, aquella iniciativa no tuvo, prácticamente, eco alguno ni continuidad. Los ríos no suelen resultar demasiado accesibles en España para su descenso turístico. Presentan pocos recursos-servicios asociados, muchas limitaciones normativas, bastantes barreras burocráticas y muy poca información de navegación fiable y actualizada. Como no podíamos fiarnos de una guía publicada treinta años antes, desechamos la idea. Sin embargo, tras una experiencia previa con Zamora Natural, y al enterarme más tarde que ofertaban este viaje combinando el Sil y el Miño, quise aprovechar la oportunidad. La experiencia no solo no me ha defraudado, sino que me ha encantado.

Pero, además del río, hay otros aspectos que son inseparables de la experiencia viajera. Uno de ellos es el componente humano, que en este caso ha estado a la altura del magnífico viaje. Cuando en un colectivo aparece un grupo amplio ya formado, que se encuentra con otros individuos que acuden allí solos o en pareja, es fácil que el grupo mayoritario, inconscientemente, se haga dominante y mediatice la dinámica colectiva. No ha sido ese el caso con nuestros compañeros de Zaragoza (y San Sebastián), lo cual dice mucho en su favor. Encontré en ellos gente abierta, comunicativa y colaboradora. Fue un placer. Y así ocurrió con todos los demás, con los que he ido nombrando en el relato, y con Rocío, Marian, etc. Aprendí mucho de todos ellos. Desde aquí muchas gracias. Lo mismo que a nuestro equipo de dirección y asistencia.

Otro aspecto importante es la inmersión cultural y social que el viajero hace por allí por donde pasa. Cuando es viaje es nómada, como en este caso, la profundización en las relaciones con los habitantes de los lugares resulta muy leve, es pasajera. En nuestro caso tuvimos muy poco contacto con los habitantes de las riberas del Miño. Pero vimos sus casas, sus aldeas, algunas pistas sobre la (escasa) utilización del río, probamos su comida, contemplamos su paisaje, sus termas, sus áreas recreativas, admiramos sus viñedos y bebimos sus vinos, preguntamos ocasionalmente y nos contestaron (más ocasionalmente aún), escuchamos su voces, sus lenguas y sus acentos. Creo que acertamos a percibir sus ritmos vitales y comprobar a qué dan importancia y a qué no respecto a la estética de su entorno. Sé que hubiera hecho falta mucho más tiempo y conexión, pero mejor esto que nada. Una triple conclusión me queda clara: me agrada Galicia, me encuentro muy a gusto en Portugal y me entusiasma viajar río abajo.

Final del viaje. (Imagen: Marian).

2 comentarios:

  1. José,
    Me ha gustado mucho el relato de tu experiencia, conviviendo con el Sil-Miño.
    La verdad es que dan ganas de apuntarse a próximas ediciones.
    Alberto Cobo.

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  2. Me alegro Alberto. Con las ganas y afición que, me consta, le has cogido al kayak en estos últimos tiempos, disfrutarías mucho de este o cualquier otro viaje de varios días en piragua.
    Un abrazo.

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