Gracias a mi trabajo,
ocasionalmente tengo la fortuna de conocer gente muy interesante. Gran parte de ella relacionada con el mundo
del deporte. Con algunas de esas personas apenas me encuentro una vez al año,
pero cuando ocurre, los ratos de conversación me enriquecen. Tal es caso cuando
me reúno con Ignacio Garay con motivo de la celebración de pruebas de acceso a
los estudios de técnicos deportivos de montaña. Entonces, al pie de las paredes
de roca, en el lecho de algún barranco, en pleno collado, traqueteados en el
interior de un todo terreno, o simplemente comiendo en un bar, aprovechamos
para charlar sobre cuestiones francamente interesantes. Ignacio es un
profesional de la montaña, lleva en ello muchos años y tiene prestigio y oficio,
avalados ambos por sus logros y sus titulaciones. La cuestión es que la última
vez que nos vimos, hablando sobre mi afición a la escritura, me comentó que su
pareja también escribía, y que hacía unos años había sido premiada por la
Editorial Desnivel, toda una referencia en el mundo de la literatura de
montaña, viajes y aventura. Cuando me desveló el título del libro galardonado,
enseguida caí en la cuenta de que lo tenía, de que me lo había comprado hacía
tiempo, pero de que aún no lo había leído. Con algunos libros, muchas veces,
pasa eso, los compras en alguna ocasión y luego, por diversas circunstancias,
van pasando de una pila a otra, y el momento de abordar su lectura se va
retrasando de modo inexplicable, hasta encontrar una ocasión más propicia. En
mi caso es bastante habitual porque, aunque leo mucho, también compro gran
cantidad de libros. En muchas ocasiones tratando de eludir el habitual y
pernicioso fenómeno de la descatalogación temprana. En definitiva, que, tras el
nuevo descubrimiento sobre la autora, decidí buscar mi ejemplar para leerlo
pronto. Como el libro no aparecía por casa, no tardé en darme cuenta de que lo
debía de tener guardado en mi casita de media montaña, en cuyo minúsculo salón
mantengo una estantería con algunos libros de temática montañera o aventurera.
Así pues, tuve que esperar a que se diera una ocasión para acercarme allí para
recuperarlo. Llegó el otoño, y con él un buen plan de ruta en bicicleta de
montaña por el valle de Campoo. Aproveché para ir de víspera, quedarme a dormir
en la casita, encender la chimenea, servirme un whisky de malta y empezar la
lectura del susodicho libro.
“Cuerdas rebeldes. Retratos de
mujeres alpinistas”, de Arantza López Marugán, tiene bien merecido aquel
premio. Es un libro muy ameno y entretenido, pero es que además es un texto que
“aporta” porque cuenta historias de interés y enjundia, y lo hace con el
respaldo de buena documentación. Realmente merece la pena. Y, en ese sentido, tengo
que decir que puede resultar agradable e interesante tanto para los aficionados
al montañismo, como para quienes no lo son, porque Arantza no abusa de
tecnicismos, y cuando cuenta las aventuras que en sus páginas aparecen, lo hace
con sencillez y claridad. Mi enhorabuena ¡mereció la pena la espera!.
Tanto a través del capítulo
introductorio, como en algunos pasajes de la vida de dos de las protagonistas
de los relatos, el asunto de la neurastenia surge de alguna manera. Y es algo
que me recordó haberme topado con él en múltiples ocasiones: leyendo novelas,
biografías u otros tipos de textos relacionados con las actividades físicas o
deportivas pioneras en épocas anteriores.
Según Arantza, la exploradora
decimonónica Isabella Bird había sido previamente diagnosticada de neurastenia
e histerismo somático, algo de lo que acabó librándose a través de sus
múltiples viajes. En cuanto a Henriette D’Angeville, se supone que la primera
mujer en coronar el Mont Blanc (en 1883), mientras trataba de persuadir a un
clérigo francés para que la apoyara públicamente en su intento, le exponía las
recientes recomendaciones que en Gran Bretaña se estaban tomando en
consideración, al respecto de practicar ejercicio al aire libre para combatir
la depresión y la histeria. Otro ejemplo más fue el de Gertrude Bell, que
pareció tomar el asunto de los viajes como huida y como terapia de sus
particulares padecimientos, relacionados con su carácter, sus angustias y
algunos malos recuerdos del pasado. Aunque finalmente parece que acabó
quitándose la vida, durante el cambio de siglo (del XIX al XX) se acercó a los
incipientes “resorts” invernales de los Alpes, buscando refugio ante su
malestar existencial, siendo allí donde se encontró con el excursionismo, para
acabar abrazando después, radicalmente, el montañismo.
Así que sí, lo reconozco, lo de
la neurastenia era un asunto que me interesaba o, al menos, me despertaba
cierta curiosidad. La suficiente como para ponerme a escribir un poco sobre él.
Y para empezar a hacerlo, no se me ocurrió mejor manera que partir de alguna
definición:
“Término creado en 1869 por George Millar Beard. Los síntomas de esta
enfermedad eran múltiples: anorexia, insomnio, mareos, cefaleas,
despersonalización, pero el síntoma central era la debilidad, el cansancio, el
agotamiento. Para Beard la enfermedad era debida a cambios químicos en el
sistema nervioso central. Años posteriores se produjo una expansión del
diagnóstico de esta enfermedad y de su tratamiento (electroterapia, cura de
sueño). Después el diagnóstico cayó en declive, la neurastenia desapareció en
el DSM-II pero permaneció como trastorno psiquiátrico en la CIE-10”.
(Psiquiatria.com).
El DSM-II hace referencia al Diagnostic
and Statistical Manual of Mental Disorders. Es un manual publicado por la
Sociedad de Psiquiatría Americana, dirigido a especialistas de enfermedades y
trastornos mentales. La versión II data de 1968, ahora ya van por la V (2013).
En cuanto a la CIE-10, es la versión décima de la Clasificación Internacional
de Enfermedades. Una cuestión que deja entrever esa, y otras definiciones, es
que, como patología, parece estar ya en “desuso”, descatalogada o redefinida.
Aunque, junto con la histeria, o como evolución de la misma, llegó a ser
calificada como la enfermedad del siglo (XIX).
Rebuscando entre algunos estudios
históricos al respecto de tan afamada enfermedad, me fui encontrando con
afirmaciones muy curiosas:
“Existen considerables variaciones culturales en la presentación de
este trastorno, si bien se pueden identificar 2 tipos principales, aunque
presentan una gran superposición entre ellos. En uno, la queja principal es el
aumento de fatiga después de un esfuerzo mental, relacionado con disminución en
el rendimiento laboral o en las tareas cotidianas; en cambio, el otro pone el
énfasis en la debilidad física y el agotamiento después de un mínimo esfuerzo,
acompañado de síntomas como dolores musculares e incapacidad para relajarse.
Ambos tipos se acompañan de mareos, cefalea tensional, irritabilidad,
anhedonia, alteraciones del sueño, depresión y ansiedad”. (“De la
neurastenia a la enfermedad postesfuerzo: evolución de los criterios
diagnósticos del síndrome de fatiga crónica/encefalomielitis miálgica”. Íñigo
Murga, José-Vicente Lafuente (Grupo LanCE, Departamento de Neurociencia,
Universidad del País Vasco, Leioa, España).
De la cita anterior se desprenden
dos cuestiones de interés. Por un lado, que parecen haberse distinguido al
menos dos tipologías diferenciables. Y por otro, que aquella enfermedad podría
ser relacionada con otras dolencias actuales con denominaciones como las de enfermedad
del postesfuerzo, fatiga crónica, etc. Los autores citados afirman que:
“Para Beard se trataba de una enfermedad funcional del cerebro, que
consistía en un agotamiento ocasionado por un excesivo trabajo o tensión de
tipo preferentemente mental (alta exigencia al sistema nervioso). Esta se
presentaba sobre todo en el hombre norteamericano de profesión liberal”.
(Murga et al.).
Esto es algo que me sorprendió
porque tanto en la literatura narrativa, como en muchos manuales médicos
antiguos, abundaban las asociaciones de todo ese tipo de males con el género
femenino, normalmente por ser entonces considerado como más débil y susceptible
de sufrir tan “indefinidas” alteraciones de espíritu.
“Todas estas enfermedades comparten una mayor prevalencia femenina,
dolor, cansancio, problemas del sueño, hiperalgesia generalizada y ausencia de
signos claros de lesión periférica”. (Murga et al.).
En épocas mucho más actuales, desde
1988, toda la sintomatología asociada a la neurastenia ha quedado vinculada o
incluida en el síndrome de fatiga crónica. Y desde 2015 a la intolerancia al
esfuerzo. De todas formas, algunas de las características de sus nuevas
descripciones plantean consecuencias similares a las que describían aquellos
relatos e historias añejos:
“Como criterios mayores propugnaban la presencia de fatiga crónica
idiopática con reducción sustancial de las actividades sociales y laborales
junto a enfermedad postesfuerzo y el sueño no reparador…”. (Murga et al.).
Para aclarar (u oscurecer un poco
más) el asunto, resulta interesante aportar algunas pistas extraídas del
siguiente trabajo: “Categorías diagnósticas y género: los ejemplos de la clorosis y la neurastenia
en la medicina española contemporánea (1877-1936)”. Josep Bernabeu-Mestre, Ana
Paula Cid Santos, Josep Xavier Esplugues Pellicer, María Eugenia
Galiana-Sánchez; Universitat d’Alacant.
En su artículo empiezan
estudiando la clorosis, destacando que se la definía como una enfermedad
claramente femenina, causada por dos tipos de cuestiones bastante diferenciadas
(esto coincide con aquella doble tipología neurasténica que comentamos antes).
Un conjunto de causas de tipo sanguíneo (sangre de menor calidad) y con
síntomas cercanos a los de la anemia. Y otro más de tipo neurótico, muy
relacionado con asuntos sexuales prácticos o de deseos ocultos. En la lectura
del trabajo se va desvelando que la tal clorosis, presenta un cuadro muy
similar al histérico-neurasténico. Por su parte, el ilustre Marañón hacía
referencia a un cuadro más juvenil, que desveló como anémico y relacionó con la
explotación femenina en el trabajo casero. De hecho, lo consideró más síntoma
que cuadro y de él dijo que sirvió para alimentar, en gran medida, la
literatura de la época. (Bernabeu-Mestre et al.).
“Autores como Loudon han llegado a distinguir entre la clorosis de la
opulencia, en relación a casos de anorexia nerviosa relacionada con
frustraciones sexuales, y la clorosis de la pobreza, en referencia a la
enfermedad de las criadas que vivían y trabajaban en sótanos y locales faltos
de luz, húmedos y poco ventilados, o trabajadoras que lo hacían en factorías
que reunían condiciones similares. Uno
de los hechos epidemiológicos mejor conocidos y comprobados de la clorosis
clásica, era su mayor frecuencia entre las jóvenes proletarias (obreras de
taller y, sobre todo, criadas de servir, cuyas condiciones de alimentación e
higiene general eran «detestables»), pero también su presencia entre las
muchachas ricas, a causa de la asociación que existía entre la clorosis y la
virginidad, llegando a denominarla la «enfermedad santa»”. (Bernabeu-Mestre
et al.).
Así pues, efectivamente, parece
que en aquellos tiempos se encontraban ante dos cuestiones que actualmente
vemos como claramente diferentes: agotamiento puro y duro (propio de unas
condiciones de vida muy duras) y cierta “angustia vital” surgida en el seno de
un segmento social rodeado de comodidades.
Entre algunas explicaciones que
daban para justificar que la prevalencia real de la neurastenia era más
femenina, pese a las afirmaciones planteadas por el doctor Beard, estaba la de
que ellas la sufrían mucho en silencio, sin acudir al médico. Tampoco tienen
desperdicio las explicaciones argumentadas para justificar por qué era propia
de la raza blanca: que dicha raza atesoraba una historia cultural y científica
claramente superior a la de “los salvajes”, lo cual implicaba un esfuerzo
cerebral, histórico y presente, mucho mayor.
El interesante trabajo de
recuperación histórica prosigue centrándose más en la neurastenia y la especificidad
de su cuadro femenino:
“Las enfermas quedaban «literalmente sin fuerzas y sin alientos,
incapaces de entregarse a sus ocupaciones habituales, de dirigir su casa, de
leer, de hacer alguna fácil labor de aguja. No pueden andar y tienen dificultad
para tenerse en pie [...] se ven obligadas a echarse en el sofá tendidas, en el
cual pasan días enteros; algunas hasta permanecen todo el día en la cama [...]
otras hay que en cuanto tratan de levantarse, se apodera de ellas el temblor, la
angustia, los sudores, y la tendencia al desmayo; sienten ansiedad, horror a la
bipedestación y a la marcha, así como otras presentan la agorafobia, la
claustrofobia, o cualquier otra fobia»”. (Citado en Bernabeu-Mestre et
al.).
Lo dicho, cuadros propios de
novelas románticas en los que frecuentemente aparecían determinados arquetipos
de personajes femeninos. Y añaden:
“[…] una especie de autosugestión que, después de haber servido para
constituir el estado morboso, se opone a su curación”. (Citado en Bernabeu-Mestre
et al.).
Vamos, que entre los síntomas
parece incluirse el no querer curarse. Todo “un clásico”. En cuanto a los
posibles tratamientos, tal y como vimos con los ejemplos de aquellas pioneras
aventureras a las que hacía referencia el libro de López Marugán, en este
artículo de revisión médica histórica se menciona el enviar a los enfermos
urbanos a “rusticar”. Esto es, vida al aire libre, ejercicio físico,
desconexión de ciertas comodidades y presiones sociales, etc.
Justamente lo que andaba buscando
el protagonista de “El sendero en el bosque”, una novela de Adalbert Stifter
(1845). El personaje literario era un hombre sobradamente acomodado, con total
ausencia de interés vital, que acude a un establecimiento retirado buscando
solución a su permanente crisis existencial. Tal supuesto resulta francamente
habitual en la literatura europea del siglo XIX y primera mitad del XX. En
Francia, sin ir más lejos, neurosis e histeria son consideradas como un gran
descubrimiento del s. XIX que da mucho juego a su literatura. Ambas lo hacen
como tales, o evolucionando hacia la concepción social de la neurastenia. Pero
la vinculación de todo ese espectro de sufrimientos con la literatura, como
acabo de sugerir, transciende fronteras a lo largo del continente europeo. El
portugués Pessoa se definía así mismo como “histerio-neurasténico” (Jerónimo
Pizarro Jaramillo: “De la histeria a la neurastenia (Quental y Pessoa)”).
Coexisten casos reales y literarios tanto de hombres como de mujeres. En “El
triunfo de la belleza” (1934), Joseph Roth nos regala, a través de uno de sus
magistrales cuentos, una trama desarrollada en un balneario especializado en el
tratamiento de mujeres de alta sociedad aquejadas de males de naturaleza,
digamos, psicológica y de ánimo (especialmente histeria). Unos nueve años antes (1925) Zofía Nalkowska,
publica una novela coral ambientada en un hotel de alta montaña situado en
plenos Alpes. Allí se reúnen personajes aristocráticos de diferentes
nacionalidades con objetivos tan dispares como huir de países recién
desaparecidos o transformados, curar males de difícil diagnóstico, superar
depresiones, esconder problemáticas privadas o recuperarse anímicamente del
horror de la reciente Gran Guerra. También Irene Nemirovsky recurre a un
singular y enigmático perfil de sanador “moderno” en “El maestro de almas”
(1935). En su caso, el personaje se abre camino tratando las angustias y neuras
de la clase más acomodada de Niza, para, posteriormente, dar el salto a París.
Y así podríamos continuar con muchos más ejemplos en diferentes fechas, idiomas
y nacionalidades. Y volviendo a los casos reales, y a los propios literatos,
según asegura la Wikipedia, hasta mi paisano Pereda sufrió en sus propias
carnes (quizás fuera más preciso decir “nervios”) alguna afección de este tipo:
“En 1856, el escritor cántabro José María de Pereda padeció esta
enfermedad que lo dejó postrado y obligó a su familia a enviarlo a Andalucía,
donde permaneció una parte del año 1857”.
Aunque aquel no fue el caso del
protagonista de su novela “Peñas Arriba”, que abandonó (el pensaba que
temporalmente) una ociosa y animada vida social en Madrid, para viajar a un
aislado y montañoso pueblo, convocado por un pariente que presentía cercana su
muerte. Aunque sin síntomas aparentes de enfermedad alguna, el caso es que en
él si que acabó cuajando aquello de “rusticar”.
Para cerrar con este peculiar
repaso literario, me permito un pequeño salto geográfico para ubicarnos en el
Reino Unido, y en el tiempo, para retroceder hasta 1809. En tales coordenadas
espacio-temporales hay que situar la novela “Ennui”, de María Edgeworth. El
título viene al caso porque dicho vocablo era una forma afrancesada de
referirse a un estado psicosomático que se manifestaba entre las clases
pudientes occidentales y, en especial, entre los absentistas británicos (nobles
con propiedades en Gales, Irlanda, Escocia o el campo inglés, que vivían en
Londres sin dar palo al agua) antes de que se empezasen a poner de moda los
términos de neurosis, histeria o neurastenia. El “ennui” integraba estados
emocionales como el hastío, el tedio, la inapetencia, el aburrimiento y una
desmotivación casi permanente por todo. También en el caso de la citada novela (como
sugerirían muchos otros escritores) la “cura” llega de la mano del regreso al
origen rústico del personaje.
Para poder vincular todo lo
comentado con el presente, voy a recurrir a una inquietante cita médica que
recomiendo leer despacio y buscando, con calma y suspicacia, su doble o incluso
triple trasfondo o intención:
“A la luz de todas estas consideraciones, de la evolución mostrada por
la Clorosis y por la Neurastenia, y de las similitudes que muestran con los
actuales síndromes del dolor y de la fatiga crónica, particularmente la
Fibromialgia y el Síndrome de la Fatiga Crónica, se debería revisar el abordaje
clínico de éstas últimas dolencias, intentando superar las limitaciones que
ofrece el modelo biomédico o científico-natural, e incorporar los presupuestos
propios de un modelo más integral, que como el bioantropológico, sea capaz de
valorar de forma adecuada tanto los aspectos relacionados con la disease (la
dimensión biológica y objetiva), como con la illness (la dimensión subjetiva) y
la sickness (la dimensión social y cultural de la enfermedad)”. (COMELLES,
J. M.; MARTÍNEZ, A. (1993), Enfermedad cultura y sociedad, Madrid, Eudema).
Al parecer, algunas enfermedades
propias de la actualidad y de los últimos dos siglos, podrían rayar en la
falsedad, o, al menos, volverse un poco escurridizas al diagnóstico, si
únicamente queremos definirlas a través de pruebas y síntomas exclusivamente
biológicos y objetivos. Sea por la razón que sea (seguramente múltiples de
ellas), los últimos tiempos del proceso evolutivo de la civilización parecen
estar generando un variado repertorio de afecciones que únicamente pueden ser
comprendidas, admitidas o definidas mediante la incorporación de las
dimensiones subjetiva, social y cultural. Esto incluiría tener que tener en
cuenta aspectos emocionales, psicológicos, de “tendencia”, relacionales, de
estilo de vida, etc. Parece pues, que los cambios sociales, por muy avanzados
que podamos considerarlos, pueden, en algunos casos, acabar generando complejas
inadaptaciones que afecten a determinadas personas. Y así, mientras el
desarrollo favorece la comodidad, la cobertura de las necesidades básicas, el
ocio, mayor tiempo libre, etc. Algunas personas no son capaces de convivir
saludablemente con todo ello y acaban desarrollando determinados cuadros
“patológicos” difíciles de clasificar y, en muchos casos, generadores de
concreciones médicas totalmente nuevas. El estrés lo fue en su día, no hace
demasiado tiempo; algunos incluso empiezan a tipificar las crisis postvacacionales.
Algunos de los múltiples males que se van acuñando habrán nacido para quedarse,
aunque seguramente, otros muchos, como parece haber ocurrido con la clorosis,
la neurastenia o el ennui, puede que acaben el olvido, más como una falsa
alarma causada por pretender aferrarse a alguna novedad patológica de moda,
para disimular otras problemáticas de fondo relacionadas con el aburrimiento,
la ausencia de proyecto/s de vida, cierta pobreza cultural o existencial,
soledad emocional pura y dura, etc. Todo ello, a la espera de comprobar lo
mucho que la casi recién nacida sociedad de las pantallas, las redes sociales y
el virtualismo, puedan acabar generando.
Hace algún tiempo me embarqué en una
lectura filosófica breve seducido por su título: “La sociedad del cansancio” de
Byung-Chul Han. No me defraudó. Al contrario, encontré en ella algunas
reflexiones que concordaban con algunas de las cosas que venía percibiendo
actualmente.
“Los proyectos, las iniciativas y la motivación reemplazan la
prohibición, el mandato y la ley. A la sociedad disciplinaria todavía la rige
el no. Su negatividad genera locos y criminales. La sociedad de rendimiento,
por el contrario, produce depresivos y fracasados”.
No se refiere al ámbito
deportivo, sino al general, pero podemos aplicarlo al deporte, al profesional
y, de igual modo, al practicado actualmente por millones de personas, algunas
de ellas, enmarcándolo en un esquema personal de rendimiento que va
coleccionando proyectos e iniciativas sin descanso. El atractivo de actuar así
es poderoso, el entorno en el que vivimos invita constante a ello. De hecho, no
es mala cosa incorporar proyectos o iniciativas a nuestra vida. El problema es
si nos pasamos, si nos hacemos adictos y desequilibramos aspectos importantes
de nuestras vidas.
“El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en
autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va
acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el
explotado”.
Podemos seguir traduciendo las
citas en clave de entrenamiento o práctica deportiva aficionada. Nunca jamás
hubo tantas lesiones, ni dedicaciones tan absorbentes a la práctica deportiva
por parte de la gente corriente. Por ejemplo, los gimnasios están llenos de
máquinas que simulan trabajos físicos tradicionales que ya no han de hacerse, y
los clientes se afanan en sudar trabajando en ellas sin producir labor alguna
de utilidad. Pero todo esto no es únicamente un síntoma deportivo, sino
general, ambiental, propio de los tiempos actuales. Remedios Zafra, en “El
entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital”, ya da algunos
“avisos para navegantes” al respecto. Llega tarde, las grandes redes sociales y
multinacionales de la comunicación en la Red, descubrieron mucho antes cómo
conseguir que casi todo el mundo se haya puesto a trabajar a su servicio a
cambio de… ¡nada material! y ¿quién sabe qué (es pronto para decir si bueno o
malo) subjetivo, emocional, social, etc.?. Y os lo cuenta alguien que, aunque
no participa en prácticamente ninguna red social, lleva más de cinco años
nutriendo este blog por puro ocio.
“La moderna pérdida de creencias, que afecta no solo a Dios o al más
allá, sino también a la realidad misma, hace que la vida humana se convierta en
algo totalmente efímero. Nunca ha sido tan efímera como ahora. Pero no solo
esta es efímera, sino también lo es el mundo en cuanto tal. Nada es constante y
duradero. […] La desnarrativización general del mundo refuerza la sensación de
fugacidad: hace la vida desnuda. […] A la vida desnuda, convertida en algo
totalmente efímero, se reacciona justo con mecanismos como la hiperactividad,
la histeria del trabajo y la producción. […] La sociedad de trabajo y
rendimiento no es ninguna sociedad libre”.
Dicha histeria la podemos
encontrar en sentimientos tan cotidianos como el de sentirse culpable por no
haber entrenado hoy, el obsesionarse con los récords personales del “strava”,
el comprar-comprar-comprar lo último en el material tecnológico (deportivo) más
avanzado, adecuado para los más altos niveles de competencia deportiva, de los
cuales el comprador corriente está muy alejado, etc.
“La sociedad de rendimiento, como sociedad activa, está convirtiéndose
paulatinamente en una sociedad de dopaje. Entretanto, el Neuro-Enhancement
reemplaza a la expresión negativa ‘dopaje cerebral’ […] Si el dopaje estuviera
permitido también en el deporte, este se convertiría en una competición
farmacéutica. Sin embargo, la mera prohibición no impide la tendencia de que
ahora no solo el cuerpo, sino el ser humano en su conjunto se convierta en una
‘máquina de rendimiento’, cuyo objetivo consiste en el funcionamiento sin
alteraciones y en la máximización del rendimiento”.
Ahora es mejor regresar al ámbito
general para no hacer una lectura simplista directa, enfocándolo únicamente en
el aspecto parcial de la práctica deportiva. Pensemos en nuevos hábitos
adquiridos para superar exámenes de conducir, relacionarse con los demás en
ambientes festivos, presentarse a unas oposiciones, etc.
“El reverso de este proceso estriba en que la sociedad de rendimiento y
actividad produce un cansancio y un agotamiento excesivos. Estos estados
psíquicos son precisamente característicos de un mundo que es pobre en
negatividad y que, en su lugar, está dominado por un exceso de positividad. […]
El exceso del aumento de rendimiento provoca el infarto del alma”.
Una positividad que, cada vez
más, estamos empeñados en exportar y exhibir, ahora de forma expandida a través
de las últimas tecnologías de la comunicación, aunque, en realidad, no tengamos
la certeza de que sea observada, atendida o consumida por los demás. Quizás
todo esto acabe costándonos alguna que otra “neurastenia 3.0”. Y a saber con
qué sintomatología.
Todo eso de la positividad
generadora de hiperactividad también tiene bastante que ver con lo que
actualmente denominan “gamificación”, que, básicamente, busca atrapar a la
gente en determinados procesos (trabajo, estudios, consumo, etc.), mediante
estrategias basadas en el juego. Cuando la gente juega se motiva y se adhiere a
la práctica lúdica en la que se implica. El problema surge a la hora de
detectar y regular un punto aproximado de adherencia que no alcance el nivel de
adicción. Todo este asunto daría para mucho más, pero creo que es mejor dejarlo
aquí y volver un poco a la neurastenia, la clorosis, el aburrimiento o la
apatía.
Unos cuantos párrafos antes hacía
referencia a dos tipos de neurastenia (o clorosis) diferentes, una propia de
personas realmente agotadas por un probable exceso de trabajo, falta de
descanso y pobres condiciones de vida; y otra más ambigua en síntomas y causas,
habitualmente relacionada con las clases sociales más elevadas. Si relacionamos
estos ya obsoletos planteamientos, con los procesos de entrenamiento deportivo,
encontramos algún que otro síndrome que pudiera no estar muy alejado de ellos.
Especialmente del primer tipo.
Me refiero al síndrome de
sobreentrenamiento, que puede estar provocado por causas multifactoriales. En
general: exceso de carga de entrenamiento, falta de recuperación, desequilibrio
en la dosificación de las anteriores, nutrición equivocada, etc. El
sobreentrenamiento es un fenómeno bastante habitual que puede darse tanto entre
los deportistas de élite, como entre aquellos que practican deporte a un nivel
popular y básico, pero comenten graves errores de organización de su práctica.
El sobreentrenamiento puede manifestarse, clasificándolo de modo muy resumido,
en dos tipos: agudo y crónico. Al agudo es aquel que se produce a corto plazo,
provocando un agotamiento extremo o acusado, generado por acumulaciones
excesivas de esfuerzo, con insuficiente descanso y sin compensación
nutricional. Demasiada competición seguida, altas presiones sociales o
psicológicas, etc. Pueden ser factores añadidos. No es un mal excesivamente
grave ya que, si se reacciona a él con prontitud en el descanso, así como con
aplicación de medios de recuperación de diversa índole, la persona no debería
tardar mucho en volver a su estado habitual de salud. Mucho más grave y difícil
de solventar es el de tipo crónico, que parece llegar para quedarse,
complicando mucho más el regreso a la vitalidad normal. También llamado
burn-out (síndrome del deportista quemado) incluye en su cuadro anemia severa y
depresión fisiológica del sistema nervioso. Y tal y como sugería una de las
anteriores citas médicas, sus causas y manifestaciones deben incluir
perspectivas que vayan más allá de lo puramente fisiológico. Deben analizar el
entorno social y psicológico de quien lo sufre. Así pues, tanto en un tipo como
en el otro, el exceso de positividad (en los términos conceptuales empleados
por Byung-Chul) parece tener bastante que ver con este mal deportivo.
¿Pero, y entre aquellas personas
de vida cómoda o más o menos “regalada”, podemos encontrar casos del otro tipo
de neurastenia? ¿Conocemos comportamientos de gente a los que podríamos
calificar como propios de una especie de neurastenia deportiva o de la actividad
física? Me inclino a pensar en que sí. Y, además, muy variados en formas y
estilos. Recuerdo un viaje de formato activo, o moderadamente aventurero, en el
que coincidí con una mujer que se pasó una larga semana informándonos a los
demás de todas sus dolencias. Lo sufría todo, absolutamente todo: lesiones,
alergias, síndromes, fatigas, etc. De piel, de huesos, orgánicas… su “base de
datos patológica” estaba bien nutrida, pero, por si se quedara corta, siempre
reaccionaba igual cada vez que cualquier otra persona compartía con los demás
alguna situación, propia o conocida, relacionada con cualquier enfermedad, en
tal caso, ni corta ni perezosa, nuestra compañera nos soltaba una especie de
¡pues yo más (o peor)! ampliamente ilustrado. De otro tipo son quienes no son
capaces de sufrir un mínimo de sensaciones propias del esfuerzo o la
intemperie: calor, frío, sudor, alta frecuencia cardíaca, algo de hambre, sed,
baches, incomodidades, etc. Todas ellas frecuentes y propias de muchas
prácticas deportivas. Un buen ejemplo lo representan muchos practicantes que se
quejan del estado o condiciones de práctica o progresión en entornos
supuestamente naturales (agua, nieve, senderos, pistas forestales, etc.) cuando
se trasladan allí a practicar, se supone, una actividad deportiva en la naturaleza.
Y el catálogo podría seguir y seguir con actitudes de amplia diversidad. Quizás
cada uno de nosotros tengamos nuestro particular modo y grado de cierta
neurastenia deportiva. Seguramente. Lo malo no es eso, lo malo es coincidir con
alguien cuya conducta alcance niveles cargantes o intolerables para quienes le
acompañan.
Volviendo un poco a Byung-Chul,
nos comenta que “El exceso de positividad
se manifiesta, asimismo, como un exceso de estímulos, informaciones e impulsos.
Modifica radicalmente la estructura y economía de la atención. Debido a esto,
la percepción queda fragmentada y dispersa”. Mucho se está tratando este
asunto en la actualidad. Los nuevos sistemas de comunicación y de información
están evolucionando muy rápidamente de cara a dar servicio a la nueva tendencia
de comportamientos, multiplicando las fuentes y los mensajes, mientras que se
minimizan su contenido, riqueza y profundización, además de priorizar los
formatos audiovisuales por encima de todos los demás. Se trata de “La
comunicación jibarizada”, tal y como sugiere Pascual Serrano. Para tratar de paliarlo,
según el filósofo coreano, “’El don de la
escucha’ se basa justo en la capacidad de una profunda y contemplativa
atención, a la cual el ego hiperactivo ya no tiene acceso”.
Así pues, la contemplación,
pudiera actuar como antídoto ante algunos males propios de la evolución humana.
Lo difícil parece ser dar con la dosis y modo adecuados. La dosis para no
acabar cayendo en un aburrimiento provocado por exceso, y desde allí quedar a
un paso de alguna potencial forma de neurastenia (pasada o futura). El modo
para identificar qué significa mantener cierto comportamiento contemplativo en
cada una de nuestras facetas de la vida. Por ejemplo, en la práctica deportiva,
o quizás, incluso en la práctica de diferentes modalidades deportivas. Hace
tiempo que publiqué una entrada titulada “Deporte Zen”, quizás allí pudiera
alguien encontrar alguna pista que le sirva. Confieso que, personalmente, aun
no me he puesto a tratar de identificar, buscar o planear posibles modos de
práctica “contemplativa” del deporte. No he sentido la necesidad de hacerlo por
el momento. Sin embargo, lo admito, si que soy capaz de reconocer instantes o
ratos de práctica deportiva que me resultan bastante contemplativos, y muchos
de ellos en plena acción motriz.
Ahora regreso a las montañas y al
libro de Arantza López Marugán para finalizar este conjunto de reflexiones.
Tras haberlo leído al completo, tengo la impresión de que demasiadas de las
mujeres que lo protagonizan (y, evidentemente, de aquellos hombres coetáneos a
ellas que se dedicaban a lo mismo) mostraron un exceso de positividad,
convertido en alpinismo de trabajo y rendimiento. Y por ello, muchas acabaron
mal. Física o emocionalmente mal… y al fin y al cabo prematuramente muertas. No
tengo recetas para nadie. No pretendo erigirme en predicador, ni laico, ni
espiritual, pues de ambos tipos ya sufrimos demasiados. Pero, en lo que a mí
respecta, procuro buscar una práctica deportiva a ratos contemplativa, siempre disfrutada
y para nada excluyente (o incompatible) con otros muchos aspectos de la vida. Sencillamente:
equilibrada. A ver si me dura.
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