Advierto que esto es muy arriesgado. Ponerme a escribir
sobre la Montaña Palentina puede ser un no parar. Si a mi de por sí
acostumbrada tendencia al palique, unimos la devoción que siento por la comarca
de Fuentes Carrionas, pues el texto puede ser candidato a írseme de las manos
con facilidad. Y si a todo ello añadimos que en esta ocasión no ha habido hueco
en el calendario para publicar una entrada previa sobre la zona, y otra
posterior a modo de crónica del viaje y del evento, pues lo mismo lo de hoy
acaba en enciclopedia en vez de en entrada de blog. En fin, haré lo que pueda,
intentaré doblegar mis ansias narrativas.
Como acabo de asegurar, adoro la comarca montañosa del norte
de Palencia, y lo hago con conocimiento de causa, porque la he visitado en
numerosas ocasiones, en todas las épocas del año y para la práctica de
actividades muy diferentes. He disfrutado de alojamientos muy distintos, como
la posada del románico de Aguilar de Campoo, el Parador Nacional de Fuentes
Carrionas cerca de Cervera de Pisuerga, el refugio de montaña del Club Alpino
Tajahierro en la Vega del Naranco, albergues, fondas y alguna casa rural. Mis
primeras dos experiencias en esquí de travesía fueron ambas en las altas
montañas palentinas: un paseo medio frustrado por el mal tiempo cerca de San
Glorio y un magnífico ascenso y descenso de Peña Prieta, con la guía experta (y
el material prestado) de Jesús Aja, gracias a quién me enamoré de tal actividad,
que desde entonces no he dejado de practicarla temporada tras temporada.
También he disfrutado del senderismo, y puedo señalar que mi hija mayor
Cristina ascendió a la laguna de las Lomas, portada a mi espalda, cuando aún no
había cumplido el año de edad. Con la bicicleta de montaña, recuerdo en
especial las travesías del macizo montañoso bordeando el Curavacas, partiendo,
bien desde Vidrieros, bien desde Resoba, hasta superar los Puertos de Riofrío para
asomarnos al mirador natural de los Picos de Europa antes de descender
infinitamente hasta Barrio. La moto me ha permitido dibujar curvas durante
horas y horas por la Ruta de los Pantanos y por otros trazados en diversas
direcciones. Hasta he disputado algunas carreras de orientación organizadas
generalmente por el Club Orca. Me dejo muchas actividades y experiencias
(visitas a los museos mineros, colaboración en cursos para guías, etc.), pero
no es cuestión de demorarse en inventarios, ya he dicho que evitaría extenderme
en exceso.
Pero como este es un sitio de bicicletas, no quiero dejar
pasar la ocasión de hacer mención de sendos viajes que realicé en bicicleta (de
los muchos que he acometido por allí), y que me parecen más que recomendables
para cualquier amante del pedaleo nómada y con equipaje. Ambas son rutas para
hacer en 4 o 5 días. La primera es para bicicleta de montaña. Se trata de
remontar el río Pisuerga. Nosotros (Luciano y yo), lo hicimos hace ya muchos
años, desde Valladolid hasta la Cueva del Coble (aunque en realidad luego
cruzamos la cordillera para acabar cogiendo el tren de regreso en Unquera). Por
aquel entonces la Meseta se recorría a través de pistas de concentración
parcelaria y otros trazados algo más antiguos. Una vez en la Montaña, ya venían
las pistas duras y empinadas, y el radical cambio de paisaje. La otra ruta que
recomiendo es el Ferrocarril de la Robla o “Transcantábrico”. Esta es para
viajar por carreteras muy secundarias y poco transitadas, con una bicicleta que
ruede bien, pero con neumáticos resistentes y algo de capacidad de carga. Por
mi parte aproveché para leer algo de literatura costumbrista sobre el
mencionado ferrocarril (que la hay), y diseñé un trazado de ida desde Valmaseda
hasta La Robla, para regresar después en tren. Fueron cuatro etapas muy
variadas y preciosas, aunque quizá hubiera sido mejor haberlo hecho en alguna
más, parando y ensimismándome un poco en algunos lugares interesantes y
apetecibles. En casi todo momento fui siguiendo, en la medida de lo posible, un
trazado asfaltado cercano a las vías del tren, excepto entre Cervera y Guardo,
que opté por la opción “impura” (desde el punto de vista ferroviario), que
además es la más larga y dura, tomando la Ruta de los Pantanos y pedaleando a
los pies del Espigüete, porque es mucho más bella. De aquel viaje conservo un
buen diario escrito y un reportaje fotográfico, que algún día debería editar en
formato de guía o libro, pero que, como tantos otros “deberías”, siempre
pospongo. De verdad que merece la pena.
Por otro lado, esta zona, como se verá cuando cuente nuestra
concentración de bicicletas antiguas, es área de buena gente, campechana,
abierta e integradora. Siempre me he sentido muy bien tratado allí, ayudado,
informado y bienvenido. Y a su cultura y tradición les debo una alegría que en
su día “importé” para casa: el concepto de la olla ferroviaria, costumbre
gastronómica que hice mía y que no me detuvo hasta adquirir una olla artesana
en la cual cocinarla. El mencionado guiso proviene de la tradición de los
empleados de los ferrocarriles que, en la época gloriosa del carbón, surcaban
la Cordillera Cantábrica a golpe de émbolos impulsados por los vapores
originados por las calderas de las máquinas locomotoras. Por aquellas fechas,
la plantilla de cada tren (maquinista, ayudantes, revisor…) aprovechaban algún
momento en mitad del viaje, para zamparse un sabroso potaje que se había ido
“haciendo” al calor de la caldera, vigilado con mimo por el maquinista o
fogoneros. La receta clásica era de patatas (especialmente recomendables las de
Valderredible) con lo que hubiera por casa (costilla, carne, pimientos…),
aunque por poder, podían hacerse alubias u otros majares contundentes. Desde
entonces, tan reconfortante tradición culinaria, cuajó tan hondo en la
población, que la desaparición de las viejas locomotoras no supuso
inconveniente alguno para continuar con ella, floreciendo la aparición de
algunos artesanos, que con diferentes estilos, se las han ingeniado para
fabricar artefactos que cumplan con las condiciones de cocción adecuadas (un
ritmo calórico lento y acogedor para la cazuela). Mi hermano es un experto
cocinero en ellas, yo un mero aficionado, y que yo recuerde, al menos dos
amigos han sufrido por mi parte sendas ollas artesanas como regalo de boda, y
ninguna de sus mujeres me las han tirado a la cabeza como respuesta por mi
“falta de consideración”.
Pero vamos a hablar del fin de semana. Myriam y yo
aprovechamos la coyuntura para ir a pasar la tarde y noche anteriores a
Pesquera (cerca de Reinosa), a nuestra casita de montaña. Previamente paramos en
la carnicería Cuca para hacer acopio de carne para la semana y de paso, un par
de chuletas grandes de ternera para cenar. Ya en el pueblo nos instalamos y nos
dimos un paseo, descubriendo que el bar restaurante de toda la vida, el de la
plaza y la bolera, ha sido puesto en marcha de nuevo (tras largos años de
cierre) con buena pinta y alegre ambiente. Un vino y un rato de socialización
local fueron imprescindibles. De regreso a casa, chimenea, música y cena de la
chuleta, regada con un buen tinto de uva Syrah. Preparados para el día
siguiente.
Llegar a Velilla nos llevó su tiempo, menos mal que la
cita era tardía. Hacía fresco, pero muy buen día, y cuando dimos con un
aparcamiento cerquita de la plaza, ya estaban por allí Domi y Fernando. Tras
preparar las bicicletas y acabar de vestirnos para la ocasión, pedaleamos unos
metros hasta la plaza, donde casi todos los participantes se encontraban ya
preparados y sumidos en el consabido revoloteo de admiración de las bicicletas
de unas y otros. Gran parte de los participantes eran gente local, al parecer
un tal Evaristo es un manitas restaurador que atesora una buena colección de
bicis, algunas de las cuales había cedido prestadas a gente del pueblo para que
tomaran parte en la concentración. Entre los conocidos de otras veces,
encontramos al perenne organizador Josema Montes vestido de cartero con una
bicicleta oficial del servicio de Correos y a un matrimonio muy habitual con
quienes hemos coincidido en anteriores citas. Había especial abundancia de
bicicletas españolas de los 60-70, sobre todo BH y Orbea, tanto en versión de dama
como de caballero. Entre las rarezas, un triciclo de carga decorado en su
versión “leñadores”, y una fantástica bicicleta de afilador, construida por su
propio ciclista, a la que no le faltaba detalle (con grifo para refrescar la
piedra y todo).
Fernando y Domi iban de jornada de campo, más lograda en el
caso de él que en el de ella, aunque imagino que tras comprobar por primera vez
el percal sobre el terreno, repetirán y será Domi quien nos sorprenda a todos
en el futuro. De hecho colaboramos con ella prestándole una bicicleta de las de
casa. La de Fernando triunfó, es una “máquina” que le regalé hace años y que se
trata de una vieja bicicleta de montaña, reconvertida en bici de paseo “vintage”,
que aunque no está bien que yo lo diga, luce un aspecto estupendo y totalmente
clásico. Por nuestra parte, los dos íbamos vestidos de matrimonio austriaco del
Tirol, con ropa genuina en su mayor parte. Con una BH Gacela de los 60 Myriam
(conseguida precisamente unos meses antes gracias a las gestiones de nuestros
dos amigos, y casi 100% original en todo), y yo con mi Gazelle Holandesa de los
50.
Myriam con su BH
Como si estuviéramos en Austria
Fernando disfrutando del regreso
Ya en marcha, un breve paseo por una pista de tierra nos
condujo hasta el pinar autóctono de Velilla, donde nos esperaba toda la
comitiva encargada de la tala del mayo y su posterior traslado y pinado. Se
trataba de un grupo de hombres la mayoría de los cuales trabajaron en las minas
y muchos de ellos como entibadores, es decir, aquellos encargados de talar
árboles y convertirlos en vigas y troncos que, una vez ajustados y fijados,
configuraban el entramado de estructura que aseguraba los túneles de las
galerías de las minas. La habilidad con el hacha (con cualquier tipo y tamaño
de hacha) estaba pues fuera de toda duda. El ambiente era festivo, alegre y muy
abierto. El día iba siendo cada vez más caluroso. Nos instalamos en la zona del
pinar, aparcando las bicicletas e integrándonos con el grupo de trabajadores.
Al fondo el Espigüete, conservando aún generosas manchas de nieve, dominaba
toda la escena, lo cual, unido al pinar y los campos verdes de los alrededores,
confería al paraje un ambiente tan alpino, que nuestro atuendo austríaco
parecía idóneo para el paisaje. Ocupamos la mañana dando un paseo por el pinar,
ascendiendo hasta alcanzar un par de miradores que merecieron la pena. El
primero de ellos ofrecía una perspectiva del valle y sus bosques, mientras que
el segundo una espléndida vista del embalse y la emblemática montaña sobre él.
Fernando estaba en su salsa, precisamente recordando una pasada ascensión al
pico en cuestión, así como su infancia por los pinares charros. Hay que señalar
que su conocimiento de la Montaña Palentina es grande, ya que hace bastantes
años, fue la persona responsable de dar ideas, rigor, contenido y ¡de todo!, a
todas las acciones educativas emprendidas por la Fundación Oso Pardo. Gran
parte de la labor formativa que tal entidad ha ido desarrollando por ahí,
durante años y años, es realmente de su cosecha, y aunque actualmente se
mantenga desligado de la Fundación, el mérito debe reconocérsele.
Ebalse y Espigüete desde el segundo mirador.
Myriam, Fernando y Domi.
Tras nuestro paseo llegó la hora de la comida. Entre
árboles, sobre la hierba o sobre troncos, todos los allí reunidos:
organizadores, responsables del mayo, niños y ciclistas, nos fuimos acomodando
donde buenamente nos pareció y fuimos agasajados con dos enormes pucheros de
patatas con costilla que estaban realmente deliciosas. El vino de Burgos se
mostró perfecto para acompañar, así que entre unas cosas y otras, nos pusimos
morados de comer y repetir. Al parecer la calidad del plato provenía de las
expertas manos de la Asociación de Amas de Casa de Velilla… con tal referencia
¿quién podrá dudar de su delicioso sabor e inmejorable textura al paladar? Queso
y melón sirvieron de postre, y como colofón un café muy especial que por si
alguno no lo tuviera elevado ya de antemano, subía el ánimo con cuatro sorbos.
Una de las cazuelas (la pequeña)
La sobremesa nos deparó una actuación antropológica en
directo: cómo cargar un tronco recto de pino, de unos 26 metros de longitud,
sobre un camión pequeño. Pues a base de paciencia, fuerza bruta de muchos
brazos, hombros y espaldas, mucho trabajo compartido y una caótica organización
que sorprendentemente funcionaba, en una especie de libre obediencia y ritmo
grupal natural, que ya hubieran deseado para sí muchos mandos que en este
planeta nunca consiguen tales empeños colectivos sin crispaciones o amenazas.
Cargado el mayo en el camión la comitiva nos dirigimos de regreso al pueblo,
custodiando el vehículo por detrás. Esta vez por la carretera y al ritmo lento
impuesto por la dificultad de transportar el mayo.
Ya en el pueblo, el mayo fue detenido para ser engalanado,
mientras que los ciclistas circulamos por las calles, amenizando una boda,
posando para una instantánea de recuerdo y parando a refrescarnos un poquito.
Pero pronto, en marcha de nuevo, al son de pito y tambores, en procesión hasta
la campa de la Reana, donde se encuentra una fuente tamárica con un arco romano
original y mucha leyenda de fondo. En plena campa, a lo largo de la soleada
tarde, pudimos ser testigos de la larga y trabajosa maniobra de pinar el mayo.
Para ello hizo falta mucha colaboración desinteresada, coordinación (en unas
ocasiones más lograda que en otras), derroche de fuerza y bastante saber hacer
y experiencia de años anteriores. Además de conseguir enhebrar la base del mayo
en su hoyo de sujeción, debía ser izado poco a poco, a costa de ir tirando de
cuatro sogas mientras un par de horquillas de diferente altura, servían de
apoyo para no perder ni un centímetro de lo levantado. El proceso parece
especialmente duro y difícil cuando se trazan los primeros 45 grados de arco,
mientras que la segunda fase se logra con mayor rapidez. Allí estaba todo el
pueblo implicado, jóvenes, adultos y personas bien entradas en edad. Los que no
arrimaban el hombro, permanecían atentos al procedimiento o incluso algunas
voces femeninas cantaban. Varios personajes destacaron especialmente a lo largo
de los trabajos del día: uno joven, de buzo azul que no paró de hacer de todo a
lo largo de toda la jornada; un corpulento hombre de bigote, tocado con
sombrero de cuero, que además de atizar algunos mamporros de vez en cuando
(cuando hacía falta) con el hachón o con la maza, llevaba la voz cantante en
las maniobras, arreando y arengando a las fuerzas aplicadas; un hombre delgado
y peculiar que no perdió detalle de toda la fiesta y a quién todos trataban con
amabilidad y cariño; trabajadores incansables con buzos de color y otros con
boina; hombres altos y fuertes, fibrosos, panzudos, bajos y aguerridos,
fumadores pertinaces; de todo había allí reunido y apegado a la tarea. Nosotros
entablamos conversación fluida con un chaval de Santander afincado en Velilla
con su abuela (no quedó del todo claro quién estaba a cargo de quién), que nos
explico muchas cosas de la fiesta y se mantuvo muy solícito y amable durante
toda la comida; y con un agradable hombre que parecía estar encargado de toda
la documentación en imágenes de la jornada, afición que al parecer le viene de
la caza fotográfica y de video de toda la fauna que encuentra y sorprende en
sus largos y habituales recorridos por las montañas, nieve, llueva, haga viento
o sol.
Ahora que lo más moderno, independiente y progresista de la
sociedad española no hace más que hablar de la necesidad de crear nuevos
formatos sociales, en los que la gente se reúna para colaborar por el bien
común, en los que los órdenes jerárquicos se vean anulados y en los que los
procedimientos de organización fluyan de forma sencilla y a escala humana,
mucho me temo que demasiados nuevos expertos se están olvidando de tener en
cuenta la gran cantidad de situaciones que nuestra propia cultura popular nos
ha ido ofreciendo y mostrando a lo largo de las tradiciones, la cultura y el
territorio. Tal es el caso que pudimos vivir en Velilla, donde nos sentimos
acogidos, integrados y regalados, por una población entregada a una causa
propia, heredera de su tradición, tierra y cultura, sin afán de protagonismo,
sin pose alguno para la observación exterior, sin excesos, sostenible, sin
marabuntas populares pero ambientada. Probablemente muchos de los problemas de
los que nos quejamos en la actualidad y a los que asignamos causas muy
diversas, puedan tener una origen parcial común, que esté relacionada con el
abandono humano, productivo, cultural, residencial, de mantenimiento… de
nuestro campo y de nuestro mundo rural. Tal proceso no ha sido responsabilidad
directa de algún gobierno o generación concretos, sino de la actitud
persistente y sostenida de todo un país que, década tras década, gestión tras
gestión, generación tras generación, se ha ido empeñando en urbanizarse a toda
costa, aún soportando la vida en colmenas y abrazando unos referentes culturales
globales exportados. Un sencillo día de fiesta en Velilla del Río Carrión,
localidad que fue fuertemente castigada por el cierre de los yacimientos de
empleo locales hace años, nos ha dado mucho en qué pensar, igual que lo harían
jornadas similares en tantas otras localidades en las que seguro que daríamos
con verdadero sentimiento de comunidad. Probablemente localidades de pequeño
tamaño y mucho apego al terruño. Muchos de los participantes en la fiesta nos
confesaban que ni vivían ni trabajaban ya en el pueblo, que se habían visto
obligados a irse fuera por causas laborales. Sin embargo, la mayoría de ellos
aseguraban igualmente que acostumbraban a regresar allí cada fin de semana,
manteniéndose aferrados al lugar de sus orígenes, su infancia y su pasión.
A las raciones de escabeche y al desenlace de quién sería el
merecido ganador del jamón que pendía de lo alto del mayo, no llegamos. Poco
antes de caer la tarde, cuando el sol ya iba camino de ponerse, empezamos a
recoger nuestras monturas, instalarlas en los coches y nos pusimos en marcha de
regreso a nuestros hogares. Felices, satisfechos y con una intensa sensación de
haber aprovechado al máximo el día. Aún nos quedaba un buen rato de conducción
hasta llegar a casa. Una vez más, y ya van incontables ocasiones, la Montaña
Palentina no sólo no me defraudó, sino que llenó de vida y maravilla, y me
ratificó de nuevo que no hay que dejar demasiado tiempo pasar in darse una
vuelta por allí.
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