sábado, 31 de octubre de 2020

UNO CONTRA UNO

Así se denominan las acciones técnico-tácticas que enfrentan a dos contrincantes dentro del complejo contexto de competición en los deportes colectivos. Da lo mismo que se trate de fútbol, baloncesto, balonmano, waterpolo, etc. En determinados momentos, frecuentemente decisivos, el asunto es cosa de dos. Ambos miden sus fuerzas, su pericia y su acierto. Toman decisiones y ejecutan. Ataques, defensas, la cuestión es superar al otro para ganarlo. Y esta temporada ciclista nos ha deparado dos duelos de uno contra uno verdaderamente épicos. Espectáculo puro. Pero del bueno, no del magnificado artificialmente por los profesionales de los medios de comunicación. Al contemplar tales combates, no hacían falta las palabras, bastaba mirar.

Escribo esto mientras se celebra la Vuelta a España, en octubre y noviembre, en pleno colofón de una extraña temporada ciclista a causa de la pandemia. El ciclismo, lejos de amilanarse, apostó por continuar. Lo tenía fácil porque pocas evidencias podían esgrimir los científicos y los políticos con respecto a su peligrosidad de contagio. Tanto en riesgo absoluto (real), como comparado con otros deportes y actividades humanas cotidianas. Y me refiero no solo al ciclismo de competición, sino a cualquier persona montando en bicicleta. Totalmente aireado y ventilado, sin contacto, con distancia social permanente… y aun así nos lo tuvieron prohibido y perseguido. Más tarde recomendado, en fin, dejémoslo.

El caso es que la temporada ciclista profesional ha resultado de lo más desconcertante. A nivel deportivo general se han suspendido eventos como nunca antes había sucedido desde las dos Grandes Guerras mundiales. O se han producido retrasos y cambios de fechas. En el ciclismo se ha dado más lo segundo, pues se ha celebrado casi todo lo más importante, aunque completamente cambiado de sitio en el calendario anual. Quizás por eso, quizás porque, tristemente, la presencia del virus se haya convertido en una gran noticia de alcance global histórico, a la altura de los grandes acontecimientos, muchos de ellos traumáticos, que supusieron profundos cambios en el orden mundial, el caso es que algunos de los eventos celebrados han deparado resultados sorprendentes e inesperados, además de emocionantes.

Aquí traigo dos ejemplos de rabiosa actualidad, aunque no tan sorprendentes. Dos pruebas ciclistas de consagrado abolengo histórico. Dos eventos que por sí mismos son mito, pero que, caprichos del destino, este año 2020, se han empeñado en convertirse en leyenda más concreta, en añada memorable. Al menos así lo veo yo, que me declaro bastante descreído con respecto a la capacidad que muestra el ciclismo actual para generar mitos. Un forofo del ciclismo retro, vintage, pionero… ¡antiguo y obsoleto! A quien aburren las parrafadas de los comentaristas actuales, siempre empeñados en querer disfrazar de espectáculo superlativo carreras que en muchos casos no tienen la más mínima emoción, o en querer narrar gestas que no lo son. Que estoy harto de empollones estadísticos que se aprenden resultados pero no saben muy bien qué hacer con ellos, al no reconocer los vericuetos cualitativos que, muchas veces, tejen con fibras ocultas lo que acaba plasmado en los listados. Tertulianos de bar y de plató que necesitan que todas las ediciones de las carreras se consuman como emocionantes, de alto nivel, espectaculares, aunque demasiadas veces sean bodrios completamente previsibles. Lo dicho, para mí, tan crítico como me declaro, estos dos duelos han sido francamente memorables.

El primero de ellos se produjo en el Tour de Francia. Concretamente en la anteúltima etapa. Sí, esa que, por una tradición que no comparto ni entiendo, se convierte en definitiva, pues el “Tour” sobreentiende que en la última no se ataca, estaría mal visto. Se trataba de una contrarreloj individual. Mitad (aproximadamente) llana y el resto cronoescalada. Todos, sí todos, aunque ahora lo desmientan, decían que el ganador ya estaba decidido. Y sin embargo… no fue así. Era una cuestión de eslovenos. Menudo país bonito aquel. Con su cachito de costa mediterránea, sus frondosos y revueltos valles, sus bosques, sus montañas, su pasado deportivo, sus esquiadores balcánicos, su patrimonio kárstico sin igual y hasta su influyente filósofo contemporáneo (Zizek). Hace años dirigí un proyecto escolar multidisciplinar a tres bandas, y uno de nuestros socios fue un centro educativo esloveno, fue entonces cuando me enamoré de aquel país, que tantas cosas parece tener en común con mi patria chica (Cantabria). Y aun así, todavía no lo he visitado como Dios manda. De hecho, solo lo he pisado durante dos días, eso sí, rodando por algunas de sus cumbres y valles en bicicleta. Cerca de Trieste, esa ciudad históricamente intermitente, a veces italiana y otras único puerto mediterráneo para el Imperio Austrohúngaro (esto lo explica fenomenalmente Jan Morris en “Trieste, o el sentido de ninguna parte”).

Detalles de mi paso por Eslovenia pedaleando.

Posando en Kobarid, durante nuestra aventura con mis amigos italianos.

Portada del libro de Morris.

 

Sí, un par de eslovenos que parecen haberse erigido en los dos capos de las grandes vueltas para la década que ahora iniciamos. Primoz Roglic tiene 32 años recién cumplidos. Es maduro pero “joven ciclista” porque se incorporó tarde a esto de dar pedales en serio, pues antes fue saltador de esquí. Una rara avis, gente que tiene que pesar lo menos posible, pero mostrando una fuerza explosiva descomunal en la musculatura extensora de sus piernas. Un buen saltador a nivel europeo, no lo suficiente para acercarse a los podios mundiales. Esa, leí hace tiempo, fue una de las causas que lo animaron a probar suerte en el ciclismo, aunque un contundente trompazo parece haber sido otra. Seguramente todo haya contado, causalidad multifactorial que dicen algunos. Es de Zagorje ob Savi, casi en el centro del país, al este de la capital, Liubliana. El chaval (bueno hombre) ya era una estrella consumada tras su cuarto puesto en el Tour de Francia de 2018, codeándose de tú a tú con las superestrellas del momento, cuando el Ineos era todavía Skye, y andaban más que nadie y todo (todo) les funcionaba a un nivel superior a los demás. Al año siguiente, como quien no quiere la cosa, el esloveno se marcó un tercer puesto en el Giro y ganó la Vuelta. Carrera corta pero exitosa que incluye, esto es cosa mía, pruebas fetén que demuestran que el corredor “anda”: dos veces subcampeón del mundo en CRI. Por cierto que, después de lo de este Tour, el ciclista de ojos achinados ya ha cosechado su primer Monumento. La Lieja-Bastogne-Lieja. ¡Felicidades!.

Primoz Roglic en su época de saltador de esquí. (Imagen: idealdeportivo.com).
 

El otro es más joven. Tadej Pogačar tiene apenas 22 años. Pero da lo mismo, menudo fenómeno. Nació en Komenda, más cerca de la capital, un  poquito al norte. Su debut en la Vuelta, el año pasado, fue un absoluto espectáculo, tanto en la general (3º) como por etapas (ganó tres). Y algo similar parecía que iba a ser su papel en el pasado Tour, porque iba segundo a dos días del final (a 57 segundos del fantástico contrarrelojista Roglic) y había ganado un par de etapas. Pero con los eslovenos nunca se sabe, al igual que otros muchos competidores balcánicos, aquellos que hasta hace pocos años se formaban bajo el paraguas deportivo yugoslavo, se muestran muy eficaces y difíciles de batir en el uno contra uno. Es algo que hemos comprobado en muchos deportes de equipo.

Tadej Pogačar en pleno esfuerzo en solitario. (Imagen: noticiclismo.com)

El caso es que llegó la esperada contrarreloj de víspera del final parisino del Tour. Lo dicho, 57 segundos a favor de Roglic, además de haber demostrado un enorme poderío durante toda la vuelta, así como un control absoluto de la situación de carrera. Y, por si fuera poco, con sobrados precedentes de su rendimiento contra el crono. Por delante una crono de 36 km de longitud y, prácticamente, mil metros de desnivel. Quince kilómetros llanos, diez de subida moderada, tres de bajada y ocho más de puro puerto. ¿Y qué pasó? ¡Qué Pogačar le “metió” casi dos minutos a Roglic! Superándolo en 59” de cara al podio de París. El Tour quedó inesperadamente sentenciado.

Lo que allí pasó lo pudimos ver todos muy bien retransmitido por la televisión. Había cámaras más que suficientes y, además, ellos eran los dos últimos contendientes. Por lo tanto, el foco de todas las atenciones. Pero podemos tratar de analizarlo un poco más. Pasó  que Pogačar bordó la etapa logrando el mejor crono. Esto era algo relativamente esperable porque es una especialidad que domina y porque durante toda la carrera se le había visto muy fuerte. Estaba claro que podía haber resultado primero, segundo, tercero… difícilmente peor colocado, pero todos esperábamos tiempos ajustados. El chaval tuvo un buen día, enorme motivación y ¡zas! Aventajó en un minuto y veinte segundos al segundo y al tercero. Y ahí estuvo la clave, que ninguno de ellos era Roglic. El principal favorito acabó quinto en la crono. No se hundió, no perdió una barbaridad, pero ni se mostró tan eficaz como siempre, ni, desde luego, le fue suficiente. Falló. Pero no falló en la ascensión principal, ni tampoco especialmente en el llano, fue perdiendo tiempo poco a poco a lo largo de todo el recorrido, esto es, anduvo un punto o dos por debajo del nivel del ganador, es más, me atrevo a decir, de su propio nivel.

Nadie sabe qué le pudo pasar, pero yo tengo mi particular teoría. Lo estuve observando y no me estaba gustando nada su pedaleo. No me refiero al gesto técnico o a la posición, sino a la relación visual entre la cadencia del mismo y el avance logrado. Mucha frecuencia (muchísima) pero no demasiada velocidad. Sospecho que los “watios” le jugaron una mala pasada. Roglic suele pedalear con cadencias muy elevadas, especialmente disputando puertos en las etapas grupales. Pero no tanto como Froome, que parece haber sido quien más ha influido sobre esta novedosa tendencia en el ciclismo de ruta. Durante muchos años, encargado de la formación de directores deportivos de ciclismo y entrenadores de triatlón, estuve predicando en el desierto sobre la importancia de la cadencia del pedaleo y cómo entonces, demasiado habitualmente, se abusaba de desarrollo, tendiendo a pedalear demasiado “trancados”. Ahora, mucho me temo que a veces ocurre lo contrario. Y en parte la culpa es de los “watios”. No de ellos en sí, que son una simple medida física de potencia, sino de su utilización como referencia instantánea de rendimiento. Lo que marca quién gana una carrera es el tiempo empleado en el recorrido. De ahí deducimos que lo logra el que mayor velocidad media alcance. Y de ahí, presuponemos que eso corresponde a quién más potencia media haya desarrollado. Ahí viene el primer error. No es del todo cierto, pues el peso del ciclista o su aerodinámica influyen sobre en qué empleamos esos watios, además de algunos otros pequeños factores. Por otro lado, la gente que entrena “por watios” suele hacerlo relacionando algunas zonas de entrenamiento con los watios que se supone que es capaz de desarrollar en dichas zonas. Esto es, relaciona watios generados con parámetros fisiológicos como la Frecuencia Cardíaca o el lactato producido. Como aproximación no está nada mal, pero no es del todo precisa. Y no lo es porque los ciclistas no rinden de modo similar en condiciones de llano y ascenso. Tampoco, porque eso puede presentar variaciones nada despreciables de un día para otro. Y si no, que se lo pregunten a Moser, que cuando preparaba el récord de la hora era sometido ¡casi a diario! A un test de Conconi para identificar su umbral anaeróbico y determinar sus intensidades de entrenamiento de “calidad” de ese día. Al menos eso nos aseguró su preparador, Antonio Dal Monte, en 1992 en San Sebastián. Y por si fuera poco todo lo anterior, luego está el asunto de estar pedaleando de modo ideal. No es fácil de explicar pero cualquiera puede obtener diferentes potencias estandarizadas de pedaleo en función de cómo juegue con la cadencia y el desarrollo. En este caso, los corredores disputaron una crono de prácticamente una hora de duración. Eso determina que lo hicieran a un régimen aproximado de intensidad de umbral anaeróbico. Y los watios que el ciclista puede haber determinado como referencia de su umbral, no solo pueden haber cambiado a lo largo del Tour, sino que además pueden haber estado ligeramente mal determinados, si en el esfuerzo pecó de exceso o defecto de cadencia. En definitiva, que las ciencias ayudan (mucho) pero no son determinantes. Y a Roglic, de modo evidente, no le fallaron las fuerzas sino el mítico “golpe de pedal”. Esa sensación de la que hablan tanto los corredores y que a veces dicen que encuentran y a veces no.

El mítico Antino dal Monte, posando con un recuerdo del récord de la hora de Moser. (Imagen: cuclinside.com)
 

Lo bonito de esta historia (no es que yo tuviera preferencia porque ganara uno u otro) es que ganó el que apenas tuvo equipo durante el Tour. Al menos si lo comparamos con el poderío mostrado y el dominio ejercido por el Jumbo a lo largo de las semanas de carrera. Y a mí eso me parece bonito, harto como estaba, desde hacía años, de dictaduras de equipos superpotentes. Algo que no estaría mal si aparecieran de varios en varios, coincidiendo en la disputa, pero es que llevamos mucho tiempo con dominios ejercidos por una escuadra muy superior a las demás.

Fuera del uno contra uno entre eslovenos. Aquella contrarreloj nos dejó una pequeña debacle “geo-deportiva”: el chasco iberoamericano. El señor López se cayó del tercer puesto al sexto de la general. Quizás se le fue la fuerza por la boca, tan propenso como es él para el insulto rápido y sin reparos. Rigoberto Urán mantuvo bien el tipo, conservando su octava plaza, mientras Carapaz terminó en Paris en un discreto decimotercer puesto. ¿Y qué fue del “innombrable”? pues más de lo mismo, solo que ahora en un equipo que es más flojo y no le saca las castañas del fuego. Tal es así que en este último Tour, el corredor en cuestión ni siquiera consiguió el que (en mi opinión) parece ser su objetivo real de siempre: quedar el primer clasificado de su equipo en la general.

¡Lo pudimos ver todos en la TV! Quizás queda esperanza y el fair-play pueda llegar a sobrevivir. (Imagen: La Gazetta dello Sport).
 

No sé para los demás, pero para mí este Tour de 2020 ha quedado catalogado como uno de esos para recordar. Lo he disfrutado, me ha entretenido y me ha sorprendido. Y ahora, de un Tour que es la referencia global de las grandes vueltas ciclistas por etapas, pasamos a otro que pugna contra alguna otra carrera más por adjudicarse el prestigio ser considerada la prueba en línea (de un día) más importante del mundo. No es una discusión que merezca la pena iniciar, pero la cosa estaría entre el Campeonato del Mundo de carretera o alguno de los cinco Monumentos existentes. Y con ese nombre, el de Tour, hay uno… el Tour de Flandes (De Ronde van Vlaanderen).

No lo voy a negar, esta prueba es una de mis carreras favoritas. Y lo es por varias razones. Para empezar es, quizás, la carrera más importante para cualquier ciclista belga. Y eso, históricamente, es mucho decir, porque otra cosa no, pero belgas dando caña en la historia general del ciclismo y en las clásicas, ha sido un no parar. Es uno de los cinco Monumentos. Creo que el más joven pero, sin embargo, sigue siendo uno de los que no han sucumbido a los finales en sprint masivo. Su desenlace es doblemente interesante porque prácticamente siempre genera vencedores de calidad y prestigio, pero, simultáneamente, les dificulta al máximo la posibilidad de repetir. Al igual que ocurre con el Campeonato del Mundo. Nadie ha logrado ganar allí más de tres veces. No me quiero enrollar mucho con lo que significa la carrera y sus peculiaridades porque ya ha sido objeto de tratamiento en este blog en varias ocasiones (en las entradas: “Monumentos (y otras Clásicas)”, “Retro Ronde 2014 (el Tour de Flandes retro)” y “La Monumental versus Tour de Flandes”). Tiene “iconografía” suficiente como alcanzar identidad propia diferenciada, con sus famosos muros (bergs) y su particular tipo de adoquines, tan diferentes a los de Roubaix. Se sitúa, temporal y geográficamente (salvo en una situación tan rara como esta), en el meollo de la temporada de grandes clásicas ciclistas. En fin, aporta mucho aliño al mundillo ciclista.

Y personalmente la considero como una de mis carreras mimadas porque, además de todo lo anterior, he estado allí, he vivido parte de su ambiente en Oudenaarde y he recorrido la mayoría de sus tramos más representativos gracias a mi participación en su versión Retro. Por eso llegué a organizar una réplica en forma de quedada, coleccionando muros campestres por mi municipio y sus alrededores. Y este año, esta, “mi” carrera, me ha regalado otro uno contra uno espectacular.

 

Acercándonos al Kattenberg en el Tour de Flandes Retro. (Imagen: retroronde.be).

Echando unas risas en un "photocall" del museo de Oudenaarde.

Uno de los contendientes venía ya con inercia. Wout Van Aer parece ser el belga del momento. Un espécimen intratable. Casi 1,90 de estatura y 26 años. Una máquina de rodar en bicicleta, de esprintar y de lo que haga falta. Y en plena forma, el “gallo” venía de recolectar, entre otras cosas, lo siguiente a lo largo de la temporada: victoria en la Strade Bianche y Milán-San Remo; dos etapas del Tour de Francia y sendos segundos puestos en el Campeonato del Mundo de Ruta y de CRI. ¡Una bestia! Por cierto, recuerdan el duelo esloveno en el Tour, pues aquel día, este chaval también fue de los que se metió en medio, alcanzando el cuarto puesto en aquella contrarreloj “cuesta arriba”.

Wout Van Aert triunfando en la Milán-San remo. (Imagen: La Presse Via Ap)
 

El otro es un purasangre. No es broma, un “potro” que integra la carga genética de dos ramas de calidad ciclista. Por parte materna, el origen se remonta a su abuelo Poulidor, “el eterno segundo”, un grandísimo corredor que tuvo la mala fortuna de tener que disputarse las carreras con Anquetil y Eddy Merckx (entre otros muchos). En cualquier caso, un ciclista de altísima calidad. Falleció hace relativamente poco, pero triunfó en la vida (no como algunos de sus contrincantes), hizo dinero, vivió bastante tiempo, sin aparentes desaguisados familiares, etc. Lo llegué a conocer en persona en una edición de la Anjou Velo Vintage. Allí nos dio la salida desde un coche antiguo sin capota y anduvo firmando ejemplares de un libro en un puesto de la feria allí instalada.

"Pou Pou", junto a Zoetenelk, rodeado de conocidos y curiosos en Saumur.

Salida neutralizada en la Anjou Velo Vintage (edición especial de 2013). Ruedo en algún punto de delante del pelotón. Pulidor va sentado en el asiento de atrás del coche, preparado para "dar la salida". (Imagen: Bertrand Bechard).
 

Como buen “producto de cruces” la rama paterna de este otro “duelista” es holandesa. Estamos hablando de Mathieu van der Poel (25 años y también con una planta imponente). Su padre, Adrie, fue Campeón del Mundo de ciclocross y un buen clasicómano, con victorias y puestos de honor en bastantes grandes clásicas, además de haber ganado en el Tour de Flandes y en una Lieja-Bastogne-Lieja.

Fadura 1990. Campeonato del Mundo de Ciclocross. Adire Van der Poel encabeza la prueba. Finalmente acabará segundo. Quedó segundo hasta en cinco ocasiones, hasta que, finalmente, en 1996, logró adjudicarse el oro.
 

El descendiente de las dos estirpes no parece haber acumulado tanto palmarés como su contrincante belga (al menos en ruta, porque Mathieu le pega a todo, incluido el BTT). Pero en la Flecha Brabanzona y en la Amstel Gold Race del 2019 ya dio muestras de su increíble fortaleza. Un ciclista capaz de dejar de rueda (en llano) al más pintado, o de batir en un sprint a contrincantes a los que ha llevado a su rebufo durante kilómetros y kilómetros.

Mathieu Van der Poel venciendo en la Amstel Gold Race. (Imagen: Parrol.nl).
 

Cuentan en los mentideros ciclistas de la prensa que estos dos “motores” no se llevan nada bien, que mantienen una encarnizada pugna mutua a través de sus declaraciones. Por lo visto, por edad, calidad y localización geográfica, llevan años disputándose carreras y títulos. Debe haber sido desde edades muy tempranas. Como nota maliciosa podemos señalar que el flamante holandés… realmente nació en Bélgica, a 38 km de distancia de donde lo hizo Van Aert. Los dos practican ciclocross. Mejor dicho, los dos son los actuales reyes del ciclocross mundial, pues de las seis últimas ediciones del Campeonato del Mundo, cada uno de ellos ha ganado tres. ¡Eso son piernas!.

Van Aert en acción en ciclocross. (Imagen: jesse claes en Pinterest).
 

Van der Poel próximo a una de sus victorias en un Campeonato del Mundo de Ciclorcross. (Imagen: Gian Efrenzeller-EFE).
 

El caso es que en octubre (sí, lo sé, así andamos esta temporada), en el Tour de Flandes 2020, allí que se encontraron los dos. Y allá por el kilómetro doscientos (aproximadamente), ante un pelotón muy diezmado y ya bastante castigado, el holandés decide tirar para adelante. En plan de que “el que pueda que me siga”, pues es de los pocos que hoy en día (y desde hace muchos años) puede hacer algo así sin haber cuestas de por medio. Y el belga va y se apunta, cómo no, a ver si te crees tú que te vas a ir de aquí de rositas. Y Julian Alaphilippe, que no es tonto, tiene calidad, oficio y es el vigente Campeón del Mundo, les coge rueda y se va con ellos. Y poco a poco se escapan, y el mermado pelotón no reacciona, no parece poder hacerlo. Y ellos dos (Van der Poel y Van Aer) se turnan abriendo hueco mientras el francés hace que hace, acompaña y aprovecha, de todo un poco, pero no es lo mismo, estamos aquí hablando de “grandes cilindradas”, de poder absoluto en la llanura. Quizás él mismo se acabó sintiendo fuera de sitio, o quizás fue el destino caprichoso quien decidió que esta vez el maillot arco iris no pintaba nada allí, en aquel duelo de titanes. Y a los pocos kilómetros Alaphilippe, él solito, se comió una moto cuando pedaleaba a rueda de los otros dos. Así que, efectivamente, la cosa quedó en un uno contra uno. Los enemigos no parecían hablarse, pero no dudaron en alternar posiciones en cabeza de forma que al grupo le resultara imposible recortar distancias. Ante cada muro que llegaba, ambos tensaban la cadena y apretaban, quizás más para meter miedo al otro o para decir “aquí estoy yo” sin mostrar debilidad alguna, que por necesidad. Y se sucedieron muros, virajes angulosos, tramos ratoneros y estrechos, largas rectas, y allí no pasaba nada, no se distanciaban el uno del otro. Ambos querían ganar a toda costa. El Tour de Flandes, su primera vitoria en la mítica carrera y, de paso, untarle los morros a ese engreído del otro.

Y llegaron los dos últimos muros, Kopemberg incluido, e intentaron  marcharse el uno del otro, y no hubo manera. Después, alta velocidad con la meta de Oudenaarde cada vez más cerca. Y en la larga recta final, el belga se pega detrás. Todo parece decidido, es más sprinter, lleva un año fantástico y está en la posición ideal. Pero el holandés va a lucharlo, ralentiza la marcha. Tanto, que el pelotón aparece por detrás y se va acercando a gran velocidad. Pero él aguanta el tipo: 500 metros para la línea de meta… 400… 200… arranca, imposible calcular la potencia instantánea generada y además ¿a quién le importa?. El belga sale adherido a su rueda y lo sigue hasta que decide abrirse para superarlo. Se igualan sus flancos, hombro con hombro pero sin contacto (“distancia social”), máxima frecuencia de pedaleo (¡ahora sí!) y… no lo logra, Van der Poel vence por unos cinco centímetros de diferencia. Puro espectáculo.

Foto finish del Tour de Flandes 2020. Vale, quizás algo más de 5 cm de diferencia entre ambos, pero no hay que olvidar que eso ocurría después de 240 km. (Imagen: rtve.es).
 

Una cosa es el triunfo, el resultado. Van der Poel vengando a su abuelo e igualando el triunfo de su padre en Flandes. Pero otra mejor es la que nos quedamos nosotros, los aficionados. Se trata de la carrera sí, de lo que allí pasó, su visión, su desarrollo, su desenlace, sus precedentes y el potencial futuro del duelo. Eso no es para el ganador, porque únicamente tiene sentido con la presencia del contrincante y el contexto de la carrera, el histórico, el escenario, todo. Pero al igual que el final del Tour de este año, este Flandes ha de ser para recordar, creo que será de los legendarios. Un mano a mano entre dos ciclistas difíciles de igualar y reunir.

Considero que estos duelos se han convertido, por méritos propios, en dos momentos estelares del ciclismo. De los que escasean, de los que merecen un lugar preferente en la memoria colectiva de las gestas de siempre.

 

 

1 comentario:

  1. En cuanto a la crono final del Tour hay una cosa que la gente no suele tener en cuenta: Pogaçar sacó a todos, incluido, por tanto, al segundo, Dumoulin, más tiempo del que necesitaba sacar a Roglic. Es decir, si Roglic hubiera quedado segundo, con el tiempo de Dumoulin, también hubiera perdido el Tour. No digo que Roglic no fallara un poco, pero incluso haciéndolo bastante mejor de lo que lo hizo quizá hubiera perdido igualmente el Tour. Resumiendo, que para mí fue más una enorme contra reloj de Pogaçar que una mala de Roglic.

    ResponderEliminar