"Ferme dans les Landes / La Maison du Garde"
Pierre
Etienne Theodore Rousseau
(Sterling
and Francine Clark Art Institute)
No hay como probar las cosas para
que uno mismo se sorprenda de lo que es capaz. Cuando hace meses me apunté a
esta travesía en patines, pensé que con la experiencia adquirida la temporada
pasada y un constante y riguroso entrenamiento, me varía capaz de alcanzar este
reto consistente en dos etapas de 135 y 90 km, a completar en sendas jornadas
de sábado y domingo. El problema llegó en marzo, cuando al incorporar a mi
ritmo de vida un nuevo desempeño laboral añadido (y más que bienvenido), se
trastocó mi habitual rutina (nada rutinaria por cierto) de entrenamiento, y los
patines se vieron ostensiblemente relegados durante marzo y abril. De tal
manera llegó mayo, y con él la urgencia de tener que realizar la Salamanca –
Madrid en bicicleta. Aquello fue una sorpresa, al conseguir completar el
recorrido en bicicleta retro, con apenas 1200 km de entrenamiento acumulado en
mis piernas. Pero desde entonces no quedaba otra que ponerse patinar. La
estrategia fue clara: algunas sesiones intercaladas y no muy largas, sendas
palizas consecutivas en los dos fines de semana que había de hueco y la última
semana muy-muy tranquila para llegar descansado. He de reconocer que tuve
suerte con el tiempo, porque el firme estuvo seco para poder patinar aquellos
fines de semana imprescindibles. Aún así, la inseguridad previa era total y
repartida entre dos grandes dudas: primera ¿sería capaz de aguantar el
kilometraje? (tanto el del primer día por su longitud, como el del segundo tras
el agotamiento de la víspera); segunda, la organización insistía en que el
perfil no era plano y que además era necesario rodar a 22 km/h de media,
velocidad que en mis circuitos habituales de entrenamiento y rodando sólo, se
me escapa un poquito para distancias mucho más cortas. Tras un irrepetible fin
de semana plagado de sensaciones, esfuerzo físico, imágenes, encuentros y
sentimientos únicos, aquí estoy para contar que lo conseguí y para narrar la
experiencia.
El viaje resultó especialmente
cómodo porque la pernocta del viernes la tenía prevista en un albergue de
Biarritz que ofrecía la organización del evento. Salí con tiempo, conduje
despacio y el GPS me situó en el destino a la primera. Tan sólo un atasco por
obras en la autopista francesa me retrasó una media hora. Ya en el albergue me
asignaron habitación con un grupo de Pamplona (Amagoia, Santiago y Pablo).
Encantadores compañeros de andanzas que pronto se mostraron amistosos y acogedores,
y que mantendrían tal talante conmigo durante la totalidad del fin de semana.
Una vez instalados, me fui caminando hasta un bar donde me dispuse a cenar
mientras disfrutaba de un partidazo de rugby en la televisión, que enfrentaba a
los dos equipos de París en plenos play-off de final de temporada (estábamos en
el sur de Francia, sin duda). Al regreso me uní a la sobremesa de “pic-nic” de
mis amigos, a la que se unieron también Nico y Cristina. Así pues, poco a poco,
me iba introduciendo entre el círculo de participantes de este evento tan
peculiar e irrepetible que se caracteriza, entre otras cosas, por generar
cierto sentido de pertenencia y fidelidad entre sus habituales, y que cuando
eres nuevo, como era mi caso, enseguida empiezas a percibir entre aquellos que
ya acumulan varias participaciones y lo viven como algo fijo en sus vidas. Como
unas “navidades”, “carnavales” o cualquier evento anual irrenunciable, que tras
probarlo la primera vez, queda adherido a sus vidas. Llegaron otros dos chicos
de Madrid, también habituales, y gracias a su conversación y los consejos de
Santiago, me fui enterando un poco más de dónde me había metido, si bien he de
admitir que sus palabras en todo momento fueron tranquilizadoras. Aún así, yo
no las tenía todas conmigo. En cualquier caso no daba tiempo para elucubrar,
había que acostarse pronto, pues la diana la teníamos prevista ¡a las 4 de la
mañana!.
Dormí bien, evidentemente poco,
pero me levanté con sensación de descanso. En el albergue deambulábamos todos
silenciosos y somnolientos durante el desayuno y la carga de maletas a nuestros
coches. Se estableció un “convoy” para acceder al punto de llegada de la
travesía, en un puerto de Anglet donde está situada una pista de patinaje. Allí
quedarían nuestros vehículos esperando el regreso, mientras nosotros nos
subíamos a un autobús que nos llevaría hacia el punto de partida en el norte:
Gujan Mestras. Ese trayecto me sirvió para adormecerme voluntariamente tratando
de “ganar” descanso ante la temida jornada inicial. Además era de noche y el
ambiente invitaba a cierto recogimiento interior.
Llegados al punto de partida, ya
de día, nos esperaban unas carpas de material de patinaje, un segundo desayuno
con café y “croissants” y un permanente avispero de patinadores brujuleando por
todas partes, saludándose unos a otros, muchos de ellos, un año después. La
mañana era nublada pero seca y con temperatura agradable tirando a un poco
fresquita. La organización de este evento es realmente buena y entre otras
cosas nos había dado unos brazaletes de papel con nuestro nombre y dirección de
pernocta para colocar en nuestra maleta y subirla al autobús, para poder
olvidarnos tranquilamente de ella. Así que llegó el momento de calzarse los
patines, dejar la mochila ligera en alguna de las furgonetas de asistencia y
disponerse para la salida. Por cierto que al prepararme para partir me encontré
con una patinadora que me sonaba y que luego identifiqué como miembro de un
grupo de San Sebastián con el que coincidimos Jesús y yo la temporada pasada en
Guadalajara. Muy maja, enseguida recordamos aquello.
Preparados para comenzar la gran ruta.
El pelotón de 150 patinadores
salió acaparando las calles, encantados de empezar, ilusionados con el viaje y,
algunos, con cierta aprensión sobre las dificultades. Tras el callejeo inicial,
ya en alguna carretera, enseguida nos percatamos de que el “paquete” viajaba
bien protegido porque constantemente las motos de la organización iban
adelantándonos para ir blindando todos los cruces que se venían sucediendo por
delante. Así pues, la marcha era buena, y la media se sostenía más por evitar
paradas y ralentizaciones en los cruces y desvíos, que por estar imprimiendo un
ritmo de marcha excesivo al pelotón. Para mí aquello eran buenas noticias, sin
duda. Pese a todo, me decanté por rodar en el último tercio del gran grupo,
evitando tensiones o pugnas por no perder posiciones intermedias. Me resulta
muy difícil evocar por escrito cada tramo de tan largo recorrido, así que me
abstengo de intentarlo. En ocasiones rodábamos por carreteras, a veces por
cascos urbanos pequeños y la mayor parte del tiempo por carriles-bici. Lo
primero que me llamó la atención fue la sensación percibida al patinar por la
mayoría de los carriles, ya que presentan un asfalto fantástico, que te genera
una deliciosa sensación de suavidad y te permite deslizarte a bastante
velocidad con muy poco esfuerzo a cambio. ¡Una auténtica gozada! Especialmente
para quienes como yo, estamos acostumbrados a pelearnos con firmes rugosos y
lentos. Con una masa crítica tan considerable la protección contra la
resistencia del aire era de lo más eficaz y por lo general se podía seguir al
grupo sin problemas. Evidentemente, al cabo de varios kilómetros el efecto
muelle producido por ralentizaciones, repechos o cruces, acababa generando
algunos cortes y el pelotón se subdividía en hileras intermitentes, nutridas de
bastante gente cada una. Probablemente por eso, cada cierto tiempo (10-5 km) se
realizaba una breve parada de reagrupamiento. Una de las primeras me sirvió
para despojarme del maillot de manga larga y quedarme ya de corto, con mi
atuendo “homenaje” a “mi club finlandés” Katukiitäjät, del que tan orgulloso me
siento de haber pertenecido.
Representando al Katukiitäjät.
La mañana era ideal, patinando entre
bosques, por tramos llanos de excelente asfalto, integrado en el seno de un
gran grupo de patinadores y con toda una aventura deportiva por delante… daban
ganas de gritar de alegría. Y por el momento no veía que me fuera a quedar
rezagado. Al principio hubo un rato de incertidumbre porque la neblina se fue
transformando en finísima cortina de agua que mojaba la piel y el atuendo,
aunque no llegaba a percibirse en el suelo. Afortunadamente fue una sensación
pasajera y el resto de la mañana transcurrió con una temperatura ideal para el
trabajo físico de resistencia (ni frío ni calor). Enseguida acometimos un tramo
de badenes en bosque muy divertido y que sirvió para ponernos a punto de cara a
los ascensos hacia la Duna de Pyla. Alcanzar la máxima cota me recordó tiempos
pasados en familia por allí. El descenso sostenido se realizó con mucha
precaución. Las furgonetas disponibles para aquellos que quisieran evitarlo, y
el resto de la gente controlando velocidad y distancias. Si bien los descensos
era lo que menos me preocupaba del ritmo grupal, me tranquilizó comprobar que
tampoco en estos tramos correría el riesgo de quedarme descolgado. Tras las
bajadas cruzamos la carretera para tomar un fantástico tramo de bosque con
giros y cambios de rasante. Recordé haber patinado hace muchos años por allí
con mi hermano y la familia. Y así, tras una hora y media aproximadamente de
marcha, alcanzamos el primer punto de avituallamiento, situado en Le Petit
Nice.
Rodando por uno de los tramos de bosque.
Una tónica similar seguiría a lo
largo de toda la mañana para alcanzar sucesivamente los avituallamientos de
Biscarrosse y Parentins en Born. El primero de ellos en un agradable enclave
entre pinos junto al lago. El segundo tras tramos llanos y llevaderos de carril
en los que me situé al rebufo de un grupo mucho más pequeño y tranquilizador,
en el que el estar menos pendiente de la “serpiente multicolor”, facilitaba el
poder fijarme mucho más en los detalles del recorrido. Aunque los primeros
tramos de la mañana los había realizado con mis nuevos amigos (especialmente
con Pablo a la altura de la duna), en otras ocasiones rodaba mucho más por mi
cuenta. En una recta de carril, paralela a una carretera pero con dos
despejadas bandas de hierba a ambos lados, venía rodando algo más retrasado que
ellos, cuando delante de mí se provocó una montonera. Tuve el tiempo justo y
los reflejos para esquivarla hacia la derecha y decidirme a continuar corriendo
por la hierba. Tal y como imaginaba, las piernas no me “dieron” mucho tiempo,
pero si el suficiente como para echarme a rodar voluntariamente por el verde.
Me llené de polvo, me pinché un poquito, pero libré completamente del percance.
La gente se fue acumulando y nos recomendaron salir de allí para liberar el
tapón, así que no me dio tiempo a comprobar quién estuvo implicado, aunque en
los sucesivos reagrupamientos posteriores empecé a sospechar que se trataba de
mis conocidos de Pamplona.
Alrededor del kilómetro 60, en
los dos últimos tramos, el cansancio muscular empezaba a acumularse y a hacer
mella en mis aductores y la parte alta y trasera de un muslo. Pero enseguida
alcanzamos el punto de parada intermedio en el que íbamos a comer. Allí nos
quitamos los patines con alivio y nos sentamos junto a otro lago, a la sombra,
a comer estupendamente. Los refrigerios a lo largo de todo el fin de semana son
muchos y generosos, uno tiene la sensación de que no para de comer y de que va
a regresar a casa con más peso del que traía, a pesar del esfuerzo de la
kilometrada. Aquí tocaba plato y cubiertos, sabrosas ensaladas de pasta,
fiambres, postre y café. ¡Lo necesario para reponerse!. Durante el descanso
procuré rehacerme estando tranquilo, abrigado y a la sombra. Saludé a mis
amigos y pude ver sus heridas de guerra, las cuales eran más o menos aparatosas
según los casos, pero afortunadamente sin gravedad y sin que les impidieran
volverse a integrar a la travesía, cosa por la que entonces me alegré, y ahora,
a toro pasado, aún me alegro mucho más, especialmente teniendo en cuenta que
dos de ellos eran debutantes en el reto como yo. Hablando de caídas, señalar
que estaba habiendo bastantes, según comentaban, muchas más de las habituales. Hasta
el momento, lo peor era una rotura de un pié, aunque por lo general muchos
golpes y abrasiones en la cara de la gente.
Momento y detalle durante la comida.
Para aquella hora del día el
ambiente era ya definitivamente soleado y cada vez más caluroso, avisando de
que dicha tendencia iría a más a lo largo del resto de la jornada y del
domingo. Personalmente iba algo preocupado por mi resistencia, así que me
mantuve en los sectores traseros, adelantando cuando veía que algún grupo se
atascaba en los repechos, pero luego sin forzarme en absoluto por coger estelas
delanteras. Si éstas venían y se ponían a tiro bien, pero nada de forzar mi
ritmo por empeñarme en seguir a otros. Con dicha estrategia el resto del día me
permitió patinar junto a gente de lo más diversa y hacerme una buena y
enriquecida idea del grupo en general. Hubo tramos en los que incluso rodé en
solitario en tierra de nadie, pero siempre coincidieron con tramos de entorno
natural, boscoso o dunar, verdaderamente bonito e intrincado, lo cual hacía
precisamente mejor el rodar de forma individual, aunque con patinadores a la vista, tanto por delante como por
detrás. El cansancio iba haciéndome mella, de eso no cabía la menor duda, pero
veía a mi alrededor que aquello era un fenómeno común, lo cual era
tranquilizador. Así mismo empecé a “interesarme” por la “chuleta” plastificada
con los datos del recorrido y las paradas, con la que resultaba relativamente
fácil hacerse una idea aproximada de la ubicación en cada parada. Mi refuerzo
mental consistiría en ir restando tramos entre reagrupamientos, en vez de
calcular kilometrajes pendientes. Y la verdad es que así me fue bien la
dosificación psicológica. Tengo que reconocer que pasé un par de tramos con
verdadera necesidad de agua. Me sentía seco y no llevaba nada conmigo.
Afortunadamente lo solucioné en alguna de las frecuentes paradas de
avituallamiento, y desde entonces procuré portar en todo momento una pequeña
botella llena de agua en mi ligera mochila. La jornada no se prestó demasiado
para tomar fotos en acción. En patines suelen salir todas parecidas, yendo en
grupo por terreno tan variado en una jornada tan accidentada no parece tampoco
muy recomendable hacerlo, y además, cuando acudes a la cita sólo, tampoco
tienes muchos objetivos a los que disparar. En cualquier caso, el relato, y
sobre todo la memoria sensorial y cognitiva de la experiencia, quedan para toda
la vida.
El recorrido nos llevó aquella
tarde por Mimizan, Contis y Lit et Mixe. Aunque soy incapaz de describir la
ruta tramo por tramo, puedo asegurar que a lo largo de los últimos 45 km
aproximadamente pudimos disfrutar y sufrir, simultáneamente, algunos de los
sectores más bonitos y duros de toda la travesía. La razón no fue otra que por
aquella zona el recorrido utilizaba carriles-bici separados de cualquier
carretera. Tramos de bosques, dunas y colinas que serpenteaban dibujando curvas
y toboganes, saltando de la masa arbórea de unas zonas a claros repentinos de
matorral. Me pareció precioso, me lo tomé muy tranquilo y procuré rodar más
bien por detrás, a solas o en grupos muy pequeños, ya que a aquellas alturas de
la etapa, había gente que en cuanto aparecía una mínima rampa, paraba
completamente el grupo en el que se encontraba. Los tramos fueron duros, con
ascensos bastante empinados y mucha sucesión de ellos. Estábamos ya todos
deseosos de llegar.
Un descanso en el asfalto.
Precisamente tras una subida más
larga y verdaderamente pendiente, nos avisaron de que venía un descenso
complicado. No sé muy bien qué ocurrió allí, pero cuando iba a enlazar el tramo
más empinado, que incluía unas eses estrechas, me encontré a mucha gente
alarmada, esparcida y avisando de un accidente. En medio del carril, un hombre
yacía atravesado con la cara contra el suelo y un charco de sangre bajo ella.
No parecía responder a las atenciones que le prodigaban y la estampa me bajó el
alma a los pies, me provocó una depresión de ánimo más que acusada. Mal rollo
que diríamos coloquialmente. Nos mandaron continuar superando el obstáculo
humano con delicadeza y seguimos descendiendo sin, al menos yo, quitarme la
imagen de la cabeza. Ahora puedo decir que afortunadamente aquello no revistió
consecuencias más graves que dejar a la víctima con la cara hecha un poema,
porque pese a lo aparatoso de la escena, al día siguiente, el protagonista de
la misma pudo completar la segunda etapa patinando. Los servicios de asistencia
de la organización tuvieron mucho trabajo en esta edición, y la doctora que se
hacía cargo de ello parecía estar omnipresente por todos lados. Desde aquí
muchísimas gracias por su dedicación. A ella en particular y a todos los
organizadores en general, que lo bordan.
Tras el susto, pocos metros más y
entramos triunfalmente en el camping de Vielle St. Girons, un poco más tarde
que el horario previsto, pero con 5 km más de la cuenta (según los diversos
aparatos de monitorización deportiva de varios de mis nuevos conocidos).
Personalmente cansadísimo pero feliz y orgulloso de la hazaña (para mí lo era,
sin duda alguna). Aunque nos costó un poco encontrar los “bungalows” que nos
correspondían, fue un detalle maravilloso encontrarnos cada uno de nosotros su
maleta esperando en el nuestro (de nuevo organización cuidada y perfecta). El
alivio de quitarse los patines rozó el éxtasis, pues a aquellas alturas del día
la mayor sensación de fatiga no era cardio-respiratoria, tampoco una más
acusada sensación de cansancio muscular, ¡no! lo peor era un constante,
inconcreto, indefinido, pero acusado dolor de pies. Así que dejé todo mi maloliente
material aireándose en el porche, me instalé con mis nuevos compañeros de
vivienda y me duché enseguida. En esta ocasión me toco en suerte compartir
refugio con Silvia, sus dos amigos patinadores del club de Amurrio y otro
hombre que como ella, acompañaban a la expedición en bicicleta. Me resultó un
grupito encantador, me acogieron con cariño y simpatía, me hicieron reír y
desde entonces, y a lo largo del resto del viaje, me integraron en el seno de
su grupo y entre sus numerosos allegados. Gracias a todos, de verdad, así da
gusto aparecer en solitario en cualquier actividad. Sergio se encargó de poner
música cañera en la terraza de tarima para enardecer nuestro ánimo, y una vez
aseado e instalado, me encaminé al bar para premiarme con una refrescante caña
bien grande. Esa la disfruté con una joven pareja de San Sebastián, también muy
agradables ¿quién no lo era allí?. Un trío musical con aspecto de arrastrar una
vida entretenida, nos amenizó la tarde con temas de repertorio anglosajón “rockero
sesentero y setentero” (nada que objetar por mi parte sino todo lo contrario). No
lo hacían nada mal a pesar de que el percusionista, a falta de batería se las
arreglaba con pericia y entusiasmo con un cajón, alternando sus propias manos o
unas baquetas especiales, en función de las necesidades de cada tema. La gente
fue llegando hasta que abarrotamos la terraza y hasta algunos se arrancaron con
versión musical adaptada a la temática patinadora.
Los "viejos" rockeros nunca mueren.
La cena fue rica y generosa,
sentados en un amplio restaurante, con bromas, jaleo y ganas de pasarlo bien, a
pesar que poco a poco el sueño nos iba venciendo a dodos. A los postres, los
organizadores irrumpieron en el centro del salón y nos convocaron a todos los
novatos para una ceremonia de ingreso en el prestigioso grupo de
“rollerlandes”, al cual ya puedo enorgullecerme de pertenecer por méritos
propios. No me está permitido desvelar el protocolo de la ceremonia, pero
discursos, juramentos, brebaje mágico e imposición de símbolos estuvieron
incluidos. Y merece la pena el trámite pues no hay mucha gente en este planeta
que pueda presumir de ser un auténtico “rollerlandes”.
"Rollerlandes" de pleno derecho.
Tras una breve copita, mis
compañeros y yo optamos por retirarnos rápidamente a nuestros dormitorios, para
intentar descansar cuanto más mejor. A estas alturas todas las aprensiones
previas, menos una, habían sido superadas. Tan sólo quedaba saber cómo iban a
responder mis fatigadas piernas a lo largo de los 90 km del día siguiente.
Los expertos, todas aquellas
personas que ya habían realizado la travesía en alguna edición anterior, me
habían insistido el sábado en que no me preocupara porque al día siguiente el
cuerpo estaría lo suficientemente descansado como para patinar de nuevo y
solventar la etapa sin problemas. ¡Tenían razón! Y mucha más de lo que me
esperaba. Hubo que madrugar pero mucho menos, había dormido muy bien y, con
disciplina deportiva, se sucedió el protocolo de recogida de enseres, desayuno,
carga de maletas en el autobús y bolsas en las furgonetas. Finalmente, calzarse
los patines (en el último momento) y salir rodando tranquilamente en una mañana
que prometía un día de sol brillante.
La tónica del día sería similar
patinando por carreteras, carriles-bici y atravesando algunas localidades. Me
busqué un hueco por detrás, donde el pelotón iba más tranquilo y esparcido y
comencé la mañana a modo de calentamiento económico inicial, con algunas
personas que me habían parecido buena, segura y tranquila compañía como
referencias. Recuerdo haber rodado por un carril boscoso seguido de una
carretera muy ondulada. Muy pronto dejamos Leon y completamos el bucle de Azur.
Las paradas fueron bastante más breves que el día anterior por lo que tras
pasar por Seignosse nos plantamos en Hossegor con media hora de adelanto sobre
el horario previsto. Allí íbamos a acometer otro bucle de gran interés, que nos
deparó una entretenida sucesión de repechos y bajadas muy pendientes y divertidas.
Al finalizar ese rodeo (de puente a puente), nos encaminamos por la zona
costera de playa y, a través del caso urbano, alcanzamos Capbreton para dar
cumplida cuenta de la comida. Fue agradable poderse quitar los patines de
nuevo, pues la ruta empezaba a causar mella de forma más anticipada que la
víspera. El día era espléndido pero no sofocante, porque había una brisa
suficientemente refrescante. Nos instalamos en una enorme terraza elevada con
vistas al mar y el relajante sonido de las olas envolviendo el ambiente, hasta
que una ronda de hombres cantando se encargó de caldear los ánimos con
repertorio variado que incluyó canciones de tuna, folclore vasco y tonadas
marineras. Los patinadores coreábamos, o dábamos palmas a ritmo, mientras ellos
incansablemente nos amenizaron toda la comida, de nuevo estupenda. Tras el café
de rigor, a calzarse de nuevo y vuelta a la ruta para ir finalizando la
aventura. Más carriles, más carreteras y más reagrupamientos.
Nuestros animadores durante la comida del domingo.
Para esta segunda jornada yo me
había decantado por un nuevo atuendo de estilo “homenaje”. Una camiseta de
“finisher” de las 24 horas de Le Mans en patines y un “escandaloso” culote que
no dejó de levantar comentarios a lo largo del día entre el resto del pelotón.
La prenda en cuestión da la impresión de mostrar una generosa colección de
corazones insertados diagonalmente entre barras blancas y azules. Así que
levantó sonrisas, comentarios, bromas, alguna envidia y hasta una pregunta
sobre dónde conseguirlo. Tan sólo dos personas (ambas francesas) se me
acercaron para asegurarse si las mallas eran lo que ellos creían que eran… Y
estaban en lo cierto: la bandera de Friesland (Frisia), importante región
costera del norte de Holanda, origen de las vacas lecheras frisonas, cuna de
los principales patinadores de velocidad holandeses de toda la historia
olímpica y mundial, y escenario de La Elfstedentocht (La Carrera de las Once
Ciudades), el evento sobre patines de hielo más grandioso y memorable que
existe y del que ya he dado cuenta alguna vez en mis textos. Me sorprende que
entre tanto patinador sobre ruedas haya tan poca cultura histórico-deportiva
sobre el patinaje en general (y en especial sobre el de hielo, el cual
representa el origen de cualquier otro tipo de patinaje). Lo que no me
sorprende tanto es que en cuestión de banderas y territorios singulares y con
personalidad propia, cuando permanecemos demasiado tiempo o demasiado
ensimismados recreándonos en los nuestros, nos perdemos otros, tanto o igual de
interesantes, aunque muy diferentes. Total, que mis particulares homenajes del
fin de semana, el del club finlandés y el de la región patinadora holandesa quedaron
rubricados con las prendas y los logros, y a cambio, me vengo de allí con una
boina “Rollerlandes” que me servirá en el futuro para corresponder a este
fascinante evento con algún otro homenaje. De oca a oca y tiro porque me toca.
Enfundado en la bandera de Frisia.
En un momento dado, aquello ya
empezaba a oler a despedida. Disfrutamos de un tramo de carretera muy ancha en
exclusiva para nosotros. Nos organizaron en tres o cuatro filas compactas y
rodamos en paralelo, en plan festivo y manifestante, hasta que a partir de
cierto punto señalaron un arrebato de libertad para que los que quisieron se
desmelenaran en un sprint. Tras Labenne y Tarnos alcanzamos Bayonne y rodamos
por un área portuaria más urbana que paisajística. Cruzamos con precaución
algunos raíles de tren y callejeamos bastante. Superamos un puente muy bonito y
poco antes de llegar tuvimos un duro ascenso de despedida con su consiguiente
bajada posterior en la que cada cual solucionó el envite como pudo. A medida
que nos acercábamos al destino final, el ambiente se hacía más festivo. Todos
nos sabíamos ya “ganadores” de nuestro propio reto, y como la proporción de
novatos era elevada, la ilusión por haberlo conseguido se debía de dejar notar
bastante. Al menos yo lo vivía como un logro muy ilusionante. Así que el
“subidón” emocional, cuando crucé la línea de llegada en Anglet, fue manifiesto.
Acababa de conseguir algo grande para mi escasa experiencia como patinador,
algo singular y muy especial dentro del propio mundo del patinaje sobre ruedas,
un evento, una ruta, una travesía… única dentro de esta especialidad y que es
toda una referencia a nivel europeo. Nada de dar vueltas y más vueltas a un
circuito, por muy entretenido que este sea, sino atravesar una región amplia y
concreta, un espacio geográfico con personalidad propia y tamaño considerable:
Las Landas.
Preparados para "tomar" toda la carretera.
Merece la pena comentar la
historia paisajística reciente de la región, la cual vino marcada por la
decisión de transformar kilómetros y kilómetros de paisaje costero atlántico.
Antes de su plan de forestación aquello era una vasta extensión de tierra llana
con abundantes ciénagas, vegetación silvestre intransitable y terreno poco
aprovechable, en la que una población rural con economía de subsistencia, vivía
de un modo que actualmente se explica muy bien en el Eco-museo de La Marquèze
(en Sabres). Aprovecho para recomendar su visita (con o sin niños) accediendo
por medio de un encantador tren de vapor. Sucesivas políticas de transformación
se encargaron primero de conseguir cierta fijación de las dunas costeras y
posteriormente de poblar las llanuras con inmensos bosques. Aquello transformó
de igual manera el paisaje natural y el humano, haciendo de la explotación
forestal una destacada fuente de riqueza. Posteriormente, a finales del siglo XX
y en la actualidad, la cultura turística ha sacado partido tanto al larguísimo
ecosistema playero, como a una generosa red de carriles-bici, y ha convertido
al territorio, además, en un importante destino turístico masivo.
Finalizada nuestra travesía por
tan peculiar área, llegó el momento de liberarse del calzado rodante, cambiarse
de ropa, recuperar los bultos y dejar todo preparado en coche para el regreso.
Antes de ello numerosos abrazos y felicitaciones recíprocas entre los amigos y
conocidos. Después, a disfrutar de la sidra y el sabroso “rillete”, mientras
comentábamos los detalles y hacíamos los primeros balances de la experiencia.
Vino el reparto de diplomas, los regalos y las despedidas. Y al final un
apacible y corto regreso a casa, con enorme satisfacción por todo.
El diploma acreditativo de la "hazaña".
Terminado el relato de mi
aventura, quiero añadir algunas reflexiones breves sobre la misma o sobre
algunos aspectos de interés con ella relacionados.
- Algunas poquitas personas entre las que me encontraba, nos caracterizamos por utilizar las ruedas de menor diámetro del pelotón. Yo 90, y no me pareció ver a casi nadie con menos. La mayoría de la gente utilizaba 100, 105 o más. Observé y pregunté al respecto y ello me ha hecho llegar a la conclusión de que cuanto más grande mejor para la linealidad en la bajada y el avance en las llanuras. Lo primero no me parece interesante vistos los problemas que demasiada gente exhibía en bajadas que no me parecieron nada exageradas. Lo segundo sí que me sugiere pensar en un posible cambio, lo que pasa es que teniendo en cuenta mis habituales escenarios de práctica, tampoco sé si me iba a compensar.
- Esto no lo pregunté: no acabo de entender porqué tan poca gente lleva freno. Lo entiendo en el caso de esos excelentes patinadores que son capaces de derrapar repentina y eficazmente en cualquier descenso o situación, y de regular su velocidad en cualquier pendiente frenando en T. Pero a la vista de la experiencia, estos son minoría. Demasiada gente tenía problemas de frenada, en los descensos y en las paradas, entonces ¿por qué no un freno? ¿no son eficaces los universales? ¿no funcionan bien en guías tan largas? ¿dan apariencia de “novato”?.
- En protecciones cada cual que tome sus propias decisiones (yo incluido). El casco afortunadamente es obligatorio y demostrado quedó que sirvió de mucho. Las muñequeras son muy prácticas y molestan poco. ¿Por qué muchos no utilizan rodilleras? pues por lo mismo que yo no uso coderas… no lo sé, manías supongo. Los seres humanos somos así de peculiares.
- La edad media de los participantes resulta muy difícil de calcular. La menor una francesa de 15 años, el más veterano ¿quién sabe? Había gente de todas las edades y algunos algo mayores que yo. Esto me parece un detalle muy positivo que demuestra que el patinaje en línea de grandes distancias es una actividad viable, saludable y capaz de permitir la realización de grandes distancias. Había jóvenes, madres, padres y de todo. Hacen falta más actividades así.
- Ya lo he comentado alguna vez más, en propuestas deportivas de larga distancia no hay ninguna que orezca tan equilibrada proporción entre la participación masculina y femenina como el patinaje sobre ruedas (la carrera a pié ahora ya también). Esto se volvió a confirmar una vez más y dice mucho a favor de esta disciplina. Es algo que lamento que no ocurra igual en otro tipo de eventos y en el ciclismo en especial.
- Rodar en “tren” es infinitamente más efectivo, rápido y económico. De eso no hay la menor duda. Sin embargo, para itinerarios abiertos, cambiantes y desconocidos, le veo algunas pegas. La cuestión de la seguridad se ve muy afectada porque al llevar las manos atrás hay muchos golpes en la cara. Las caídas se multiplican mucho porque el territorio abierto presenta numerosas irregularidades y anomalías que no da tiempo a ver. Y una pega más es que cuando uno está pendiente de mantenerse en un tren con eficacia, se pierde la mayor parte de la visión recreativa del viaje. Esta kilometrada exige mantenerse la mayor parte del tiempo en la fila pero puedo asegurar que algunos de los tramos de los que mejor recuerdo extraje, fueron patinando sin nadie delante.
- El triángulo “vasco-navarro” me sigue pareciendo el epicentro de la actividad patinadora. Como me ocurre tanto en eventos nacionales cercanos como en los franceses, siempre encuentro cuadrillas de clubes provenientes de Vitoria, Pamplona y San Sebastián (no me olvido de Amurrio, Tolosa, etc.). Se trata de un área bastante concreta con una elevada concentración de clubes y afición. Nada de eso se puede encontrar por mi tierra, pero tampoco lo he visto en otras zonas o provincias. Es fácil distinguirlos por sus uniformes corporativos y porque al final se conocen todos entre sí. Pese a ello, tengo que decir que son gente muy amable y que en todo momento me he sentido acogido y bien recibido por ellos. Desde aquí quiero aprovechar también para dales las gracias por su compañía y atenciones.
- Cada año la organización selecciona un tema musical con el que marca todas las pautas de arrancadas, paradas, avisos, etc. la elección del mismo es lo de menos, al final acaba “formando” parte de la banda sonora de tu fin de semana y te persigue como una sombra.
- La organización del evento es perfecta en prácticamente todo. No me extraña que sean rigurosos con su tope de inscripciones, porque mover a 150 participantes en patines por un recorrido geográfico tan largo y variado me parece complicadísimo. Como muestra de su competencia intachable comentar que los horarios de ruta se cumplen con precisión sin que los participantes nos sintamos presionados, arreados o teledirigidos. De verdad que saben hacer las cosas muy bien. La información previa al evento es también magnífica, sin exceso, con plazos ajustados y con contenido útil. Todo ha funcionado de maravilla y los servicios integrados en la travesía cubren todas las necesidades con creces. Y por si ello fuera poco, son gente muy asequible y encantadora, da gusto con ellos. ¡Chapeau!.
¿Y todo esto
supuso un gran Sacrificio? Casi ninguno. No he hice más que disfrutar, y aún lo
sigo haciendo desde que volví. Recordando, sintiéndome satisfecho, contándolo,
etc. Hubo algunos momentos duros y gran fatiga, pero menos de lo esperado y
también menor que en algunas otras ocasiones. Si me exigió cierto sacrificio de
constancia en el entrenamiento previo, más por la pereza eventual de tener que
patinar y repetir los escasos recorridos de los que dispongo para hacerlo, que
por el esfuerzo en sí. Pero sacrificio, lo que se dice verdadero sacrificio,
solo puedo reconocer uno, que la coincidencia de fechas me hiciera perderme la
marcha cicloturista retro Enkarterri, la cual me apetecía haber realizado
especialmente este año. Espero que Tomás sepa perdonarme y que su éxito sirva
para futuras reediciones, alguna de las cuales seguro que podré disfrutar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario