Odio esa expresión. Siempre me ha
desagradado. Hace años, de chaval, por las implicaciones directas que anunciaba
y por ese estúpido tonillo que llevaba consigo, cómo queriendo simular un guiño
simpático y cómplice a la infancia, mientras en realidad se disimulaba mal un
claro deseo de enclaustrarnos en las aulas y en el Sistema. Y ahora de mayor,
como resulta que me dedico a la docencia, pues me topo de nuevo con este
irritante anuncio de que todo (el curso) empieza de nuevo, tras el verano. Ya
sé que son muchos (casi toda la población nacional no docente) los que opinan
que no tenemos derecho a quejarnos quienes nos dedicamos a la enseñanza de
cualquier edad. Más o menos los mismos que se desesperan cuanto tienen a sus
hijos en casa más de lo acostumbrado. Los mismos que en el fondo utilizan los
centros escolares como entes de custodia de sus vástagos. En fin, no seguiré
por ahí… Además, esto del comienzo del curso, o del final de las vacaciones
veraniegas, es cada vez más un asunto que afecta a la mayor parte de la
población, pues muchísimas empresas, servicios, y “casi ciudades”, cierran en
verano o se mantienen a ritmo de ralentí o metabolismo basal. “La vuelta al
cole” genérica, ese final del verano nacional, coincide con la operación
retorno, con el acortamiento de horas de luz por la tarde, con el soporífero
castigo mediático de la liga de fútbol y la política nacional, etc. Y
precisamente, en esos momentos de gran tensión cotidiana y nueva zambullida en
la rutina del resto del año, se me acumularon a mí algunas citas pendientes que
tenía esta temporada dentro del cajón de los “eventos propios”.
Lo que me ha pasado este año es
que he disfrutado de un verano estupendo, plagado de planes ociosos, en el que
prácticamente no he encontrado hueco para ubicar esas citas. Y si a ello le
añado el agravante de que gran parte de ese mencionado divertimento ha tenido
poco o nada que ver con el cultivo de la forma física, pues la consecuencia
lógica es que tampoco me veía yo muy predispuesto a poner fecha real a alguno
de los planes. Pero llegado septiembre, y ante el riesgo de que aquellas
convocatorias que ya se han convertido en tradición de años anteriores,
pudieran correr el riesgo de interrumpir su continuidad, no me quedó otra que
coger al toro por los cuernos. Y de cornamenta precisamente va la primera de
las crónicas.
EL Paso de la Vaca Tudanca (III).
Con un terrorífico recorrido en
mente y con idea de registrarlo exactamente en GPS, arranqué un día la moto y
me adentré por los valles Pasiegos. La experiencia fue francamente
impresionante, porque descubrí varios pasos que no conocía y que me dejaron
extasiado y, a la vez, aterrorizado. Pese a mis intenciones, llegado cierto
tramo imprescindible para completar el recorrido planificado, descubrí que un
buen kilometraje del mismo se hallaba en plenas obras, con la carretera
levantada completamente y en franco mal estado. Sobre la marcha regresé
anticipadamente y en mi cabeza se fue configurando un cambio de vaca (de
pasiega a tudanca), con el consiguiente traslado geográfico, y un trazado completamente
diferente.
Así pues, la convocatoria se estableció
para primeros de septiembre y se mudó a Reinosa. Las fechas (la “vuelta al
cole” y el baile de las mismas), el miedo siempre ocultado por algunos, la
falta de entrenamiento, los compromisos ineludibles, etc. Hicieron que de la
quedada volviera casi a sus orígenes, y de cuatro candidatos apalabrados, al
final acudiéramos únicamente tres: mis amigos Manu y Javier, y un servidor. Nos
reunimos de víspera en mi casa de Pesquera, donde disfrutamos de nuestra
amistad durante la cena y una tertulia posterior en la que algunos saboreamos un
delicado malta de carácter suave. Ambos son compañeros esporádicos, pero
habituales en planes de viajes intensos de cierta duración, así que siempre nos
hace especial ilusión poder reencontrarnos con tiempo suficiente y en un
ambiente que facilite la calma y la conversación sin premuras ni
interrupciones.
A la mañana siguiente, madrugamos
y decidimos cambiar el punto de partida y final de la ruta (que inicialmente
iba a ser Reinosa) por Pesquera, pues tal retoque no afectaría al recorrido y a
cambio nos ahorraba desplazar los coches. El día prometía calor, mucho y
asociado a humedad. Empezamos subiendo unas fuertes rampas hacia Rioseco y
alcanzando Santiurde por las carreteras interiores de la mies. Desde allí
ascendimos hasta Reinosa por la vieja nacional y por Cañeda. El tramo completo
puede ser calificado como un puerto de, pongamos… 3ª categoría, aunque ese día
con viento en contra. El valle de Campoo lo recorrimos por una carretera
alternativa a la principal, casi sin tráfico y a un ritmo adecuado para hablar
y reservarnos, mientras a aquellas horas, la temperatura era aún ideal. En
seguida ascendimos la vertiente sur de Palombera, un puerto bastante fácil que
no resulta ni largo ni duro (existen).
Ya hubo que
retorcerse algo antes de alcanzar Santiurde. Manu y Javier con sus colores.
Por una vez de
ciclistas contemporáneos y material de Alto Rendimiento.
En el Puerto de Palombera, con mucho
trabajo por delante.
El descenso fue fantástico. El
trazado ya de por sí lo es, pero es que además apenas había tránsito de
vehículos (más bicicletas ascendiendo que otra cosa), y el día iluminaba los
bosques y los rincones que iban apareciendo curva tras curva por la larga y
serpenteante cinta de asfalto. Una panorámica aquí, un túnel de vegetación
allí, una horquilla con su cascada allá. Como la pendiente además es constante
y moderada, su trazada es relajada, porque ni exige pedaleo ni tampoco mucha
atención de frenada. Y así fueron pasando el tiempo y los kilómetros mientras
descendíamos el valle del Saja, hasta desviarnos, poco antes de Cabezón de la
Sal, por los pueblos de Luzmela… y Virgen de la Peña, antes de cambiar de valle
de nuevo, a través del anecdótico puerto de San Cipriano. Pero claro, entre
“anécdota” y “anécdota”, acumulamos ya tres puertos, más de 90 km y un evidente
aumento de la temperatura ambiente. Así pues, en Riocorvo nos detuvimos a
descansar un poquito y tomarnos unas coca-colas y unas barritas (a falta de
pinchos). El bar en cuestión, ideal para cafés calientes en tardes de invierno,
gracias a su ambiente montañés y su chimenea central, resultó poco adecuado
para un tentempié apetitoso de verano deportivo. En cualquier caso continuamos
por Las Caldas y varios kilómetros después llegamos a Los Corrales.
Una paradita en el descenso para
admirar una cascada.
Allí tocaba girar y,
repentinamente, dar cuenta de unos fuertes rampones dibujados como sucesión de
eses, subiendo hacia el Collado de Cieza. El puerto es corto, 3,5 km, pero no
ceja en su empeño ascendente en ningún momento, presenta casi todo él un fuerte
porcentaje del que mis compañeros dieron buena cuenta con cierta solvencia, y
que yo completé justito. Personalmente era consciente de que acudía a la cita
con una total falta de preparación específica para una etapa tan dura y, sobre
todo, tan larga en tiempo; así como con una también escasa preparación ciclista
en general (nada de especificidades). En otras palabras, que ese verano me
había dedicado a pasarlo bien y a no entrenar en absoluto. Lo que había hecho
es simplemente vivir la vida y mantenerme saludable a costa de eventos, planes,
citas o actividades con sentido e interés en sí mismas, pero sin rutinas de
entrenamiento entre ellas. ¿La consecuencia? Una temporada feliz de la que no
me arrepiento nada, y una reducción tremenda de kilometraje acumulado. Y claro,
la “factura” estaba a punto de venir…
Refrescándome en la fuente de Cieza
(Foto: Javier).
Manu aún
fresco por allí (Foto: Javier)
El descenso de Cieza me pareció
precioso, con buena y estrecha carretera dibujando unos artísticos lazos entre
los prados y con momentos de gradientes de vértigo. Una vez más, como ya
sucediera en Palombera, las Tudancas se mostraron generosas en presencia y
cercanía, con poses convencionales o en escorzos, y con una proximidad física
que en ocasiones exigía temple y pericia para sortearlas. Una vez en Villasuso
(o Villayuso, que nunca sé cual es cual), cambiamos radicalmente de dirección
en un cruce y nos aproximamos al apartado puerto de Brenes. Se trata de una
subida francamente dura, que prácticamente no otorga descanso y con muy poca
sombra, detalle que ese día y a esa hora, resultaba más que significativo. Mis
compañeros se me fueron por delante con sus ligeras máquinas de alta gama y su
capacidad muscular en el tren inferior. Yo hacía lo que podía por detrás (cada
vez menos). Pasados algunos kilómetros me los encontré en una parada inicial marcada
por la primera raquítica sombra del camino. Poco después otro alejamiento y
otra parada. Allí ya me tuve que plantear unos cuantos metros caminando con la
bicicleta en la mano, pues aunque mi mente regía bien, e incluso conservaba el
buen humor, el cuerpo no respondía a las demandas necesarias. Poco más arriba
volví al pedaleo hasta que un calambre me detuvo, y una vez repuesto, nuevo
pedaleo. Creo que una detención más, de reencuentro con Manu, me bastó para
coronar al fin. En la cumbre, mis amigos parecían afectados, no tanto por haber
tenido que esperar mucho, como por haber sufrido también lo suyo a causa del
puerto, el calor, la acumulación, y cada uno en su medida, una también
compartida falta de preparación previa suficiente (en esta ocasión no éramos
los mismos de otras veces).
Primer
descanso en Brenes, las caras lo dicen todo (Foto: Javier).
El descenso de Brenes es muy
bonito, pero largo y con un asfalto demasiado rugoso, lo cual unido a la
pendiente, la variedad del tipo de curvas y la abundancia de ganado suelto, no
sólo dificulta la recuperación sino que a su modo, también fatiga. Así que por
eso, y también porque empezaba a ser algo tarde, paramos a comer en el primer
mesón disponible que resultó un gran acierto. Nos dimos tal homenaje que
después no había quién se subiera a la bicicleta, pero de otro modo tampoco
hubiéramos podido pedalear mucho más por falta de energía. Aprovecho aquí para
agradecer a Javier su invitación, porque con elegancia zorruna (si es posible
complementar ambos calificativos) pagó la cuenta sin darnos opción de arreglo
posterior.
De nuevo en la ruta llaneamos
algo y pedaleamos en leve ascenso, carretera antigua del Besaya arriba, hasta
alcanzar Bárcena de Pié de Concha, citados con la disyuntiva de completar el
recorrido planificado o acortar ascendiendo directamente las Hoces (más corto y
mucho más suave). Aunque sobre el proceso de toma de decisión vivido circulan
por ahí algunas versiones apócrifas poco realistas, he de decir que cómo
responsable del guiado de la ruta me mantuve abierto a cualquiera de las dos
posibilidades. Por mi parte sabía que me iba a resultar imposible ascender a
Alsa en bicicleta, pero me creía capaz de hacerlo alternando el pedaleo con
algunas caminatas. El caso es que en mi opinión uno de ellos hubiera preferido
atajar, aunque se dejó llevar por el evidente interés del otro en completar el
propósito inicial. Ahora mismo yo me alegro de la decisión tomada, porque la
Vaca se completó y porque mis dos amigos pudieron conocer un recorrido que a mí
personalmente me parece completísimo, variado y muy poco conocido.
Así pues, allá que nos pusimos a
ascender hacia el embalse de Alsa a media tarde. Yo duré pedaleando unos tres
kilómetros, y las caminatas me las tomé con diligencia (para evitarles demoras
excesivas) y buen talante. En realidad la velocidad que era capaz de
desarrollar pedaleando o andando no era demasiado diferente, de hecho, de ambas
formas divisaba a mis compañeros por delante sufrir y detenerse de vez en
cuando. Manu paraba más y me esperaba en algunos puntos. Creo que hubiera
caminado menos de lo que lo hice en este puerto si no llega a ser porque al
pedalear, un singular calambre del vasto interno del muslo izquierdo me volvía
a hacer detenerme. Más allá del cansancio del día, este es un problema que con
cierta recurrencia me ha venido apareciendo a lo largo de esta temporada, desde
que una jornada de esquí de travesía, la “piel” del esquí izquierdo me
estuviera formando un enorme “zueco” de nieve durante una larga ascensión a una
montaña. Desde entonces, tanto patinando como en bicicleta, ante determinadas
exigencias, el calambre aparece o amaga con hacerlo. No es algo que me impida
nada de lo habitual, pero sí que me alerte de que debo abordar este próximo
invierno una preparación de base algo más ordenada y constante de lo que es
habitual en mí.
Finalmente, cada cual como pudo y
sufriendo lo suyo, tan personal, tan intransferible, y tal y como mi padre
decía respecto al dolor: tan difícil de cuantificar o comparar; los tres
alcanzamos la presa de Alsa, con una luz de tarde preciosa, dando color a las
lomas de pastos y bosque de los alrededores y a la azulada superficie de agua
salpicada por algunas islas. La labor principal estaba hecha. Lo que restaba
apenas presentaría ya dificultades. Estábamos reventados, pero con los deberes
cumplidos (¿deberes? ¿justo en plena “vuelta al cole”?).
Mi bicicleta
posando en la presa de Alsa.
Panorámica
del embalse de Alsa.
Manu
circulando por la presa (Foto: Javier).
Manu y yo al
atardecer sobre la “gravel road”. (Foto: Javier).
Imagino que el tramo que bordea
al embalse no fuera de lo más atractivo y remarcable para mis dos amigos,
teniéndolo que recorrer sobre sus bicicletas de alto rendimiento de carretera
(una de carbono ex-profesional y otra de metal, pero de la máxima calidad,
hecha a mano, muy ligera y minimalista). Sin embargo, es un sector que a mí me
apasiona. Primero porque el paraje general me gusta muchísimo, con el
estrangulado embalse rodeado de montañas, la mayor parte de ellas tapizadas de
verdes praderas, con algún que otro estampado de bosque por aquí o por allá.
Además, los pequeños islotes amenizan la azulada superficie del agua. El
conjunto, siempre, inevitablemente, me hace evocar recuerdos de la Escocia más
campestre y natural. Lo segundo, porque el trazado es muy suave,
preferentemente llano e incluso con ligero descenso en ocasiones. Apenas hay
dos cortas rampas al principio. El piso es una ancha pista que más bien parece
una carretera sin asfaltar, pero tan bien pavimentada, que no deja entrever las
lesiones que sobre las pistas de montaña suelen dejar el paso de vehículos, las
nevadas y los aguaceros invernales. Es un lecho de piedras muy finas o tierra,
pero poco abrasivo en general, aunque en algunos puntos las piedras se
acumulen. Una vez más (hacía poco había realizado la subida completa, sin
flojeras, y todo el enlace posterior para reconocerlo), me supuso un placer pedalear
por la ribera del embalse, hasta conectar con su cola, donde la pista se vuelve
a convertir en carretera asfaltada. Por allí rodamos rápidos espoleados por la
ligera pendiente a favor y las ganas de llegar. Pasados los Aguayos, nos topamos
con una fuerte rampa que ascender. Son unos 500 o 750 metros de considerable
pendiente, pero no asustaba porque sabíamos que esa sí que era la última del
día. Aún así, incluso en ella me vi obligado a detenerme dos veces por el
insistente calambre. No me bajé de la bicicleta porque era soportable, pero sí
que me obligaba, por un momento, a tener que dejar de pedalear, poner pié a
tierra y buscar un ángulo de flexión ventajoso hasta que la contracción
involuntaria cesase. A lo largo de la temporada (especialmente este invierno)
he aprendido a convivir con esta leve molestia, así que enseguida me encontré
descendiendo hacia el Ventorrillo a lo largo de esa llamativa carretera que se
asoma al valle del Besaya, trazando una enorme zeta.
El veredicto fue unánime: nos
habíamos pegado una pasada de 11,30 horas de bicicleta con apenas una parada de
una hora para comer, y no creo que sumaran otra media hora más los descansos o
paradas acumuladas. No sé si exactamente la ruta alcanza las 100 millas
anunciadas o se queda un poco corta, pero da lo mismo con sus tres puertos
menores más otros tres duros de verdad, éstos últimos acumulados al final. Y
todo ello, y esto quizá fuera lo que más nos castigó, bajo el sol, con mucho
calor y muchísima humedad ambiental. Y para más INRI, en mayor o menor medida
según cada cual, muy desentrenados. Pero allí estábamos una vez más, y ya van
tres, completando una nueva y diferente edición del Paso de la Vaca.
La ducha la sustituimos por una
sesión de “crioterapia rural”, acercándonos al estupendo y profundo pozo que el
río ofrece en El Ventorrillo, tras la presa de la antigua fábrica de harinas.
Allí nos pegamos un buen chapuzón para asear algo nuestra piel, refrescar
nuestros cuerpos y aliviar de urgencia la musculatura. Fue agradable y
placentero, y en cierto modo empezó a reducir la animadversión que mis colegas
parecían haber ido cimentado contra mí a medida que la etapa acumulaba
ascensiones, una vez superado el ecuador de la misma. No sé de qué se quejaban
si el que peor lo llevaba era yo mismo.
El día concluyó regresando a mi
casa en la costa y cenando en el jardín con mis amigos y mi familia. No se
alargó, resultaba obvio que todos necesitábamos descansar.
Mareando.
Tengo visitantes de mi blog que
lo son a piñón fijo. Con ello quiero decir que se ceban en buscar las entradas
de la página principal y no se dan cuenta de que el mismo tiene una serie de
pestañas complementarias que llevan a otros espacios de información e interés.
Uno de ellos lo denomino “Mareando” y en él explico y doy cuenta de un proyecto
abierto con el que pretendo explorar todas las rías navegables del Cantábrico.
Las más cercanas a mi residencia ya las he recorrido a menudo, pero como quiero
dejar todas registradas con el GPS, la mayoría las he tenido (o tengo aún) que
repetir. Tal era el caso de mi paseo más típico o habitual por la Bahía de
Santander. Así pues, con mis dos polivalentes acompañantes del día anterior, me
embarqué en un periplo matinal en kayak, aprovechando que ambos pernoctaban en
mi hogar (bueno, uno de ellos en su furgoneta porque se empeñó en ello).
Tras el desayuno (de nuevo de
jardín para los menos madrugadores), preparamos el material y fuimos en coche
hasta el cercano puente de Somo, donde realizamos el embarque en nuestras piraguas:
un kayak doble semi-cerrado y otro simple; ambos de sobrada estabilidad. Javier
y yo remábamos en el doble y Manu en el individual, que además era suyo y
probaba por primera vez ese día. Navegamos muy tranquilos hacia el Puntal,
arenal que saliendo desde Somo se enfila a lo largo de unos 2 km hacia
Santander, haciendo de barrera entre la zona sureste de la Bahía y el mar
abierto. Como la marea estaba bastante baja, tuvimos que ir con tino, eligiendo
bien el trayecto para no encallar a lo largo de una sinuosa canal de muy poco
calado. Ya en la más profunda canal paralela a la playa del Puntal, remamos
entre los barcos de disfrute dominguero hasta alcanzar la Punta Rabiosa, su
extremo occidental. Allí, entre el choque de corrientes y el tráfico de motoras,
el agua se revolvía en forma de olas desordenadas, cruzadas e incómodas, pero
lo superamos sin problemas. Inmediatamente continuamos paleando rumbo a la
salida de la Bahía a través de la canal principal, aunque cruzándola de forma
algo oblicua para ir ganando el otro lado de la costa: Santander.
Estampa de
uno de los embarcaderos del Puntal.
Manu
estrenando kayak.
Por allí rodeamos casi
completamente la Isla de la Torre y recorrimos parcialmente las rocas (una
especie de arrecife) que salpican la playa de los Biquinis, parte del contorno
del Palacio de la Magdalena. El día, con buena temperatura, mutó de algo
nublado a completamente soleado, así que aprovechamos una parada en la playa de
la Magdalena para estirar el cuerpo y tomarnos unas cañas frente al mar, dilatando
aún más la charla de tan agradable fin de semana.
Manu y
Javier charlando y con sus cañas.
Playa de la
Magdalena con la Isla de la Torre al fondo.
Poco después, nuevo embarque, y
un largo de paleo paralelo a la playa hasta alcanzar los muros de otra parte de
la ciudad y esperar flotando al pairo, hasta que un ferry culminase su maniobra
de entrada en la Bahía. Cuando el paso quedó libre, cruzamos de nuevo la canal,
ahora rumbo sur y remamos hasta Pedreña, para poco a poco volver a desembarcar
en el punto de partida inicial. Los tres amigos no habíamos vuelto a remar
juntos desde el verano pasado cuando completamos nuestra singladura del Canal
de Castilla, así que fue todo un regalo poder disfrutar de tan agradable sesión
matinal. Manu quedó encantado de las propiedades marineras de su kayak Omei,
modelo Chamán. Es un barco muy estable y cómodo, que aunque requiere algo de
corrección en rumbo recto, ésta no es excesiva. No es un barco rápido si lo
comparamos con cualquier kayak de mar largo y afilado, pero lo suficiente como
para poder salir en grupo con ellos. Da la casualidad de que Javier tiene en su
casa otro similar. Por mi parte, la excursión me sirvió además para tomar
algunas fotos y grabar el recorrido con el GPS, de forma que ya pude publicar
en “Mareando” la ficha correspondiente a la Bahía de Santander, la cual se
complementa con otras varias de sus rías, que ya había ido realizando este verano.
Javier, a
proa en el kayak doble.
El fin de semana acabó con otra
comida al aire libre con amistades y familia reunidos a la mesa ¿qué más se
puede pedir?. Esos momentos me encantan. Esos ratos relajados y sin prisas en
los que la conversación fluye por diferentes caminos y a distintos ritmos,
regando y alimentando la amistad y el afecto entre las personas reunidas, todas
ellas queridas. Agradables manjares y caldos aumentan el deleite, pero éste, en
el fondo, procede más de las personas que se encuentran allí, del grupo humano
y de la sensación de compañía y armonía dentro de él. Quizá me esté haciendo
viejo o demasiado mayor, pero reconozco que poder reunir ante una mesa a un
grupo medianamente numeroso de personas a las que estimo o quiero, me produce
un auténtico placer, de manera que me atrevo a afirmar que, a día de hoy, me
resulta mucho más valiosa una amplia mesa y un espacio suficiente (de jardín o
de interior) en los que poder dar de cenar o comer a los seres queridos, que
cualquiera de mis bicicletas.
La P2P 2016
Mis hijos y sus amigos siempre
han medido el progreso del verano por el maíz. Se ve que somos de pueblo,
costero y algo turístico en verano, pero pueblo al fin y al cabo. ¡Afortunadamente!
Porque el nuestro es de esos que aún conserva bastante población permanente y
algunos ganaderos, y su ampliada vecindad veraniega supone un factor de
incremento mucho menor que el que marca la tendencia en la mayoría de las
poblaciones costeras del Cantábrico. El maíz lo plantan al principio del
verano, va ganando altura muy rápidamente durante el mes de julio y suele
cortarse a primeros de septiembre, un triste indicador para los más jóvenes de
que toca volver a las aulas. La corta de este año ha coincidido con el fin de semana
en el que se celebraban a la vez la marcha ciclista retro La Retrovisor y la
carrera de patinaje P2P. La segunda siempre me la pierdo por causa de la
primera, pero este año, probablemente como excepción, decidí invertir la
prioridad, para, al menos por una vez, poder tomar parte en tan singular
maratón de patinaje. Además, se daba la circunstancia de que mi hermano Guti,
su amigo Pablo (quien ya formó equipo con nosotros en las 24 horas de Le Mans
de 2015) y nuestra amiga Sofía, habían decidido también acudir a la cita. Mi
intención inicial era haber celebrado la quedada de La Montañesa ese sábado y
viajar tras la comida a Pamplona para patinar el domingo, pero la semana
(“vuelta al cole”) se fue complicando mucho y finalmente decidí aplazar La
Montañesa, consciente de que de haberla celebrado, no hubiera podido atender
como se merecen a aquellos amigos que hubieran acudido a compartirla conmigo.
En cuanto a la preparación de la
P2P, puedo afirmar que prácticamente no existió, algo que viene siendo un preocupante
hábito en mi vida últimamente. Llegué al final del verano sin haberme calzado
los patines desde que los guardara a primeros de mayo al regresar de mi viaje
holandés. En agosto conseguí patinar tres veces, una la segunda semana, otra la
tercera y otra más la última, pero ahí se zanjó la cuestión y no pude sacar ni
una sesión más. Todas ellas fueron sesiones cortas o medias, para mantener el
contacto y la postura evitando lesiones. Respecto a la semana previa al evento,
entre la recuperación de La Vaca y el ajetreo de la reiterada “vuelta al cole”,
ni patines, ni bicicleta, ni nada de nada desde el punto de vista deportivo.
Así que lo reconozco, un poco de aprensión sentía.
La P2P significa “P to P”, o lo
que es lo mismo: Pamplona – Puente la Reina, una carrera con distancia de
maratón (42 km) celebrada en línea y por carreteras convencionales. Es con toda
seguridad la carrera de patinaje más emblemática de España, y entre otras cosas
lo consigue porque presenta un perfil nada convencional para los que se suelen
estilar en el mundo “roller”, contando con varios altos que ascender y sus
consiguientes descensos. De hecho, la prueba acumula en total un desnivel
negativo, pero ello resulta engañoso, porque las pendientes a ascender, son
largas y acusadas, desde la perspectiva del patinaje.
Nosotros viajamos todos juntos
(los cuatro patinadores y dos acompañantes) en una monovolumen. Partimos a
primera hora de la tarde y llegamos a Pamplona a tiempo para recoger dorsales y
bolsa, en la tienda de patines que formaba parte de la organización del evento.
Después nos separamos porque todos ellos se iban a su hotel y yo me instalaba
como visitante de una familia de cuñados. Así pues gocé de atractiva e
interesante conversación familiar, excelente trato, cena, comodidades y velada
nocturna en una plaza, antes de acostarme para dormir. Hotel y familia estaban
tan cerca que por la mañana me encontré con mis compañeros de viaje a la hora
prevista y sin apenas tener que caminar unos pasos. Nuestras acompañantes nos acercaron
al casco viejo de la ciudad con el coche y caminando llegamos a la Plaza del
Castillo, que ya despertaba luminosa y con evidente ambiente de patinadores
dando vueltas a la misma. Teníamos tiempo de sobra y pudimos disfrutar del
momento, reírnos y atender al panorama, e incluso a parte de los “medios”. La
prueba está muy bien organizada, no hay esperas, puedes calentar allí, hay
servicio para trasladar las bolsas con ropa y calzado, e incluso autobús de
regreso que nosotros no utilizamos. Nos calzamos los patines y rodamos un poco
y despacito antes de colocarnos en los boxes de la salida (bien atrás, como
entendemos que nos corresponde). Dieron la salida y un buen ambiente nos acompañó
por las calles de la ciudad hasta alcanzar sus arterias exteriores. Hay que
decir que en esta edición se batió el récord de participación, alcanzando ésta
la cifra de 480. Como siempre ocurre en patines, con una amplia horquilla de
edades y una casi equilibrada participación de féminas. Vimos muchas novedosas
ruedas de 125 mm en disposición de tres por patín entre los participantes.
Nosotros, como siempre, fieles a nuestros modelos de “fitness”, menores o
iguales a 100 mm. Nuestros planteamientos de “carrera” eran variados: Sofía y
Guti rodarían juntos, con intención de bajar de las dos horas, y para ello se
habían preparado añadiendo fuertes cuestas de carretera a su circuito de
práctica habitual. Personalmente quería disfrutar del trazado, dosificarme para
acabarlo entero, eludir el cierre de control (que me parecía holgado) y no
tener ningún percance en los múltiples descensos, eso me hacía suponer que
acabaría en dos horas y poco (5 o 10 minutos por encima). El caso de Pablo era
diferente, por causas personales relacionadas con una fase de progresiva
recuperación, su objetivo era no pasar de ciertos límites de seguridad
cardiaca, dosificarse mucho para poder acabar, y evitar en lo posible el coche
escoba.
La Plaza del
Castillo preparándose para el evento.
Auto-retrato
colectivo del Monday Sport Team.
Postureo en
el “photo call”. (Foto: Belén & Maríaranrfotogtafia.es).
Así que al poco de salir, aunque
íbamos juntos o cercanos, cada cual nos concentramos en lo nuestro y dejamos
que los demás hicieran su papel. Un primer descenso recto a la salida de la
ciudad, nos exigió mucha atención. Más por la aún alta densidad de patinadores
alrededor, que por su dificultad. De hecho, un participante se destacó por
alguna maniobra extraña y alocada. Muy poco después llegó una primera
ascensión, que sin ser larga, resultó de lo más dura por su exigente pendiente.
A partir de ahí dejé de tener contacto visual con Pablo por detrás, aunque sí
que lo mantuve con Guti y Sofía durante varios kilómetros, pero dejándoles ir
conscientemente. El día era soleado y completamente seco, prometía calor pero
la hora aún era muy buena para el ejercicio, así que aprovechamos para patinar
con ganas, intentando mantener buenas velocidades medias cuando el trazado lo
permitía (en llano), pese a sentir algo de viento en contra durante algunos
tramos del inicio. Recuerdo que se sucedieron algunos ascensos leves o suaves y
sus consiguientes descensos. Como siempre me sucede, mantenía distancias en el
llano adelantando a alguien muy de vez en cuando, era rebasado por algún
patinador en los descensos, y superaba a muchos en los ascensos. El paisaje,
inicialmente más seco y abierto, pronto nos entretuvo con el paso por alguna
localidad pequeña y rural, y nos regaló excelentes panorámicas de precipicios
en forma de amplio cañón rocoso al que se aferraban algunos arbustos o bosquecillos.
Era agradable patinar por buenas carreteras, en un entorno de campo, con buenas
vistas y sabedores de ir protegidos por las motos y voluntarios de la
organización. Sobre patines se tienen muy pocas oportunidades de poder
disfrutar de algo así, y especialmente sin verte obligado a integrar un “tren”
o grupo compacto pegado a la cuneta. Hay que decir que en algunos tramos de la
carrera, el asfalto cambiaba y presentaba excesiva rugosidad, pero reconozco
que ocurría en poco kilometraje. La singular etapa se parecía a esas de
ciclismo retro por campiña extranjera, en la que durante largos ratos te
encuentras sólo o salteado con pocos participantes, siguiendo una bonita ruta
bien señalizada, pero en este caso patinando… ¡una gozada!. En mis descensos
prácticamente no utilicé el freno porque eran poco pendientes, por lo que los
aprovechaba adoptando una posición de “huevo” de esquí, pero acomodada mediante
el apoyo de mis antebrazos sobre mis muslos, para mantenerla más tiempo y poder
descansar.
Guti y Sofía en pleno descenso (Foto: ranrfotografia.es)
Tras un puerto (desde la
perspectiva “roller”) exigente, pude beber agua recogida en un avituallamiento
tipo “non stop”. Me vino bien porque sentía calor en los ascensos. Pese a ello,
el recorrido fue pasando de forma tan amena que de repente me encontré con un
cartel que anunciaba que restaban 15 km para meta, cuando yo pensaba que estaba
a punto de alcanzar el ecuador de la prueba (eso me supuso un regalo de
motivación de 6 km). Además, alcanzamos un precioso tramo de excelente
carretera sinuosa y llana (o con poco perceptible bajada), jalonada por un arbolado
que ofrecía sombra y discurría pegada primero al río y después al embalse. Allí
pude patinar muy a gusto, con cierta concentración técnica y apreciable
intensidad. Hice algunos adelantamientos y cuando un tren me alcanzó por detrás
me uní a él. Entre unas cosas y otras fueron unos 7 u 8 km los que pasaron
volando hasta alcanzar el ascenso más largo del día, de entre 2 o 3 km. Con
calma y dosificación lo fui superando en modo económico, pero de nuevo
adelantando más gente que nunca. Soy consciente de que las subidas me favorecen
en relación con los exclusivamente patinadores, porque éstos las cultivan poco
y porque en mi caso son moneda corriente para mi práctica ciclista y montañera.
Así pues, coroné satisfecho, consciente de que desde allí, lo único que había
que hacer era ser precavido y rodar seguro.
Patinando durante la prueba (Foto: ranrfotografia.es)
El descenso es largo y rápido,
pero nada descabellado. Yo frenaba moderadamente antes del paso de alguna curva
de apariencia cerrada o ciega. Esta parte resulta muy diferente para quien la
conoce respecto a los que la recorremos por primera vez. Ellos saben lo que
hay, y que salvo para controlar la adecuación de la velocidad a aquella que te
haga sentirte seguro, en realidad la mayor parte de las curvas apenas necesitan
frenada previa. El hecho es que el conjunto es divertido y emocionante. Y
después, llega repentinamente uno de los mejores momentos de la prueba: una
recta de buen firme en la que ya divisas Puente la Reina al fondo y puedes
emplearte con ganas en un patinaje amplio de zancada y aerodinámico de
posición. De esa forma pronto alcanzas una curva de 90 grados hacia la
izquierda, cruzas el río por un puente y enfilas una recta de meta muy bien
montada y que te provoca un agradable subidón. A lo largo de la misma disfrutas
viendo los carteles de fraccionamiento de los metros que te van quedando, el
público jaleándote y la pancarta al fondo con su cronómetro digital señalando…
1h 54 min… pues si que había rodado rápido con respecto a mis expectativas, y
encima llegando poco fatigado ¡que estupenda sensación!
Pablo cruzando la
línea de meta. (Foto: photozesar.com).
En seguida me encontré con Guti y
Sofía que habían terminado dos minutos antes. Nos quitamos los patines y nos acercamos
a la plaza para comentar la carrera, comer algo de lo generosamente dispuesto
por la organización, sellar los dorsales y recuperar nuestras mochilas.
Estábamos los tres encantados y más aún cuando más tarde llegó un Pablo feliz,
satisfecho y saludable. La prueba había sido un éxito, además de una
experiencia sensacional.
Se acercaba la hora de comer
cuando nos encaminamos hacia la zona de duchas, bajo un sol de justicia y con
un ambiente acalorado. La casualidad quiso que pudiéramos asistir a la llegada
a meta de un desafío sobre 100 metros entre la patinadora de velocidad Leire
Larrasoain (medallista europea y vigente campeona de España de los 100 m) y el
tiro de seis perros del musher Javier Alemanno (también campeón nacional de una
modalidad en tierra y en nieve). La línea de meta fue alcanzada antes por los
perros, pero la cruzaron ambos humanos contendientes prácticamente al unísono,
y como no sabíamos cuál había sido la referencia de salida, ignoramos el
veredicto, pero puedo garantizar que ambos contrincantes alcanzaron en muy poco
tiempo una espectacular velocidad.
Al llegar al complejo donde
estaban ubicadas las duchas, aún nos topamos con una inesperada sorpresa:
teníamos piscina descubierta de cincuenta metros a nuestra disposición. Ducha previa
y un inmediato, delicioso y refrescante baño bajo el sol. Un auténtico placer
para culminar la mañana. La jornada la cerramos con una comida en una terraza,
que se alargó demasiado; un paseo por el casco antiguo del pueblo, muy bonito,
con visita al elegante puente medieval incluida; y finalmente el viaje de
regreso por carretera. Tengo que decir que la participación en la P2P ha sido
todo un acierto. Es una prueba que recomiendo encarecidamente a cualquier
patinador aficionado a la larga distancia, a poco nivel de seguridad que tenga
como para defenderse en ella cuesta abajo (no hace falta demasiado). No es tan
larga como otras, pero es especial y presenta un trazado muy difícil de igualar
y una organización intachable.
Vista de las
piscinas con Puente la Reina al fondo.
Paseando
sobre el puente románico.
Todos juntos
en el viaje de regreso.
Agotado el fin de semana todo
está en marcha en la vida cotidiana: horarios, desplazamientos, tareas
laborales, compromisos, reuniones, etc. Todos hemos “vuelto al cole”, sin
ganas, pero recargados de energía. Aún hace muy bueno en el momento en que
escribo esta crónica, pero ya para mañana dan lluvia a raudales, y por una vez,
en todo el territorio nacional, tanto peninsular como insular. Pero me sonrío
al recordar cómo en apenas ocho días, he despedido el veraneo con una quedada
ciclista, una excursión en kayak y una gran carrera sobre patines.
Vamos, que has acabado el verano como se decía en los pueblos, "con un completo". Enhorabuena
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