La asistencia a eventos que surgen con poca antelación, no
requieren gran planificación y favorecer asociar la participación en ellos con
alguna propuesta atractiva de viaje, está resultando una opción muy
interesante, nada estresante y que retorna grandes satisfacciones. Ya nos
ocurrió con nuestro particular “Viaje a la Alcarria”, y tal y como ahora
pretendo contar, con nuestro viaje rápido a la Ribera del Duero para tomar
parte en la prueba de resistencia sobre patines: Las 3 Horas de Ribera,
organizada por el Club Roller Burgos, al que desde aquí agradecemos el esfuerzo
de organización, para poder contar con una opción más dentro del calendario de
patines.
Como ya comenté en su día. No estaba en mis planes acudir a
esta cita, menos aún con una previsión climatológica tan incierta como la que
planteaban las habituales fuentes de información meteorológica que consultaba a
través de la Red. Sin embargo, el desencadenante fueron mis dos hijas (Cristina
y Ana), y su repentino renovado interés por patinar. Ante tan sorprendente
situación, aproveché el envite y les propuse fletar un viaje ex profeso para
participar. La respuesta fue positiva, e incluso animada, y tras comprobar, en
el último momento del plazo, que el domingo estaría seco, nos inscribimos en la
prueba. En realidad nos fallaron algunas amigas de mis hijas, incluso finalmente
Cristina, a causa de la coincidencia con otros eventos deportivos a los que
tiene más apego y más larga trayectoria. Total que lo que iban a ser dos
equipos de tres, acabó en una pareja (Ana y su deportiva amiga Claudia). No me
quejo, todo lo contrario, me bastó, alegró y sirvió de acicate para que yo
mismo tomara parte en un evento que no tenía programado y del que he disfrutado
mucho. Antes de sumergirme en el relato de acontecimientos, he de mencionar que
lamentablemente Jesús (y su hija María, que pensaba acompañar a nuestra pareja
de patinadoras) tuvo que suspender de urgencia su viaje con nosotros a causa de
un accidente ciclista de su madre. Ella está bien afortunadamente, pero él
debió estar pendiente del hospital todo el fin de semana. Desde aquí le deseo
una pronta y eficaz recuperación, de manera que en breve, de cara al verano y
al buen tiempo, pueda volver a disfrutar de los pedales.
Total, que el sábado por la mañana, dispusimos todos los
preparativos para nuestro viaje de fin de semana recortado. Finalmente salimos
cuatro en un único coche (Ana, Claudia, Myriam – que no patinaría – y un
servidor). Sin prisa y con unas cuantas cosas que tener en cuenta y preparar,
el caso es que salimos sobre las doce por la mañana. El día era lluvioso, por
lo que no invitaba a demasiados planes de esparcimiento. La circulación por
nuestra región era lenta y pesada, de esos días en los que da la impresión que
muchos conductores despistados y sin rumbo claro, parecen coincidir en el
trayecto, desviándose aquí, incorporándose allí, dudando más allá. Tal y como
ocurre siempre, a medida que nos acercábamos al Puerto del Escudo, el tráfico
se iba reduciendo hasta casi desaparecer por completo. El exigente puerto lo
superamos con densa niebla, lo cual no deja de ser algo habitual allí. Y
después circulamos con alternancia de claros y chaparrones a lo largo de todo
el trayecto hasta Burgos capital. Más tarde vino la autovía, también con
alternancia de aguaceros y tramos de sol. Nuestro destino inicial era Santo
Domingo de Silos, para lo cual pensaba desviarme en Lerma. La cuestión es que
resulta sorprendente como las señalizaciones de tráfico de nuestras carreteras,
no sólo mantienen significativas diferencias entre unos trazados u otros, algo
que me imagino tenga que ver con las modas y regulaciones administrativas
vigentes en las fechas en las que se construyen e inauguran cada una de ellas,
sino que no tratan igual, a la hora de dar información, a los habitantes (o
circulantes) de unas u otras procedencias. Lo digo porque ni antes, ni durante,
ni después del paso alrededor de Lerma, pude encontrar indicación alguna hacia mi
destino, ni referencia al número de la carretera que pensaba tomar. Vale, de
acuerdo, o me compro un GPS de coche (consumo que por ahora no tengo previsto)
o me preparo y apunto todo de forma más detallada (tarea que se ha ido viendo
más y más necesaria a medida que el “progreso” avanza)… ¡Pero no! Esa no es la
cuestión, lo sorprendente es que si en vez de viajar de norte a sur, lo haces
en sentido contrario (cosa que quedó demostrada durante nuestro regreso),
entonces sí que te encuentras una colosal señal de indicación de salida de la
autovía hacia Santo Domingo de Silos. Se ve que en el MOPU (no sé si se sigue
llamando así) consideran que el canto gregoriano y el turismo antiguo sólo
interesa a los conductores procedentes de Madrid, o que quizá ellos necesitan
más información, no lo sé, no es fácil ponerse en lugar de la administración a
la hora de intentar interpretar sus procesos de pensamiento, ya que no es
humana, es un compendio de actuaciones humanas, pero tan compleja y plural, que
resulta hiper-humana (no sobrehumana).
En fin que con total indiferencia y ninguna alteración,
seguimos adelante para intentarlo más al sur. Aprovechamos el momento para
repostar, gasóleo para la máquina y bocadillos de tortilla para el pasaje,
además de algo de líquido y algunos caprichos de picoteo (el turrón elaborado
con “arena de ribera de embalse de agua dulce”, mejor ni lo menciono). La
siguiente opción, Gumiel de Izán, no la desaprovechamos, y desde allí, a través
de carreteras solitarias que atravesaban los campos, superando lomas, devorando
cambios de rasante y virando entre vaguadas, fuimos acercándonos hacia nuestro
destino programado. El paisaje castellano-burgalés estaba precioso. Inusitadamente
verde, con sus viñedos salteados por diferentes áreas y recovecos. Viñas
sembradas de forma ordenada y lineal, alteradas con otras que parecen más plantadas
a mano alzada. Cepas moldeadas con tiralíneas buscando constituir espalderas,
con otras en forma de copa, retorcidas y mucho más nudosas. Campos de hierbas
altas en primavera, algunas lomas rocosas, otras de rojo arcilloso, pequeñas
choperas cargadas de hojas revolucionadas por el viento. Y pueblos de piedra,
de casas sólidas, sin estridencias estéticas ni diseños vanguardistas de origen
nórdico. Pueblos aguerridos, con apariencia resistente al frío, al calor y al
paso del tiempo. Pocos pueblos en cualquier caso, mucho espacio, bastante
horizonte y una cinta estrecha de asfalto que surca todo este ondulado océano
de tierra.
Y así “navegamos” un buen rato hasta que pocos kilómetros
después de un cruce, llegamos al paraje natural del desfiladero de La Yecla, un
conjunto de rocas y peñas calizas, que la carretera surca a través de un
auténtico tajo sobre el terreno y de un par de túneles. Desafortunadamente
cometimos el error de no detenernos y aprovechar un paseo de pasarelas que el lugar
parece tener para su disfrute. Tiempo teníamos suficiente, pero nos faltó
información previa y el ánimo que una jornada de clima más benigno nos hubiera
proporcionado. En cualquier caso la visión panorámica desde el coche resultaba
singular y atractiva.
La tarde la pasamos en Santo Domingo. Alternamos tiempo para
un café con un paseo hasta una ermita desde la que poder llevarnos una visión
de conjunto de la población y con una visita a su museo y al afamado claustro
románico. El claustro es de gran belleza, uno de esos lugares en los que no te
importaría pasar más tiempo, mejor a solas, con buen asiento y lectura, sin
gente alrededor y sin el enlatado ritmo temporal de las visitas guiadas.
Disfruto mucho más poder deambular por la magia de los sitios y medir con mis
propios pasos, vista y oído la escala humana de los lugares históricos, que
recibir un torbellino de datos más o menos sintetizados y caracterizados por la
jerga o vocabulario estandarizado de la historia del arte. Pero no siempre es
algo posible, y depende mucho del lugar visitado, su fama, afluencia, etc. Del
resto de la visita, personalmente, lo que más me agradó fueron la botica y
re-botica, y lo que me hubiera gustado haber podido ver es la biblioteca. Me
encantan los antiguos lugares de trabajo, los enseres profesionales o
artesanos, la ordenación de conocimiento, etc. jugar a imaginarme a sus
protagonistas de antaño allí, trajinando, elaborando, consultando,
descubriendo, etc.
Al día siguiente, tal y como la previsión había dejado
(recientemente) claro, amaneció completamente despejado y soleado. Eso sí,
ventoso y bastante frío para esta época. Nos preparamos con agilidad y
disfrutamos de un desayuno sencillo pero ideal, con generosa jarra grande zumo
de naranja natural, tostadas de pan de torta y mermeladas caseras. Tras ello,
poquitos kilómetros hasta Tubilla del lago, para aparcar en al Circuito de
Kotarr, sede del evento. Sin pausa empezamos a organizarnos, ropa deportiva
pero de cierto abrigo, recogida de dorsales y el testigo para los relevos de
las chicas, recuento del material necesario y a hacernos con un hueco en uno de
los boxes del circuito. Myriam por su parte haría labores de asistencia, custodia
de algunos bienes y reportaje fotográfico. Las instalaciones tienen totalmente
el aspecto de un circuito convencional: está construido en una zona de campo
ondulada, aislada de cualquier otro elemento de edificación humana. Una
carretera da acceso a su aparcamiento y el recinto está parcialmente rodeado de
árboles plantados en fila con la intención de añadir cierta protección del
viento. Eso no impide que cuando circulas por dentro de él y mires hacia la
zona de los boxes desde los tramos opuestos, disfrutes de la peculiar vista de
unos cercanos viñedos que ejercen de horizonte por encima de la instalación. La
zona técnico-administrativa, además de los boxes, dispone de una torre
inacabada y muchas banderas publicitarias, además de una pequeña grada. La disposición
de todo, aunque en pequeño, se asemeja y sigue el patrón habitual de cualquier
circuito de automovilismo o motociclismo que se precie: acceso exterior e
interior a los boxes, carril de entrada y salida a los mismos paralelo a la
recta de meta (separados ambos por un muro de hormigón), meta, etc. La pista es
variada, con rectas, curvas, subidas y bajadas. A eso, en nuestro caso había
que añadir un viento de cierta importancia, que aportaba un factor más de
variabilidad. En mi opinión, dentro de la desventaja que supone siempre su
presencia, creo que tuvimos bastante suerte, ya que nos ayudaba en un par de
subidas, mientras que nos afectaba en contra en dos tramos de clara bajada. En
realidad, coincidencia de pendiente y viento en contra sólo se daba en un tramo
corto que surgía tras una alejada curva cerrada a derechas, punto en el cual,
vuelta a vuelta, se nos veía sufrir a todos.
El ambiente era festivo, a esas horas el frío había
pasado, y si evitabas el viento, hacía muy buena temperatura y el sol daba más
vistosidad a todo. Los clubes y grupos de Vitoria, San Sebastián, Pamplona,
Valladolid, Burgos, etc. se reunían, agrupaban, felicitaban mutuamente y
fotografiaban. “Zamora patina” estaba por todas partes con sus mallas rojas y sus
maillots blancos con detalles verdes (siento predilección por este club, porque
me da una impresión de salud social y buen rollo envidiable, con gente de todas
las edades, gran presencia femenina y tanta alegría…). Supongo que me dejo
territorios por nombrar o referencias a participantes individuales como yo
mismo, que siempre solemos pasar desapercibidos. En cualquier caso el ambiente
era estupendo y la alegría, como siempre, mucho más espoleada aún por el logro
conseguido por cada uno y compartido con todos.
Pronto volvemos a la carretera, bicicletas y patines
siguen ya preparados, tanto en mayo como en junio se suceden las citas y los
eventos. A estas alturas debería estar publicando una entrada previa al próximo
acontecimiento que nos ha surgido por sorpresa, pero no da tiempo, no hay
espacio semanal entre uno y otro, así que a su regreso, daré cuenta de todo, de
la comarca y del evento, que si nada lo trunca, nos llevará, nada más y nada
menos, que a la Montaña Palentina. Tocará bicicleta. Lo estoy deseando.
Claudia, Ana y Myriam paseando por Santo Domingo de Silos
El claustro.
Seguía sobrándonos tiempo así que nos sentamos en un bar y
echamos algunas risas de convivencia inter-generacional con nuestras dos
jóvenes patinadoras. Todo ello para hacer tiempo de cara al principal
acontecimiento del día: la asistencia a la oración de Vísperas en la iglesia,
para disfrutar del mundialmente famoso canto Gregoriano. La espera mereció la
pena, conseguimos sitio en primera fila y pudimos permanecer atentos a todo el
desarrollo de la oración, desde sus prolegómenos hasta su procesión final. Pese
a que el pueblo había permanecido semi-desierto a lo largo de la tarde, el
templo se llenó. A nuestras acompañantes se les hizo largo. Les suele pasar a
los más jóvenes con determinadas muestras culturales, especialmente cuando como
en este caso, atesoran unos 1000 años de antigüedad. Pero la cuestión es que lo
han vivido, y no creo que se les olvide, algo quedará ahí para más adelante. El
canto no me defraudó, al contrario, no se me hizo largo en absoluto y disfrute
de su sonoridad, aunque esperaba haberlo percibido con más potencia o volumen,
probablemente una preconcepción errónea causada por haber disfrutado de ello en
grabaciones. En cualquier caso, lo que más me impactó de todo fue el conjunto:
los cánticos, el saber que rezan así varias veces al día, jornada tras jornada,
siguiendo un patrón de vida tan marcado, repetido y austero, y el hecho de que
las personas que lo siguen cubran un sorprendentemente amplio abanico de
edades. Mientras escuchaba me parecía estar asistiendo a un protocolo
francamente insólito si lo comparamos con los tiempos que vivimos en la
actualidad. Considero un lujo, poder, a día de hoy, tan cerca y de forma
cotidiana, comprobar cómo hay personas que viven de forma diferente a lo que
consideramos convencional, que se mantienen aferradas a pautas de vida con más
de un milenio de antigüedad y no pasa nada por ello. Cada vez es más difícil
que la sociedad permita compaginar ritmos y formas de vida humana que se salgan
de los patrones del “progreso”. Tengo un amigo fotógrafo-antropólogo, que todos
los años se aventura en la búsqueda de tribus y ritos ancestrales por todo el
planeta, y cada vez lo tiene más difícil como consecuencia de la contaminación
cultural, global y desarrollista. Sin llegar a ser algo comparable, si que este
monasterio, como ejemplo, guarda bastante relación con el asunto de la
supervivencia a la normalización y globalización humanas, que tanta presión
ejercen para transformar costumbres, tradiciones, culturas endémicas, etc.
De nuevo en el coche circulamos a la búsqueda de nuestro
alojamiento rural. Al caer la tarde, el panorama de la ruta nos regaló
impactantes estampas de “road-movie” que perfectamente pudieran parecer
filmadas por algún buen director de cine independiente en la “América profunda”.
La combinación del sol oblicuo, con el cielo plomizo y oscuro frontal, el
viento y la amplitud del paisaje, era imponente. Entre tanto, la carretera
estrecha, completamente solitaria y modesta, sugería ser un atrevimiento frágil
y ligero en medio de ninguna parte. Breves momentos de grandes sensaciones
viajeras, de esas que surgen de repente, sin aviso y sin programación posible.
El alojamiento estaba aislado en el campo. Era muy agradable
y tranquilo. Hasta tuve tiempo de leer un rato sentado en un sofá al fuego de
una reconfortante chimenea. A eso siguió la cena, un regalo de cocina
tradicional, regada por un delicioso y fresco tinto roble procedente de la
bodega cercana de una cooperativa (Vegazar). La cena fue un momento
especialmente agradable. Además de disfrutar de la comida, la conversación se
animó y los cuatro, jovencitas y veteranos nos reímos mucho, participando
constantemente de la misma conversación, algo que es perfectamente posible si
el entorno y las aportaciones de los tertulianos lo propician,
independientemente de la edad o condición de los mismos. Tanto es así, que
ellas no tuvieron prisa por levantarse de la mesa, no parecieron echar de menos
a otras amistades, y nosotros, poco a poco fuimos dando cuenta de la botella,
una vez despachados los postres.
Nuestra pareja femenina.
La salida.
El firme de la pista no era ninguna maravilla, digamos que
bastante abrasivo, lento y con algunas marcas o líneas de deterioro, imagino
que causadas por el agresivo paso de los vehículos de competición. En cualquier
caso, no presentaba riesgos por piedras o zonas descarnadas en las que te
pudieras ver trabado de repente. Eso, unido a la anchura, suficientemente
generosa de la pista, garantizaba sobrada seguridad como para patinar de forma
fluida y despreocupada a lo largo de todo el trazado. De todas formas no deja
de sorprender un poco la existencia de un circuito de estas características en
un paraje mesetario tan peculiar. Personas de Aranda a las que tengo acceso y
que saben algo de lo que hablan, me han comentado que sus orígenes provienen de
la época de los pelotazos y la temporal situación de bonanza económica que
experimentaba la construcción y la obra pública hace apenas pocos años, antes
de nuestra actual crisis económica. Por lo visto al circuito el cambio de rumbo
le pilló inacabado, y las deudas se convirtieron en difíciles de atender, de
manera que su presente parece no haber llegado ser el que se esperaba, y en
ocasiones a los acreedores no satisfechos hasta se les trataba de compensar con
la organización de actividades lúdico-deportivas de motor. En realidad no es
algo que desde nuestros patines y nuestra posición de visitantes eventuales nos
incumba. Desconozco si los circuitos son instalaciones deportivas rentables o
no, supongo que ello dependa de múltiples variables, y que el modelo de gestión
de los mismos, su oferta de actividades y al proximidad de grandes núcleos de
población, tengan mucho que ver en el asunto.
Enseguida nos colocamos las protecciones y los patines. Me
fui con Claudia a dar una vuelta de reconocimiento a la pista y al poco de
regresar ya nos dispusimos en el pelotón de salida. La misma, así como cada
paso por meta y la llegada, se hacían en plena recta, enhebrando un arco
hinchable algo más estrecho que la propia pista y bajo el cual había una
alfombra que registraba el paso del chip de cronometraje. A su izquierda
disponíamos de una pantalla con un cronómetro de cuenta atrás que nos informaba
del tiempo restante de prueba. Y así, con tres horas por delante empezamos la
carrera con sensación de frío en el cuerpo, pese, en mi caso, a vestir de
largo. No éramos muchos en pista. Eso es algo que ocurre siempre que se
permiten modalidades de relevos, ya que por cada uno que rueda hay varios que
esperan y dan ambiente en el “paddock”, lo cual es muy agradable ya que
disfrutas simultáneamente de “ambientazo” y ausencia de aglomeraciones
prácticas mientras evolucionas por el trazado. Entre los participantes había de
todo: expertos rápidos con patines de velocidad que iban a su ritmo fuerte,
mucha gente de nivel medio que nos encontrábamos bastante a menudo según las
coincidencias de sus relevos o nuestro ritmo individual, y bastantes participantes
de niveles básicos también, que con material más lento y ritmo más pausado,
ponían de su parte igualmente tanto esfuerzo, trabajo y persistencia como
cualquiera de los demás.
Claudia y Ana, pese a ser novatas en esto, dada su
experiencia deportiva en tantas otras variadas actividades (baloncesto,
carreras de orientación, remo en trainera, esquí… ¡lo que haga falta!), se
pusieron en seguida en situación, y a su ritmo moderado, aquel que sus
limitados patines les permitían desarrollar, se fueron sucediendo sus relevos
sin pausa ni descanso, y sumando vueltas a la pista mientras de vez en cuando
iban aplicando aquellos consejos que otros participantes más experimentados
generosamente les daban. Por si algún asistente quiere localizarlas en la
memoria visual, era una pareja de chicas (jovencitas y guapas) que vestían de
naranja con mangas y mallas negras.
Ana en un paso por meta.
Claudia acercándose hacia un nuevo relevo.
Por mi
parte empecé desde el principio con un ritmo constante, suficientemente rápido
para mi nivel, pero concentrado en no pasarme para poder mantenerlo a lo largo
de toda la prueba. A medida que iba completando vueltas, iba automatizando la
alternancia de posiciones del cuerpo en función de las diferentes zonas del
recorrido. En ocasiones agachado con ambas manos detrás, otros tramos más erguido
e impulsando con acción de brazos, brazo interior, descenso directo, etc. El
circuito resultaba suficientemente ameno y la gente no molestaba en absoluto,
aunque afortunadamente, nunca te veías patinando en solitario. El pavimento no
invitaba a arriesgarte a formar trenes con contacto, de hecho apenas se vieron
algunos en muy pocos momentos a lo largo de las tres horas. En mi caso, en
algún momento pasada la primera hora recibí la invitación de establecer una
colaboración de rodar “a rueda” por parte de una fémina de Rolling Lemonds,
llamada Laura (desde aquí le envío un abrazo). Nos mantuvimos en ello un par de
vueltas, alternando la posición frontal, pero finalmente me interesaba un ritmo
un poco mayor y nos separamos. El resto de la prueba lo hice completamente
sólo. Aproveché algunos breves rebufos surgidos en los adelantamientos.
Adelanté y doble a mucha gente, mientras que también fui superado y doblado por
otros tantos patinadores y patinadoras de mayor nivel que el mío. Nada me
afectaba, ni una cosa ni otra, esa es la esencia de las pruebas de superación
personal, en las que a quien vigilas, espías, calibras y controlas es a ti
mismo y a los mensajes de estado, fatiga y sensaciones que te envían tu cuerpo
y tu mente. La primera hora se me hizo trabajosa, con sus primeros 30 minutos
con algo de frío y los siguientes con alguna queja muscular o tendinosa. La
segunda sin embargo se me pasó rapidísima, casi sin enterarme. En ella me ocupé
de mis dos únicos repostajes de agua (sin detenerme), de animar a mis “coequipieres” cada vez que las
alcanzaba e incluso de saludar a mi primo y su familia en los pasos por línea
de meta, pues se acercaron a saludarnos desde Aranda. Llegado a la tercera y
última hora, ya aparecían con cierta insistencia las ganas de finalizar. Me
alegraba ver que podía mantener el ritmo e incluso apretar un poco más en
algunos momentos, pero se notaba bastante cansancio. He de insistir que en esto
del patinaje, la fatiga que experimento es completamente diferente a la que
puedo percibir en otras modalidades deportivas. Mi corazón late con sobrada
comodidad y mi respiración se altera tan poco, que podría ir charlando o
incluso cantando suave, si no fuera porque es necesario que el suelo permanezca
seco. Que ¿qué es lo que se me cansa entonces? Pues la musculatura, pero
tampoco una fatiga insuperable a la contracción, el impulso o la acción fuerte
o veloz, sino un progresiva y acumulada tirantez o tensión, que me va
provocando una incomodidad y una persistente sensación de que parte de ella
puede acabar de un momento a otro contracturada o dolorida. Creo que todo ello
se debe a la falta de memoria muscular específica para el patinaje. En otras
palabras, que como no se trata de un gesto que haya practicado con asiduidad,
mi cuerpo no está tan adaptado a él, como parece estarlo a otros como el esquí,
el pedaleo, la carrera, o incluso en menor medida el paleo en piragua, el nado,
etc. La consecuencia clara de todo ello es que evidentemente patino e menor
velocidad de la que mi condición física me permitiría, algo que no espero ni
pretendo solucionar, pues se debe lógicamente, tanto a una falta histórica de
entrenamiento específico sobre patines, como a una evidente carencia de técnica
mínimamente depurada, y claro, a estas edades… mi pretensión, no es otra que
pasármelo bien, lo cual es algo que os puedo garantizar que estoy logrado.
Intentando patinar de forma económica.
La última media hora sí que me resultó algo más dura que
todo lo demás, sin embargo, la motivación por finalizar estaba ahí,
empujándome, motivándome. Además, aunque no había contado mis vueltas, a esas
alturas sabía que el hecho de no haber sufrido variaciones de ritmo, no haber
realizado ni una sola parada y la observación de adelantamientos y referencias
de gente de nivel similar al mío, sugerían que dentro de mis posibilidades,
estaba logrando un buen resultado personal. Y así fue, así llegué a meta, dos
minutos después del cumplimiento de las tres horas, con 62,25 kilómetros
cumplidos, lo que suponía haber superado los 20 km/h de media. Con alegría, nada
más cruzar la meta, me acerqué a saludar a mi primo y su familia, agradecer el
apoyo a Myriam y felicitar a Ana y a Claudia por su esfuerzo y logro.
¡Conseguido!
Todos satisfechos (foto del facebook de la organización)
Eso sí, al quitarme los patines me dolía todo. Y mis
“chicas” mostraban ese aspecto tan singular de alegría y profundo cansancio
simultáneos. Poco a poco fuimos recogiendo todo, devolviendo los chips,
despidiéndonos de mis familiares y preparando la partida. No fuimos de los que
nos quedamos a comer la paella comunitaria. Eso seguro que nos hubiera
proporcionado oportunidades para entablar más relación con otros participantes,
pero había aún un viaje por delante y al día siguiente empezaban las tareas
cotidianas para todos nosotros (trabajo y estudios) tras un periodo de
vacaciones. Tan sólo paramos en un parque de Tubilla del Lago, para comer unas
tortillas y una quesada cocinada por la madre de Claudia (gracias una vez más
Marisa) sentados en una chopera. Después un café fuerte en un bar del pueblo y
rumbo hasta casa, disfrutando del paisaje, de los cañones burgaleses, de los
bosques primaverales y del agradable sabor que te deja en el cuerpo y la
imaginación acabar de haber completado uno de estos retos deportivos.
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