jueves, 15 de septiembre de 2016

17. VUELTA AL COLE



Odio esa expresión. Siempre me ha desagradado. Hace años, de chaval, por las implicaciones directas que anunciaba y por ese estúpido tonillo que llevaba consigo, cómo queriendo simular un guiño simpático y cómplice a la infancia, mientras en realidad se disimulaba mal un claro deseo de enclaustrarnos en las aulas y en el Sistema. Y ahora de mayor, como resulta que me dedico a la docencia, pues me topo de nuevo con este irritante anuncio de que todo (el curso) empieza de nuevo, tras el verano. Ya sé que son muchos (casi toda la población nacional no docente) los que opinan que no tenemos derecho a quejarnos quienes nos dedicamos a la enseñanza de cualquier edad. Más o menos los mismos que se desesperan cuanto tienen a sus hijos en casa más de lo acostumbrado. Los mismos que en el fondo utilizan los centros escolares como entes de custodia de sus vástagos. En fin, no seguiré por ahí… Además, esto del comienzo del curso, o del final de las vacaciones veraniegas, es cada vez más un asunto que afecta a la mayor parte de la población, pues muchísimas empresas, servicios, y “casi ciudades”, cierran en verano o se mantienen a ritmo de ralentí o metabolismo basal. “La vuelta al cole” genérica, ese final del verano nacional, coincide con la operación retorno, con el acortamiento de horas de luz por la tarde, con el soporífero castigo mediático de la liga de fútbol y la política nacional, etc. Y precisamente, en esos momentos de gran tensión cotidiana y nueva zambullida en la rutina del resto del año, se me acumularon a mí algunas citas pendientes que tenía esta temporada dentro del cajón de los “eventos propios”.

Lo que me ha pasado este año es que he disfrutado de un verano estupendo, plagado de planes ociosos, en el que prácticamente no he encontrado hueco para ubicar esas citas. Y si a ello le añado el agravante de que gran parte de ese mencionado divertimento ha tenido poco o nada que ver con el cultivo de la forma física, pues la consecuencia lógica es que tampoco me veía yo muy predispuesto a poner fecha real a alguno de los planes. Pero llegado septiembre, y ante el riesgo de que aquellas convocatorias que ya se han convertido en tradición de años anteriores, pudieran correr el riesgo de interrumpir su continuidad, no me quedó otra que coger al toro por los cuernos. Y de cornamenta precisamente va la primera de las crónicas.

EL Paso de la Vaca Tudanca (III).

Con un terrorífico recorrido en mente y con idea de registrarlo exactamente en GPS, arranqué un día la moto y me adentré por los valles Pasiegos. La experiencia fue francamente impresionante, porque descubrí varios pasos que no conocía y que me dejaron extasiado y, a la vez, aterrorizado. Pese a mis intenciones, llegado cierto tramo imprescindible para completar el recorrido planificado, descubrí que un buen kilometraje del mismo se hallaba en plenas obras, con la carretera levantada completamente y en franco mal estado. Sobre la marcha regresé anticipadamente y en mi cabeza se fue configurando un cambio de vaca (de pasiega a tudanca), con el consiguiente traslado geográfico, y un trazado completamente diferente.

Así pues, la convocatoria se estableció para primeros de septiembre y se mudó a Reinosa. Las fechas (la “vuelta al cole” y el baile de las mismas), el miedo siempre ocultado por algunos, la falta de entrenamiento, los compromisos ineludibles, etc. Hicieron que de la quedada volviera casi a sus orígenes, y de cuatro candidatos apalabrados, al final acudiéramos únicamente tres: mis amigos Manu y Javier, y un servidor. Nos reunimos de víspera en mi casa de Pesquera, donde disfrutamos de nuestra amistad durante la cena y una tertulia posterior en la que algunos saboreamos un delicado malta de carácter suave. Ambos son compañeros esporádicos, pero habituales en planes de viajes intensos de cierta duración, así que siempre nos hace especial ilusión poder reencontrarnos con tiempo suficiente y en un ambiente que facilite la calma y la conversación sin premuras ni interrupciones.

A la mañana siguiente, madrugamos y decidimos cambiar el punto de partida y final de la ruta (que inicialmente iba a ser Reinosa) por Pesquera, pues tal retoque no afectaría al recorrido y a cambio nos ahorraba desplazar los coches. El día prometía calor, mucho y asociado a humedad. Empezamos subiendo unas fuertes rampas hacia Rioseco y alcanzando Santiurde por las carreteras interiores de la mies. Desde allí ascendimos hasta Reinosa por la vieja nacional y por Cañeda. El tramo completo puede ser calificado como un puerto de, pongamos… 3ª categoría, aunque ese día con viento en contra. El valle de Campoo lo recorrimos por una carretera alternativa a la principal, casi sin tráfico y a un ritmo adecuado para hablar y reservarnos, mientras a aquellas horas, la temperatura era aún ideal. En seguida ascendimos la vertiente sur de Palombera, un puerto bastante fácil que no resulta ni largo ni duro (existen).

 
Ya hubo que retorcerse algo antes de alcanzar Santiurde. Manu y Javier con sus colores.

 
Por una vez de ciclistas contemporáneos y material de Alto Rendimiento.

 
En el Puerto de Palombera, con mucho trabajo por delante.

El descenso fue fantástico. El trazado ya de por sí lo es, pero es que además apenas había tránsito de vehículos (más bicicletas ascendiendo que otra cosa), y el día iluminaba los bosques y los rincones que iban apareciendo curva tras curva por la larga y serpenteante cinta de asfalto. Una panorámica aquí, un túnel de vegetación allí, una horquilla con su cascada allá. Como la pendiente además es constante y moderada, su trazada es relajada, porque ni exige pedaleo ni tampoco mucha atención de frenada. Y así fueron pasando el tiempo y los kilómetros mientras descendíamos el valle del Saja, hasta desviarnos, poco antes de Cabezón de la Sal, por los pueblos de Luzmela… y Virgen de la Peña, antes de cambiar de valle de nuevo, a través del anecdótico puerto de San Cipriano. Pero claro, entre “anécdota” y “anécdota”, acumulamos ya tres puertos, más de 90 km y un evidente aumento de la temperatura ambiente. Así pues, en Riocorvo nos detuvimos a descansar un poquito y tomarnos unas coca-colas y unas barritas (a falta de pinchos). El bar en cuestión, ideal para cafés calientes en tardes de invierno, gracias a su ambiente montañés y su chimenea central, resultó poco adecuado para un tentempié apetitoso de verano deportivo. En cualquier caso continuamos por Las Caldas y varios kilómetros después llegamos a Los Corrales.

 
Una paradita en el descenso para admirar una cascada.

Allí tocaba girar y, repentinamente, dar cuenta de unos fuertes rampones dibujados como sucesión de eses, subiendo hacia el Collado de Cieza. El puerto es corto, 3,5 km, pero no ceja en su empeño ascendente en ningún momento, presenta casi todo él un fuerte porcentaje del que mis compañeros dieron buena cuenta con cierta solvencia, y que yo completé justito. Personalmente era consciente de que acudía a la cita con una total falta de preparación específica para una etapa tan dura y, sobre todo, tan larga en tiempo; así como con una también escasa preparación ciclista en general (nada de especificidades). En otras palabras, que ese verano me había dedicado a pasarlo bien y a no entrenar en absoluto. Lo que había hecho es simplemente vivir la vida y mantenerme saludable a costa de eventos, planes, citas o actividades con sentido e interés en sí mismas, pero sin rutinas de entrenamiento entre ellas. ¿La consecuencia? Una temporada feliz de la que no me arrepiento nada, y una reducción tremenda de kilometraje acumulado. Y claro, la “factura” estaba a punto de venir…

 
Refrescándome en la fuente de Cieza (Foto: Javier).

 
Manu aún fresco por allí (Foto: Javier)

El descenso de Cieza me pareció precioso, con buena y estrecha carretera dibujando unos artísticos lazos entre los prados y con momentos de gradientes de vértigo. Una vez más, como ya sucediera en Palombera, las Tudancas se mostraron generosas en presencia y cercanía, con poses convencionales o en escorzos, y con una proximidad física que en ocasiones exigía temple y pericia para sortearlas. Una vez en Villasuso (o Villayuso, que nunca sé cual es cual), cambiamos radicalmente de dirección en un cruce y nos aproximamos al apartado puerto de Brenes. Se trata de una subida francamente dura, que prácticamente no otorga descanso y con muy poca sombra, detalle que ese día y a esa hora, resultaba más que significativo. Mis compañeros se me fueron por delante con sus ligeras máquinas de alta gama y su capacidad muscular en el tren inferior. Yo hacía lo que podía por detrás (cada vez menos). Pasados algunos kilómetros me los encontré en una parada inicial marcada por la primera raquítica sombra del camino. Poco después otro alejamiento y otra parada. Allí ya me tuve que plantear unos cuantos metros caminando con la bicicleta en la mano, pues aunque mi mente regía bien, e incluso conservaba el buen humor, el cuerpo no respondía a las demandas necesarias. Poco más arriba volví al pedaleo hasta que un calambre me detuvo, y una vez repuesto, nuevo pedaleo. Creo que una detención más, de reencuentro con Manu, me bastó para coronar al fin. En la cumbre, mis amigos parecían afectados, no tanto por haber tenido que esperar mucho, como por haber sufrido también lo suyo a causa del puerto, el calor, la acumulación, y cada uno en su medida, una también compartida falta de preparación previa suficiente (en esta ocasión no éramos los mismos de otras veces).

 
Primer descanso en Brenes, las caras lo dicen todo (Foto: Javier).

El descenso de Brenes es muy bonito, pero largo y con un asfalto demasiado rugoso, lo cual unido a la pendiente, la variedad del tipo de curvas y la abundancia de ganado suelto, no sólo dificulta la recuperación sino que a su modo, también fatiga. Así que por eso, y también porque empezaba a ser algo tarde, paramos a comer en el primer mesón disponible que resultó un gran acierto. Nos dimos tal homenaje que después no había quién se subiera a la bicicleta, pero de otro modo tampoco hubiéramos podido pedalear mucho más por falta de energía. Aprovecho aquí para agradecer a Javier su invitación, porque con elegancia zorruna (si es posible complementar ambos calificativos) pagó la cuenta sin darnos opción de arreglo posterior.

De nuevo en la ruta llaneamos algo y pedaleamos en leve ascenso, carretera antigua del Besaya arriba, hasta alcanzar Bárcena de Pié de Concha, citados con la disyuntiva de completar el recorrido planificado o acortar ascendiendo directamente las Hoces (más corto y mucho más suave). Aunque sobre el proceso de toma de decisión vivido circulan por ahí algunas versiones apócrifas poco realistas, he de decir que cómo responsable del guiado de la ruta me mantuve abierto a cualquiera de las dos posibilidades. Por mi parte sabía que me iba a resultar imposible ascender a Alsa en bicicleta, pero me creía capaz de hacerlo alternando el pedaleo con algunas caminatas. El caso es que en mi opinión uno de ellos hubiera preferido atajar, aunque se dejó llevar por el evidente interés del otro en completar el propósito inicial. Ahora mismo yo me alegro de la decisión tomada, porque la Vaca se completó y porque mis dos amigos pudieron conocer un recorrido que a mí personalmente me parece completísimo, variado y muy poco conocido.
Así pues, allá que nos pusimos a ascender hacia el embalse de Alsa a media tarde. Yo duré pedaleando unos tres kilómetros, y las caminatas me las tomé con diligencia (para evitarles demoras excesivas) y buen talante. En realidad la velocidad que era capaz de desarrollar pedaleando o andando no era demasiado diferente, de hecho, de ambas formas divisaba a mis compañeros por delante sufrir y detenerse de vez en cuando. Manu paraba más y me esperaba en algunos puntos. Creo que hubiera caminado menos de lo que lo hice en este puerto si no llega a ser porque al pedalear, un singular calambre del vasto interno del muslo izquierdo me volvía a hacer detenerme. Más allá del cansancio del día, este es un problema que con cierta recurrencia me ha venido apareciendo a lo largo de esta temporada, desde que una jornada de esquí de travesía, la “piel” del esquí izquierdo me estuviera formando un enorme “zueco” de nieve durante una larga ascensión a una montaña. Desde entonces, tanto patinando como en bicicleta, ante determinadas exigencias, el calambre aparece o amaga con hacerlo. No es algo que me impida nada de lo habitual, pero sí que me alerte de que debo abordar este próximo invierno una preparación de base algo más ordenada y constante de lo que es habitual en mí.

Finalmente, cada cual como pudo y sufriendo lo suyo, tan personal, tan intransferible, y tal y como mi padre decía respecto al dolor: tan difícil de cuantificar o comparar; los tres alcanzamos la presa de Alsa, con una luz de tarde preciosa, dando color a las lomas de pastos y bosque de los alrededores y a la azulada superficie de agua salpicada por algunas islas. La labor principal estaba hecha. Lo que restaba apenas presentaría ya dificultades. Estábamos reventados, pero con los deberes cumplidos (¿deberes? ¿justo en plena “vuelta al cole”?).

 
Mi bicicleta posando en la presa de Alsa.

 
 Panorámica del embalse de Alsa.

 
Manu circulando por la presa (Foto: Javier).

 
Manu y yo al atardecer sobre la “gravel road”. (Foto: Javier).

Imagino que el tramo que bordea al embalse no fuera de lo más atractivo y remarcable para mis dos amigos, teniéndolo que recorrer sobre sus bicicletas de alto rendimiento de carretera (una de carbono ex-profesional y otra de metal, pero de la máxima calidad, hecha a mano, muy ligera y minimalista). Sin embargo, es un sector que a mí me apasiona. Primero porque el paraje general me gusta muchísimo, con el estrangulado embalse rodeado de montañas, la mayor parte de ellas tapizadas de verdes praderas, con algún que otro estampado de bosque por aquí o por allá. Además, los pequeños islotes amenizan la azulada superficie del agua. El conjunto, siempre, inevitablemente, me hace evocar recuerdos de la Escocia más campestre y natural. Lo segundo, porque el trazado es muy suave, preferentemente llano e incluso con ligero descenso en ocasiones. Apenas hay dos cortas rampas al principio. El piso es una ancha pista que más bien parece una carretera sin asfaltar, pero tan bien pavimentada, que no deja entrever las lesiones que sobre las pistas de montaña suelen dejar el paso de vehículos, las nevadas y los aguaceros invernales. Es un lecho de piedras muy finas o tierra, pero poco abrasivo en general, aunque en algunos puntos las piedras se acumulen. Una vez más (hacía poco había realizado la subida completa, sin flojeras, y todo el enlace posterior para reconocerlo), me supuso un placer pedalear por la ribera del embalse, hasta conectar con su cola, donde la pista se vuelve a convertir en carretera asfaltada. Por allí rodamos rápidos espoleados por la ligera pendiente a favor y las ganas de llegar. Pasados los Aguayos, nos topamos con una fuerte rampa que ascender. Son unos 500 o 750 metros de considerable pendiente, pero no asustaba porque sabíamos que esa sí que era la última del día. Aún así, incluso en ella me vi obligado a detenerme dos veces por el insistente calambre. No me bajé de la bicicleta porque era soportable, pero sí que me obligaba, por un momento, a tener que dejar de pedalear, poner pié a tierra y buscar un ángulo de flexión ventajoso hasta que la contracción involuntaria cesase. A lo largo de la temporada (especialmente este invierno) he aprendido a convivir con esta leve molestia, así que enseguida me encontré descendiendo hacia el Ventorrillo a lo largo de esa llamativa carretera que se asoma al valle del Besaya, trazando una enorme zeta.

El veredicto fue unánime: nos habíamos pegado una pasada de 11,30 horas de bicicleta con apenas una parada de una hora para comer, y no creo que sumaran otra media hora más los descansos o paradas acumuladas. No sé si exactamente la ruta alcanza las 100 millas anunciadas o se queda un poco corta, pero da lo mismo con sus tres puertos menores más otros tres duros de verdad, éstos últimos acumulados al final. Y todo ello, y esto quizá fuera lo que más nos castigó, bajo el sol, con mucho calor y muchísima humedad ambiental. Y para más INRI, en mayor o menor medida según cada cual, muy desentrenados. Pero allí estábamos una vez más, y ya van tres, completando una nueva y diferente edición del Paso de la Vaca.

La ducha la sustituimos por una sesión de “crioterapia rural”, acercándonos al estupendo y profundo pozo que el río ofrece en El Ventorrillo, tras la presa de la antigua fábrica de harinas. Allí nos pegamos un buen chapuzón para asear algo nuestra piel, refrescar nuestros cuerpos y aliviar de urgencia la musculatura. Fue agradable y placentero, y en cierto modo empezó a reducir la animadversión que mis colegas parecían haber ido cimentado contra mí a medida que la etapa acumulaba ascensiones, una vez superado el ecuador de la misma. No sé de qué se quejaban si el que peor lo llevaba era yo mismo.

El día concluyó regresando a mi casa en la costa y cenando en el jardín con mis amigos y mi familia. No se alargó, resultaba obvio que todos necesitábamos descansar.

Mareando.

Tengo visitantes de mi blog que lo son a piñón fijo. Con ello quiero decir que se ceban en buscar las entradas de la página principal y no se dan cuenta de que el mismo tiene una serie de pestañas complementarias que llevan a otros espacios de información e interés. Uno de ellos lo denomino “Mareando” y en él explico y doy cuenta de un proyecto abierto con el que pretendo explorar todas las rías navegables del Cantábrico. Las más cercanas a mi residencia ya las he recorrido a menudo, pero como quiero dejar todas registradas con el GPS, la mayoría las he tenido (o tengo aún) que repetir. Tal era el caso de mi paseo más típico o habitual por la Bahía de Santander. Así pues, con mis dos polivalentes acompañantes del día anterior, me embarqué en un periplo matinal en kayak, aprovechando que ambos pernoctaban en mi hogar (bueno, uno de ellos en su furgoneta porque se empeñó en ello).

Tras el desayuno (de nuevo de jardín para los menos madrugadores), preparamos el material y fuimos en coche hasta el cercano puente de Somo, donde realizamos el embarque en nuestras piraguas: un kayak doble semi-cerrado y otro simple; ambos de sobrada estabilidad. Javier y yo remábamos en el doble y Manu en el individual, que además era suyo y probaba por primera vez ese día. Navegamos muy tranquilos hacia el Puntal, arenal que saliendo desde Somo se enfila a lo largo de unos 2 km hacia Santander, haciendo de barrera entre la zona sureste de la Bahía y el mar abierto. Como la marea estaba bastante baja, tuvimos que ir con tino, eligiendo bien el trayecto para no encallar a lo largo de una sinuosa canal de muy poco calado. Ya en la más profunda canal paralela a la playa del Puntal, remamos entre los barcos de disfrute dominguero hasta alcanzar la Punta Rabiosa, su extremo occidental. Allí, entre el choque de corrientes y el tráfico de motoras, el agua se revolvía en forma de olas desordenadas, cruzadas e incómodas, pero lo superamos sin problemas. Inmediatamente continuamos paleando rumbo a la salida de la Bahía a través de la canal principal, aunque cruzándola de forma algo oblicua para ir ganando el otro lado de la costa: Santander.

 
Estampa de uno de los embarcaderos del Puntal.

 
Manu estrenando kayak.

Por allí rodeamos casi completamente la Isla de la Torre y recorrimos parcialmente las rocas (una especie de arrecife) que salpican la playa de los Biquinis, parte del contorno del Palacio de la Magdalena. El día, con buena temperatura, mutó de algo nublado a completamente soleado, así que aprovechamos una parada en la playa de la Magdalena para estirar el cuerpo y tomarnos unas cañas frente al mar, dilatando aún más la charla de tan agradable fin de semana.

 
Manu y Javier charlando y con sus cañas.

 
Playa de la Magdalena con la Isla de la Torre al fondo.

Poco después, nuevo embarque, y un largo de paleo paralelo a la playa hasta alcanzar los muros de otra parte de la ciudad y esperar flotando al pairo, hasta que un ferry culminase su maniobra de entrada en la Bahía. Cuando el paso quedó libre, cruzamos de nuevo la canal, ahora rumbo sur y remamos hasta Pedreña, para poco a poco volver a desembarcar en el punto de partida inicial. Los tres amigos no habíamos vuelto a remar juntos desde el verano pasado cuando completamos nuestra singladura del Canal de Castilla, así que fue todo un regalo poder disfrutar de tan agradable sesión matinal. Manu quedó encantado de las propiedades marineras de su kayak Omei, modelo Chamán. Es un barco muy estable y cómodo, que aunque requiere algo de corrección en rumbo recto, ésta no es excesiva. No es un barco rápido si lo comparamos con cualquier kayak de mar largo y afilado, pero lo suficiente como para poder salir en grupo con ellos. Da la casualidad de que Javier tiene en su casa otro similar. Por mi parte, la excursión me sirvió además para tomar algunas fotos y grabar el recorrido con el GPS, de forma que ya pude publicar en “Mareando” la ficha correspondiente a la Bahía de Santander, la cual se complementa con otras varias de sus rías, que ya había ido realizando este verano.

 
Javier, a proa en el kayak doble.

El fin de semana acabó con otra comida al aire libre con amistades y familia reunidos a la mesa ¿qué más se puede pedir?. Esos momentos me encantan. Esos ratos relajados y sin prisas en los que la conversación fluye por diferentes caminos y a distintos ritmos, regando y alimentando la amistad y el afecto entre las personas reunidas, todas ellas queridas. Agradables manjares y caldos aumentan el deleite, pero éste, en el fondo, procede más de las personas que se encuentran allí, del grupo humano y de la sensación de compañía y armonía dentro de él. Quizá me esté haciendo viejo o demasiado mayor, pero reconozco que poder reunir ante una mesa a un grupo medianamente numeroso de personas a las que estimo o quiero, me produce un auténtico placer, de manera que me atrevo a afirmar que, a día de hoy, me resulta mucho más valiosa una amplia mesa y un espacio suficiente (de jardín o de interior) en los que poder dar de cenar o comer a los seres queridos, que cualquiera de mis bicicletas.

La P2P 2016

Mis hijos y sus amigos siempre han medido el progreso del verano por el maíz. Se ve que somos de pueblo, costero y algo turístico en verano, pero pueblo al fin y al cabo. ¡Afortunadamente! Porque el nuestro es de esos que aún conserva bastante población permanente y algunos ganaderos, y su ampliada vecindad veraniega supone un factor de incremento mucho menor que el que marca la tendencia en la mayoría de las poblaciones costeras del Cantábrico. El maíz lo plantan al principio del verano, va ganando altura muy rápidamente durante el mes de julio y suele cortarse a primeros de septiembre, un triste indicador para los más jóvenes de que toca volver a las aulas. La corta de este año ha coincidido con el fin de semana en el que se celebraban a la vez la marcha ciclista retro La Retrovisor y la carrera de patinaje P2P. La segunda siempre me la pierdo por causa de la primera, pero este año, probablemente como excepción, decidí invertir la prioridad, para, al menos por una vez, poder tomar parte en tan singular maratón de patinaje. Además, se daba la circunstancia de que mi hermano Guti, su amigo Pablo (quien ya formó equipo con nosotros en las 24 horas de Le Mans de 2015) y nuestra amiga Sofía, habían decidido también acudir a la cita. Mi intención inicial era haber celebrado la quedada de La Montañesa ese sábado y viajar tras la comida a Pamplona para patinar el domingo, pero la semana (“vuelta al cole”) se fue complicando mucho y finalmente decidí aplazar La Montañesa, consciente de que de haberla celebrado, no hubiera podido atender como se merecen a aquellos amigos que hubieran acudido a compartirla conmigo.

En cuanto a la preparación de la P2P, puedo afirmar que prácticamente no existió, algo que viene siendo un preocupante hábito en mi vida últimamente. Llegué al final del verano sin haberme calzado los patines desde que los guardara a primeros de mayo al regresar de mi viaje holandés. En agosto conseguí patinar tres veces, una la segunda semana, otra la tercera y otra más la última, pero ahí se zanjó la cuestión y no pude sacar ni una sesión más. Todas ellas fueron sesiones cortas o medias, para mantener el contacto y la postura evitando lesiones. Respecto a la semana previa al evento, entre la recuperación de La Vaca y el ajetreo de la reiterada “vuelta al cole”, ni patines, ni bicicleta, ni nada de nada desde el punto de vista deportivo. Así que lo reconozco, un poco de aprensión sentía.

La P2P significa “P to P”, o lo que es lo mismo: Pamplona – Puente la Reina, una carrera con distancia de maratón (42 km) celebrada en línea y por carreteras convencionales. Es con toda seguridad la carrera de patinaje más emblemática de España, y entre otras cosas lo consigue porque presenta un perfil nada convencional para los que se suelen estilar en el mundo “roller”, contando con varios altos que ascender y sus consiguientes descensos. De hecho, la prueba acumula en total un desnivel negativo, pero ello resulta engañoso, porque las pendientes a ascender, son largas y acusadas, desde la perspectiva del patinaje.

Nosotros viajamos todos juntos (los cuatro patinadores y dos acompañantes) en una monovolumen. Partimos a primera hora de la tarde y llegamos a Pamplona a tiempo para recoger dorsales y bolsa, en la tienda de patines que formaba parte de la organización del evento. Después nos separamos porque todos ellos se iban a su hotel y yo me instalaba como visitante de una familia de cuñados. Así pues gocé de atractiva e interesante conversación familiar, excelente trato, cena, comodidades y velada nocturna en una plaza, antes de acostarme para dormir. Hotel y familia estaban tan cerca que por la mañana me encontré con mis compañeros de viaje a la hora prevista y sin apenas tener que caminar unos pasos. Nuestras acompañantes nos acercaron al casco viejo de la ciudad con el coche y caminando llegamos a la Plaza del Castillo, que ya despertaba luminosa y con evidente ambiente de patinadores dando vueltas a la misma. Teníamos tiempo de sobra y pudimos disfrutar del momento, reírnos y atender al panorama, e incluso a parte de los “medios”. La prueba está muy bien organizada, no hay esperas, puedes calentar allí, hay servicio para trasladar las bolsas con ropa y calzado, e incluso autobús de regreso que nosotros no utilizamos. Nos calzamos los patines y rodamos un poco y despacito antes de colocarnos en los boxes de la salida (bien atrás, como entendemos que nos corresponde). Dieron la salida y un buen ambiente nos acompañó por las calles de la ciudad hasta alcanzar sus arterias exteriores. Hay que decir que en esta edición se batió el récord de participación, alcanzando ésta la cifra de 480. Como siempre ocurre en patines, con una amplia horquilla de edades y una casi equilibrada participación de féminas. Vimos muchas novedosas ruedas de 125 mm en disposición de tres por patín entre los participantes. Nosotros, como siempre, fieles a nuestros modelos de “fitness”, menores o iguales a 100 mm. Nuestros planteamientos de “carrera” eran variados: Sofía y Guti rodarían juntos, con intención de bajar de las dos horas, y para ello se habían preparado añadiendo fuertes cuestas de carretera a su circuito de práctica habitual. Personalmente quería disfrutar del trazado, dosificarme para acabarlo entero, eludir el cierre de control (que me parecía holgado) y no tener ningún percance en los múltiples descensos, eso me hacía suponer que acabaría en dos horas y poco (5 o 10 minutos por encima). El caso de Pablo era diferente, por causas personales relacionadas con una fase de progresiva recuperación, su objetivo era no pasar de ciertos límites de seguridad cardiaca, dosificarse mucho para poder acabar, y evitar en lo posible el coche escoba.

 
La Plaza del Castillo preparándose para el evento.

 
Auto-retrato colectivo del Monday Sport Team.

 
Postureo en el “photo call”. (Foto: Belén & Maríaranrfotogtafia.es).

Así que al poco de salir, aunque íbamos juntos o cercanos, cada cual nos concentramos en lo nuestro y dejamos que los demás hicieran su papel. Un primer descenso recto a la salida de la ciudad, nos exigió mucha atención. Más por la aún alta densidad de patinadores alrededor, que por su dificultad. De hecho, un participante se destacó por alguna maniobra extraña y alocada. Muy poco después llegó una primera ascensión, que sin ser larga, resultó de lo más dura por su exigente pendiente. A partir de ahí dejé de tener contacto visual con Pablo por detrás, aunque sí que lo mantuve con Guti y Sofía durante varios kilómetros, pero dejándoles ir conscientemente. El día era soleado y completamente seco, prometía calor pero la hora aún era muy buena para el ejercicio, así que aprovechamos para patinar con ganas, intentando mantener buenas velocidades medias cuando el trazado lo permitía (en llano), pese a sentir algo de viento en contra durante algunos tramos del inicio. Recuerdo que se sucedieron algunos ascensos leves o suaves y sus consiguientes descensos. Como siempre me sucede, mantenía distancias en el llano adelantando a alguien muy de vez en cuando, era rebasado por algún patinador en los descensos, y superaba a muchos en los ascensos. El paisaje, inicialmente más seco y abierto, pronto nos entretuvo con el paso por alguna localidad pequeña y rural, y nos regaló excelentes panorámicas de precipicios en forma de amplio cañón rocoso al que se aferraban algunos arbustos o bosquecillos. Era agradable patinar por buenas carreteras, en un entorno de campo, con buenas vistas y sabedores de ir protegidos por las motos y voluntarios de la organización. Sobre patines se tienen muy pocas oportunidades de poder disfrutar de algo así, y especialmente sin verte obligado a integrar un “tren” o grupo compacto pegado a la cuneta. Hay que decir que en algunos tramos de la carrera, el asfalto cambiaba y presentaba excesiva rugosidad, pero reconozco que ocurría en poco kilometraje. La singular etapa se parecía a esas de ciclismo retro por campiña extranjera, en la que durante largos ratos te encuentras sólo o salteado con pocos participantes, siguiendo una bonita ruta bien señalizada, pero en este caso patinando… ¡una gozada!. En mis descensos prácticamente no utilicé el freno porque eran poco pendientes, por lo que los aprovechaba adoptando una posición de “huevo” de esquí, pero acomodada mediante el apoyo de mis antebrazos sobre mis muslos, para mantenerla más tiempo y poder descansar.

 
Guti y Sofía en pleno descenso (Foto: ranrfotografia.es)

Tras un puerto (desde la perspectiva “roller”) exigente, pude beber agua recogida en un avituallamiento tipo “non stop”. Me vino bien porque sentía calor en los ascensos. Pese a ello, el recorrido fue pasando de forma tan amena que de repente me encontré con un cartel que anunciaba que restaban 15 km para meta, cuando yo pensaba que estaba a punto de alcanzar el ecuador de la prueba (eso me supuso un regalo de motivación de 6 km). Además, alcanzamos un precioso tramo de excelente carretera sinuosa y llana (o con poco perceptible bajada), jalonada por un arbolado que ofrecía sombra y discurría pegada primero al río y después al embalse. Allí pude patinar muy a gusto, con cierta concentración técnica y apreciable intensidad. Hice algunos adelantamientos y cuando un tren me alcanzó por detrás me uní a él. Entre unas cosas y otras fueron unos 7 u 8 km los que pasaron volando hasta alcanzar el ascenso más largo del día, de entre 2 o 3 km. Con calma y dosificación lo fui superando en modo económico, pero de nuevo adelantando más gente que nunca. Soy consciente de que las subidas me favorecen en relación con los exclusivamente patinadores, porque éstos las cultivan poco y porque en mi caso son moneda corriente para mi práctica ciclista y montañera. Así pues, coroné satisfecho, consciente de que desde allí, lo único que había que hacer era ser precavido y rodar seguro.

 
Patinando durante la prueba (Foto: ranrfotografia.es)

El descenso es largo y rápido, pero nada descabellado. Yo frenaba moderadamente antes del paso de alguna curva de apariencia cerrada o ciega. Esta parte resulta muy diferente para quien la conoce respecto a los que la recorremos por primera vez. Ellos saben lo que hay, y que salvo para controlar la adecuación de la velocidad a aquella que te haga sentirte seguro, en realidad la mayor parte de las curvas apenas necesitan frenada previa. El hecho es que el conjunto es divertido y emocionante. Y después, llega repentinamente uno de los mejores momentos de la prueba: una recta de buen firme en la que ya divisas Puente la Reina al fondo y puedes emplearte con ganas en un patinaje amplio de zancada y aerodinámico de posición. De esa forma pronto alcanzas una curva de 90 grados hacia la izquierda, cruzas el río por un puente y enfilas una recta de meta muy bien montada y que te provoca un agradable subidón. A lo largo de la misma disfrutas viendo los carteles de fraccionamiento de los metros que te van quedando, el público jaleándote y la pancarta al fondo con su cronómetro digital señalando… 1h 54 min… pues si que había rodado rápido con respecto a mis expectativas, y encima llegando poco fatigado ¡que estupenda sensación!

 
Pablo cruzando la línea de meta. (Foto: photozesar.com).

En seguida me encontré con Guti y Sofía que habían terminado dos minutos antes. Nos quitamos los patines y nos acercamos a la plaza para comentar la carrera, comer algo de lo generosamente dispuesto por la organización, sellar los dorsales y recuperar nuestras mochilas. Estábamos los tres encantados y más aún cuando más tarde llegó un Pablo feliz, satisfecho y saludable. La prueba había sido un éxito, además de una experiencia sensacional. 

Se acercaba la hora de comer cuando nos encaminamos hacia la zona de duchas, bajo un sol de justicia y con un ambiente acalorado. La casualidad quiso que pudiéramos asistir a la llegada a meta de un desafío sobre 100 metros entre la patinadora de velocidad Leire Larrasoain (medallista europea y vigente campeona de España de los 100 m) y el tiro de seis perros del musher Javier Alemanno (también campeón nacional de una modalidad en tierra y en nieve). La línea de meta fue alcanzada antes por los perros, pero la cruzaron ambos humanos contendientes prácticamente al unísono, y como no sabíamos cuál había sido la referencia de salida, ignoramos el veredicto, pero puedo garantizar que ambos contrincantes alcanzaron en muy poco tiempo una espectacular velocidad.

Al llegar al complejo donde estaban ubicadas las duchas, aún nos topamos con una inesperada sorpresa: teníamos piscina descubierta de cincuenta metros a nuestra disposición. Ducha previa y un inmediato, delicioso y refrescante baño bajo el sol. Un auténtico placer para culminar la mañana. La jornada la cerramos con una comida en una terraza, que se alargó demasiado; un paseo por el casco antiguo del pueblo, muy bonito, con visita al elegante puente medieval incluida; y finalmente el viaje de regreso por carretera. Tengo que decir que la participación en la P2P ha sido todo un acierto. Es una prueba que recomiendo encarecidamente a cualquier patinador aficionado a la larga distancia, a poco nivel de seguridad que tenga como para defenderse en ella cuesta abajo (no hace falta demasiado). No es tan larga como otras, pero es especial y presenta un trazado muy difícil de igualar y una organización intachable.

 
Vista de las piscinas con Puente la Reina al fondo.

 
Paseando sobre el puente románico.

 
Todos juntos en el viaje de regreso.

Agotado el fin de semana todo está en marcha en la vida cotidiana: horarios, desplazamientos, tareas laborales, compromisos, reuniones, etc. Todos hemos “vuelto al cole”, sin ganas, pero recargados de energía. Aún hace muy bueno en el momento en que escribo esta crónica, pero ya para mañana dan lluvia a raudales, y por una vez, en todo el territorio nacional, tanto peninsular como insular. Pero me sonrío al recordar cómo en apenas ocho días, he despedido el veraneo con una quedada ciclista, una excursión en kayak y una gran carrera sobre patines.

1 comentario:

  1. Vamos, que has acabado el verano como se decía en los pueblos, "con un completo". Enhorabuena

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