[“Informe de progreso”: ¡Gracias a todos! Ha sido retomar la escritura semanal y recuperar de inmediato el flujo de visitas (y espero que lecturas) del año pasado. Por otro lado, ya han empezado a aparecer compañeros para algunas de mis propuestas. Las dos primeras en patines, La Histórica soriana, l’Eroica Brittania, La Montañesa y El Paso de la Vaca Pasiega son las primeras citas para las que ya he recibido proposiciones de asistencia. ¡Estoy encantado! Así que en unos días empiezo con la organización del viaje a algunas de ellas, avisando a aquellos que me hayan confirmando su interés de hacerlo juntos. Entretanto, el blog sigue su curso].
No me quiero poner triste. Todo lo contrario, quiero mostrar
mi agradecimiento a cinco personas que murieron el año pasado y tuvieron en
común haber contribuido de alguna manera a alegrarme la vida. No soy persona de
esquelas, obituarios, ni que se encuentre cómoda en funerales o entierros.
Nunca sé muy bien cómo comportarme a la hora de dar pésames. En ocasiones, es
ley de vida, fallece alguien allegado y querido por alguna de mis amistades o
familia. Entonces lo siento, lo siento mucho y con sinceridad, aunque no
siempre consigo trasladar tal pesar. Algunas veces acierto, mientras que otras
no. Si me pasa a mí, al menos así ha sido hasta ahora, lo mastico
interiormente, exteriorizo poco mis sentimientos y pese a la aparente entereza externa,
mi cabeza rumia el asunto largo tiempo, con cuestiones, reflexiones, recuerdos
y emociones. Afortunadamente hasta ahora he disfrutado de una “gran escasez” en
estos asuntos, aunque la vida sigue su curso inevitable y tarde o temprano me
irán llegando ocasiones. Mejor tarde que pronto.
Pero como el asunto, en el caso que nos ocupa hoy, no es
personal, sigo adelante. No pretendo continuar con la línea de aniversarios,
cincuentenarios, centenarios y demás que alguna vez utilicé como disculpa para
escribir el año anterior. Entonces estaba justificado, era mi cumpleaños lo que
había motivado todo. Y lo de hoy no hace sino cerrar aquello y zanjarlo. No
estaba ni previsto, pero dio la casualidad de que al final del año, nos dejaron
algunos famosos a quienes había hecho cierto caso en mi vida. Personajes que me
aportaron sustancia. Podría citar a más gente, algunos más importantes, otros
más relevantes, pero yo he elegido a los míos.
Empezaré por una voz. La de Constantino Romero y su
inconfundible y plena presencia a la hora de formar parte de tantas y tantas
películas extranjeras dobladas. Singular, profunda, llena de fuerza… Una
maravilla de la que afortunadamente aún podremos disfrutar para siempre a través
de sus magistrales doblajes de actores tan memorables como Clint Eastwood o en
películas “especiales” como “Blade Runner”, “5 días un verano”, “Novecento” y
aquellas de la serie de James Bond protagonizadas por Roger Moore.
Y ya que estamos con cine, no puedo dejar de lado hacer
mención a Alfredo Landa, uno de esos modestos grandes actores españoles de toda
la vida. Trabajador infatigable capaz de ir adaptando toda su expresión
dramática a su evolutiva humanidad. Desde la juventud hasta la vejez, dando
muestras de maestría en todas las etapas. Diversificando sus registros
interpretativos, saltando con profesionalidad de lo cómico a lo trágico, lo
dramático, lo realista, lo clásico… todo. ¡Un “Crack”! El cine español de “toda
la vida”, “el de antes”, ha formado parte de mi infancia, de mi juventud y
parte de mi edad adulta. El de ahora, sin embargo, se ha ido alejando de mí, a
la vez que yo de él. Creo que le ha ido pasando con mucha más gente. Las salas
ya no son lo que eran, el negocio (negocio, negocio, negocio) fue adquiriendo
otras concepciones que, por lo que dicen por ahí, han conseguido que ya no sea
ni negocio. Algunos actores se han diversificado hasta el punto de convertirse
en líderes de la conciencia social o en profetas o predicadores laicos, más que
en actores, pretendiendo hacernos creer que su interpretación de la realidad
social, política o mundial está más fundamentada que la del resto de
ciudadanos. Muchos críticos del cine se han erigido en jueces supremos del
hacer de los profesionales de tal industria, basándose, en la mayoría de los
casos en su exclusiva opinión, gusto y hasta en ocasiones ideología. Ha habido
años que la mayor parte de la oferta se ha nutrido casi en exclusiva de la
chabacanería y la vulgaridad, de la sordidez y tragedia constante o de la
generalización de las particularidades. Con el tiempo, personalmente creo que
parte de toda esta problemática se ha ido auto-regulando hasta equilibrarse y
en la actualidad hay una oferta variada, rica y con suficientes muestras de alta
calidad en las películas. Ahora hay una gran diversidad de largometrajes, sin
embargo, la cultura de su consumo ya cambió, yo me reconozco víctima de los
procesos de transformación sufridos, y confieso que a día de hoy, prácticamente
no voy al cine jamás, por lo incómodo que me resulta. No se me puede acusar de
ser pirata ni de consumirlo por Internet (sólo me faltaba eso). Me limito, muy
moderadamente, a la oferta televisiva y punto. Prueba de ello es que antes
podía ver alguna película en DVD si llegaba a mis manos, pero ahora ni eso,
porque el aparato reproductor se ha estropeado y no me apetece ni compensa restituirlo.
De vez en cuando, especialmente “la dos”, nos regala alguna buena “cinta” y la
disfrutamos con placer. Española, americana, finlandesa o de Bollywood… (mira
por donde las de producción francesa suelen encajar bastante bien con mis
gustos últimamente), si es buena me da igual. Siento tanta perorata, y tan
simplista análisis, porque el tema da para mucha más cantidad y profundidad de
comentario. En realidad yo lo que quería es, sencillamente, dar las gracias de todo
corazón a Alfredo Landa.
De la pantalla damos el salto a la música. A la clásica para
empezar. Para hacer referencia al inigualable Fernando Argenta, a quien debemos
muchos años de empeño radiofónico en popularizar la música clásica, gracias a
sus selecciones, desparpajo y simpatía sin complejos; así como a su iniciativa
valiente, casi temeraria, cuando se lanzó al abismo de la audiencia total con
su propuesta de Clásicos Populares, llenando cocinas, oficinas, conserjerías,
cabinas de camión, transistores y de más esquinas y rincones de nuestro país,
de melodías, oberturas, rapsodias, sinfonías, arias y demás placeres acústicos,
puestos al alcance de todos. Fernando Argenta supo hacer esto con gracia, con
empatía y sobre todo con pedagogía. Por eso consiguió lo que consiguió. Por si
fuera poco demostró ser capaz de seguir con su labor con una nueva aventura
doblemente arriesgada, pasando de la radio a la televisión y de los adultos a
los niños. El Conciertazo alegró y animó algunas mañanas de fin de semana a mis
hijos. A los tres, uno por uno, tan distintos y sin embargo atraídos y
divertidos por… ¿qué? Un teatro, una orquesta, cuatro elementos de atrezzo y
sobre todo dos ingredientes mágicos: la música clásica y un tipo muy desgarbado
haciendo las veces de presentador o maestro de ceremonias. Especialmente Ana,
la pequeña, recuerda el día que asistió en directo, al Conciertazo en el salón
de actos del Conservatorio de Santander.
Y de lo clásico al rock. También se fue alguien cuya carrera
musical ha supuesto, para mí, una de las más singulares y a la vez destacables
de las últimas décadas. Sin gozar del glamur, fama o masificación seguidora de
tantos otros, Lou Reed fue un grande de la escena musical contemporánea. Y lo fue
porque compuso temas inolvidables, porque consiguió ofrecer siempre un estilo
muy personal y particular, y además, porque ya fuera inicialmente en la Velvet
Undergorund o posteriormente en solitario, de forma discreta, sin pretenderlo,
ni quizá siendo consciente de ello, ha influenciado a cientos de artistas
musicales coetáneos o posteriores. Suave, cañero, duro, elaborado… de tantas
formas nos entregó sus canciones. Siempre me ha parecido un fenómeno musical inimitable,
por mucho que se le hayan versionado algunos temas. No hace falta hablar de
ello, más fácil resulta, simplemente, tomarse la molestia de volverle a
escuchar, tantas y tantas veces.
El fallecimiento más mediático del año probablemente haya
sido el de Nelson Mandela. En mi blog tengo decidido no hablar de política.
Sobre todo para no ensuciarlo ni crisparlo. Además es algo que me aburre
soberanamente. Pero la vida de Mandela fue mucho más que política. Además de
lucha (inicialmente puede que hasta con violencia juvenil e inmadura, no lo sé;
pero posteriormente con pacifismo, sabiduría veterana y humanidad), su vida fue
una entrega total a una gran causa muy justa. Independientemente de todo lo que
después haya acontecido y pueda llegar a suceder con posterioridad a un cambio
profundo, claro, y sobre todo, poco esperable, quien lo logra o lo favorece, si
dicho cambio es éticamente imprescindible, tiene un mérito incontestable. Al
igual que Gorbachov lo hiciera en su entorno, Mandela lo logró en el suyo. Pero
hubo dos peculiaridades propias de Nelson Mandela que lo acompañaron en
numerosas circunstancias: su afinidad con la música de ritmos africanos y su
empeño en apoyar a la selección de rugby de su país (Los Springboks). El rugby
me gusta mucho, y es quizá la modalidad deportiva de equipo que más respeto. Lo
hago por el apego (respeto mismo) que aún hoy sus jugadores y equipos, en
amplia mayoría, demuestran con respecto a sus orígenes y tradiciones. También
porque por lo que sé de él y lo que llego a ver (aunque miro poco), representa,
mejor que ningún otro deporte de encuentro entre dos equipos, lo que queda de
la filosofía original del deporte moderno de finales del S XIX y principios del
XX. Amateurismo, “fair-play”, caballerosidad, “deportividad”, etc. Esas
endémicas cualidades a las que ya me refería el año pasado en alguna ocasión.
Recientemente he tenido la suerte de que una ventolina de aire fresco me haya acariciado
la cara con perfumadas esencias de este deporte. Mi cuñado Quique es jugador de
rugby, lo que según él significa que a lo largo de su vida juega a menudo
(porque nunca se deja de ser jugador de rugby por mucha edad que uno atesore).
Ahora es cuarentón (afortunado él) y juega. Lo hace en una liga céntrica, en un
equipo “C” formado por veteranos de su edad o próxima a la misma, y están
viviendo un momento muy dulce, del que tengo noticias gracias a unas
fantásticas “semblanzas” que Enrique escribe jornada tras jornada. Lo hace con
una maestría literaria tal (a su lado estos ensayos míos resultan patéticos)
que me he enganchado a las mismas y simpatizo con toda la plantilla del equipo,
a pesar de que no conozco a nadie, salvo el propio relator. Me alegra que lo
haga. Por doble motivo: por saber que el rugby que yo conocí antaño sigue vigente,
y por comprobar, una vez más que deporte y escritura pueden (y deben) ir de la
mano.
El ciclismo, el que yo practico, no está alejado de algunos
de los personajes que he recordado hoy. Mi afición es tan adaptativa como la
carrera profesional de Alfredo Landa, me desenvuelvo con soltura, alegría y
felicidad en muchas de sus modalidades: desde la BTT hasta los recados
callejeros, pasando por la carretera, los paseos dominicales o los viajes con
niños en un remolque. Me gusta tratar de ser creativo con mis planes y
proyectos ciclistas: grandes viajes, citas clásicas, disfraces antiguos, retos
de gran esfuerzo, salidas cañeras llenas de ascensos terribles o la parsimonia
del lijado y el pintado en una restauración. Casi como Lou Reed y su música.
Pero es que además “la bicicleta” del siglo XXI está necesitada de sus
“Mandelas” transformadores, personas que participemos en eventos, en
reivindicaciones pacíficas, en acciones cívicas que favorezcan la implantación
de su uso en las ciudades y que el disfrute rodado por las carreteras pueda
resultar definitivamente seguro. Para ello no sólo basta con pedalear, hay que
actuar, hay que crear cultura ciclista: escribir, opinar, proponer, usar,
compartir, editar, publicar, leer, visionar, dinamizar, etc. Y tal como lo hacía
Fernando Argenta con la música, de forma desenfadada y pedagógica, sin que ello
suponga, en modo alguno perder criterio.
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